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¿No que no comadre?

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Eulogia no sabía si esperar aún, o ya de plano irse. Hacía mucho que sus demás compañeras se habían marchado y ella todavía estaba ahí, a la salida de la fábrica, esperando. Ya debería ir en camino a casa, tenía mucho que hacer por allá: preparar comida; lavar; ir por las hijas a la escuela, además... ¿qué necesidad de estar ahí perdiendo el tiempo? Pero Trinidad era su amiga después de todo, es más, incluso eran comadres. Se sentía responsable de verla salir con bien de allí pese a que...

...en fin, pese a lo que estuviese haciendo. Corría un gran riesgo si su esposo la descubría, ¡qué va!, si cualquiera de las compañeras le fuesen con el chisme a Casimiro... Lo harían sólo por chingar, ni hablar, así son.

No podía creerlo, ¡¿cómo se había atrevido a...?! Si la propia Trini le había negado el tener intenciones de hacerlo cuando la misma Eulogia le habló del asunto. La comadre se lo había advertido:

—Ten cuidado comadre, yo sé lo que te digo. Sánchez Medina te trae ganas, se ve a leguas, y si no le pones un alto atente a las consecuencias. Cuando a él se le antoja una trabajadora..., uy comadre, ni te cuento. Muchas han preferido irse nomás por evitar el escándalo. Tienes que ponerle un freno si no quieres que te pase algo. Si supieras cómo les ha ido a las que han caído en sus manos. Y si te lo advierto es porque eres casada, si estuvieras soltera, bueno..., allá tú, la cosa podría ser diferente. Es guapo y tiene buen puesto, lo sé, entiendo que muchas caigan en sus redes, pero ni creas que él va en serio. No es un príncipe azul como muchas creen. Él sólo busca hembra pa’ saciarse, ya luego ni las pela. Aquél es un verraco, nada más se las aprovecha y listo. ‘Ora que si a ti se te antoja y quieres darte el gusto pues...

—No, cómo crees qué se me va a pasar por la cabeza algo así. Jamás, ¿me escuchas?, ¡jamás! —le respondió Trinidad muy indignada.

—Siendo así lo mejor que puedes hacer es pedir tu cambio. Deberías irte pa’ la fábrica de Naucalpan. Allá estarías a salvo de ese cabrón. Hasta estarías más cerca de tu casa —le aconsejó Eulogia.

—Pero es que no es tan fácil. Para que me den el cambio hay que meter permuta, y luego ver si hay alguien de allá que se quiera venir pa’ cá. Está muy difícil.

—¡Pues haz algo comadre!, antes de que pase alguna cosa grave... ¡ay Trini, donde se enteré Casimiro! Donde se entere que aquél te está echando los perros se arma la de Dios Padre. Ya sabes cómo es tu marido, bien prontito que se encabrona por cualquier pendejada. Y... no se vaya a comprometer poniéndole una madriza a aquel desgraciado. Que la tiene bien merecida el sinvergüenza, que ni qué, pero Casimiro puede perder el trabajo... o hasta pior, ¿qué tal si lo meten a la cárcel...? ...nomás por defenderte —concluyó Eulogia.

Al oír las palabras de Eulogia, a Trini le vino a la mente su esposo. Su comadre tenía razón, si Casimiro la veía siendo “cortejada” por el Jefe de personal de la fábrica poco le importaría el cargo de aquél y su propio trabajo. De seguro Casimiro se le iría directamente a los golpes a Alberto. Y, quizás, hasta a ella misma por dejarse.

Pero qué podía hacer para que aquel patán la dejara en paz. Tan sólo se le caía la cara de vergüenza al recordar su último encuentro con él. De hecho ni se lo había comentado a su comadre, le abochornaba.

El Jefe de personal había coincidido con ella en el estrecho pasillo que llevaba a los servicios. Ella salía del baño de damas y él se dirigía al de hombres.

Como otras ocasiones, al sólo verlo, Trinidad se sintió acalenturada. Se daba perfecta cuenta de que aquél algo quería con ella, y eso la hacía sonrojarse, sin embargo, ya de por sí, el guapo y alto hombre le estimulaba instintivamente. Su simple presencia le espoleaba las hormonas. Era como si su ser requiriera saciarse de una necesidad que, bien sentía, sólo él podría aplacar.

