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No me pude aguantar...

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Salimos con mi esposa a merodear por allí, un viernes en la noche, sin intención diferente a salir de la casa y distraernos un rato. No teníamos un plan premeditado, así que nos aventuramos por la llamada “zona rosa” en nuestra ciudad, un sector plagado de restaurantes, bares, discotecas, sitios para escuchar música y también uno que otro lugar de entretenimiento para adultos.

Dejamos nuestro vehículo en un parqueadero y nos dispusimos a caminar por el sector, tal vez buscando distraernos observando el ambiente de las calles, la gente. Nos llamó la atención el sonido de música cubana en alguno de esos sitios y, sin más consideraciones, decidimos entrar. El local estaba concurrido y había buen ambiente. La música era alegre e invitaba a llevar el ritmo, mover el cuerpo y bailar.

Nos acomodamos en una mesa y, como novedad, pedimos media botella de ron blanco para pasar la velada. El ambiente estaba cálido, así que mi esposa y yo nos quitamos las chaquetas. Ella estaba vestida con un body negro, bastante transparente, escotado, que dejaba ver sus hombros desnudos y parte de sus pechos. Complementaba su atuendo una corta falda blanca, medias veladas y zapatos negros de tacón alto, que hacían resaltar sus piernas. Y, con la cabellera suelta, como la tenía, llamaba la atención. Por lo demás, normal en ella, adornada con accesorios, aretes, collar y pulsera.

La música estaba bien y, sin teniendo claro que queríamos distraernos un rato, nos deleitábamos escuchando la música. No me gusta bailar en lugares muy atestados de gente, como estaba aquel lugar, además que no me considero buen bailarín. Pero, así y todo, la estábamos pasando bien. Observábamos cómo se comportaba y disfrutaba la gente en aquel ambiente, y estábamos animados.

Tal vez habíamos estado allí poco más de una hora y media, cuando, un hombre se acercó a nuestra mesa y, pidiéndome permiso, invitó a bailar a mi mujer. Ella, algo sorprendida, me miró como pidiendo permiso, y yo solo atiné a mostrar un gesto de aceptación. ¿Quieres bailar? Pregunté. Sí, dijo ella. Pues dale. A ver cómo sale el señor. De modo que él, muy caballeroso, esperó a que ella se levantará de su asiento, la tomó firmemente de la mano y la condujo hacia la pista de baile.

Era un tipo apuesto, no puedo negarlo, un poco más alto que ella, contextura mediana, con cabello y barba bien cuidada, bien vestido, de manera que no vi nada que me previniera de su presencia y compañía. Al rato ya podía ver a mi esposa bailando encantada en compañía de su pareja, quien se desenvolvía muy bien en la pista de baile. Así que ella se dejó llevar de la música y empezó a bailar desinhibidamente al compás de aquellos ritmos. Se divertía, ciertamente.

Después de un rato volvieron a la mesa. Su parejo, una vez la hubo acomodado, nos preguntó si nos podía hacer compañía. Ella, incluso, se lo había sugerido antes de llegar. Sin embargo, él, previsivo, pidió nuestro consentimiento. Yo no me opuse. Y mi esposa, por supuesto, tampoco. Al parecer le había caído en gracia el señor y disfrutaba de su compañía.

Nos contó que era arquitecto, soltero y sin compromiso, que procedía de la costa, que estaba residenciado en la capital por asuntos de trabajo y que aquel lugar le gustaba porque tenía un ambiente de rumba parecido al de su tierra natal. Acostumbraba visitar el lugar con alguna regularidad, una vez al mes por lo menos y distraerse un rato. Y, por otra parte, le gustaba conocer y relacionarse con la gente, porque, siendo de otro lugar, a veces no tenía con quien compartir y estaba decidido a expandir su círculo social.

Bueno, pregunté yo, y porque nos echó el ojo. La verdad, dijo mirando detenidamente a mi esposa, quien estaba atenta a lo que decía, me llamó la atención su señora. Es una mujer atractiva y llama la atención entre la gente que está acá reunida y pensé, para mis adentros, que me gustaría conocerla y pasar el rato acompañado. ¿Por qué no? Así que me atreví a acercármeles y aquí estoy.

