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Me dejo follar en el cine por desconocidos

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Respiro hondo e intento que las pulsaciones vuelvan a su ritmo habitual, aunque no lo creo posible.

La situación me sobrepasa un poco, no sé si estoy lista para algo como esto y sin embargo me veo yendo hacia la taquilla y pidiendo una entrada.

El hombre, de unos sesenta años, con un pitillo entre los labios me mira repasándome y alza una ceja.

Tengo los pezones duros, el escote del vestido blanco es profundo y contrasta con mi piel morena. Sé que los ve. El tejido es tan vaporoso que se transparenta.

—¿Solo una? —pregunta con la voz enronquecida por años de darle a la nicotina.

—Sí —confirmo mordiéndome el labio inferior. Él asiente y termina por darme la entrada, cuando voy a pagar, con su mirada puesta en mis tetas, niega.

—A esta sesión invita la casa. —Guardo el billete y murmuro un «gracias».

La sala es pequeña, ubicada en un callejón exento de miradas curiosas, es lo que tienen las salas X, muchas han ido desapareciendo y las que quedan, relegadas a un plano al que pocos acuden.

El cine es viejo, está poco cuidado y en cuanto entro en la sala me doy cuenta que las butacas tienen el mismo tiempo que el hombre de la entrada.

Está a oscuras y se distinguen varias cabezas afincadas con una distancia prudente.

Podría haberme sentado en la última fila, pero entonces no hubiera tenido gracia. Había venido hasta aquí por mí, para cumplir una fantasía, para demostrarme que era capaz de hacerlo porque sí, porque yo era dueña de mi propia sexualidad y si eso me excitaba quería realizarlo.

Ocupé una de las plazas centrales y respiré intentando templar los nervios, cosa poco probable. Me recliné un poco en el asiento y saboreé mis labios resecos, esperando a que diera inicio la película.

Ni siquiera me había preocupado en ver de qué iba, al fin y al cabo era porno, no se destacaba por el argumento.

Noté un crujido a mis espaldas, alguien había ocupado el asiento que quedaba detrás de mí. Noté un movimiento a mi derecha, no quise mirar, estaba demasiado histérica como para hacerlo. Necesitaba una inyección de coraje para no levantarme y salir corriendo.

Un hombre se acomodó en el asiento de al lado y un minuto después tenía otro en la butaca de la izquierda. Mi corazón se había desbocado, ahora sí que ya no iba a moverme.

Miré mis muslos. Al sentarme había subido la falda adrede, tan cerca de mi sexo que era como asomarse a un precipicio. Estaba mojada, la situación me excitaba y negarlo era de hipócritas.

Apreté con fuerza los reposabrazos cuando la piel del hombre de mi derecha me rozó el brazo. Iba en manga corta, mi vestido se abrochaba con un simple lazo en la nuca despejada. Me había recogido el pelo en una cola alta. Hacía calor, ¿o era yo quien sudaba?

Los gemidos no tardaron en inundar los altavoces de la sala. En la pantalla una casada insatisfecha, a quien el lampista le estaba desatascando algo más que las tuberías de casa. Un clásico, un cliché que me erizó la piel cuando el hombre de mi izquierda pasó con sutilidad la yema del dedo por el lateral de la rodilla.

Suspiré con fuerza. Seguía sin apartar los ojos de la pantalla cuando en la parte trasera de mi cuello noté un aleteo. El hombre que estaba detrás intentaba deshacerme la lazada.

El aire se acababa de volver denso. Mi entrepierna un lago en el que bucear y me dolían los pechos de necesidad, cuando la prenda cayó como el telón de un teatro. No pude contener el jadeo al comprender que mis pechos estaban desnudos, expuestos y que las manos que tenía detrás bajaban por mi clavícula para enroscarse como una serpiente sobre mis pezones.