Por su parte, Alberto Sánchez Medina, como cada vez que estaba ante una nueva “víctima”, exhibió una particular caballerosidad.

—Pase usted —le dijo en el tono más amable, brindándole indiscutiblemente el paso por el angosto pasaje.

Trinidad aceptó la cortesía y procedió a avanzar, no obstante, y pese a lo dicho, Alberto también avanzó tan rápido que fue inevitable que ambos cuerpos colisionaran en terrible encontrón. El hombre procuró colocarse de tal forma que su bulto se resguardó justo en medio de las nalgas de Trinidad, sacando lo mejor de la situación.

El tamaño y suavidad de las ancas se le hicieron sentir deliciosamente al hombre, mientras que a la mujer le fue patente la dureza y el grosor de su atacador, quien hasta movió la pelvis como copulando, aunque había ropa de por medio.

La Señora ni protestó ni reclamó, sólo pujó en reacción involuntaria y se desatrancó como pudo. Se alejó de ahí sin decir nada, como si no hubiera pasado. No se lo confió a nadie, ni en ese momento ni después. Y es que hubo otras ocasiones en las que Sánchez Medina le expresó físicamente sus deseos de aparearse con ella, pero ese era el problema, Trinidad no pronunciaba queja alguna. Ni concedía ni se negaba, simplemente hacía como si no pasara nada. Ella nunca se quejó de las acciones de aquél, ni mucho menos se lo dijo a su esposo. No quería que, por soltarse de la lengua, Casimiro se viera metido en problemas. Pero quizás había algo más. Era como un placer culposo. Aunque aquello no lo aceptaba ni sí misma.

“No, ese hombre no me gusta. Además... ¡soy casada! ¡Por Dios!”, le decía a su comadre Eulogia, engañándose con sus propias palabras. En el fondo eso no era del todo cierto.

Trinidad se auto engañaba diciéndose que aquel hombre no llegaría a más, pese a que era evidente que aquél era uno de esos “vergas sueltas” que no se detiene si no lo detienen. Alberto Sánchez Medina se cogía toda hembra que se dejara. Aunque en el caso de Trini la cosa era más arriesgada, ya que su esposo laboraba en la misma empresa, eso a aquél no le importaba. Si se la quería coger se la iba a coger, aunque fuera frente a las narices del marido.

Por algo bien se lo había advertido Eulogia, “O te interesa el Jefe de personal, y sacias tu deseo cuidándote de que tu marido no se entere; o le pones un hasta aquí y se lo dejas bien claro a ese cabrón, para que no tengas problemas”. Pero Trinidad no parecía ser coherente con su propio sentir; ni se alejaba de las intenciones de Sánchez Medina ni las aceptaba abiertamente, así que todo siguió su curso. Trinidad hizo lo que las personas que no quieren cargar con la responsabilidad de vivir hacen: dejan todo a la voluntad de Dios diciéndose, “Que sea lo que Diosito quiera”.

Y así fue, en vez de decidir por su propia cuenta.

—Ahí va ese pinche barbero de Sánchez Medina —expuso Casimiro, expresando los sentimientos que el mentado le producía, justo el día que por fin ocurrió lo que tenía que pasar.

Alberto seguía los pasos del Patrón hacia su oficina.

Casimiro, por su parte, le estaba revisando la máquina de coser a su esposa, pues tal aparato se había estropeado.

—Hasta parece que le encanta olerle los pedos al viejo; pinche lambiscón, siempre detrás del patrón —siguió comentando el esposo de Trini mientras continuaba su trabajo.

Ella vio a Alberto sin compartir los sentimientos de su marido.

—Ay, tú ni te metas. No te vaya escuchar y te busques un problema —comentó Trinidad.

—¿Y qué...? ¡¿Crees que le tengo miedo?! —le respondió en tono brusco Casimiro.

Le pareció que su mujer defendía a aquél, y aquello le molestó. «¿Por qué defendía a ese tipo?», pensó.

Una vez estuvo reparada la máquina Casimiro se fue dejando a su esposa Trinidad cumpliendo con su jornada laboral. Como era habitual la mujer se enfocó en su labor sin percatarse de lo que sucedía a su alrededor. Fue por ello que una presencia le sorprendió.

—¿Qué tal Trinidad, cómo te va? —dijo la voz masculina sobre el hombro de la trabajadora.

