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Memorias de África (V)

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A la mañana siguiente como de costumbre entraron tres mujeres a darme de beber, llevarme comida, asearme y a inspeccionar la “obra” de Aifon. Estaba todavía un poquito irritada, así que volvieron a masajearme con el mismo ungüento tanto la parte de adentro de las nalgas como el sexo, el pubis, la vulva. Aifon me había dejado tan suave como el culito de un niño. Luego en vez de vestirme, me dejaron acostada en el camastro y se fueron.

Me dejaron toda mi ropa limpia a los pies de la cama. Me puse sólo las bragas y me volví a acostar. No llevaría ni cinco minutos mirando al techo, cuando entró Aifon. Se sentó en el borde del camastro, y me bajó las bragas con una sonrisa. ”Encima te ríes hija de puta, no te contentas con hacerme sufrir, además te regodeas”, pensé. Inspeccionó el pubis y el sexo, el interior del ano mientras doblando mis piernas como el día anterior, me las apoyaba en el pecho. Con los dedos separó los labios y acarició la entrada de mi vagina. Me dio escalofríos y di un respingo. Como si la entendiera, Aifon empezó a hablarme, como si estuviera dándome un informe medido; por supuesto no la entendí, pero dejé que siguiera con su discurso. Creo que vio en mí que no me inmutaba y entonces se puso de pie.

Se desató el taparrabos y pude ver perfectamente el sexo de Aifon. También lo tenía depilado. Me quedé mirando su pubis, los labios de su vagina de un color moreno oscuro, la arruguita de las ingles, sus muslos redondos y formados... durante unos segundos nos quedamos mirándonos la una a la otra. Yo seguía seria, pero ella estaba sonriente. Noté como el corazón me latía con fuerza, y cuando me atreví, alargué el brazo desde el camastro y le acaricié el muslo que tenía más cerca. Subía hasta sus nalgas y las apreté, las tenía casi tan duras como las mías. Deslicé los dedos entre las nalgas y le toqué el ano. La atraje hacia mí y seguí acariciándola por delante. Metí mi mano entre sus muslos suaves y llegué hasta su sexo. Con un gesto de mi mano hice que abriera un poco las piernas y me dejara inspeccionar a mí su coño. Me senté al borde de la cama, abrí las piernas y la traje hacia mí. Le besé el vientre, el ombligo, le acaricié lentamente los muslos, el pubis, me atreví incluso a llegar hasta su clítoris.

Ella sonreía al mismo tiempo que su respiración se hacía cada vez más intensa. Ni cuenta me di que había dejado la puerta de la choza abierta. Volví a apretar sus nalgas y a apretar su cuerpo contra mi boca. Intentó cerrar los muslos y quitarme la mano de su coño, pero esta vez quería mandar yo. Le mostré con energía que tenía que estarse quieta. La abrí aún más de piernas y me arrodillé frente a ella. Me agaché lo justo para llegar con mi boca hasta su sexo suave y moreno. Bastó un toque con la punta de mi lengua en su clítoris para que se le escapara un leve gemido. Me levanté, la cogí de la mano y la subí a la cama. La puse de rodillas con las piernas abiertas y yo me coloqué detrás.

Le besé por la nuca, por el cuello, los hombros, y al mismo tiempo metí mis brazos por sus axilas hasta que pude coger sus pechos. Los pude sentir en mis manos, duros, redondos, suaves. Sus pezones se pusieron duros al pellizcárselos. Tenía la boca entreabierta, jadeaba y respiraba fuertemente. Una de mis manos bajó por su vientre y con mi dedo corazón estimulé su clítoris. Tenía rodeada sus caderas con mis muslos y podía sentir la suavidad su piel. Apreté mis pechos contra su espalda, podía sentir el movimiento de su cuerpo al respirar. No dejé de besarle el cuello, ni de excitarle el clítoris, y rozaba mis tetas en su espalda. Ella también se estremecía y no hizo lo más mínimo por separarse de mí.

-Cabrona, has hecho conmigo lo que has querido y ahora voy a ser yo la que me desquite. No voy a parar hasta que te corras, zorra.