Mis compañeros de butaca, al ver mi predisposición, no se quedaron quietos. El de la derecha tomó una de mis manos, la hizo descender por su abultado vientre y la internó en una bragueta más que dispuesta.

Su miembro era corto, grueso y envuelto en vello crespo. Mi mano lo envolvió y se puso a frotar arriba y abajo, arrancando un gruñido de aceptación.

El de la izquierda pasó a la acción, pasó de mi rodilla y metió la mano entre mis muslos gozando de la sorpresa. No llevaba bragas, solo me vestía la necesidad de mis pliegues húmedos.

Sus dedos no eran suaves, más bien curtidos, de alguien que ha usado las manos durante años para trabajar. Frotó mi sexo, instándome a separar las piernas y cuando lo hice insertó los dedos sin remilgos. Jadeé con fuerza, la misma que él uso para perforarme y tratar de alcanzar mi útero.

Los pellizcos de los pezones iban ganando intensidad. El aire era cada vez más escaso y cargado de sexo. Los gemidos de la pantalla se fusionaban con los míos propios y los de los pajilleros de la sala. Una de las manos abandonó mi pecho para liarse en mi coleta y tirar hacia atrás.

Mi cuello se torció, mi culo resbaló un poco provocando que la falda terminara por encima de mi cintura, sin cubrir mi sexo recortado que estaba siendo manoseado por aquel desconocido.

Unos ojos oscuros se cernieron sobre los míos. Aquel hombre no me sacaba muchos años, vestía traje. Supuse que se trataba de un ejecutivo agobiado que había entrado al cine necesitando cascársela para aliviar tensiones. Quizá una mujer demasiado convencional, quizá separado o de viaje de negocios. Fuera como fuere tenía los ojos cargados de necesidad y los huevos también.

Me pellizcó el pezón con rudeza, separé los labios para gritar y vertió un escupitajo entre ellos. Su saliva en mi boca me hizo gemir. También los dedos rugosos que me taladraban el coño dando vueltas, follándome sin piedad, con clara intención de ver cuántos dedos sería capaz de albergar.

Mi mano se había vuelto frenética. Pajeaba a aquella polla morcillona con total frenesí.

No había imaginado que una experiencia así, siendo poseída por tres desconocidos me pudiera poner tan perra.

El ejecutivo murmuró en mi oreja que no cerrara la boca. La mantuve abierta, recibiendo sus cañonazos de baba cada vez que reunía la saliva suficiente. Le dio por jugar a las canicas con mis rígidos pezones, golpeando uno y otro con ritmo constante. Me escocía, me hacía temblar y sentir necesidad de más.

El tercer dedo se incrustó en mi coño. Y un orgasmo se fraguaba en mi bajo vientre, denso pesado, activo.

Tragué cuando mi boca estuvo tan llena de saliva que no pude contenerla más. Me puso muy perra el sentirla bajando por el esófago y aquel hombre lo sabía. Me sonrió. Y lo relamí los restos que quedaron suspendidos en mi boca, gritando al notar un cuarto dedo abriéndose paso. El ejecutivo dejó de tirar de mi coleta, con esa mano coló sus cuatro dedos en mi boca para follarla igual que estaba pasando con mi coño. Yo que de pequeña me daban arcadas hasta el palito de madera del médico.

Ahora no me pasaba. Solo quería ser usada, sentir todo lo que me estaban haciendo, sentirme muñeca liberada y que se corrieran usando mi cuerpo.

El hombre que estaba pajeando temblaba, sus huevos prietos me alertaron del inminente orgasmo. Me quitó la mano de los pantalones, se subió a la butaca, se bajó la ropa y el ejecutivo me giró la cara para cambiar los dedos por aquella polla sedienta de descarga.

Mamé, sin importarme que las canas de sus huevos fueran más largas que mis extensiones de pestañas. Chupé enterrando la nariz en ellas y dejé que me la follara sorbiendo cada embestida.

