Marcos poseía cincuenta y ocho años y con suerte llegaría a los sesenta, según la nefasta predicción del oncólogo qué lo trataba. Pero por suerte no tuvo esa suerte. Unos tres o cuatro meses antes de partir a la gira permanente, durante una tarde gris extraída de los primeros días de su último otoño mi marido Marcos preguntó sin rodeos…
–¿Alguna vez, me has sido infiel?…
–No, por supuesto que no. Apresure a contestar. Y agregué molesta. ¿A qué viene eso?
-Es qué, eres la persona que más conozco en mi vida y no me gustaría irme desconociéndolo… si es que alguna vez tuviste un desliz… No te culparía. Añadió tosiendo nuevamente y mirándome fijamente desde el sofá frente al mudo televisor con el control en la mano. El silencio sepulcral contestó de alguna forma y salí del comedor fingiendo la ofensa.
Los días fueron pasando y cada uno tenía su propia carga extra, quizá deba saberlo pensé, pero de inmediato interpelaba ese juicio y espantaba esa idea que erizaba mi piel. Casi no podía dormir el debate interno era cruel casi treinta años de casada con ese ser al que amaba y al que además le había dado su único hijo, ¿Por qué contarle aquello? ¿Por qué hacerle sufrir más aún?, estaba atrapada en un fuego cruzado, ¿Le iba a negar a un moribundo su último deseo? ¿Por qué diablos no me quitaba esa culpa deliciosa de una buena vez?…
La segunda tanda de preguntas prevaleció y unos días después, grises como aquél decidí contarle el hermético secreto que atosigaba mi ser. Apagué el televisor a las 14.10 ante sus ojos apagados y expectantes, le ayude a acomodarse en el sofá donde días atrás me ofreció la extremaunción y le dije algo que jamás creí que le diría.
–Si, te fui infiel. Confesé frotándome las manos congeladas.
–¿Como fue?… Preguntó tranquilo con la voz desquebrajada.
Tenía 28 años, 6 de casada y un cuerpo que ahora añoro, Thiago iba al preescolar y yo me despeñaba de docente en dos escuelas distintas. Habíamos decidido ampliar la casa y el verano del 98 parecía ser el momento perfecto. Relegamos las vacaciones y tu conducías el bus desde las 14 hasta las diez de la noche.
Daniel “la sombra” Benitez, fue el encargado, y no solo de realizar la obra. Estaba todo finamente calculado, mi hermano iba a Brasil 15 días con su familia y nos quedaríamos ahí mientras que Benitez finalizaba la nueva habitación y cambiaba el piso del baño. –¿Te acuerdas? Movió la cabeza afirmativamente con la mirada ausente en la mesa ratona donde reposaba el té. Y continué…
Una contingencia, no lo sé, se retrasó en una de su obras y la sombra empezó nuestra ampliación unos cuantos días después de lo que estaba planeado. Lo cierto es que mi hermano regresó a su casa y ofreció quedarse con nuestro pequeño mientras concluía la construcción. La casa parecía Sarajevo, el mal humor deambulaba por las paredes empolvadas y sé que no fue tu culpa, pero me dejaste ahí con la tentación en persona una brutal fascinación inconsciente fue en aumento, desde la primera vez que le vi.
Daniel era un tipo fornido de más de 1.80, un negro lindo a pesar de la cicatriz vertical encima de una de las cejas, sonrisa perfecta que por momentos distraía la vista del festival de bíceps y tríceps. Todo se confabulo en tu contra, estaba caliente con ese hombre monumental y en las tardes después que salías a manejar el bus yo aparecía vestida sensual para verificar la expansión de la casa y la sombra intuyo mis intenciones y se aprovechó de la maestra que estaba de licencia.
Ese día Benitez termino el piso del baño, en la parte superior de la casa y me mostró como había quedado, bajamos las escaleras y pude sentir su mirada en mis nalgas apretadas descendiendo detrás, a menos de un paso, la puerta marrón de madera que ves ahí no existía y entramos por el marco (como si fuera un portal a otra dimensión) a la habitación casi acabada de Thiago, el cemento y la calor asfixiaban no más que la calentura que poseía mi cuerpo por aquel espécimen de semental oscuro y él lo sabía o lo intuía o yo intuía que él lo hacía.