Trini volteó y, mirándolo cual alto era, vio a Alberto Sánchez Medina, el Jefe de personal, justo detrás de ella.

El hombre estaba allí plantado y aquella temió que los viera su marido. Miró a su alrededor en su busca pero no lo halló.

Sánchez Medina continuó hablando. Su sola presencia producía reacciones químicas en el cuerpo de la mujer quien no lograba comprender aquello. Apenas si cayó en la cuenta de que su corazón palpitaba más rápido.

—Oye. Ya casi es hora de comer y me gustaría invitarte.

—Ah... disculpe... Don Alberto, pero mi esposo y yo comemos juntos y él no... —inmediatamente objetó Trinidad.

—Sé que es así pero hoy no estará para hacerlo. El patrón me dijo que lo necesitaban en Naucalpan y lo envié. Al parecer el técnico de allá se reportó enfermo y según sé tu marido estará muy atareado. No podrá comer contigo, así que, qué te parece si sólo por hoy nos acompañamos. Permíteme esta vez, sólo ésta.

Trinidad no podría ser tan ingenua como para no darse cuenta lo que aceptar tal invitación significaba, no obstante, aceptó.

Sánchez Medina la llevó a un restaurante bastante agradable. Trini, acostumbrada a comer en el humilde mercado al que iba con su marido, salió completamente de lo convencional. El lugar se veía de buen gusto; limpísimo y hasta tenía música en vivo. Los alimentos a la carta eran de considerable precio pero su acompañante le recalcó que él pagaría la cuenta.

Trinidad se sintió extraña allí. Tuvo la sensación de estar siendo cortejada por un pretendiente que se esforzaba por complacerla. Su propio marido nunca la había llevado a un sitio así. Claro que no contaba con los recursos como para hacerlo de manera frecuente, pero...

“...de vez en cuando... una vez al año ya de perdis”, pensó para sus adentros Trini.

La mujer degustó de pescado y mariscos, mientras que él comió un corte de carne tipo argentino.

Sánchez Medina tuvo el buen tino de no molestarla a la hora de degustar los alimentos, y la única conversación que hubo entre plato y plato sirvió para que el Jefe de personal conociera mejor a la Señora, pues discretamente le preguntó sobre su vida personal.

—Así que tienes dos hijas.

—Sí, una en la primaria y otra en el kínder.

—Ah, pues me gustaría un día conocerlas, deben ser tan bonitas como tú —le dijo él, halagándola notoriamente.

Sánchez Medina sonrió confiado mientras que a Trini se le vino la sangre a las mejillas. Se sintió incómoda al ser adulada por un hombre que no fuera su esposo, aunque a la vez, Alberto la hacía sentir especial con sus palabras. Realmente parecía interesado en ella. Después de toda una vida de casada, Trinidad volvía a sentirse una mujer atractiva, deseada, y en su interior eso le agradaba.

Mientras continuaron comiendo y charlando, Trinidad estaba bien consciente que estaba disfrutando de aquello mientras que su esposo estaba trabajando lejos de ahí.

Sánchez Medina, después de todo, no parecía tan desagradable como su marido creía, o tan aprovechado como su comadre opinaba. Es decir, más allá de su evidente atractivo de hombre, Alberto era alguien con quien le era grato estar.

Luego de la comida Trinidad salió del restaurante junto con Alberto. Ella se sentía tan bien, era como si su cuerpo se aligerara. Parecía que caminaba entre las nubes. Se sintió tan ligera, tan despreocupada como nunca antes. El hombre le brindó su brazo y ella se agarró sin disimulo. No vio malicia en ello, además creyó necesitar de tal sostén, pues se sentía tan liviana como una pluma. Temía que si no se sujetaba de él sus pies perderían el piso. Aquella se dejó llevar a la fábrica apoyada en ese hombre, quien no era su marido, a pesar de que sus compañeras la vieran así. De seguro la criticarían, o aún peor, bien le pudieran ir con el chisme al marido. Pero no le importó, se sentía completamente desinhibida.

Por su parte el hombre sonrió para sí. Su plan surtía efecto. Bien sabía que aquel mismo día aquella hembra, pese a ser casada y ser madre (cosa que le daba sabor al asunto) lo resguardaría en su intimidad. Él ya había hecho su trabajo, la había “cortejado” y ahora era tiempo de cosechar.

