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El primer orgasmo de tía Verónica
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Relato contado en primera persona.

Mi tía era la lechera de la aldea. Se llamaba Verónica y la apodaban La Solterona. Tenía 38 años, era alta, morena, algo gordita, con buenas tetas, buen culo y muy malas pulgas.

Yo tenía dieciocho años y por follar ya follara lo mío.

Eran las nueve de la mañana de un sábado del mes de agosto que prometía ser muy caluroso. Mi tía ya repartiera la leche. Me estaba esperando en la puerta de casa sentada en uno de los escalones que había en la entrada con una sierra en la mano. Al llegar a su lado me preguntó:

-¿Desayunaste?

-Sí.

-Pues vamos al lío.

A rato estábamos cortando troncos sobre un caballete. Ella tiraba de un lado de la sierra y yo del otro.

Hablamos de mil cosas y mil veces le miré para las tetas.

A las once de la mañana paramos para el bocadillo.

Sentado a la mesa de la cocina vi como rellenaba dos barras de pan con mantequilla, lonchas de queso y anchoas. Al acabar de hacer los bocadillos los puso encima de la mesa. Le dije:

-Yo no voy a comer todo eso.

-Come hasta que te hartes.

Cogió un garrafón de vino tinto debajo de la mesa, le quitó el tapón y le echó un trago. Bebía como un cosaco. Se sentó y le metió un tremendo mordisco al bocadillo. Creo que el trago largo hizo que se le soltara la lengua.

-Mientras cortábamos la leña no parabas de mirarme para las tetas. ¿Andas salido?

-Pensé que no te dabas cuenta de que lo hacía. ¿Te molestó que lo hiciera?

-No, pero tampoco me agrado.

Entré a saco.

-¿Aún eres virgen, Verónica?

Se endemonió.

-¡La virgen se te va a aparecer a ti después de la hostia que te voy a meter!

Cogí el garrafón y eché un trago.

Me jugué el físico.

-¿Lo eres?

Mi tía seguía con cara de mala hostia.

-¡¿A ti qué coño te importa?!

-Es que si eres virgen, con lo cachonda que estás…

A mi tía se le escapó una sonrisa.

-Con lo fea y gorda que soy querrás decir.

Tiré para delante.

-¿Quieres estrenarte?

-¡No te meto ya la hostia porque te necesito para cortar la leña!

-Apuesto a que tienes más ganas de echar un polvo que de cortar leña.

Le metió otro tremendo mordisco al bocadillo, y con la boca llena, dijo:

-¡Lo que hacen algunos por no trabajar!

-¿Quieres que te deje mirando para Cuenca o no?

-¡Qué lengua tienes, condenado!

-Tengo, en tu coño haría estragos.

Mi tía ya echaba humo por las orejas con el cabreo que tenía.

-¡Me voy antes de que ocurra una desgracia. -se levantó- Te espero fuera.

Me levanté. Me puse detrás de ella. Le cogí por las tetas. Arrimé cebolleta y la besé en el cuello. Su voz se quebró.

-Deja, déjame ir.

Froté mi polla morcillona contra sus nalgas y le dije:

-Deja que te lleve al paraíso.

-Suéltame, -dijo, sin ofrecer resistencia- suéltame, pirata.

Le metí la lengua en una oreja.

-Déjate tú.

-No soy una puta.

Le seguí magreando las tetas y besado la nuca, el cuello y frotando mi polla ya empalmada entre sus nalgas.

-Lo sé.

Mi tía, al excitarse, comenzó a sudar, su olor corporal era fuerte, olía como a mantequilla rancia. Le levanté el vestido y metí una mano dentro de sus bragas. Estaba empapada. Tapándose la cara con las manos, me dijo:

-¡Qué vergüenza!

-Es normal que te hayas mojado. Cierra los ojos y disfruta.

Se separó de mí.

-¡No! Soy tu tía.

