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Memorias de África (IV)

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Al día siguiente cuando me desperté, no podía moverme. Me dolía la espalda, me escocían las nalgas, tenía el sexo pringoso a pesar de las lavativas de las muchachas. Me quedé pensando en qué tipo de tortura me vería hoy. No quise salir de mi refugio, y a intervalos venían algunas mujeres a verme.

Me traían comida, agua, y me hacían orinar apretándome el vientre como hizo la vieja aquella el primer día. Me vestían al amanecer y me desnudaban por la tarde. Creo que estuve dos días sin salir de mi refugio. Uno de los días, mientras Aifon y otras chicas me lavaban, apareció uno de los hombres. A éste no le conocía y se quedó en la puerta mirando. Era alto, musculoso, tenía un cuerpo muy bien definido, una cara redonda y una nariz chata. Por un momento se me pareció a ese Dios de ébano que todas las mujeres hemos imaginado en nuestros sueños eróticos. Llevaba el mismo tipo de taparrabos que el resto, y una especie de cuerda a modo de bandolera cruzándole el cuerpo. No dijo nada, simplemente se limitó a mirarme y a observarme mientras me lavaban.

-¿Y a ti cómo te llamo hijo? Te llamaré Samsung. Eres grande, fuerte y joven, como los últimos modelos de ese fabricante de teléfonos -le dije mientras le miraba-. Joder María, todavía te quedan ganas de hacer chistes.

Una tarde ya me cansé de estar recluida. Me puse los shorts y la camiseta y salí de la cabaña. Pude ver con la luz del día esa especie de plaza que hacía unas noches vi a la luz de una hoguera. La plaza donde me habían azotado y follado. La plaza donde me había corrido delante de un grupo de salvajes desconocidos con una desinhibición total. El bosque que nos rodeaba era frondoso, de un verde intenso. En un claro pude ver unas montañas, pero no reconocí el sitio. ¿Dónde demonios estaba?, ¿quiénes eran aquellos salvajes?, ¿qué querían de mí?, ¿me estarían buscando?... Hacía calor, un calor húmedo, pero que no era desagradable. Ninguno de la tribu me dijo nada, nadie me impidió moverme a mis anchas por el poblado. Me miraban pero no me prestaban atención. Cada uno a lo suyo, unos preparando la hoguera para la noche, los niños jugando, los jóvenes entre ellos hablando… A lo lejos reconocí a Aifon y al chico joven de la otra noche. Estaban desnudos y parecían venir de algún sitio de la selva. Traían hojas de plataneras y helechos. ”Cabrón, el otro día me follaste y hoy ni me miras” me dije.

Si tengo que ser sincera, la visión de los cuerpos desnudos de Aifon, el muchacho que la acompañaba y de otros, me excitó. No me dio vergüenza ninguna. Miraba sus culos, el sexo de las chicas y las pollas de los chicos, sus cuerpos definidos y atléticos…

Algunos me miraban y luego volvían a sus quehaceres. Caminando llegué hasta el borde de la aldea y empezaba la espesura de la selva. Nadie me siguió ni nadie me impidió que siguiera avanzando. No sé qué es peor, que te maltraten o que no te hagan ni caso y te ignoren. Volví a la choza y me tumbé en el camastro. Me despertaron al entrar y mi reacción fue taparme con las manos los pechos y el sexo sin darme cuenta que estaba vestida.

Entre las mujeres reconocí a Aifon que se acercó a mí, y me levantó cogiéndome de las manos. Esta vez los movimientos eran pausados y acompañados de una sonrisa. Me desnudaron, pero esta vez no sentí vergüenza. Me sacaron de la cabaña y me llevaron hasta donde estaba el jodido potro. Me resistí, pero Aifon tiró de mí con esa sonrisa, que no sabía si era de amistad y confianza o de sátira. Estaba temblando y Aifon discutió con algunas mujeres y algunos hombres.

