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Provoqué a mi suegro y me cogió a la fuerza

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Cuando el presidente Vizcarra anunció el inicio de la cuarentena por la Pandemia del Covid, estaba justo charlando por Whatsapp con un amigo, con el que habíamos planeado encontrarnos al día siguiente. La noticia nos cambió los planes. Dejamos de hablar pues él tenía que coordinar que hacer con su esposa y yo con mi esposo. Fue una noche larga planeando los 15 días enclaustrados.

Cuando empezó la cuarentena tenía 32 años, llevaba seis de casada y tenía dos hijos, de 4 y 2 años. Pequeñitos. Mi primera preocupación fue con su nana. Ella debía llegar el lunes a primera hora, para cuidarlos mientras mi esposo y yo íbamos al trabajo. A los pocos minutos de la noticia me llamó para decirme que no podría ir al día siguiente. Luego me llamó mi mamá, llorando aterrada. Que era el fin del mundo y mil cosas más. Mis papis viven en Sullana, a más de 1.000 km de Lima. Felizmente cerca a ellos mis dos hermanos y mi hermana menor. Así que la tranquilicé y luego empecé a preocuparme por nosotros.

Mientras hablaba con mamá, mi esposo hablaba con la suya. Colgamos casi juntos y me dijo que su mamá le había propuesto que vayamos a su casa a pasar los 15 días de cuarentena. En un instante acepté. Vivíamos (y seguimos viviendo) en un minidepartamento de dos habitaciones pequeñas, un cuarto matrimonial donde sólo entra nuestra cama y el armario y uno aún más pequeño donde mis hijos duermen en camarote. Sala, comedor y kitchenette minúsculos, un baño pequeño y una ínfima área para lavar y tender la ropa. El edificio es precioso, eso sí y en medio de Miraflores todo me encanta.

Pero, imaginar 15 días encerrados en un espacio tan pequeño me daba cosas. Usualmente estábamos siempre en los parques con los niños o yendo al cine o comiendo fuera. Por eso, cuando recibí la propuesta de mi suegra, sin dudarlo acepté. Alistamos algunas cosas para el traslado al día siguiente. Por la mañana fuimos a nuestros trabajos, pero antes de las 12 ambos estábamos de vuelta. Nadie sabía qué hacer en las oficinas y nos dejaron libres para prepararnos para los 15 días de cuarentena.

Armamos las maletas con todo lo necesario para la estadía. Llamamos un taxi y partimos. Mis suegros viven en San Juan de Lurigancho, por las Flores, en una casa enorme. Debe tener más de 500 m2 (o más) de área, con patio afuera y jardín adentro. Esas casas que los migrantes (mis suegros son de Huancavelica) van construyendo de a pocos, todo grande, todo sin gusto, pero espacios que alcanzan para todo. La casa tiene 6 dormitorios, el más grande de mis suegros, cuatro para cada hijo (pero los tres hermanos de mi esposo viven ahora en EEUU, así que libres) y otro más “para visitas”. Cocina grande, sala grande, comedor grande, comedor de diario, sala de estar (que mi esposo ocupó para trabajar tranquilo, yo trabajaba desde el cuarto, en su escritorio de universitario).

Espacio de sobra y, además, una piscina de plástico, instalada en el jardín, que mis suegros habían comprado el año anterior cuando llegaron los nietos de EEUU.

Me llevaba muy bien con mis suegros. Soy norteña, blancona y ellos andinos, como mi esposo. Desde que me conocieron ya querían que nos casemos.

Mi suegra nos esperaba con una super cena, pues llegamos hacia las 6pm. Mi esposo y yo pensábamos ir al supermercado llegando, pero ellos ya habían comprado de todo, como para 2 meses de encierro. Todo lo que pudieron y más.