Cinco, esos eran los dedos que me habían cabido de lo receptiva que estaba. Grité con el quinto, no te lo voy a negar, pero esa mezcla de dolor y placer, de saberme usada, me entusiasmaba.

La descarga llegó sin aviso, inundándome la garganta de leche caliente recién ordeñada. Tragué bebí de aquel pozo de regusto amargo y me recreé en el aroma a pubis que no se duchaba desde la mañana, o quizá la noche anterior. No estaba muy segura.

Ya no sentía a mi ejecutivo sosteniéndome, solo aquella mano ahondando en mi coño y la lefa goteante. Lo extrañaba, ¿Dónde estaba?

No tardé en descubrirlo. Cuando acabé de limpiar la polla los dedos que colonizaban mi coño me abandonaron. Sentí la pérdida de inmediato. Intenté averiguar qué ocurría y entonces le vi. El hombre del traje en el pasillo, haciéndome una señal para que fuera hasta él.

El de la butaca seguía subido recolocándose la ropa y el otro, al que le eché un vistazo y tenía pinta de mecánico de motos, por las manos manchadas y la pinta de conducir una Harley, me instó a levantarme.

Lo hice, tragando duro y este me bajó el vestido abandonándolo en la butaca, para hacerme caminar desnuda hasta el trajeado.

Muchos de los ojos que habían estado fijos en la pantalla, ahora lo estaban sobre mi cuerpo.

Caminé con la barbilla alta, notando el peso de mis pechos al entrechocar, eran grandes pesados y naturales.

Llegué al ejecutivo quien me recibió con una caricia en el rostro, una descorrida de labios con su pulgar y uno de sus escupitajos.

—Traga —lo hice, pero eso ya lo sabes. Él sonrió—. Quédate de pie y separa las piernas. Las manos detrás de la nuca y abre los codos para que puedan admirarte las tetas.

Ni siquiera titubeé. Me expuse. El mecánico se arrodilló por delante y el ejecutivo por detrás. Me abrieron el coño y el culo y se pusieron a comérmelos a la vez. Chillé. Joder, si chillé, llegué a dudar si las piernas me sostendrían.

Los pajilleros se pusieron a rodearnos para contemplar el espectáculo de porno en vivo. Los más osados llenaron mi cuerpo de caricias, pellizcos, lamidas y mordidas.

Me dio igual su edad, físico o condición social. Aquello era lo que quería, ni en mis mejores sueños podría haber sido tan perfecto. Estaba en mitad de un holocausto zombie en el cual no se comían cerebros, sino mi cuerpo.

Iba a correrme, cada terminación nerviosa de mi cuerpo lo anunciaba y cuando llegó el clímax lo hizo con las lenguas de mis amantes desconocidos rebañándome los agujeros y varios pares de manos retozando sobre mi cuerpo.

Sin que los últimos coletazos me abandonaran un muchacho joven se tumbó en el suelo, me instaron a montarlo, a joderlo, mientras el ejecutivo encajaba, a su vez, su polla en mi culo y el mecánico en mi boca.

Follé, me dejé follar y supliqué a todos los presentes que me llenaran con todo aquello que quisieran ofrecerme.

Me moví empalada por todos mis agujeros, siendo manoseada, recibiendo descargas de semen en todo mi cuerpo. Me sentí venerada, usada, diosa del sexo, libre en mitad de una sala mugrienta, convirtiéndome en animal de deseo, codiciado trofeo.

Grité y aullé en cada uno de mis orgasmos, festejé cada vez que recibía una muestra de afecto en forma de baño blanco o gruñido inquieto.

Saboreé las corridas, limpie cada uno de los restos y cuando la película terminó, me sentí colmada por primera vez en mucho tiempo.

Recogí mi vestido y abandoné la sala con una sonrisa en los labios, y rezumando semen por todos mis agujeros.

Espero que os haya gustado el relato. Espero vuestros comentarios.

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