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Trastorno bipolar

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Mario no desea seguir con la discusión. Está muy harto de los cambios repentinos de humor de Luisa. Todo parece ir estupendamente y en un instante la calma se viene abajo sin haber un motivo justificado para discutir, pero por lo visto, ella no piensa lo mismo y encuentra esa razón, respaldando su causa para iniciar una disputa como si necesitase de ella igual que un yonqui necesita su dosis diaria de crack.

Con todos esos altibajos se plantea si no sufrirá un trastorno bipolar porque, al igual que un bólido, llega de cero a cien en menos de un segundo, ella localiza una causa, la argumenta con la desenvoltura propia de una verdulera y estalla en gritos e insultos en menos que canta un gallo. ¿Qué le está pasando? Mario no lo sabe porque son tantas las razones que encuentra que ya no está seguro de nada. Cuando no son sus padres, son los hijos, si no, la fregada o cualquier mota de polvo que interfiere en su vista. Sin embargo, con todo ello, Mario adora a su esposa. La quiere más que a nada desde el primer día que se conocieron en la facultad, pero con su actitud bipolar se diría que en esos momentos de crisis, para ella ha desaparecido toda muestra de apego. Después regresa la calma y todo sigue como si nada hubiese pasado.

Esta vez no es diferente, aunque sea otro el pretexto que haya encontrado para discutir. La postura de Mario es apelar a la calma y discutir del tema como dos personas adultas y formadas que son, pero Luisa no atiende a razones y despliega todo un repertorio de insultos e improperios propios de la mejor deslenguada del arrabal, por consiguiente, es la gota que colma el vaso. En vista de que su esposa parece estar poseída por el demonio y es humanamente imposible razonar con ella, él hace lo que no ha hecho nunca hasta ahora, y en un arrebato abre la puerta y sale de casa sin saber siquiera adónde va. Cuando la cierra se percata del frio que hace y de que ha salido con lo puesto, pero no quiere volver a entrar ni parecer ridículo. No le apetece ir de un lado a otro deambulando sin un destino concreto, pero tampoco quiere entrar de nuevo en casa en esos momentos. Vive en el decimoquinto, pero para demorar la llegada a la calle decide no coger el ascensor y bajar a pie. En el rellano del decimocuarto se abre la puerta del ascensor y sale Carmen que llega en ese momento y lo saluda con la simpatía que le caracteriza y su amable sonrisa.

Tiene sesenta y tres años, y aunque su esplendor de juventud ha huido con la edad, todavía goza de un candoroso rostro en el que apenas se perciben arrugas, adornado con unos preciosos ojos azules de una mirada profunda en la que uno puede extraviarse si la prolonga demasiado. No tiene un peso excesivo, pero la edad ha ido haciendo mella marchitando un cuerpo que en sus mejores momentos habría sido atractivo. Aun así, sus anchas caderas y su pecho exageradamente grande han sido objeto de algunas de las furtivas miradas de Mario y, ¿por qué no decirlo? de alguna que otra fantasía también.

Entre ellos siempre ha habido una relación cordial de amistad vecinal, pero cuando existe una química añadida es detectada en ambos casos.

Ella es viuda, pero Mario nunca la ha visto con ninguna pareja. Su distracción parece ser únicamente la de sus nietos. Tiene tres: dos churumbeles de su hija y uno de su hijo.

Carmen percibe que la sonrisa que le devuelve Mario a modo de saludo es fugaz y forzada, algo que no es habitual en él, y unido al hecho de bajar a pie las escaleras desde el decimoquinto es motivo para adivinar que algo ha vuelto a pasar, puesto que por cercanía vecinal es conocedora de muchas de sus discusiones.

Ella le pregunta qué le pasa y él parece necesitar desahogarse y un hombro en el que apoyarse ante el sinsentido de la histeria de Luisa, de modo que decide explayarse con Carmen y liberar toda la tensión acumulada propiciada por tanto despropósito. Mientras le expone su relato le comenta que ha salido de casa sin la chaqueta y sin ni siquiera saber a donde ir, por lo que Carmen le invita a pasar, abrirse y quedarse un rato hasta que se calme la tempestad, habida cuenta de que afuera hace un frio que ya no se ve a nadie en la calle buscando pokemons.

Cuando entran en la vivienda Mario percibe un calor reconfortante que invita a quedarse. Carmen se quita la chaqueta y la cuelga en una percha junto con el bolso y ambos pasan al salón para estar más cómodos y charlar.