Todo eso le dije al oído aun sabiendo que no me iba a entender. Tenía ganas de follarme a aquella chiquilla, y no sé si hasta de vengarme. Me separé de ella lo justo para ayudarla a recostarla boca arriba. Pasé una de mis piernas sobre ella y me quedé a cuatro patas con la intención de someter a aquella salvaje a la tortura de un 69. Me acerqué hasta su sexo y me lo metí en la boca. Con la lengua recorrí toda la raja a lo largo. Estaba mojada y no dejaba de gemir. Me gustó el sabor de su coño húmedo y aumenté el placer metiendo un dedo dentro. Aifon adivinó de qué iba el juego y subiendo su cabeza llegó hasta la entrada de mi sexo y paseó su lengua por los labios de mi vagina. Sentí un placer enorme con aquella boca en mi sexo. Sin decirle nada, con sus manos abrió mis nalgas y arrastro su lengua hasta la entrada de mi culo.

Con uno de sus dedos intentó entrar, pero no la dejé. ”No guapa, te esperas”, pensé mientras contraía el culo. Durante un movimiento que hice para quitarme los pelos de la cara, pude ver que en la puerta de la cabaña estaba uno de los hombres mirando. Me separé lo justo del cuerpo de Aifon y me puse a cuatro patas. Aifon no dejaba de comerme y apretarme las nalgas con las manos. Le hice una seña con la mano al hombre para que entrara, y se acercó hasta nosotras. El taparrabos no tenía el peso ni el cuerpo suficiente para esconder la enorme polla que se escondía detrás, totalmente erecta. Di un tirón y quité el taparrabos, cogí con mi mano su polla y le masturbé lentamente. También el hombre estaba depilado, su verga era ancha, no muy grande, pero de un tamaño respetable, los testículos también estaban depilados y parecían llenos de semen. Aifon ni se inmutó. Me quité de encima para que pudiera salir de entre mis piernas, y aproveché para acercarme más al hombre. Atraje el glande a los labios y lo chupé delicadamente. Brillaba, era liso, duro y muy suave. Me apeteció mamar aquella verga, y me la metí en la boca. Mientras la chupaba y la llenaba de saliva, le masturbaba. Aifon nos miraba y sonreía.

-¿Era esto lo que esperabas zorra?, ¿esto es lo que querías ver? -le dije aún a sabiendas de que no me entendía.

Aquella polla negra y enorme llenaba mi boca, la notaba dura y caliente y a medida que pasaba el rato, se la comía con más fuerza y lo masturbaba con más ganas. Me separé y cogí de la mano a Aifon, la puse frente al hombre y le indiqué con gestos que hiciera lo mismo. Se puso de rodillas y mientras se la comía, yo me puse detrás de ella y le excitaba el clítoris con mi dedo. Al oído le susurraba:

-¿Te gusta esa polla verdad hija de puta?, venga negra cabrona, cómete esa verga entera.

Estaba empezando a desatarme, me sentía muy excitada y recordé mis aventuras swinger con Sergio. La visión de aquella chiquilla comiendo la enorme polla de mármol me excitó aún más si cabe. Mi corazón latía como loco, daba la sensación de que quisiera salir de mi cuerpo y la cara me ardía, me sentía congestionada. No se resistió cuando la puse de pie y me la llevé al camastro y la puse boca arriba. Le abrí las piernas y pude ver su sexo marrón oscuro por fuera y rosado por dentro. Avancé hacia ella como una leona en celo y cogiendo uno de sus pechos, me lo llevé a la boca. Lo mordisqueé suavemente y chupé su precioso y oscuro pezón mientras masajeaba. Sentía como su pezón iba poniéndose cada vez más duro y grande dentro de mi boca. Me llenaba la boca con aquella deliciosa y tersa piel.

