Leonardo, mi mejor amigo de la universidad, ya llevaba varios meses trabajando cerca de mi pueblo, pero debido a la pandemia, no se había animado a visitarme. Aquel día, sin embargo, me sorprendió con un mensaje de Whatsapp: «¿Wey, estás en tu casa? Hoy me toca hacer ruta por tu pueblo». De inmediato le respondí que sí, que estaba en mi casa y que si quería, podía pasar a saludarme. Dediqué el resto de la mañana a limpiar la sala y la cocina, que solían estar alborotadas ya que mis padres trabajaban todo el día.
Me llamo Ismael y en aquella época era estudiante de maestría en el IPN, pero, debido a la pandemia, había tenido que regresar a la casa de mis padres, en un pequeño pueblo en el estado de Veracruz. Mi rutina era simple. Despertaba, desayunaba, tomaba mis clases en línea, entrenaba e iba a visitar a mi novia Luciana. Ella es nieta de un pastor evangélico, de manera que había sido criada de una manera muy tradicional. Siempre se vestía con faldones y blusas holgadas, nada reveladoras. Nos conocíamos desde que éramos niños, pero la comencé a pretender hasta que salí de la universidad. Nos hicimos novios poco después. Ella insistía en que nos casásemos de una vez, pero en ese momento mi prioridad era la maestría y más adelante, el doctorado.
En general, las mujeres de mi pueblo son adoctrinadas para buscar marido apenas terminan la preparatoria, o incluso antes. Para la gran mayoría de ellas, la única aspiración en la vida es cambiar a un hombre que las mantenga por otro, cambiar a su padre por un esposo, pero yo quería más que eso para Luciana. Ella era una persona muy especial y con mucho talento, que se merecía algo mejor que dedicar su vida a labores domésticas o a la crianza de niños llorones. Eso es algo que ni siquiera ella misma había llegado a entender, pero, por su educación conservadora, no podía culparla, ni presionarla.
Tan grande era el deseo de Luci por comenzar una familia conmigo, que incluso había intentado quedar embarazada para que no me quedase más opción que desposarla, pero siempre le había salido el tiro por la culata; jamás había conseguido hacerme llegar al orgasmo. A veces ni siquiera conseguía hacerme tener una erección. Ella era una mujer muy hermosa, delgadita, culona y chichona, pero debido a los prejuicios de su familia evangélica, nunca se había atrevido a liberar su sensualidad.
En cierta ocasión, Luciana insinuó que tal vez yo estaba enfermo, porque no se le hacía normal que no se me parara la verga mientras ella me daba una mamada; sin embargo, le aclaré que, cuando me masturbaba en las noches, se me ponía dura como piedra y derramaba leche a borbotones. Tras escuchar semejante afirmación, Luci se puso a llorar y me pidió perdón por no ser suficiente mujer para mí. Yo la abracé, la tranquilicé con palabras tiernas y le hice una confesión: «No es tu culpa, mi amor. No sé qué pasa conmigo. Antes de estar contigo tuve otras parejas sexuales, pero siempre me pasaba lo mismo, jamás pude terminar». Mi confesión la tranquilizó, pero solo era verdad a medias, porque sí había habido una mujer, pero solo una, con la que había cogido como Dios manda, culminando con una venida brutal en sus nalgas, pero Luci no tenía por qué saberlo. A veces, tan solo con recordar a mi amiga Mariana mamándomela mientras el pobre diablo que estaba enamorado de ella yacía tirado de borracho en el suelo, la verga se me ponía tan dura, que sentía que me iba a explotar.
Luciana y su amiga Melisa me encontraron barriendo el frente de la casa. La primera me miró con ojos tiernos y la segunda soltó una risotada. No había dos amigas más dispares en todo el pueblo. Luciana era una niña dulce, amable y discreta, mientras que Melisa era la clásica tipa escandalosa y buscavidas que nunca puede faltar en todo pueblo pequeño. Estoy seguro de que si no se hubieran conocido desde prescolar, jamás habrían podido llegar a ser tan buenas amigas.
—¿Y ese milagro que te pusiste a barrer? —Preguntó Melisa, burlona.
—¿Y ese milagro que te dejó salir tu marido? —Respondí yo.
—Mientras ande con Luci, Ramón se queda tranquilo.