Le contamos que nosotros también habíamos vivido unos años en la costa y mi esposa se despachó relatando pormenores de nuestra estadía allí, por lo cual nosotros y él resultábamos muy familiares a la hora de conversar, como si nos hubiésemos conocido de antes. Y en esa tónica transcurrió la velada. Mi esposa y yo bailábamos una tanda. Y él, pacientemente, esperaba su turno para bailar con ella una vez nosotros regresábamos a la mesa. Así que era ella quien cargaba con atendernos a los dos de manera sucesiva.

Pasadas las horas, Otoniel, que así se llamaba el hombre, con unos tragos encima y desinhibido completamente, mientras ella se fue al baño, me felicitó por convivir con la esposa que tenía y me confesó, muy respetuosamente, que le excitaba la manera en que ella se movía cuando bailaban. Usted es un afortunado, me decía.

Oye, le decía yo, no será que se le está subiendo el ron a la cabeza. No, me decía, soy honesto con usted y quiero decirle lo que siento. No quiero molestarlo. Si le incomoda lo que digo, mejor me quedo callado, comentó. No, tranquilo, respondí. No es el tipo de conversación que uno escucha regularmente. Eso es todo.

Por otra parte, entienda que yo soy el marido de la señora y no deja de ponerme a la defensiva el que usted me hable de esa manera. No, señor, dijo aquel, pierda cuidado. Pero quiero ser abierto y actuar de manera transparente. Y esa excitación, pregunté yo, ¿qué deseo le genera? Hombre, la verdad, dijo, ya que usted lo pregunta, me dan deseos de hacer el amor con ella.

No reaccioné de inmediato, porque me cogió por sorpresa. Simplemente me quedé mirándole sin mostrar emoción alguna, como pensando, de alguna manera, en que se diera esa posibilidad. ¿Y usted cree que ella lo aceptaría? Pregunté. No lo sé contestó frunciendo los hombros. ¿Qué le hace pensar en esa posibilidad? Nos hemos integrado muy bien como pareja de baile, usted sabe, hemos bailado muy junticos y siento que pudiéramos compaginar muy bien. ¿por qué no?

¿Y ella sabe lo que usted me ha dicho? ¿Lo han hablado? No, pero siento que, así como a mí me excita su compañía, tal vez ella también sienta lo mismo hacia mí. ¿Qué le hace suponer eso? La forma como hemos bailado, la forma como nos hemos acercado, la forma como nos hemos abrazado y acariciado, bailando, claro está. Yo, como hombre, me siento excitado ante la presencia de una hembra y creería yo que ella, como mujer, ha sentido lo mismo ante la presencia de un macho. ¿No le parece? Pudiera ser, respondí.

Y para llevar a cabo su idea de acostarse con mi mujer, ¿cuál sería el siguiente paso? Señor, me dijo, no me quiero ilusionar. ¿Acaso usted estaría de acuerdo en que yo le coqueteara a ella y le propusiera tal posibilidad? ¿Lo haría? Le pregunté. Si usted está de acuerdo y no se va a molestar por ello, sí. Me gustaría ver el resultado de ese deseo suyo. Y ¿cómo lo llevaría a término? No lo sé ahora mismo. Quizá, si ella acepta, buscaríamos un lugar dónde estar juntos. Por acá hay varios lugares.

Y ¿dónde quedo yo? Pregunté. Eso es lo que no sé, respondió. ¿Hay alguna condición, acaso? Sí, contesté. Ella y yo siempre estamos juntos en todo y, si esto se concreta, es una aventura que se vive en pareja, de manera que yo estaría presente en su encuentro. Ya le dije, hace unos instantes, que me gustaría ver el resultado de esto. O sea, dicho de otra manera, si ella acepta tener sexo con usted, quiero ver cómo lo hacen. ¿Le parece? No hay problema, contestó. Simplemente, continué, haga de cuenta que yo no estoy ahí.

Lógicamente, una vez ella volvió a la mesa, el hombre empezó a mostrar todo su arsenal de coquetería para ganarse los favores de mi esposa. Habiendo tenido esa conversación conmigo, él se sintió totalmente respaldado para hacer lo que fuera con tal de llevarla a la cama y hacerla suya. De modo que, no bien estuvimos reunidos de nuevo, de inmediato la sacó a bailar. Ya yo no tuve chance alguno. Y puede decirse que hasta ahí los vi, porque se perdieron en la pista de baile por bastante rato.