Ella mientras, con un leve movimiento de su cabeza, alcanzó uno de mis pechos e imitó lo que yo hacía. Se llevó mi pezón hasta el fondo de su boca, fue maravilloso y excitante. Sentí un espasmo de placer y retiró su boca de mi pecho; hice lo mismo y la besé en la boca. No sabía si aquello era una costumbre también de estos indígenas, lo de besarse me refiero, pero lo hice de todas formas, a lo mejor actuaba yo de maestra en ese momento. Nuestro compañero masculino se había sentado de cuclillas en el centro de la cabaña y nos miraba. La excitación no le había bajado y su polla seguía tan grande y recta como hacía un instante. El beso de Aifon fue torpe pero largo y sobre todo intenso. Estaba claro que lo de besarse era nuevo para ellos, pero a Aifon pareció gustarle. Cerré los ojos, puse mi mano en su cara y busqué su lengua. Tenía los labios suaves, y nuestras salivas se unieron, como lo hicieron nuestras lenguas.

Las enredamos y aquél beso fue creciendo en intensidad. Doblé ligeramente la espalda y sin perder la postura, bajé por su cuerpo hasta llegar a su coño. Paseé mi lengua mojada por la raja y metí la punta. Con mi dedo pulgar descubrí su clítoris y justo en ese momento emitió un gemido suave y largo mientras arqueaba la espalda. Era flexible como una bailarina; a la cabrona le gustaba que la comiera. Mi saliva se mezcló con sus líquidos y al probar su sabor me sentí en la obligación de provocarle un orgasmo cuanto antes. Intentó cerrar las piernas, pero se lo impedí. Me obligó a forzarla un poco, pero sujeté con mis manos sus muslos y seguí comiéndome aquel coño tan delicioso.

Por su parte, el hombre se había levantado y situándose detrás de mí, metió uno de sus dedos en mi sexo. Esta vez fue lentamente y acompañado de unos lametones en el ano. A diferencia de los hombres que me había follado desde que estaba en ese poblado, éste era parsimonioso. Sentía su dedo entrar y moverse dentro de mi coño lentamente, mientras su lengua mojaba no sólo el ano sino las partes más internas de las nalgas. Cuando comprobó que mi sexo estaba lo suficientemente mojado, se levantó y cogiéndose la polla con la mano, paseó el glande por la entrada de mi sexo sin meterlo. Al mismo tiempo su dedo pulgar entró ligeramente en mi culo, pero sin llegar al fondo. Lentamente aquella polla entró en mi sexo y buscó acomodo. Me sentía llena, notaba esa verga musculosa y caliente dentro de mí, rozando las paredes de mi coño y dándome un placer infinito. Los movimientos del hombre eran lentos, buscando que mi coño se adaptara al grosor de su verga.

Subió una de sus piernas a la cama y sus embestidas se hicieron más rápidas. Mientras yo le dedicaba toda mi atención a Aifon, bebí todas las gotas de los flujos que salían de su sexo junto con mi saliva. Con un largo y apagado gemido acompañado de una tensión de su cuerpo, descubrí que le había provocado un orgasmo a aquella jodida salvaje, esa vez fue mía. En días anteriores había hecho conmigo lo que le vino en gana, casi me había convertido en una marioneta, pero en ese momento, era mía y a pesar de sus gemidos y de la intensidad del orgasmo, no paré de comerla, de beberme sus líquidos, de apretarle los muslos, de mordisquearle los labios de su coño.

Yo por mi parte me había abandonado al hombre, su polla seguía dentro de mí y sus embestidas no habían cesado. Su dedo pulgar había hecho varias intentonas de entrar en mi culo, o al menos yo lo interpreté así, porque nunca llegó a meterlo del todo. Aun así me gustó sentirlo. A cada embestida mi cuerpo se estremecía, se movía, y mis tetas se balanceaban libres. De repente Aifon se levantó, y sin brutalidad, pero con energía se separó de mí y le dijo algo al hombre. Se sentó de rodillas frente a mí y el hombre aceleró sus movimientos mientras me sujetaba la cintura más fuerte. Empezó a follarme de una forma más brusca, y en lugar de molestarme o dolerme, me excitó todavía más. Pasó sus manos a mis caderas y las embestidas se hicieron cada vez más fuertes. Su verga entraba y salía de mi sexo con fuerza y volvía a entrar con ganas. Unas veces dejaba el glande en la entrada de la raja y otras veces sacaba la polla por entero, para rápidamente volverla a meter y el sonido de nuestros cuerpos al chocar con cada embestida me excitaba. Justo en el momento en que notaba que llegaba el orgasmo, el hombre se retiró y Aifon me puso boca arriba con las piernas abiertas.