—¿A dónde vamos? —le dijo Trini luego de ingresar a la factoría, aunque yendo lejos de su zona de trabajo—. Tengo que checar mi regreso y volver a...

—No te preocupes, yo cubro tu ausencia —le dijo Alberto mientras la conducía a un área de la fábrica distinta a la de costura.

Minutos más tarde, Trinidad se sentía recostada en las nubes. Nunca se había sentido más cómoda y despreocupada. Prácticamente flotaba. En realidad estaba sobre un montón de retazos de tela, pero era lo bastante mullido como para servirle de cama.

Todo era suavidad y confort, sin embargo, llegó el momento en el que Trini fue aterrizando en la realidad. Tenía a Alberto Sánchez Medina, el Jefe de personal, encima de ella y completamente desnudo. ¡Por Dios, ella era una mujer casada! ¡¿Cómo podía haberse dejado llevar hasta ese punto?!

Además ella también estaba encuerada. Vio hacia abajo y pudo atestiguar cómo el hombre, mediante una de sus manos, le paseaba la hinchada punta cabezona de su falo por la hendidura vertical de su... ¡su sexo estaba depilado!

Ella se había dejado rasurar por Sánchez Medina y no lo recordaba. ¡¿Cómo se dejó hacer tal cosa?! Trinidad jamás se había afeitado de allí. ¿Cómo le explicaría a su esposo que le hubiese desaparecido su pelambre? ¡Él se daría cuenta!

Trinidad veía el asta de carne resbalar lúbricamente, amenazando con ingresar a su cuerpo. Aquella abertura parecía la tierna boca de una niña chupando con sus finos labios una roja paleta.

Retomando su pudor gritó:

—¡No, no, no, por favor! ¡Alberto, soy una mujer casada!

—Olvidaste la palabra mágica. Debiste decir, soy una mujer “felizmente” casada. Si lo hubieras dicho yo no...

Y entonces el hombre procedió. La mujer sintió el ingreso del invasor a su cuerpo. Era notablemente mayor que el de su marido. Su intimidad nunca se había abierto tanto, a excepción de las veces que parió.

Aunque le era un tanto doloroso, en ese momento tuvo plena consciencia de que su cuerpo en verdad lo deseaba, pues se abrió y adaptó al tamaño y espesor del ocupante.

Desnuda y pelada de ahí abajo, echada sobre aquel montículo de sobras de tela, Trinidad estaba abriéndose a otro hombre. Uno que la deseaba más que su propio marido.

Sánchez Medina la estaba penetrando con su tiesa y maciza carne, y si ésta estaba en esa condición era sólo porque ella provocaba tal excitación. Evidentemente Trinidad le ponía dura la verga a ese hombre, y al tener eso en consciencia, se sintió también excitada.

Alberto le puso una mano sobre el vientre y así percibió la calidez de la hembra que penetraba. Presionó más su palma contra el cuerpo con intención de sentir su propio pene a través del abdomen femenino, y en efecto, lo sintió. El miembro era lo bastante largo y grueso para así percibirlo.

Trini misma se sorprendió y comenzó a reaccionar al tamaño y a los bríos de la arremetida. Su bajo vientre se movía de forma espasmódica, como en respuesta a la ocupación fálica.

Él la besaba desde detrás de la oreja hasta bajarle por el cuello. Ella gimió del gusto que le provocaba.

La hendidura recibía y tragaba con gusto el gordo pedazo de carne. Sánchez Medina se abría paso sintiéndola estrecha como señorita, pese a que aquella ya era madre de dos. Trinidad bien sabía que Casimiro, su marido, no la había dilatado tanto nunca; él jamás podría hacerlo, y el sólo pensarlo provocaba que sus fluidos de mujer brotaran sirviéndoles a ambos de lubricante necesario para la faena.

El brillo que podía verse a lo largo del fuste de Alberto, mientras entraba y salía, provenía de la propia Trinidad. Percibiendo la temperatura, movimiento y grosor del invasor, el cuerpo de Trini expulsaba aquellos jugos de forma espontánea, reaccionando de acuerdo al placer recibido. Su vibrante reacción a cada arremetida era como un estallido de éxtasis, parecía invitar a una fricción más constante y vigorosa. Ella lo tragaba abrazándolo contra las paredes de su túnel, que le quedaba tan estrecho al macho que parecía guante de carne de menor talla a la requerida.