Yo me limité a observar y esperar el desenlace de aquello. Guardé la esperanza de que ella tan solo se divirtiera bailando y pasando el rato con su pareja ocasional, pero también consideraba que aquel la pudiera seducir y la cosa terminara, como ya había pasado en otras ocasiones, en un motel. Era consciente que el ambiente, el baile, el licor, la pareja y el deseo de despabilarse un rato de la monotonía de casa, generaban las condiciones ideales para que mi esposa considerara la posibilidad de echarse una canita al aire. Y si tenía mi aval, ¿por qué no?

En una de sus fugaces visitas a la mesa, Otoniel, volvió a conversarme. Creo que las cosas se van a dar, me dijo. Ella es bastante reservada y no da fácil el brazo a torcer. Pero pienso que las cosas van por buen camino. Lo que pasa, me parece, es que ella se restringe un poco sabiendo que usted está por aquí. ¿A qué se refiere usted? Pregunté. Bueno, no sé, dijo, me cohíbo un poco sabiendo que usted nos observa.

Pues le tocará manejarlo, comenté, porque así es como funciona la cosa. Si ella se lo come a usted, yo estaré presente. Usted cree que es quien lleva el control de la situación, pero tal vez no es así. No se ha puesto a pensar acaso que, al final, ella es quien dispone si aquello va o no va. Su papel, ahora mismo, es seducirla a tal punto que ella contemple la posibilidad de estar con usted. Y si eso se da, ha sido porque ella quiere y lo desea, no por otra cosa. Procure excitarla y que sienta la necesidad de ser poseída por el macho, tal como usted me dijo.

Volvieron a estar ausentes, gastando el tiempo en lo suyo, bailando y coqueteando, calentándose cada cual acorde a lo que su imaginación alimentaba en sus mentes. Otoniel, de seguro, ya se veía clavando a mi mujer. Y ella, no sabía yo, en ese momento, qué ideas pasaban por su cabeza. Volvieron al rato, mostrándose un tanto agotados del cansancio. Ella, prudentemente, pretextó ir al baño para dejarnos solos, tal vez para que Otoniel me confirmara sus intenciones o me confirmara que sus deseos iban a ser realidad.

Ella me ha pedido que le pregunte si está de acuerdo en que ella y yo hagamos el amor. Me ha dicho que solo si usted está de acuerdo ella aceptaría o no pasar un rato conmigo. Le he dicho que yo no tenía problema en hablar con usted, así que aquí estoy. Perfecto, pregunté, ¿y sabe a dónde podemos ir? Si señor, respondió, aquí, a la vuelta, hay un sitio donde podemos estar. ¿Y habrá espacio a esta hora? Creo que sí, respondió. Pero mejor voy y confirmo. Espérenme, no demoró. Y, diciendo y haciendo, se alejó.

Mi esposa volvió y, al no verlo, preguntó. ¿Y Otoniel? Se fue a confirmar si hay sitio en algún motel, por acá cerca, respondí. ¿Por qué? pregunté. ¿Pensaste que te iba a dejar metida? Pudiera ser, dijo, pero está tan animado que me pareció extraño. ¿Y tú? Pregunté. ¿No estás animada? Sí, respondió. ¿Hace cuanto que sabías que ibas a estar con él? Desde que lo vi, respondió. Al principio traté de disimular que no me atraía mucho, pero, la verdad, con el paso del tiempo, no me pude aguantar. Quiere eso decir, entonces, que se han revolcado juntos en la pista de baile y que ¿solo falta trasladar ese manoseo a la cama? Más o menos, contestó sonriendo.

Otoniel volvió y comentó que todo estaba arreglado, así que procedimos hacia el lugar del encuentro. El, caballeroso y coqueto, tomó de gancho a mi esposa y, presurosos, como no, salieron caminando delante de mí. Yo, en mi papel de cornudo consentidor, les seguí unos pasos atrás. En el trayecto, ellos charlaban animadamente, pero no sabía yo cuál era el tema que tanto les divertía. En mi cabeza rondaba la idea de que, habiendo estado sus cuerpos juntos durante tanto tiempo, ella y él deseaban con toda intensidad disfrutarse desnudos el uno al otro y sentir el intercambio sexual que tanto habían deseado toda la noche.