—Por un momento pensé que te atreverías a insinuar que no necesitas su permiso.
—No lo necesito, pero no me importa que él piense que sí.
Melisa era una mujer más alta y voluptuosa que Luciana. Tenía alguno que otro kilo de más, pero apropiadamente distribuido en las partes que más nos gusta a los hombres. Su enorme trasero y prominente pecho jamás pasaban desapercibidos. Llevaba tenis, pantalón de mezclilla y una blusa ajustada que dejaba en evidencia su figura curvilínea.
—Me alegra que te pusieras a ayudar a tus papás —dijo Luciana con ternura. Llevaba zapatos de vestir, una blusa holgada y una falta que le llegaba hasta los tobillos. Tenía el cabello trenzado y usaba anteojos—. Con todo esto del virus, los doctores han de estar muy ocupados. Lo mínimo que puedes hacer para ayudarlos es ponerte a barrer.
—Lo que pasa es que estoy esperando visitas —expliqué— ¿Te acuerdas de mi amigo Leonardo, el tipo alto al que te presenté en mi defensa de tesis? Pues me escribió esta mañana y me dijo que iba a pasar saludarme.
—Ya se me hacía raro que anduvieras tan apurado.
—Ni siquiera para recibir a Luciana te pones a barrer la casa —dijo Melisa, entrometida como siempre—. ¿Al menos está guapo tu amigo? ¿Quieres que nos vayamos para que puedas besarte a gusto con él?
Solté una risotada.
—Mejor ayúdenme a limpiar.
Melisa se sentó a hacerse pendeja con su celular, pero entre Luciana y yo dejamos la casa tan limpia como no lo había estado en varias semanas. Éramos un gran equipo. Al terminar, sacamos unos sillones a la cochera y esperamos a mi amigo comiendo sabritas. Luci bebía refresco y Melisa y yo, whisky.
Había sido un golpe de suerte que apareciera mi novia acompañada de su amiga zorra. Así podría jactarme con Leonardo de haberle conseguido una mujer. Conociendo a Melisa, había una probabilidad muy alta de que terminara dándose cariño con Leonardo. Estaba casada, sí, pero era una culipronta que engañaba a su marido siempre que subía a plataformas, y aunque ahora él estaba en el pueblo, tal vez con unas copas encima y la privacidad de una casa sola, se animara a hacer algo.
Leonardo llegó en su motocicleta Harley. Llevaba botas, guantes y chaqueta de motociclista. Cuando se quitó el casco, advertí que se había dejado crecer la barba. A Melisa le brillaron los ojos con solo verlo. No era de extrañar. Leonardo era un hombre alto y atlético que gustaba de mantenerse en forma. En la universidad, había estado en el equipo de futbol americano. Me sacaba veinte centímetros de estatura y veinte kilogramos de puro musculo.
Salí a recibirlo, lo saludé con un fuerte abrazo y presenté a mi novia y a Melisa.
—Esta es Luciana, mi novia —le dije a Leonardo—. La llevé a mi defensa de tesis. No sé si te acuerdes de ella.
—Claro, cómo olvidarla. —respondió él, tras lo cual, la saludó de beso. Luciana se puso roja como un tomate.
—Y esta otra es Melisa, una fichera que conseguí para ti. Sé que no es la gran cosa, pero es lo mejor que encontré por cincuenta pesos.
—¡Estúpido! —Espetó Melisa, avergonzada—. No le hagas caso, amigo. Este wey está todo pendejo. Soy amiga de Luci y estoy casada. Mucho gusto.
Melisa se acercó a Leonardo y lo saludó de beso. Pude ver cómo le rosaba la comisura de los labios.
Pasamos a la sala y comenzamos a tomar cerveza. Luciana jugaba con su celular mientras Leonardo y yo platicábamos. Melisa intentaba introducirse en la conversación, como si conociera a Leonardo de muchos años atrás, pero pronto se quedó sin nada que decir y se limitó a beber y a escuchar, sin quitarle la mirada de encima a mi amigo.
Realmente, Leonardo y yo no teníamos mucho con lo que ponernos al día, ya que, aunque ya llevábamos más de un año sin vernos, conversábamos muy a menudo a través de Whatsapp o Facebook, de modo que siempre estábamos, más o menos, al tanto de lo que pasaba en la vida del otro.