Los primeros días todo muy normal, nada que me llamara la atención. El cuarto o quinto día lave nuestra ropa. Justo mi suegra había colgado su ropa, incluyendo sus calzones. El contraste entre los suyos y mis tangas me llamó la atención y, por cierto, me generó más de un pícaro pensamiento. La tela de las 4 o 5 tangas que había lavado no hacían ni la mitad de uno de sus calzones.

Desde la habitación donde dormíamos, por una ventana podía mirar hacia el jardín y la piscina, por la otra hacia el tendedero. Al día siguiente, mi esposo bajó al escritorio donde trabajaba, mi suegra recogió a mis hijos para llevarlos al jardín y la piscina donde eran felices y yo me puse a trabajar. Cada cierto tiempo miraba hacia el jardín y en una de esas miré (no sé porque) hacia el tendedero. Me sorprendí muchísimo pues vi a mi suegro olisqueando mis tangas. Me quedé medio tonta y miré buen rato como pasaba de una tanga a otra olisqueando. Estaban recién lavadas así que, si a algo olían, era a detergente.

Al rato mi suegro se retiró y deje de mirar. Me quedé pensando en lo que había visto y tras la sorpresa vino el gustito de sentirme deseada por otro hombre, así fuese mi suegro. Desde esa misma tarde lo sentí más atento, más cordial conmigo. Siempre había sido atento y amable, pero en su parquedad andina. Quizás fueron ideas mías, pero lo sentí algo distinto.

De pura casualidad me quedaba usar mis tangas más coquetas. Cuando volví a lavar (a los cinco días) me quedé atenta a lo que hiciera mi suegro. Y no me falló la intuición. A la mañana siguiente, mientras mi suegra jugaba con mis hijos en el jardín y mi esposo trabajaba en la sala de estar, volvió a meterse al tendedero a olisquear mis tangas y, más aún, a tocarse por encima de su pantalón. No podía ver mucho, pero era claro que se acariciaba el pene.

Cuando dieron la noticia de la ampliación de la cuarentena, por quince días más, no nos sorprendió. Era algo que se esperaba. Pero vi que mi suegro fue el único que parecía feliz con la noticia.

Uno de esos días, al subir del desayuno, me desnudé para bañarme y cuando puse la ropa en el cesto de ropa sucia me di cuenta que estaba movido. Sin sutilezas se veía claramente que la ropa estaba removida. Suelo ser ordenada y poner todo alineado, incluso en la cesta de ropa sucia, la que no estaba como lo había dejado la noche anterior. Revisé y no estaba la tanga sucia que había dejado el día anterior.

Supe que había sido mi suegro quien la había cogido. Me duché, me vestí y bajé a “conversar” con mi esposo. Cuando regresé al cuarto, la tanga ya estaba en el cesto. Supe lo que había pasado. La cogí y tenía algunos restos de semen. Me excité un poco. A partir de ese día. Cada vez que me sacaba la tanga para bañarme, antes de ponerla en la cesta, la humedecía dentro de mi vagina, y algunas veces me la pasaba entre mi cola.

Tenía a mi suegro loco con eso. La rutina era de cada día, mientras desayunábamos, en algún momento, mi suegro entraba al cuarto, sacaba la última tanga sucia. Luego, cuando yo bajaba a charlar con mi esposo la devolvía a su lugar.

Me excitaba ese juego. Me excitaba como me miraba mi suegro. Me excitaba el morbo de estar en casa ajena jugando con fuego.

El martes 21 de abril teníamos ya más de un mes en cuarentena. Estaba en una charla hot por el Whatsapp con mi amigo caliente, mientras ambos trabajamos. No me había duchado aún. Estaba en pijama, sólo con tanga debajo. Un pijama de short y blusita medio transparentes y tanga negra. En eso tocan la puerta de la habitación. Pregunté quién era y mi suegro respondió que quería sacar unas cosas del armario. Miré por la ventana y mi esposo y mi suegra acompañaban a mis hijos alrededor de la piscina.