Llegados a la habitación, no perdieron tiempo. Otoniel tomó la iniciativa y, parados, frente a frente, abrazo a mi esposa para besarla con pasón profunda. Y ella, hambrienta de macho, sin resistencia alguna, le correspondió. El hombre, hábilmente, mientras la besaba, poco a poco se daba mañas para desabrochar su falda y despojarla de la prenda, desnudándola con parsimonia. De seguro sus manos ya habían visitado las nalgas de mi mujer, porque ella no se oponía para nada a tales incursiones y se dejaba llevar de él sin inconveniente.

Bien pronto Otoniel la tuvo a ella, desnuda, como quizá lo había deseado desde el mismo momento en que la vio aquella noche. Ella, por el contrario, no se esmeró en hacer lo mismo, sino que se lo pidió directamente. ¿Y tú? Inquirió. ¿no te vas a quitar la ropa? Aquello hizo efecto de inmediato, porque el hombre se retiró las prendas en un santiamén, quedando desnudo, con su miembro erecto, notoriamente resplandeciente y voluminoso, frente a ella.

Mi esposa tomó el control. Acuéstate, le dijo, y el obedeció. Al hacerlo, ella se recostó a su costado y, tomando con una de sus manos el pene de aquel, delicadamente procedió a llevárselo a la boca para chuparlo y chuparlo, a placer, lamiendo delicadamente la punta mientras masajeaba el tronco con sus manos. El tacto con aquel miembro masculino ciertamente la tenía excitada, porque de cuando en vez su lengua lamía con ansia el tronco y los testículos de aquel, que no creía, para nada lo que estaba pasando, y solo se limitaba a disfrutar de las caricias de mi esposa.

Ella, engolosinada como estaba con aquel pene, chupaba y chupaba sin descanso, haciendo que Otoniel la alentara a continuar. ¡Qué rico lo mamas! decía, mientras agitaba sus piernas como si le pasara corriente por su cuerpo con cada movimiento de la boca de mi mujer. Ella gozaba de ver a aquel bajo su control, totalmente rendido a sus caricias. Bueno, dijo ella, deteniéndose un instante, sin dejar de masajearle el pene. Ahora te toca a ti…

Otoniel se incorporó, permitiendo que ella se recostara de espaldas y, abriendo sus piernas a lado y lado, hundió su cabeza, introduciendo su lengua en el sexo de mi mujer. Muy excitada debería estar ella, porque de inmediato lanzó un gemido de placer y, colocando sus manos sobre la cabeza del hombre, le presionaba para que siguiera propiciándole aquellas chupadas que tanto placer le estaban proporcionando. Esos gemidos envalentonaron a Otoniel, quien no solo la estaba estimulando el sexo de ella con su lengua, sino que también introducía sus dedos para elevar las sensaciones.

Ella gemía y gemía, pero pronto le pidió que la penetrará diciéndole que quería sentirlo adentro. Otoniel entendió la súplica y rápidamente procedió a insertar su pene dentro de la vagina de mi esposa. Lentamente la fue penetrando y me excitó muchísimo ver el rostro de ella se congestionaba a medida que ese n miembro se abría paso dentro de su cuerpo. Y ya, estando adentro de su húmeda vagina, el hombre empezó a empujar y empujar, metiendo y sacando rítmicamente su miembro del cuerpo de mi excitada y sonrojada esposa, que disfrutaba de aquello, apretando con fuerza las nalgas del hombre.

El cuerpo de Otoniel cubría totalmente el cuerpo de mi mujer, quien, sometida por el placer que aquel le proporcionaba, contorsionaba sus piernas, arriba y abajo, para dispar un poco la intensa emoción que el contacto con aquel miembro le estaba dando. Ella gemía más y más con cada embestida hasta que ya, en la cúspide de las sensaciones, pareció llegar al clímax. Un sonoro uiiichhh retumbó en aquel cuarto de motel, dando a entender que aquello había terminado.

Pero no fue así. Si bien mi esposa había experimentado un profundo orgasmo, Otoniel aún estaba lejos de llegar al final, así que, delicadamente le pidió a ella que se colocara boca abajo, y, colocándose sobre las espaldas de ella, continuó penetrándola, pero ahora desde atrás. Mi esposa extendió sus brazos a los costados y permitió que el hombre hiciera con ella lo que quisiera, a su antojo. El, preocupado por alcanzar su propio orgasmo y eyacular, prosiguió bombeando dentro de la vagina de mi esposa con toda intensidad. Su miembro entraba y salía del cuerpo de ella, quien volvía a excitarse emitiendo sonoros gemidos.