Trinidad, por propia boca, pidió cambio. Fue así como ella se puso en cuatro mostrando su interés de ser cogida de a perrito. Segundos más tarde ambos parecieron convertirse en máquinas de “coger”. Así como, a unos cuantos metros, las máquinas de coser no paraban en su traquetear productivo, así ellos se mantuvieron cogiendo en un continuo movimiento rítmico, acelerado. Tan coordinado que parecían pareja de hace tiempo. Cada uno se ocupaba del movimiento que le correspondía, uno metía y la otra recibía; luego soltaba para inmediatamente volver a recibir. La ejecución se realizaba diestramente; restregándose uno contra el otro entre suspiros y jadeos; moviéndose constantemente; chocando sus vientres y meneando febrilmente sus caderas; siguiendo un compás marcado por su naturaleza humana. Lo único que ambos deseaban en esos momentos era consumirse en el fuego sexual que los abrasaba.

Cuando por fin llegó el tan anhelado orgasmo para Trini, la sudorosa mujer se encorvó y tiritó de placer. No obstante, su amante, quien la tenía bien sujeta de sus caderas, la siguió horadando sin detenerse. Para él aún le faltaba bastante para llegar al clímax, por ello no dejaba de bombearla.

«Cómo aguanta», pensó ella, teniendo como única referencia a su esposo, con quien comparaba al que en ese momento la penetraba.

Alberto la embestía con un frenesí que nunca le viera a Casimiro. Cada choque del pubis masculino contra su trasero femenino, y el agarre de esas fuertes manos en sus caderas, demostraban para Trini que aquel hombre que tenía detrás en verdad sentía algo por ella. Creyó que Alberto Sánchez Medina la amaba con una pasión desbordada, y que así se lo estaba demostrando. Sin embargo, lo que para la mujer era amor, para el macho era puro ardor sexual.

La entrada y salida del miembro masculino se volvió aún más violento y bestial, parecido a un férreo pistón entró y salió en rápida fricción que produjo un calor intenso en la vagina a la mujer no acostumbrada a tal trato. Esto llegó a serle ardoroso.

—¡Aaayyy....! ¡Para, para! ¡Me arde! ¡Me lastimas! —gritó ella.

Pero el hombre no cesó. La cópula se había vuelto terriblemente violenta y, como remate de ello, Sánchez Medina usó sus manos para cachetearle varias veces las nalgas a la señora que empalaba en su asta de carne.

Los terribles manotazos pronto rompieron vasos capilares que le confirieron un tono más oscuro a las morenas nalgas de Trinidad, nunca antes tratadas así. Alberto se hizo de Trini con tal velocidad y dominio que ella misma se sorprendió al quedar en otra pose sexual en un par de segundos. Había colocado a la Señora de lado con una de sus piernas estirada y la otra flexionada. Así siguió penetrándola y amasándole las nalgas, que ya evidenciaban el maltrato.

Sin dar muestras de cansancio, la colocó luego encima de él para que ella lo cabalgara.

La mujer, a pesar del trato recibido, hizo lo que estaba en su naturaleza, sin necesidad de mayor instrucción meneó sus caderas instintivamente. Empotrada en el poste de carne, cual suripanta ejerciendo su oficio, batió su pelvis como si su vida dependiera de ello, lo meneó con la mayor de las fuerzas.

Terrible montada brindó aquella mujer casada a su improvisada yunta sexual.

Alberto la tomó de las pantorrillas, deslizó las piernas de Trini hacia el frente haciendo que ella quedara en cuclillas. Con tal cambio hecho la conminó a que hiciera sentadillas sobre su vergazo.

Sánchez Medina le ofreció sus manos como apoyo entrelazando sus dedos con los de ella. Esto Trini lo tomó como otro gesto amoroso que le brindaba seguridad para no caer. No obstante, aquél pronto le retiró tal sostén, pues usó sus manos para pellizcarle los oscuros pezones. De forma extraña, Trinidad sintió un doloroso placer. Sujetando tales remates de las tetas de la Señora Alberto los meneó con tal fuerza que las dos mamas temblaron. Sus senos jamás habían padecido tal tipo de trato.

Para cuando aquél se le vino disparándole su semilla dentro (no habían usado condón), la mujer vibraba; su sudor la recorría desde la cabeza hasta deslizarse por el surco de la espalda y llegarle al canalillo del trasero. Trinidad Gómez Hernández se sentía consumida de placer y consumada como mujer.