Pude ponerme algo más discreto, pero calentona como estaba por la charla con mi amigo y por todo lo que pasaba a escondidas con mi suegro, decidí provocarlo un poco más.

Le abrí la puerta. Sentí como me desnudaba con la vista. Le pregunté que necesitaba y me dijo algo del cajón. No recuerdo que. Caminé unos pasos delante de él, sé que moví el culo más de lo debido. Sentí que cerraba la puerta y ponía seguro. Antes que pudiera reaccionar me cogió con la mano izquierda por la cintura y con la derecha me tapó la boca. Me empujó contra la pared.

Al oído. A media voz, como imaginando que podían escucharnos, me habló. Su mano sobre mi boca no me dejaba hablar.

Eres una perra de mierda. Sólo las más putas usan esas tangas que tu usas. Seguro le pones cuernos a mi hijo. Él se muere por ti y tú eres sólo una perra de porquería. Eres una basura Lucía. Eres una basura y te traje a mi casa.

Siguió un par de minutos diciéndome lo puta que era, la perra que era. Luego se quedó un instante en silencio. Con su cuerpo ya me tenía dominada contra la pared. Me siguió tapando la boca con la mano derecha y con la izquierda me bajó el short de pijama. Quedé sólo en tanga. Comenzó a manosear mis nalgas. Con fuerza, fiereza, sin cariño ni ganas de calentarme. Sólo con fuerza y toscamente. Pero, me calentaba.

Con sus piernas separó las mías. No opuse resistencia. Metió su mano entre mis nalgas y sentí sus dedos sobre mi vagina, aún sobre la tanga. Estaba húmeda yo lo sabía. Él se dio cuenta. Volvió a hablar.

Lo sabía. Eres una puta Lucia. La más puta. Estas acá mojada con el padre de tu esposo.

Puso de costado la tanga y me metió un dedo. Gemí. En ese instante me soltó la boca.

–Don Ricardo, que hace, por favor déjeme

–No perra de mierda, bien que te gusta. Tienes la concha mojada, sucia de porquería.

–No don Ricardo, estoy nerviosa, esto no debe pasar.

–Que nerviosa, calienta huevos, a cuantos te cogerás sin que mi hijo sepa.

–No es así don Ricardo, le juro que no. Que jamás le he fallado a su hijo. Que soy una mujer fiel.

–Calla perra de mierda, no sirves para nada.

Me metió en ese momento un segundo dedo y sentía placer del momento. Una parte de mi quería entregarse, pero otra se mantuvo en razón y no quería.

–Don Ricardo por favor, saque sus dedos, me lastima

–Que te van a lastimar dos dedos perra de mierda, cuantas pingas te habrás comido

–No diga eso don Ricardo

Me di cuenta que se estaba desabrochando el pantalón y comencé suplicarle que no, que no hiciera eso. Mis palabras negaban lo que pasaba. Mi concha seguía húmeda. Era como dos yo. Me pegó más a la pared y con sus manos me hizo respingar el culo. Yo seguía casi implorándole que no lo hiciera, pero me penetró igual.

–Así Lucia, así te quería tener, que rica puta eres. Blanquita, así como me gustan. Blanquitas y putas.

–Don Ricardo no siga por favor

–¿Qué no siga mierda? bien que gozas puta de porquería.

Y si, no quería, pero a la vez si quería. Mis palabras lo negaban, pero mi entrepierna estaba gozando. Me quedé en un estado de estupefacción. Sentía placer, pero no entendía nada. Hoy lo recuerdo como en un sueño. Él insultándome al oído, yo respondiéndole que no, que por favor no, que me deje, pero mi concha llena de su pinga, gozando.

Pocos (o muchos) minutos después, se vino dentro mío. Se subió el pantalón. Yo seguía pegada a la pared. Me cogió con las dos manos. Me dio vuelta. Me dijo que me subiera la tanga y el short. Lo obedecí. El semen caía por mis piernas. Se fue. Empecé a sollozar y luego me duché.

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