De pronto, Leonardo tocó el tema más novedoso entre nuestro grupo de amigos.
—¿Vas a ir a la boda de Mar? —Me preguntó.
Luciana dejó su teléfono y prestó atención. Yo, más o menos, ya le había contado que nuestra amiga Mariana era una calentona que se prendía con facilidad y que, debido a eso, le había roto el corazón a otro de nuestros amigos, un tipo llamado Manuel Sagardi.
—No lo creo —respondí—. Mis padres son muy estrictos con todo eso de la sana distancia. No me puedo arriesgar a contagiarme. ¿Y tú, vas a ir?
—No tengo la más mínima intención de ir a una boda tan hipócrita.
Leonardo y yo reímos a carcajadas, pero Luciana y Melisa no comprendían nada.
—Qué lástima me da el cornudo… digo, el marido. —continuó Leonardo, riendo.
—Que haya tenido sus aventuras en la universidad, no significa que le vaya a ser infiel a su futuro esposo. —dijo Luci, inocente.
Leonardo y yo soltamos una risotada al unísono.
—¡Lleva años siéndole infiel! —exclamó Leonardo, carcajeándose.
—Mariana y su ahora prometido se conocieron en la universidad —expliqué—. Era el primer año de ella y el último de él. En esa época eran una pareja normal. Hasta daba vergüenza verlos en los jardines de la universidad, abrazándose y besándose como niños. En cierta ocasión, Donaldo, así se llama la pareja de Mar, le llevó serenata a la escuela. Me acuerdo muy bien, porque era un catorce de febrero, y todos los demás quedaron como pendejos con sus novias. Ella era nuestra compañera, pero no nuestra amiga. A veces nos acompañaba a nuestros partidos, o a comer a la cafetería, pero nada más. Su novio era muy celoso y quería estar todo el tiempo con ella. Realmente, Mariana no tuvo esa liberación que tenemos todos cuando nos vamos por primera vez lejos de casa.
—Hasta que su novio salió de la universidad y se fue a trabajar al norte —intervino Leonardo mientras se servía más cerveza—. Porque cuando eso pasó, por lo mismo de que él era muy celoso, comenzaron a tener muchos problemas. El tipo le marcaba entre clase y clase y le pedía fotos para ver dónde estaba. A Mariana eso la hostigaba. Discutían casi todos los días por las inseguridades de él. Todo el tiempo estaban a punto de dejarse, pero al final siempre se reconciliaban en el último momento…
—Pero sí se dejaron una vez, ¿no? —Pregunté yo, confundido—. Cuando ella anduvo con Sagardi.
—No, no se dejaron —explicó Leonardo—. Ella andaba con los dos. Mariana siempre dejó claro que Sagardi era su amante, pero él decía que eran novios, tal vez por eso te confundiste.
—¿Neta no andaban? —Insistí—. Yo siempre pensé que sí. Hasta sentía lástima por él cuando la veía besándose con otros.
—En la facultad de ingeniería casi no había mujeres —le explicó Leonardo a Luciana y Melisa con tranquilidad, ya un poco borracho—, de modo que cuando su novio se fue a trabajar al norte, ella se empezó a juntar con nosotros. La jalábamos a todas partes, incluso a nuestras fiestas. Se prendía con mucha facilidad cuando tomaba. A veces hasta se quitaba la ropa bailando. Era la única mujer entre cinco varones. Nuestro amigo Sagardi fue el que más anduvo con ella, hasta se enamoró el pobre, pero tarde o temprano, en algún punto de la carrera, Mariana pasó por todos nosotros.
Los huevos se me fueron a la garganta. Sentí un vacío en la boca del estómago. Luciana me fulminó con una mirada llena de tristeza.
—¿También pasó por ti? —Me preguntó.
—Jamás me hizo caso. —mentí.
—Ay, aja —dijo ella—. Eso que te lo crea tu abuela.
—¿Se dan cuenta de que prácticamente se besaban entre ustedes? —Dijo Melisa con una sonrisa maliciosa—. Parece que entre más zorrita la vieja, más le gusta a los hombres. Hasta me imagino a la tal Mariana moviendo la colita y a todos ustedes siguiéndola como pendejos por los pasillos de la escuela.
