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El juramento final

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Tras obtener mi billete, lo que no deja de ser una epopeya en esta tiempo de tanto turista, me subo al tren. Como ya es habitual busco el último asiento del coche de cola. Mientras voy buscando mi sitio que ya había divisado por la ventana y estaba desocupado, voy caminando por el pasillo y tengo que pasar por delante de algunos pasajeros pidiendo perdón para que quiten su maleta o se enderecen para que no cubran el pasillo. Lo peor fue una muchacha con el pelo largo muy revuelto, camiseta negra muy pegada al cuerpo, tanto que estaba a punto de reventar por sus pechos que ligeramente clareaban a través de la camiseta, aun siendo negra. La moza tenía su pierna extendida perpendicularmente al pasillo para situar su pie descalzo sobre la maleta. El jean que usaba no era desgastado sino destruido, no sabría ni describirlo, podría decir que faltaba mas tela en los agujeros que la tela que lucía.

Frente a semejante esperpento tuve que pedir cuatro veces por favor que me permitiera pasar. Su respuesta me sorprendió. Con una voz ronca, excesivamente varonil contestó a mi requerimiento:

— Vete allá que también hay asientos.

— Por favor, guapa, déjame pasar que yo no quiero sentarme allá, sino aquí.

A todo eso notaba un cierto tufo a sudor, suciedad y sexo, pero no di mayor importancia porque los trenes a veces huelen raro aunque los limpien y es que los humanos somos sudorosos, sucios (unos mas que otros) y sexuados. Por fin, dobló su pierna y pasé al asiento de mi elección.

No tardó mucho el tren en ponerse en movimiento y el aire acondicionado alivió el mal olor.

Al poco rato la muchacha se vino donde yo estaba, se sentó frente a mí pues los dos asientos estaban sin ocupar. Me miraba y yo la observaba con disimulo levantando la vista del móvil para mirar por la ventana el paisaje. Era evidente que no se conformaba con mi actitud y levantándose de su asiento se sentó a mi lado. Fue entonces cuando descubrí el origen del triple tufo de las tres eses.

Se me arrimó al hombro y me besó debajo de la oreja. Entonces sentí asco pero dejé hacer. Ante mi falta de reacción me tomó la mano y la introdujo en su coño que noté mojado viscoso. Rápidamente la saqué y le dije que me dejara en paz. Saqué un pañuelo de papel me limpié la mano. Luego le dije:

— Eres bonita y atrevida, pero yo soy gay y como comprenderás...

—¿No te gustan las mujeres?, preguntó.

— Sí me gustan, como amigas, pero para sexo no, repliqué.

— Joder, qué putada, por un chico guapo que me encuentro..., ¿qué perfume usas?

— SOLO, de Loewe..., le dije la verdad.

— ¿No harás hoy una excepción conmigo?

— No; de ninguna manera.

— Pero..., ¿por qué?

— Porque soy gay.

— ¿Ni siquiera me muestras tu polla?

— No tendría inconveniente pero no quiero crearte ilusiones...

— Al menos una mamada, soy buena en esto, y luego igual te animas ¿vale?

— ¿A cuántos se la has mamado en los últimos tres meses?

— ¡Uff...! Ni con mis dedos ni con los tuyos las podría contar; te digo que soy buena en esto...

— Me lo creo, pero por eso mismo no me la chuparás jamás.

— ¿Me estás diciendo puta?

— No; te estoy diciendo que no me la chuparás ni con forro.

— ¡Maricón de mierda!

Se levantó, se fue donde estaba su maleta, pasamos cuatro estaciones que viajé muy tenso, a la quinta se levantó para apearse y antes de salir del coche me gritó:

— ¡¡¡Puto maricón de mierda!!! ¡Que te den y te dejen “empalao”!

Suerte que la gente la miró a ella, pero yo tenía la cara ardiendo. Al cabo de un rato se acercó un chico y pidió permiso para sentarse. Se aposentó frente a mí y comenzó a decirme que no hiciera caso a esa loca y se me declaró diciendo que también él es gay. Respiré profundo y le sonreí.

Le observé detenidamente: era guapo, pelo muy negro y grueso, sedoso y brillante, ojos pardos tirando a chocolate y muy abiertos, boca grande y labios carnosos, muy blanca dentadura. Algo que me gustó mucho es que sus patillas eran largas y muy estrechas, mentón ovalado. Se le notaban algo las plumas aunque muy suavemente. Era delgado, muy flaco, pero con pectorales que se le notaban gracias a su ajustada camiseta verde oscuro, jeans ajustados, desteñidos como los míos pero enteros, no desgastados como los míos.

Entablamos una conversación sobre nuestros orígenes territoriales, pero solo de verle frente a mí, me empalmé y tuve necesidad de acomodar mi polla dentro de mis jeans. Cuando lo hice se sonrió y me preguntó:

— ¿Y eso?

— De verte..., eres guapo y... bueno..., me pasa eso, contesté.

— Eso lo arreglo yo liberándola, me dijo.

Se abrió la bragueta, se sacó la polla y los huevos y tomando una servilleta de papel comenzó a masturbarse.

Miré al coche, había poca gente y me fijé en su polla, larga, delgada y circuncidada. Me liberé la mía y me masturbé yo también, me hacía falta. Descargamos casi al mismo tiempo. Me dejé limpiar por él y me gustó su tacto, así que cuando metí mi polla dentro del jean —no suelo usar ropa interior— me senté a su lado y concordamos respecto al destino de cada uno. Entonces supe que íbamos a la misma ciudad y me invitó a su casa. Esa noche dormimos juntos..., mejor, no dormimos, pero nos follamos uno al otro alternativamente. Hacia las 6 de la mañana nos dormíamos totalmente agotados y despertamos a las tres de la tarde. No habíamos tomado ningún trago, así que estábamos frescos para continuar y eso hicimos. Después de tres días follando a cada momento y saliendo de casa solo para comer muy cerca y besarnos en público metiendo mano en las respectivas nalgas, nos juramos no buscarnos más uno al otro si no coincidíamos en el mismo tren. Lo procuré, lo encontré, él también lo procuró con éxito, y hemos pasado buenos ratos juntos, acabando siempre con el mismo juramento.

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