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Memorias inolvidables (Cap. 8): José Alpuente, el joyero

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Salimos Eduardo y yo de casa para dar un paseo, mientras esperábamos la llamada de José Alpuente, el joyero. Suponíamos que iba a tardar así que nos sentamos en una terraza para charlar, hacer proyectos y querernos sin tener que demostrárnoslo con el sexo, porque sí, porque nos queríamos.

Cuando ya eran las 9 de la noche, que aún había luz y era de día, aunque sin sol y por tanto una tarde refrescada y refrescante, me llamó José. Saludó y preguntó dónde estábamos. Se lo indiqué y me soltó:

— ¡Joder, eso está muy cerca! Voy por vosotros y nos venimos a casa de mi abuela, que ya está desesperada por conoceros.

Lo esperamos no más de 10 minutos y cuando llegó nos levantamos para saludarlo y la emprendió con besos en plena calle, le seguimos la corriente y al que le sienta mal que se joda. Eduardo me dijo:

— Ahí al lado hay gente que no para de mirarnos.

— ¡Qué bien!, ¿verdad?. Dame un beso, cariño —dije en tono de voz que se pudiera escuchar.

Eduardo me dio un beso en los labios y lo disfrutamos. José estaba que se descuajeringaba. Se agarraba de la barriga de risa por nuestro atrevimiento. Le dije con voz no exaltada pero suficientemente audible:

— Yo no me meto con nadie, ni nada os he comentado del humo de cigarro que me llega a mi cara y no me voy a quejar jamás. Lo mejor en la vida es la naturalidad, eso no daña a nadie. Además no hay niños, que entiendo que se pudieran extrañar; de eso me he fijado antes, así que no pasa nada, cada quien que se fume su cigarro, se tome su cerveza y se bese con quien guste, no hay problema.

Cambiamos de conversación y nos contó José cómo le había ido la semana en su joyería. Estaba contento, había tenido mucho trabajo y eso le ponía feliz. Llamé al chico camarero y trajo la cuenta, puse en la cajita el dinero y la propina y esperamos que José se acabara su refresco para levantarnos e irnos con él a su casa. Llegando a casa, José me dice:

— ¿Por qué provocas?

— José, yo no provoco; ellos estaban todo el tiempo comentando sobre nosotros tontería y media y el sujeto que hablaba me echaba el humo de su cigarro a la cara y no era que el humo se dirigía hacia nosotros, sino que el tipo se volvía hacia mi lado para no echarlo a los demás de su mesa y me lo echaba a mí. Yo no provoco, sino que se me hinchan los huevos y devuelvo con la misma moneda de cambio.

— ¡Ah!, con toda la razón, otra vez me avisas, me levanto y le digo a quien sea dos y dos son cuatro, y lo que sigue.

Entramos en la casa, su abuela salió a saludarnos sin ningún protocolo, nos besó a todos y se le veía feliz. Vi que la abuela habló con José a su oído y José le señaló con el dedo índice levantado y por el movimiento de la boca dijo «una» y no sé qué más.

La cena fue opípara. Creo que había de todo lo que tiene que haber. Indiqué que era un exceso todo y que demostraba mucho amor por parte de la abuela. Ella me contestó:

— Muchachito, para follar hace falta comer bien, que follar cansa y desgasta.

Me salieron los colores de la cara. Estaba avergonzado por dar mi opinión ante la evidencia mostrada por la inteligencia de los años. Pero a la vez ya me di cuenta y pensé que la abuela le había preguntado a José si preparaba más de una habitación y él le dijo: «una, con la mía basta, abuela, que nos vamos a follar los tres como descosidos», lo que confirmé luego con palabras del propio José. Resulta que José no había tenido problemas con su abuela. Cuando su padre supo de su homosexualidad, lo mandó fuera de casa y él se fue a la casa de su abuela a quien declaró todo lo que le pasaba y por qué. Fue su abuela la que convenció a sus padres que «era más importante un hijo que un maricón», pero que ellos le habían dado más importancia al maricón que al hijo. Su padre se disculpó con el hijo por la salvajada que había hecho atropellando el ser del hijo y fue ahí cuando le puso la joyería. Desde ese día la abuela era para mí una heroína de la diversidad.