Melisa no estaba tan equivocada.
Leonardo y yo continuamos rememorando algunas historias que giraban en torno a Mar, sobre quemas, bares y fiestas. Melisa escuchaba con atención y contra todo pronóstico, también Luciana, aunque dejaba clara su desaprobación a la promiscuidad de Mariana siempre que tenía oportunidad.
Cuando llegó el momento en que Leonardo tuvo que irse, tanto Melisa como Luciana se quedaron decepcionadas. La primera porque quería comérselo y la segunda porque quería seguir escuchando el chisme de las aventuras de Mar. Sin embargo, Leonardo prometió que, apenas tuviera la oportunidad, regresaría para embriagarnos como Dios manda, como solíamos hacerlo en los tiempos universitarios.
En la noche me retorcía en mi cama sin poder dormir. Tal vez por la conversación que había tenido con Leonardo, no podía dejar de pensar en Mar. Finalmente, tuve que sacar mi verga y comenzar a sacudírmela pensando en ella. Recordé cierta ocasión en la que estábamos los dos solos en la biblioteca, sentados el uno junto al otro esperando a que terminase de llover.
—¿Y cómo te ha ido con el tipo del que me platicaste? —Le pregunté—. El mamado del gimnasio.
—Pues ahí vamos —respondió ella, casi con indiferencia—. Me arrima su pito cada vez que puede. En estos días me agarró de la cintura y me dio un beso.
—¿Un beso? —dije mientras reía—. ¿Un miserable beso? Pensé que a estas alturas, ya habrían hecho algo más.
La mirada de Mariana se iluminó y se le dibujó una sonrisa en los labios.
—Ayer fajamos y tuvimos sexo. Me dijo que me iba a pesar, me metió a un cuartito del gimnasio y allí me agarró. Está bien grandote. De todo. Le dije que me los echara en la boca, porque sabía que eso lo iba a prender más. Me dijo que quiere ser mi amante de planta y cogerme todos los días. No se lo vayas a contar a Sagardi.
—¿Y no quieres tener otro amante? —Le dije mientras le acariciaba las piernas.
—No, con dos me basta —dijo retirando mi mano—. Tampoco soy puta, no te pases.
Era un recuerdo simple, pero me excitó tanto que me vine a borbotones. En la mañana seguía igual de caliente. Apenas se fueron mis padres, comencé a masturbarme de nuevo pensando en Mariana. Ni siquiera me conecté a mis clases en línea. Recordé una ocasión en la que ella y Sagardi aparecieron en mi departamento con unas bolsas llenas de licor. Querían tomar y no tenían dónde. Seguramente el plan de Sagardi era emborrachar a Mariana y luego llevársela a algún hotel, pero el muy pendejo tomaba tequila como agua y terminó tendido en el suelo, inconsciente.
Mariana llevaba una blusa deportiva que dejaba descubierto su vientre y unos leggins estalladitos. Me contó que Sagardi ya sospechaba que ella estaba saliendo con un mamado del gimnasio, de modo que no la había dejado ir a entrenar y no se le había despegado en todo el día, razón por la que Mariana había decidido aprovecharse de él haciéndolo comprar varios litros de licor.
Recuerdo que yo estaba sentado y Mariana parada frente a mí, como a un metro de distancia, contándome algo del pendejo de Donaldo, pero yo estaba completamente concentrado en su rajita, que quedaba a la vista debido a lo entallado de los leggings. De pronto, envalentonado ya por el licor, la interrumpí con brusquedad.
—Hay algo que siempre he querido hacer, desde que te conozco. —le dije.
En ese momento pude habérmele declarado, o pude haberme levantado para besarla, pero en vez de eso, todo idiota, le acaricié entre las piernas con la mano libre. Mariana me vació su bebida en la cara y me abofeteó con tanta fuerza, que casi me tira los dientes.
—A mí no me vas a estar tratando como puta, idiota —me espetó, furiosa—. Mira lo que me hiciste hacer, baboso. Levántate y sírveme otra copa, pero ya.
Me levanté, pero en vez de servirle otro trago, la tomé de la cintura y la obligué a sentarse en mis piernas.