Me cogió nuevamente de la mano y me llevó a otra parte del poblado, junto a la cabaña más grande que vi el primer día que salí. Había un extraño aparato hecho con ramas y hojas. Era como una cama de hospital, alta, pero con el respaldo más corto que las camas normales. La tapizaron con helechos y musgo como el que usaban para lavarme. No supe de qué iba aquello, pero como un corderito y sumisa, me tumbé boca abajo en esa cama como lo hice días atrás en el potro. Al ver que ya actuaba motu propio, todos se echaron a reír y me ayudaron a ponerme boca arriba. Me di cuenta de que en esa posición la cabeza y el tórax quedan más bajos que las caderas, dejando la vagina y la entrada del culo en una posición más elevada.

En esa postura podía ver mejor a mi alrededor, pero me costaba ver mi cuerpo, sobre todo el vientre, ya que para poder verlo, debía subir la cabeza y eso me forzaba los músculos del cuello. Me abrieron los brazos y me los ataron a las esquinas superiores del camastro, pero Aifon dijo algo en su lengua. Como si estuviera segura de que mis intenciones no eran las de escaparme, me desató, llamó a otras tres chicas jóvenes del grupo y sentándose en el borde la cama, me sujetaron suavemente por los tobillos y las muñecas.

Cuando estuve bien sujeta, se fue y al rato volvió con una calabaza llena de agua, musgo y no sé qué ungüentos que olían a hierba. Se subió a la cama y se arrodilló entre mis piernas. Pude ver su cara, sus hombros y sus pechos, que a la luz del día tengo que reconocer que estaban estupendos. Giró su cabeza y me pareció que les echó una bronca a los hombres que no dejaban de mirar, y éstos se alejaron, quedando allí las cuatro chicas que estaban en la cama, las cuales me habían soltado, Aifon de rodillas entre mis piernas, algunas mujeres más y yo. Con los dedos me pellizcó sumamente el clítoris y me masajeó la vagina mientras con un objeto que al principio no adiviné lo que era, pero que días más tarde pude comprobar que era la concha de un marisco, lo pasó por los labios de mi sexo.

Me asusté y por instinto me contraje y me puse muy tensa, pero las chicas que me rodeaban me volvieron a sujetar por los tobillos y las muñecas. No entendía que demonios quería hacerme, una vez que consiguieron mantenerme quieta, me volvió a masajear la vagina y a pellizcarme el clítoris. Otra vez el frio de esa especie de cuchilla en los labios de mi sexo y en las ingles. Comprendí que lo que Aifon estaba haciéndome era simplemente depilándome el poco vello que me había crecido desde la última vez que pasé por el centro de belleza. Pelo a pelo, me depiló todo el pubis, los labios de la vagina, y ahora se dedicaba a inspeccionar y rematar su obra. Las dos chicas que estaban a mis pies me levantaron las piernas, doblaron las rodillas y me las pegaron al pecho. Aifon ya iba a por nota y no lo dejó hasta estar segura de que cualquier vello había sido extirpado. Esa sensación de abandono, de ser una simple muñeca a la vista de cualquiera, me volvió a inundar. No lloré, pero casi. Aifon inspeccionó las axilas, pero ahí el láser ya se le había adelantado, así que no tenía donde rascar.

Me soltaron y Aifon se quedó sentada de rodillas entre mis piernas, sin dejar de mirarme y sonreír. Una de las chicas me masajeó el sexo y el culo con una especie de bálsamo que había traído Aifon junto con el agua y aquél horrible instrumento depilatorio. Sentí un cierto frescor y alivio, ya que me escocía mucho toda aquella zona. Las mujeres más viejas asentían con la cabeza una vez que vieron el resultado de la operación, los hombres murmuraban entre ellos, pero Aifon me cogió de la mano, hizo un aspaviento con la mano libre para alejar a los hombres, y me llevó hasta mi choza.

Durante buena parte de la noche oí grupos de hombres venir hasta mi choza, pero Aifon y una de sus compañeras, los espantaban de allí con voz suave. De puro cansancio me quedé dormida. Antes de quedarme dormida caí en la cuenta de que había perdido la noción del tiempo, no sabía ya cuántos días llevaba allí, me sobresaltó pensar en mis amigos, en mi familia, en la gente de la oficina de Acra. Había tenido mi cabeza tan ocupada con las cosas que me pasaban, que yo me había olvidado de ellos.

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