Se agachó y me comió el coño. Chupó la vulva, paseó la lengua de abajo hasta arriba, y al revés, me chupó el clítoris, y esta vez un espasmo me recorrió el cuerpo desde la cintura hasta la nuca. El corazón estaba desbocado, y el placer fue de una intensidad enorme. Grité mientras me llegaba el orgasmo. Al contrario que Aifon, no reprimí mi gemido. Al contrario que cuando follaba en casa que, por no darle tema de conversación a los vecinos, mis gemidos eran bajitos y pausados, allí no me conocía nadie. Podía gritar y lo hice, me sentía libre y aquél orgasmo intenso merecía que no me anduviera con remilgos. Mientras me corría, Aifon se había separado un poco de mí y había metido su dedo en mi vagina. No se reía, más bien tenía un gesto de deseo, de excitación, mezclado con una mirada de venganza, como si estuviera buscando la revancha por haberle provocado yo un orgasmo antes que ella a mí.

-¡Zorra!, ¡puta negra de mierda! -le dije.

Como si me entendiera, en su lenguaje me dijo algo y quise entender algo similar me estaba diciendo. Entonces adelanté mi cuerpo y metí mi mano entre sus piernas. Con mi dedo corazón busqué la entrada de su culo y de un solo golpe se lo metí. Estaba todavía recuperándome de mi orgasmo, pero tuve el tino suficiente como para hacer eso a la primera y con la fuerza justa para no hacerla daño, pero provocarle placer al mismo tiempo. La estimulé mientras nos mirábamos fijamente, nuestras caras estaban un palmo la una de la otra, cada una podía sentir la respiración de la otra.

El hombre se acercó a Aifon y como era costumbre entre ellos, sin mediar palabra le metió la polla en la boca. Aifon la cogió con fuerza y la forma desesperada de comérsela no sólo me dio a entender que estaba tan excitada como yo, sino que me provocó una reacción de deseo enorme. El hombre sacó su verga de la boca de Aifon, se giró e hizo lo mismo conmigo. Me la comí con ganas. En todo el rato que llevábamos en la cabaña, aquella negra y dura verga no había bajado su excitación, seguía dura y caliente. En ese momento de distracción por mi parte, Aifon me imitó y metió su dedo en mi culo. Primero lo exploró y cuando encontró el agujero, su dedo se hundió dentro de mí. Esta vez mis espasmos llegaron al mismo tiempo que los de Aifon, y las dos nos besamos mientras disfrutábamos de aquél segundo orgasmo, pero acallando el grito con nuestras bocas pegadas. El hombre estalló en un orgasmo ruidoso, él no se avergonzó y de aquella polla de mármol negro y brillante, salió un enorme chorro de leche blanca que cayó al suelo. Caí rendida en la cama, mientras Aifon continuó de rodillas, mirándome y sonriendo. Una vez que el hombre vació toda su polla, se rio también, cogió su taparrabos y salió de la choza. Poco a poco me fue llegando una especie de sopor, me acomodé en la cama y me quedé dormida.

Cuando me desperté, Aifon estaba sentada en el borde del camastro y tenía en el suelo la sempiterna calabaza con agua limpia y fresca. Me lavó la cara, las manos, las axilas y abriéndome de piernas, me lavó también el sexo y los muslos. Ayudándome a darme la vuelta, me puso boca abajo y me lavó las piernas y el culo. Cuando terminó, me acarició las nalgas y con las yemas de los dedos recorrió mis costados hasta los hombros.