—Estás todo pendejo —me dijo—. Suéltame ya, antes de que se despierte Manuel…
Comencé a acariciarle las piernas y a besarle el cuello, pero ella se resistía. En ese momento su teléfono, que estaba sobre mi escritorio, comenzó a sonar. Ambos nos quedamos quietos. La solté, pero en vez de levantarse y coger el móvil, me pidió a mí que se lo alcanzara, de modo que, como pude, me estiré y se lo entregué. Ella lo tomó y contestó. Era su novio.
—Hola, mi amor. ¿Cómo estás? Estoy en casa de unos amigos —le dijo, sentada sobre mis piernas—. Estás muy equivocado, Donaldo. ¿Yo en qué momento te prometí que ya no iba a salir? No me acuerdo —en ese momento, comencé a acariciarle las piernas de nuevo—. Además, no tienes por qué enojarte, no te estoy faltando al respeto —comencé a besarle el cuello a Mariana—. Mis amigos son muy respetuosos, no tienes nada de qué preocuparte —metí una vano bajo su blusa y le acaricié los pechos—. No sé por qué te pones así, si sabes que nunca te engañaría.
Sin poder resistirme más, me levanté, cargué a Mar y me la llevé en brazos hasta la cama, donde seguí besándola y acariciándola. Le agarré la mano libre y la hice ponerla sobre mi verga, que estaba dura como piedra. Mariana me la acariciaba sobre el pantalón. Como pude, le quité la blusa.
—Sabes que solo me gustas tú —le dijo Mar al novio—. Solo me gusta tu cuerpo y solo me gusta tu verga —en ese momento, con una sola mano, con la habilidad de una experta, me desabrochó el pantalón, me bajó el cierre, metió su mano bajo mi bóxer y me comenzó a masturbar—. Cuando vengas, te la voy a chaquetear como no tienes idea —me quité el pantalón y el bóxer. Mi verga erecta quedó al aire—. Sí, y te la voy a mamar como no tienes idea —Mar se acercó a gatas, examinó mi pito, lo escupió y se lo metió a la boca. Miré a Sagardi, que yacía tirado en el suelo, y se me puso aún más dura.
Mariana mamaba con gran maestría. Solo se sacaba mi pito de la boca para escupir y para hablar con su novio. Sospecho que estaba alargando la llamada a propósito, para que yo me excitara más.
Cuando estaba a punto de venirme, le hice una señal a Mariana, que de inmediato paró de mamar.
—¿En serio pensaste que me atrevería a quitarme la ropa con otro? —Le dijo al novio, mientras se quitaba los leggings para mí y me miraba como zorra. Me acerqué y le besé cada centímetro de su piel, desesperado por sentirla. Lentamente le quité el brasier y la tanga. Para lubricarla le metí los dedos y mientras la masturbaba, le lamía los pechos. Cuando sus jadeos eran tan intensos que tuvo que meterse un trapo en la boca para que el novio no se diera cuenta, la puse en cuatro y comencé a restregarle mi verga en la entrada de su rajita. En ese punto, ella estaba roja por la calentura. La penetré con fuerza y ella contuvo un grito. Le jalé el cabello para obligarla a acercar su rostro al mío y besarla. En ningún momento, Mariana se quitó el celular del oído, pero cuando me vine sobre sus nalgas, cortó la llamada sin siquiera despedirse de Donaldo.
Recordé la cara de puta que había puesto Mar cuando advirtió mi venida tremenda. Estaba lloviendo y hacía un frio del demonio, de modo que nos acurrucamos, desnudos, para darnos calor.
Estaba a punto de venirme por la chaqueta y la excitación de aquel lujurioso recuerdo, cuando mi teléfono comenzó a sonar. Era un mensaje de Luci: «Baja, estoy afuera de tu casa». Un poco molesto por no haber podido terminar de masturbarme, recobré la compostura tan rápido como pude y bajé a recibirla.
—¿Y ese milagro que vienes tan temprano? —Le dije—. Ya sabes que a esta hora tengo mis clases en línea.
—Lo que pasa es que hice empanadas —dijo ella, tierna, mientras me mostraba un tuper—. Quedaron muy ricas y no quise comérmelas sin ti.
—Sí, pero ya sabes que a esta hora estoy ocupado.
—Sí, lo siento —dijo ella, un poco apenada—. Si quieres regreso más tarde…
—No, ya estás aquí. Pásale.