Caminamos hasta la pared, donde nacía el andamio qué sostenía, un nivel, una cinta métrica y una cuchara sucia. Fuimos hasta ahí en silencio tenso como seleccionando el lugar donde ocurriría, las bragas negras como su piel estaban empapadas como su piel, mis shorts de jeans deshilachados marcaban el meneo de mis caderas y excitó al pardo que se acercó a su patrona sin miedo al fracaso. Nos besamos desenfrenadamente en donde luego colocamos la cama del niño.
No recuerdo como me deshice del top pero lo hice o lo hizo, mis tetas grandes y aun firmes colisionaron con ese pectoral ébano macizo y macerado y estoy segura que lo tatué con los pezones. ¡Dios! Aun me estremezco. Admití. Mientras me costaba encender un cigarrillo.
–Por favor continua, dijo Marcos intrigado con la voz repuesta, jugando con el pomo del bastón.
El negro me alzó y me apoyó en su miembro ya preparado para atravesar a la maestra casada, yo lo besaba y jugaba con la marca encima de la ceja derecha. Casi no hablamos, nuestras pieles sabían lo que necesitaban y se tendieron para suministrárselo, pero antes me arrodillé frente a él, como una devota frente a un santo y de un tirón jalé sus pantalones hasta los tobillos, dos enormes bolas casi depiladas cayeron colgadas a varios centímetros de un cuerno grotesco qué apuntaba al techo, con su parte más fina y se engrosaba en la base, como un tronco pétreo.
Succioné aquel falo enorme como posesa por un ente, los quejidos de Daniel retumbaron el sucio espacio al devorar el prepucio ennegrecido con forma de hongo, como si fuese una experta, pude haberlo hecho acabar ahí lo sé, pero extrajo el instrumento y se tumbó en el suelo que al otro día cubrió con cerámicas verdes qué aún están ahí, como ocultando aquel delito. Despojo mi piel de la única barrera que impedía su total desnudez y comprobó la mojadura de los labios con la yemas de sus dedos, esos mismos que desde la navidad los tenías olvidados “la sombra” los estaba por ensanchar.
Me la quiso chupar y no lo deje, bueno al menos no ese día., no podría soportarlo. El olor a cemento y a enduido vagaba en el aire y aun hoy lo recuerdo. Tomo el miembro por la base con ambas manos, yo estaba abierta abajo y boca arriba y como si fuera un cincel comenzó a tallar la ranura mojada, rosadita con la punta del hongo que encastró poco a poco, ante mi delirio. El primer orgasmo llegó en mar de gemidos y el segundo casi enseguida. La sombra me transporto al limbo más hermoso y atroz que he vivido. Como si su piel estuviera echa con fibras de la mía, no sentí culpa de lo que hacía ni lo sentiría después.
Daniel me cabalgo en el piso y de pie, y de las muchas formas, escogió acabar de perrito. Cuando los huesos crujían por las embestidas del gancho fabuloso. Los aplausos de las pieles sonaron mucho más rápido en la desolación de la pieza a estrenar, y en un atisbo de cordura le rogué que acabara afuera de la cueva que reclamaste esa noche, pero la negué por miedo a que te dieras cuenta y por el dolor delicioso que volví a sentir al otro día.
El copioso semen liberado fue derecho a mis nalgas, igual que varios latigazos del ahora endeble pene, un rasgo de jugo quedó columpiándose del prepucio, mi cuerpo quedo totalmente exhausto, cuando la sombra Benitez arrimo ese resto a mi boca, le mire, arqueo la ceja de la cicatriz proponiendo el desafío y limpie ese instrumento de felicidad con la lengua, como una doméstica amaestrada. Agitó ese pedazo de manguera negra y escupió un chorro salino espeso y desagradable qué golpeó mi garganta.
Así fue, te hice cornudo esa tarde, y las siguientes cinco hasta que la sombra se marchó. Dos o tres años después volvió una tarde cualquiera, pero yo no era la misma y creo que tampoco él. Jamás volví a ser infiel, ni me arrepentí de haberlo sido. Marcos lloraba sentado escuchando el final de la confesión y mientras yo encendía otro cigarrillo.
Dijo –¡Gracias! Te amo. Con la voz lastimada apenas audible. Uno meses después partió conociendo mi secreto, conociéndome a mí.
talvez se masturbó imaginando lo que le contaste.. yo lo hubiera hecho..