Había empezado a llover, pero era una lluvia suave, una especie de chiri miri, lo que hacía el ambiente más bochornoso. En lugar de vestirme como en otras ocasiones, Aifon me cogió de la mano y salimos de la choza. Caminamos por el poblado y me pareció que esta vez había más gente. Las miradas se clavaron en mí, estaba desnuda pero no sentí vergüenza ni rabia, empezaba a acostumbrarme a aquello. Algunas chicas jóvenes se agachaban para ver mis piernas y mi sexo, algunas se paraban frente a mí y me acariciaban las tetas. Los hombres no se atrevían a tanto pero no por eso dejaban de mirarme de arriba a abajo. Las nubes se fueron y dejó de llover; salió un poco el sol, pero a aquellas horas de la tarde ya le quedaba muy poco para estar allí. Llegamos al mismo sitio donde dos días atrás habían puesto la extraña cama donde me depilaron, pero la habían cambiado por otra mucho más alta. Comparándola con un hombre que estaba al lado, llegaba un poco más arriba del ombligo, y a los pies de la cama una tablilla de madera ancha y larga.

Aifon me indicó con un movimiento de su brazo que me tumbara encima. Lo hice pero me puse de lado y con las piernas algo flexionadas. Volví a sentir esa sensación de vulnerabilidad que creí por un momento que había perdido. Me había acostado lo más arriba que pude para evitar que mis piernas quedaran colgando del borde del camastro, pero Aifon empujando mis hombros hacia abajo, me dio a entender que me tenía que cambiar de postura. Me puse boca arriba, pero con gesto contrariado de Aifon, comprendí que además tenía que rodarme hacia abajo, colocando mi culo casi en el borde y con las piernas colgando dobladas por las rodillas. Me miró de lejos y como si no le terminara de convencer la postura, cogió cada una de mis piernas por los tobillos y las subió hasta apoyar la planta de los pies en las esquinas del camastro. Se me erizó la piel, no sabía si por miedo, que lo tenía, o por frio, que también lo hacía. Me daba la sensación de que esa postura, boca arriba, piernas flexionadas y separadas, no sólo todos podían verme el sexo abierto de par en par, sino hasta las entrañas. Respiré hondo y traté de relajarme.

No pasó mucho tiempo hasta que el primer indígena apareció por mi lado. Se fue quitando el taparrabos mientras daba una vuelta alrededor del camastro. Frente a mi apareció desnudo y con su verga negra y recta. Con el pene en su mano lo paseó por la entrada de mi sexo y pude sentir el roce de sus testículos cuando se pegó a mí para posar su polla en mi pubis. Se agachó y me comió levemente el coño, pero no pareció que le gustara mucho, o que pensara que aquello fuese necesario, porque se levantó enseguida, empujó su polla con un movimiento de pelvis y me la metió. Estaba bastante dura, pero no era ni muy gorda ni muy grande. O estaba muy excitado, o no había follado en meses, pero lo cierto es que no se movió apenas.

Casi sin darme cuenta, lanzó un grito, tensó el cuerpo y se corrió dentro de mí. Sentí su semen caliente dentro de mí y después de un par de espasmos, la sacó. ”Maldito seas negro de mierda, ¿qué has hecho hijo de puta?. Te has corrido dentro de mi cabrón”, pensé mientras lo veía. Parecía decepcionado. Los hombres y mujeres de la tribu me miraban pero no parecía sentirse muy atraídos por el espectáculo. Pude reconocer que el que me acababa de follar, o al menos intentarlo, no era otro que el indígena mayor que bauticé como Nokia, el que yo suponía jefe de aquella gente. Mientras se lavaba en un cuenco lleno de agua, yo podía sentir su leche saliendo de mi, chorreando por la abertura de mi coño y llegando hasta el culo. No me atreví ni a cerrar las piernas ni a contenerme para que el semen se fuera de mí. Una de las mujeres más viejas del grupo se acercó a mí con el musgo que usaban a modo de esponja y me lavó. Luego me restregó un líquido viscoso y frío.