Cerré la puerta con llave apenas hubo entrado Luciana. Solo esperé a que dejara el tuper sobre la mesa para tomarla de la cintura y comenzar a besarla. Ella no se resistió. Nunca se resistía. Rápidamente me saqué la verga, hice que Luci se arrodillara y se la metí en la boca. Le sujeté la cabeza con las manos para ser yo quien marcara el ritmo. Por sus arcadas, sus lágrimas y la cantidad de saliva que caía al suelo, pensé que Luciana iba a ahogarse, pero no me importó, yo solo quería terminar. Cerré los ojos e imaginé la cara de puta de Mariana. Imaginé su cuerpo junto al mío, sus labios, sus ojos. «Este será nuestro secreto —me había dicho mientras estábamos tendidos en la cama, desnudos—. No se lo cuentes a nadie. No quiero que se sepa que me encanta la verga». Derramé una corrida obscena sobre la boca de Luci. Ella intentó apartarse, pero yo la sujeté con mis manos para evitarlo. Solo hasta que hube soltado la última gota, le permití alejarse.
Luciana vomitó a un lado, se levantó y corrió al baño con los ojos llenos de lágrimas. A mí me temblaban las piernas, de manera que me senté antes de que me fallaran. Descansé unos minutos y luego procedí a limpiar la vomitada de Luci.
Llamé a mi novia, que se encontraba encerrada en el baño. Le pedí disculpas y le rogué que saliera para platicar, pero ella no respondió, solo sollozaba al otro lado de la puerta. ¿Cómo pude haber sido tan idiota? Era la primera corrida que Luci recibía de mí y yo, por la calentura, prácticamente la había obligado a tomársela como una puta. Ella solo quería almorzar conmigo. Me sentí como una maldita basura. Me sentí sucio. Tan solo con pensar en Mariana de nuevo, me daba vergüenza, me daba tristeza.
Luci salió del baño dos horas después. Sus ojos ya estaban secos y tenía una mirada enardecida, a medio camino entre la tristeza y la ira. Por un momento la desconocí. Se acercó y me abofeteó tan fuerte como otrora lo hiciera Mariana. Luego me besó.
—Eres un hijo de puta madre —me dijo—. Me siento tan pinche usada. ¿Te pusiste así de caliente pensando en ella, verdad? ¿Te la cogiste?
—No sé de qué me estás hablando. —dije, temblando. No sé si Luci hablaba al tanteo, o si me conocía mejor de lo que pensaba, pero me daba miedo.
—Te cogiste a tu amiga Mariana y te quedaste caliente por recordar con tu amigo Leonardo todas sus puterias.
—Estás loca.
—Acepta que te la cogiste, o me voy y no me vuelves a ver.
—Eso pasó antes de que anduviera contigo.
—¿Entonces por qué no lo reconoces? ¿Acaso no me tienes confianza? —Se acercó y puso su mano entre mis piernas—. La verga te traiciona. Mira cómo se te pone de dura tan solo con pensar en ella —Luci me sacó el pito de los pantalones y comenzó a masturbarme—. Estás bien puto enfermo —jamás la había escuchado expresarse así—. Mira cómo la tienes. Sabrá Dios qué te hizo esa vieja, que se te pone así tan solo con recordarla. ¿Te la cogiste? —Luci me masturbaba con más intensidad—. Quiero oírlo de tu boca. Dímelo ya —me besó el cuello y luego me susurró—. Dímelo. ¿Te la cogiste?
—Sí, sí me la cogí —dije yo, sintiendo que la verga me iba a explotar—. Me la cogí mientras hablaba por teléfono con su novio, el tipo con el que se va a casar. Me la cogí mientras mi amigo Sagardi, que estaba enamorado de ella, yacía tirado de borracho en el suelo. Disfruté tirarle mi leche en las nalgas. Disfruté que me dijera que le encantaba la verga. Y disfruté cada maldita vez que mis amigos me contaban cómo se la cogían.
Luciana comenzó a chupármela de nuevo. No tardé mucho en venirme. Esta vez, fue ella la que quiso recibir mi esperma en la boca. Se lo tomó todo.
Caí sobre mis piernas y Luciana se alejó. Me miraba desde arriba.
—Estás bien puto enfermo. —dijo, tras lo cual, tomó sus cosas y se retiró.