Se dejó caer sobre el hombre que la había poseído y así ambos amantes se abrazaron; ella pensando que aquél la amaba, él satisfecho de haberse chingado a otra más.

Minutos después, la antes recatada señora, le mamó el miembro al Jefe de personal, lo hizo a pedido de él quien no se quedó pasivo ya que le metió dedo en el apretado anillo, un orificio que a la mujer le servía exclusivamente de salida a sus excresencias. Ahora, sin embargo, se convertiría en entrada para aquello que ella mamaba; aunque Trinidad aún no lo sabía.

Conociendo de hembras, el Jefe de personal ejerció un especial trato al área clitoral para que ella estuviese susceptible. Con dedicación y tiempo, logró poner en marcha la propia lujuria de la dama a quien estaba dispuesto a empalar por el ano. Trinidad, por propia mano, siguió masturbándole.

Sin que ella lo advirtiera, el hombre tomó posición, colocándose detrás de ella. Trinidad supuso que simplemente le volvería a “hacer el amor” desde detrás. Alberto, sin embargo, manipuló su propio miembro hasta que éste estuvo sobre el asterisco bien cerrado de la dama a penetrar. Esto dio aviso a la mujer de que aquél pretendía...

—¡No, por ahí no! —gritó.

Trató de detener a su invasor empujándole el pubis con una mano, pero no pudo, fue inútil. Alberto se abrió camino por el túnel estrecho. El miembro fálico expandió el oscuro canal cual embutido, alojándose ahí por unos segundos.

La mujer chilló como puerco, pero su atacante no dejó de asediarla. En cambio dio fuerte cachetada en una de las mejillas traseras. Alberto no la amaba, no le hacía el amor, sólo quería saciar su apetito sexual, pero ella aún no lo entendía.

Tras un momento Sánchez Medina se puso en cuclillas e inició el bombeo; parecía como si estuviese haciendo sentadillas, con la peculiaridad de estar conectado con la Señora vía fálica. Su talega testicular daba constantes chasquidos al pegar incesantemente con la zona genital de la mujer.

Sánchez Medina la tomó de ambos brazos para cruzarlos tras su espalda, haciendo que ella cayera directamente sobre su cara mientras la seguía penetrando analmente. Pese a intentarlo Trinidad no podía zafarse.

El hombre siguió así por varios minutos. Las vigorosas sentadillas parecían una rutina de ejercicio que él ejercía con disciplina. La dama lo continuó recibiendo con evidente dolor por el ano.

Las otras trabajadoras de la fábrica, sus compañeras, continuaban con su jornada laboral a unos cuantos metros. Algunas sabían lo que le estaba ocurriendo a Trini, no eran tontas. Al no verla en su lugar, y no ver tampoco al Jefe de personal era lo más obvio. Por ello no faltaron los habituales cuchicheos.

Eulogia también lo sabía y lo lamentaba. Lamentaba que no le hubiese hecho caso Trinidad. Ahora se venía lo peor cuando Casimiro se enterase de que el Jefe de personal se había chingado a su propia esposa. Con tanto chismorreo eso era prácticamente inevitable.

Cuando llegó la hora de la salida, como buena amiga, en vez de irse a su casa, decidió esperar a Trinidad afuera de la fábrica. Rogaba porque Casimiro no llegara.

Pasados unos minutos su comadre por fin salió. Se le notaba exhausta, diría que afligida.

—¡¿Qué pasó comadre?! —le inquirió inmediatamente Eulogia.

Pero Trinidad guardó silencio, no contestó.

Sin embargo tal cuestionamiento inició una ola de pensamientos en la mente de Trini. Ni ella misma sabía cómo explicarse lo ocurrido. No podría negar que hubo un momento en que lo disfrutó, pero luego fue...

Y en ese momento Alberto, el Jefe de personal, salió de la fábrica por otro lado, por el estacionamiento, en su auto. Trinidad lo volteó a ver. Eulogia, viendo cómo lo veía, creyó comprender, dando por juzgada la situación.

—Ay comadre, no que no —le dijo Eulogia.

Trinidad inmediatamente se sintió ofendida. Ella amaba a su marido, ¿cómo podía creer su propia amiga que fuese capaz de...?

Pero había pasado.

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