Estaba claro que para aquella gente yo era su juguete, un trofeo blanco. Me alimentaban, me daban de beber, me lavaban, me depilaban, pero también me azotaban y me follaban. Yo era algo divertido a la que sin más abrían de piernas y masturbaban o follaban. Era una sensación extraña ya que sentirme usada me excitaba. Durante un buen tiempo se repitió la ceremonia. Se quitaban el taparrabos, y me la metían. El tercero que lo intentó si se esmeró algo más. Estaba muy bien dotado, su polla se parecía bastante a la del hombre que estuvo con Aifon y conmigo la mañana en la choza. Mientras me acariciaba la parte interior de los muslos, hurgó con su lengua en mi sexo. Lo comió lentamente, metió su lengua dentro y estimuló mi clítoris, consiguiendo que me relajara. Cogió mis piernas y se las apoyó en los hombros, mientras con leves vaivenes de cadera su verga negra y dura rozaba mi coño.

Una vez que localizó la entrada, con un movimiento seco me la metió. Sentí como se abría paso dentro de mí y como mi vagina se adaptaba a su forma y grosor. Bajó mis piernas y se las puso en las axilas, sujetándolas con fuerza, mientras sus manos agarraban mis nalgas. Mis jadeos gustaron a las pocas personas que se habían quedado para mirar. Sentía la polla subir dentro de mí, oía al hombre gruñir como un salvaje. Otro de los hombres se subió a la cama y se puso en cuclillas por encima de mi cabeza. Guio su polla hasta mi boca y se la mamé mientras la sujetaba. Aquella enorme verga ocupaba toda mi boca e impedía que pudiera gritar de placer. Como no podía moverme para comérsela, empezó a flexionar las piernas como un muelle, de tal manera que con ese movimiento su polla entraba y salía de mi boca. De esa manera sólo me preocupé de que me jodieran y que me hieran correrme. Estaba sudando, mi cuerpo estaba totalmente mojado por la humedad del ambiente y, por qué no decirlo, del trabajo al que me sometían. A duras penas podía respirar, y hasta me fue imposible jadear por el placer que me llenaba.

El hombre que me estaba follando sacó la verga de mi sexo antes de correrse y cambió el puesto con el que estaba a mi cabeza. El tiempo justo para recuperar el aliento. Me penetró más fuerte que el que estaba al principio, pero no sentí daño, al contario, estaba bien mojada y excitada. Las embestidas eran rápidas, secas y fuertes, y su pelvis chocaba con los cachetes de mis nalgas. Lo notaba desesperado y eso me divertía. Mientras, el que estaba por encima de mí, metió su polla con mis líquidos en mi boca. Al punto de correrse la sacó y un chorro de leche blanca y caliente cayó en mi vientre. Sentí el líquido tibio y viscoso en mi piel. Nunca en mis aventuras swinger había dejado que los hombres se corrieran sobre mí, me parecía asqueroso y machista, pero en aquellos momentos no podía hacer mucho. Tengo que reconocer que toda aquella corrida sobre mí, sin terminarme de gustar, tampoco es que me provocara un gran rechazo. El hombre que me estaba follando se había vuelto a colocar mis piernas sobre sus hombros, y sus embestidas eran únicamente con un movimiento de pelvis y caderas, a diferencia de otros que bombeaban impulsando todo el cuerpo. Sujetó mis piernas por los tobillos, las separó de su cuerpo y me las abrió. Estaba a punto de tener un orgasmo, cuando su grito acompañó a su corrida. Éste en lugar de pararse, siguió embistiendo usando su leche como lubricante lo que hizo que mi placer fuera aún mayor.

Cansados unos de follarme y correrse sobre mí, y otros de mirar, volvieron a sus labores. Había anochecido y las mujeres me levantaron para llevarme hasta la choza. Casi no podía caminar. Me dolían los riñones, los muslos, estaba llena de semen y sudor, tenía sed, estaba cansada. Una de las mujeres se agachó y me miró la vagina, dio un par de órdenes y una salió corriendo no sé adónde. En la choza me lavaron con cuidado y me dieron de beber. Trajeron comida, pero no me dejaron que la cogiera. La joven que se separó de nosotras camino de la cabaña volvió llevando en las manos un recipiente muy extraño. Era como un gran embudo de madera y de él salía una especie de liana hueca como si fuera una manguera. En la penumbra de la noche y con sólo la luz de una antorcha en la cabaña, tampoco pude apreciar bien qué tipo de artilugio era aquél. Dentro del embudo había un líquido blanquecino, lechoso y un poco viscoso.