Mario tiene treinta y tres años menos que ella y en los tres que llevan siendo vecinos nunca había entrado en su casa y comprueba entonces que es muy acogedora. Ambos están sentados en el mismo sofá, uno al lado del otro, y a Carmen no le importa en absoluto que su pierna se roce involuntariamente con la de Mario, es más, cuando se percata de ello no hace mención de separarla, sino todo lo contrario porque le agrada el contacto, aunque no haya pretensión de nada más, pero la química que siempre les ha envuelto empieza a liberar las sustancias de una atracción física que poco a poco va gestándose en ambos por igual.

Carmen tiene que contar los años y los meses que hace que se quedó viuda para recordar cuando fue la última vez de su último polvo. Después de que enviudara ya no volvió a probar los placeres de la carne y, aunque la química entre Mario y ella siempre ha sido manifiesta, nunca hubo una intencionalidad sexual, pero ahora el hecho de tenerlo a su vera y contando con que su esposa es un estorbo en esos momentos, el roce de su pierna despierta en ella deseos reprimidos y olvidados hace tiempo. El joven sentado a su lado se percata poco a poco de una mayor familiaridad y de un exceso de confianza que hasta el momento no se había dado y eso se debe a que, a modo de consuelo, la mano de Carmen se posa en su pierna, aparentemente de forma inocente, pero Mario detecta lo vulnerable y receptiva que es a su contacto. En ese momento él evalúa lo que está ocurriendo y siente cierto rechazo. Piensa en su mujer y en lo atractiva que es. La compara con Carmen y siente que se desinfla, sin embargo los recuerdos de las pajas que se ha hecho a su salud le recuerdan que es una mujer que todavía conserva un remanente de tentación, despertando en él cierto morbo, y está enteramente a su disposición. Carmen se percata de las miradas furtivas al canalillo de sus encorsetadas tetas y advierte en él un visible nerviosismo, a cambio posa su intensa mirada en la de Mario y este se pierde en la profundidad del azul de sus ojos. Ambos se quedan sin decir nada. No hace falta. Sobran las palabras pese a que se entreabran las bocas. Es Carmen la que hace un movimiento muy sutil de acercarse y Mario reacciona aproximándose a su boca para unir sus lenguas. Carmen se agarra a él y éste le devuelve el abrazo. Desde ese momento las manos de ambos inician una exploración por el cuerpo del otro. Mario se apodera de una de las tetas de Carmen y advierte que su mano no puede acaparar toda la carne. Reconoce que nunca ha tocado una de ese tamaño. Le quita el suéter de pico que lleva y puede ver como el sujetador aguanta estoicamente amarrando tanta carne. Es ella la que se lo desabrocha dejando a la vista un par de melones que parecen haber hipnotizado al joven cuando la fuerza de gravedad los vence. Mario se apodera de las dos tetas y les dispensa un intenso magreo, mientras las sopesa y se amorra a los pezones como si fuese un bebé. Va intercambiando de uno a otro y le faltan manos para acaparar los globos de oro.

Carmen empieza a gemir con sus caricias evocando placeres olvidados. Dirige la mano a su pierna y la desliza hacia arriba en busca de su hinchado paquete. Su mano se pasea por el montículo de su bragueta presionando el bulto. Lo quiere. Lo desea. Los dos hacen un inciso para desnudarse completamente. Carmen se desprende de la falda y de las medias y se queda en bragas mostrando su cuerpo en toda su plenitud. Mario la contempla y repara en que, a pesar del volumen, todas las curvas están en su lugar. Lo único que le resulta desacertado son sus bragas anti lujuria, pero pronto se deshace de ellas dejando al descubierto un coño con su mata de pelo perfectamente acicalado que lo empuja a llevar su mano allí a la vez que los dedos se pierden en la humedad de aquella cueva inexplorada durante años.

Carmen está de pie suspirando, dejándose hacer y abandonándose al placer que su joven vecino le está provocando con los dedos reactivando su cuerpo marchito, y al compás de los dedos, va moviendo su pelvis queriendo sentir más.

Mario hace un paréntesis para quitarse los pantalones, ya que necesita liberar al cautivo que se revuelve en su prisión reclamando su libertad. Se quita los pantalones con celeridad y la boca de ella se entreabre involuntariamente ante el miembro que tiene delante completamente a su disposición. Avanza un paso y lo coge con ambas manos para cerciorarse de que ese momento es real y no un sueño. Lo toca, lo acaricia y lo repasa una y otra vez aferrándose a él como si fueran a quitárselo de un momento a otro. A continuación se arrodilla ante él y lo contempla babeando en un primer plano. Lo vuelve a coger con la mano y empieza a masturbarlo como si quisiera que acabase rápidamente, pero se detiene de golpe abriendo la boca lentamente y haciendo que desaparezca completamente en ella.