Pronto, bien pronto, Otoniel alcanzó su propio orgasmo y acabó. Al sacar su pene, claramente pudo verse el depósito de semen acumulado en la punta del condón. Agotado se recostó a un lado de ella, pero para nada dejo de tocar su cuerpo, sus piernas, su espalda y sus senos con inusitada atención. El sexo de mi mujer aun palpitaba. El hombre la había fornicado de manera intensa y ella había disfrutado del contacto. Había valido la pena tanto calentamiento en la pista de baile. Ambos habían desfogado sus apetitos y el contacto de sus sexos había culminado la tensión propia de la espera.

Otoniel no quería dejar pasar la oportunidad para gozarse a mi mujer todo el tiempo que pudiera. Siendo un hombre joven, su miembro pronto estuvo listo para actuar de nuevo y, mi esposa, viendo como aquel miembro crecía, endurecía y estaba dispuesto, solo atinaba a abrir sus piernas al máximo, invitándole a que volviera a colocar aquel miembro dentro de ella. No tuvo que hacer se rogar, para nada, y bien pronto estuvo encima de ella, cabalgándola nuevamente.

Es una delicia ver cómo mi esposa disfruta las embestidas de sus machos. Es innegable la excitación que le genera la penetración de esos penes ávidos de probar vaginas nuevas y que son bien acogidos por la fémina de turno. Y en este caso, mi esposa, bien ávida estaba de llenarse con un pene tan provocativo como aquel. Otoniel, encantado, la cabalgaba a placer, haciendo piruetas para que su pene entrara dentro de la vagina de mi esposa de todas las maneras posibles, procurándole diversas sensaciones. Y, después de taladrar y taladrar dentro de ella, terminó su faena. Otra vez sacó su miembro. Menos semen esta vez, pero ella estaba dichosa con la experiencia.

Permanecieron tendidos en la cama un rato. Ella y Otoniel, pasado un tiempo, se incorporaron. Él se levantó de la cama. Ella se limitó a sentarse en el borde. Parecía que ya todo había acabado. Sin embargo, ella, tal vez, todavía necesitaba algo más. Sentada en el borde de la cama, como estaba, le pidió a Otoniel que se le acercara de nuevo y, tomando su pene con sus manos, se lo llevó a la boca otra vez y empezó a chuparlo con mucho vigor. Pronto el pene creció y endureció. Ella siguió chupándole de muchas maneras.

Otoniel movía su cuerpo, insertando su pene en la boca de mi mujer como si fuera su vagina. Chupó y chupó por varios minutos, pero Otoniel seguía impasible. Oye, dijo ella en un momento dado, ya me cansé. Entonces, Otoniel, ni corto ni perezoso, le dijo, sabes qué nos falta. ¿Qué? respondió ella. Un sesenta y nueve, dijo él. Me gustaría. Así que ambos se fueron acomodando, sin decir nada, de manera que tanto ella como él tuvieron acceso con sus bocas al sexo del oponente. Y así estuvieron un largo rato, deleitándose el uno al otro.

Al rato, Otoniel, volvió a emparejarse con ella, frente a frente, la besó profundamente y, dado que su pene estaba erecto, volvió a penetrarla. Esta vez, sin maromas, reposando su cuerpo sobre el de ella, bombeando despacito sin dejar de besarla hasta que, pasados los minutos, el vigor se acabó y ya no hubo ánimos para más. Otoniel sacó su pene y mi esposa se apresuró a metérselo nuevamente en su boca. Quería tragar y sentir el sabor del semen de aquel, así que aquello terminó de esa manera.

Recuperados del esfuerzo, tanto ella como Otoniel se vistieron de nuevo. No me equivocaba yo, dijo Otoniel mientras nos despedíamos, así como ella se mueve para bailar hace el amor. Esa cuca es una licuadora. Gracias, dijo ella, pero tú también lo hiciste muy bien, por eso no me pude aguantar las ganas de estar contigo y dejar pasar la oportunidad. Tu bombeas muy rico. Hasta pronto. Otra vez será. ¿Por qué no?

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