Las mujeres me cogieron por los brazos y me arrodillaron sobre unas hojas de platanera para que no hiciera daño en las rodillas, y con el cuerpo recostado en el camastro que estaba totalmente cubierto de musgo fresco. Me separaron las rodillas. Seguía sin entender nada de lo que hablaban, pero me dio la sensación de que la muchacha que había traído el embudo, la llamaban Lila. Pues bien, a partir de hoy serás Lila, tampoco conozco tantas marcas de móviles como para bautizar a todos los del poblado. Había visto a Lila acompañando siempre a Aifon, y ahora estaba sujetando por encima de su cabeza el embudo con aquel líquido. La liana hueca terminaba de forma roma y pulida y mientras me preguntaba para qué servía aquello y que demonios iban a hacerme esta vez, una de las mujeres se arrodilló a mi lado, me separó las nalgas un poco y metió por el ano aquella especie de manguerita vegetal. La sentí entrar y moverse dentro de mí. La habían untado con el mismo líquido viscoso que me ponían en el coño mientras me follaban antes. No me molestaba aquello, pero tampoco me sentía cómoda.

Decidí que lo mejor era estarse quieta. Al colocar la entrada en el agujero de mi culo y empujar, no pude evitar un “¡auuu!” y algunas se rieron, entre ellas Lila. Al mismo tiempo que la más vieja iba metiendo la liana o tubito, una me dio unas palmaditas en las nalgas y con la punta de sus dedos rozó mi vulva y el clítoris. Cuando la vieja creyó suficiente, otra dejó de presionar la liana y el líquido empezó a entrar en mi culo. Había oído lo de las lavativas, pero desde luego en esas condiciones y con aquellos medios, no se la aconsejo a nadie. Empecé a notar un frescor en el vientre, pero también pesadez. La mujer que estaba de rodillas junto a mí, me palpaba el vientre con una mano mientras sujetaba el tubito con la otra. Era como si comprobara el peso o la tensión y si pensaba que no era suficiente, asentía con la cabeza para que Lila y su compañera continuaran con la operación.

Mi vientre se había vuelto enorme. De vez en cuando una mano se paseaba por mi vagina y me daba unos leves golpecitos. Cuando lo creyeron oportuno, sacaron de mi culo la manguerita. Intenté levantarme, pero una de ellas me sujetó suavemente el hombro y me mantuvo en la posición. Mientras duró la sesión, dos chicas habían salido de la choza y habían vuelto con otro recipiente parecido con el mismo líquido lechoso pero esta vez tibio. Repitieron el tratamiento, pero esta vez metieron la manguerita por la vagina, después de estimularme el clítoris y acariciarme el coño suavemente. El líquido entraba en mi vagina, pero notaba que una parte de él se me escurría por las piernas. Cuando terminaron, me pusieron de pie. Caminaba con ayuda, como si estuviera borracha y me llevaron detrás de la cabaña, entre unos matorrales. Me agaché y expulsé todo lo que llevaba dentro.

De vuelta a la choza, las mujeres me lavaron a conciencia, y me dieron la ropa, pero sólo me puse las bragas me encontraba cómoda desnuda; el resto lo puse en un rincón. Me encontraba a gusto, fresca y limpia y entonces cogí la comida que no me habían dejado tocar. Un grupo de ellas se llevó el instrumental para las lavativas y Lila y otra chica se quedaron conmigo mientras cenaba. Aproveché para ir conociendo algunos nombres de las cosas de uso diario, les enseñé a decir mi nombre, y las frases normales de “buenos días”, “buenas noches”, “hola”, “adiós”... las partes del cuerpo. Cuando terminé de comer y beber, se fueron y me dejaron sola, lo que aproveché para dormir un rato.

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