Desde arriba Mario ve como la cabeza de Carmen oscila adelante y atrás tragándose por completo su verga, reconociendo que Luisa nunca se la ha tragado entera, ni siquiera lo ha intentado. A pesar de que no es una gran polla, Mario está más que satisfecho con su órgano y por lo que se ve, Carmen también, pues parece dispuesta a no soltar su caramelo por nada del mundo. Lo repasa una y otra vez con la lengua, recreándose en cada sinuosidad y en cada ángulo. Le levanta la polla hacia arriba y pasea su lengua desde el glande hasta el tallo para dirigirse a la bolsa de la cual cuelgan unos huevazos que en ese momento le recuerdan dos pelotas de pim pom. Se introduce cada una de ellas por igual repasándolas una por una decenas de veces y Mario empieza a pensar que si no la detiene estallará en su cara, por tanto la aparta suavemente y la recuesta en el sofá pensando que ahora le toca a él demostrarle su maestría. Eso le sirve para calmarse un poco.

Carmen abre las piernas para él y Mario contempla el coño abierto en el que parece que de un momento a otro vayan a surgir unas fauces para devorarlo. Hunde la cabeza entre sus piernas y se aplica en el cunnilingus. La lengua recorre cada pliegue y los caldos empiezan a manar en forma de reguero de un coño más que hambriento. Mario degusta el sabor salado que va embriagando su conciencia a pesar de que a esas alturas ha desaparecido. La lengua busca el pequeño y sensible nódulo que ha escapado de su capucha para recibir las atenciones del joven, sin embargo el placer que provoca es tan intenso que sus anchas caderas se retuercen una y otra vez en busca de una penetración que llega con dos dedos dispuestos a encontrar la recóndita y placentera protuberancia interior. Los dedos se mueven dentro de ella repetidamente, después encuentran el punto y presionan ligeramente mientras la lengua se centra en el pequeño botón hasta que es imposible aguantar tanto placer y Carmen explota en un clímax gritando de gozo. Los flujos se desparraman por toda la zona y Mario saborea y paladea el sabor de aquella mujer madura, entretanto ella se queda exhausta y de piernas abiertas como si hubiese caído del techo. Pero Mario está ahora en celo y se coloca encima, posa su polla sobre su abierta raja y la penetra completamente de un solo golpe de caderas. Carmen lanza un alarido de placer al notar la verga en su interior y cuando Mario emprende el bombeo en su cavidad, su excitación regresa con renovadas fuerzas para seguir disfrutando de su joven amante.

El teléfono suena. Debe ser Luisa. Mario se detiene un instante, ambos se observan pensando lo mismo. Dirige la mirada hacia el teléfono y decide ignorarlo y continuar copulando con su vecina. Engancha las piernas de Carmen en sus hombros y retoma la frenética follada, lo que provoca que los jadeos de los dos amantes se entremezclen al tiempo que fornican como dos descosidos, acelerando el ritmo en cada embate. Carmen nota que otro orgasmo quiere asomar y aferra sus nalgas alentándolo a darle caña en medio de gritos que le ordenan una y otra vez que la folle con más fuerza. Tanto sexo reprimido durante años aflora llevándola a un nuevo orgasmo en el que las convulsiones de su coño lo llevan a él al suyo explotando en su interior, mientras los dos vecinos se funden en un sinfín de gritos y jadeos.

Después de tanta efervescencia los dos amantes yacen tendidos en el sofá uno al lado del otro sin fuerzas para articular palabra alguna, sólo se les oye suspirar junto a una cómplice sonrisa de aprobación. Sobran las palabras. Ya está todo dicho.

Carmen se siente henchida de gozo. Acaba de tener la experiencia más placentera de toda su vida cuando ya pensaba que su vida sexual con un hombre había llegado al ocaso.

El teléfono vuelve a sonar y ambos vuelven a mirarse con recelo. Mario siente una punzada de culpa por lo que acaba de hacer, puesto que todavía ama a su esposa más que a nada en el mundo, de modo que se levanta y decide cogerlo. Carmen siente un atisbo de animadversión por ella al estropear el momento y contempla a Mario desnudo mientras habla con su esposa. No la odia, pero la envidia. No presta atención a lo que dice, tan sólo observa como va desplazándose de un lado a otro mientras habla. Observa sus nalgas prietas, su vientre liso y su polla, ahora flácida. Luisa le pregunta donde está y él esquiva la respuesta, pero parece que el demonio ya ha salido de su interior y quiere que regrese a casa. Carmen intuye que se están reconciliando y mientras él está de pie hablando, ella se arrodilla para introducirse su pene en la boca y Mario empieza a respirar de un modo sospechoso. Entretanto Carmen nota como se va endureciendo el miembro en su boca y se afana en la tarea. Sus manos repasan toda la zona, acarician los huevos y recorren el tallo mientras su boca va y viene por un falo ya en completa erección. Mario no puede prestar ya atención al teléfono, mucho menos razonar coherentemente y entre amortiguados jadeos, cuelga diciendo que no tardará.