La volví a coger, esta vez por la cintura. Le giré la cabeza. Quise comerle la boca y me hizo la cobra. Le bajé la cremallera del vestido negro con flores rojas que le llegaba casi a los tobillos. El vestido cayó al piso de la cocina. Le quité el sujetador y lamí su espalda de arriba a abajo. Le quité las bragas blancas, que tenía una tremenda mancha de humedad. Agachado, le abrí las nalgas y pasé mi lengua por el ojete.

-¡Uyuyuy, que maricón!

Se lo follé con mi lengua.

-¡Ceeerdo!

-Apóyate con las manos en la mesa y abre las piernas.

Hizo lo que le dije. Cogí la mantequilla, unté mi polla, luego le metí un dedo untado en mantequilla en el ano.

-Uyyyy, que cochino.

-¿Te gusta?

-Más que el vino.

Le froté en el ojete la polla mojada de aguadilla. Me dijo:

-¡Oh, oh! No sabes, Quique, por ahí no es… ¿O eres maricón?

La engañé.

-Maricón perdido.

Estaba tan cachonda que le dio igual.

-Bueno, que se le va a hacer, sigue. Ya que estamos…

Empujé y se la fui metiendo en el culo muy despacito. Al poco, su coño ya goteaba en el piso de la cocina. Sus pezones estaban tiesos y sus gemidos eran escandalosos. Apretándole las tetas y besándole la nuca, le pregunté:

-¿Te gusta o te duele?

-Me gusta y me molesta un poquito.

-¿Te correrás así, Verónica?

-Desde que me la metiste en el culo ya me estoy corriendo.

En los años 70, en Galicia, las mujeres de la aldea no sabían lo que era hacerse un dedo, y muchas casadas llevaban años pensando que se corrían desde que sus maridos se la metían hasta que se la sacaban, (confundían los flujos que causaba su excitación con correrse) por no hablar de las que pensaban que solo se corrían los hombres.

Cuando se la quité de dentro del culo no quedó muy contenta.

-¿Y ahora qué?

Le metí la lengua en la boca.

-¡Qué asco!

Le besé, lamí, chupé… Jugué con sus tetas un buen rato. Cuando me puse en cuclillas delante de aquel pequeño coño con una bella mata de vello negro, rizado, y la cogí por la cintura, vi que sus flujos vaginales le bajaban por las piernas y le llegaban a los tobillos. Abrí su coño con dos dedos. Estaba encharcado de mocos. Tan encharcado que no vi su vagina hasta que retiré los mocos con mi lengua. Mi tía, al sentir la lengua en su coño, comenzó a temblar cómo si tuviera frío. Le lamí el clítoris de abajo a arriba… De su garganta salió un gemido casi celestial. Supe que se iba a correr. Lamí rápido de abajo a arriba. Las piernas le comenzaron a temblar. De su coño salió cantidad de jugos. El placer era tan grande que se quedó sin voz. Quise sujetarla pero no pude. Cayó de lado sobre el piso de cemento, se encogió y quedó en posición fetal con las manos en el coño. De su boca no salía ni un gemido. Se sacudió como una epiléptica. Creí que se iba a quedar sin aire. Sus ojos estaban abiertos como platos, su boca abierta. Su ceño estaba fruncido y su cara al rojo vivo. Unos veinte segundos después, de su boca salió una especie de rugido:

´-¡¡¡Arrrrrg!!!

Cuando recuperó el habla y las fuerzas, respirando con dificultad, me dijo:

-El viiiino, dame el viiiiino.

Le di el garrafón. Se echó un trago de casi un litro, aunque parte de él le cayó por las tetas. Luego me dijo:

-¡Casi me muero de gusto! Ahora sé lo que es correrse.

Le di una mano para que se levantase. Al estar en pie le di un beso sin lengua. Me metió su lengua en la boca… Aquel día no cortamos más leña.

Quique.

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