Desde su posición contempla como Carmen se aplica en la mamada y observa sus ojos azules mientras engulle su polla. Vuelve a estar muy cachondo y la levanta para acompañarla atropelladamente hasta el sofá, la pone de rodillas apoyada en el respaldo ofreciéndole un enorme y a la vez excitante trasero, adornado con una especie de hucha reclamando que deposite allí sus reservas.

Mario se queda obnubilado viendo el exagerado culo a su disposición al tiempo que ella lo mueve de forma sugerente y hasta lasciva, de tal manera que se acerca, agarra su miembro y lo introduce de un solo golpe que le arranca un gemido de placer, después se agarra a sus ancas y empieza a fornicarla con vehemencia.

—Me has puesto muy cabrón— acierta a decirle mientras se la folla. Y ella le responde con un eufórico “sí”, exhortándole a que lo haga sin clemencia y confesándole que en ese momento es toda suya. Ante tal aseveración, él observa sus enormes y magníficas nalgas, mientras se la folla salvajemente como nunca se lo ha hecho a su mujer. Carmen se tiende boca abajo a lo largo del sofá y él abandona por un momento la cópula, a continuación le abre los cachetes y en un arrebato de calentura, ante la panorámica de aquel enorme trasero le hunde un pedazo de polla en el ano que le arranca un grito de dolor. Él cede un momento, pero está demasiado caliente para parar. Además, se ha tomado al pie de la letra lo de que la folle sin clemencia y es lo que hace. Los gritos provocados por el intruso que pretende abrirse paso en su esfínter invaden la estancia y él no tiene más remedio que serenarse e intentar ir más despacio para que vaya acostumbrándose.

Carmen nota que las punzadas de dolor troncan en una extraña sensación de placer que se incrementa gradualmente. El orificio ya lo tiene completamente dilatado y empieza a gozar de la polla que está amartillando su ano, y muestra de ello son los jadeos que lo confirman.

Mario la embiste con fiereza. Está al borde de su orgasmo y quiere que ella lo comparta con él, sin embargo Carmen es consciente de que, aunque la sensación es muy placentera no puede llegar así, de modo que recurre a su dedo corazón frotando su clítoris con una desesperación inusitada. Los golpes de cadera de Mario se aceleran. Ya no puede aguantar más y se corre entre jadeos que invaden la estancia, la vivienda y, quien sabe si el vecindario. El clímax remite poco a poco, pero se da cuenta de que ella sigue realizando movimientos contundentes con sus caderas buscando el clímax, ayudándose de sus dedos, por tanto Mario intenta continuar embistiendo en el culazo que tanto placer le ha regalado. Desea que su miembro no se afloje mientras acomete con fiereza confiando en que ella obtenga su premio, y tras unos segundos, sus gritos evidencian un orgasmo insólito e inusual.

Mario retira el miembro morcillón del pequeño orificio completamente manchado provocándole cierta repulsión, se disculpa y le dice que va a limpiarse. Se dirige al lavabo. La distribución de la vivienda es igual a la suya y no le representa ningún problema adivinar donde está. Ella, utiliza el otro y cuando sale, Mario ya está terminando de vestirse.

Carmen regresa desnuda de lavarse con una sonrisa gozosa y complaciente, sin embargo él desvía su mirada porque ya no la encuentra atractiva, más bien lo contrario. El entusiasmo de hace unos momentos se ha esfumado y ahora se siente culpable y se despide con un beso displicente del que ella se percata, pero lo deja ir, pues intuye su congoja. En cambio, no se arrepiente de nada, ya que por un momento se ha convertido en la mujer más dichosa del mundo. Se sienta desnuda en el mismo sofá en el que hace unos minutos Mario le ha dado la follada de su vida y pone el cronómetro a cero a la espera de la próxima vez.

Mario abre la puerta de su casa y entra cabizbajo y Luisa acude a recibirlo con un tierno abrazo colmándole de besos de arrepentimiento por su actitud inestable junto a otros de reconciliación, cuando su agudo olfato le advierte de un inconexo exceso de perfume y varios cabellos rubios en su jersey le confirman su sospecha.

Mario vuelve a percibir como los ojos de Luisa se le inyectan de nuevo de sangre sin saber nuevamente qué está pasando.

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