Estuvimos departiendo. Hacía tiempo que yo no departía. Siempre estaba la televisión en funcionamiento y no hablábamos entre nosotros, todos encarados ante ellas. Por fin un día departíamos cuatro personas, una mujer casi anciana y muy dinámica con tres maricones muy maricones con ganas de follar, pero que lo pasábamos muy bien conversando de la vida de los santos y de los pecadores por igual. La abuela tenía una sensatez, un sentido de la vida, un sentido común…, extraordinarios. Todo le parecía que estaba bien menos lo que estaba mal y distinguía perfectamente el bien del mal. Ella decía que no es malo todo lo que hacemos los humanos, ni es malo todo lo que hacemos de malo, que lo malo es lo que hacemos con deseo e intención de dañar al otro y sin recapacitar para arrepentirse. Para mí la abuela fue un verdadero descubrimiento. El error, concluí gracias a la abuela, no es malo si uno lo corrige y cambia, lo que es malo es aquello que hacemos para dañar y no queremos cambiar para seguir dañando a quien no amamos u odiamos.

Esta abuela era una buena mujer. ¿Era? No, lo es, cuando voy a ver a Onésimo, paso a saludar a la abuela, se llama, Florentina, y me da gusto lo que pondera los pequeños detalles que le llevo como obsequio. Pero siempre me habla de Eduardo, «tan silencioso, y calladito —dice—, tan amable y tan respetuoso, tan niño y tan protector, tan sencillo y tan generoso». Todo esto me dice la abuela de Eduardo. Hasta el tío Onésimo, papá Onésimo, va a verla porque un día que lo encontró en la calle le dio el pésame y le dijo que Eduardo era un chico muy bueno y muy majo. Nos faltan en el mundo muchas mujeres como esta abuela Florentina. Le prometí que iría alguna vez a verla y me dijo «haz lo que puedas, hijo, pero me gustaría que estuvieras en mi entierro». Me hizo llorar, pero más de alegría que de pena. Y voy a verla. Por ella me pongo el pantalón.

— Chicos, vosotros a lo vuestro y yo a lo mío que me duermo en mí sola.

Nos levantamos todos, le dimos un beso cada uno y nos fuimos a la habitación de Eduardo, ahí teníamos que d…, ¿qué teníamos que hacer? ¿dormir o follar?, más bien follar y dormir, si es que quedaba algo de tiempo para dormir.

— No pensaba que tuvieras una casona tan grande —le dije, bastante tranquilo para mi propia sorpresa.

— La casa es de mi abuela, es para mí, porque me la ha testado y yo he hecho la cochera con mis propias manos, —respondió.

— ¿Has venido en coche o en moto?, —pregunté.

— En coche, así he traído cosas para la casa, verduras y tal, porque a mi abuela le gustan frescas.

Enseguida comprobamos que José se desenvolvía perfectamente y, respetando los espacios que reserva a su abuela a quien quiere con locura, cosa que se notaba entre ellos, él dispone bastante de la casa.

Nos encontrábamos los tres juntos en el pasillo mientras él nos explicaba que ahora, mientras su abuela esté de buen ánimo de ninguna manera, pero en el futuro esa casa se convertirá en hotel, porque en el pueblo hace falta un hotel más grande que el que hay, lo que yo me conozco porque había estado allí muchas veces con mi padre.

— Ya desde el Ayuntamiento nos han pedido que si podríamos comenzar a hospedar, que por un tiempo iban a librarnos de impuestos y todo eso, para facilitarnos la acomodación de la casa. Yo hablé con el alcalde y le dije que no iba a echar a mi abuela de su casa, pero si el Ayuntamiento alguna vez tiene un compromiso para dos o tres personas, siempre habrá alguna habitación disponible, pero sin comidas porque la abuela no está para trabajos pesados.

Como el pasillo no era muy ancho, los tres, apretados para ir juntos, abrazándonos y tocándonos nuestras nalgas sin cesar, empezamos una de las noches mas inesperadas e increíbles de mi existencia.

Besé a Eduardo con dulzura y mucho cariño. Él se sorprendió que yo empezara tan pronto y tan osado, pero me devolvió el beso, que enseguida lo cambió en un muerdo con todas las de la ley. Iba a invitar a José para probar los labios de nuestro fichaje tan sexy, cuando su lengua apareció entre las nuestras de modo espontáneo. Me gustó su disposición sin ningún recato y ya pensé que el asunto iba a ir de primera y muy por lo alto, porque no nos cortó el rollo que llevábamos recién comenzado. Así fue como iniciamos la sesión preparatoria de besos que duró hasta que llegamos a la puerta de la habitación. Hubo un pequeño entretenimiento en la puerta sin entrar a la habitación y continuó cuando habíamos traspasado el dintel, aunque ahora sobándonos los paquetes más que los culos, muy excitados y a punto de caramelo. José cerró la puerta con el pie, pero no hacía falta porque no había otros invitados, era solo la fuerza de la costumbre.

José se encargó de amainar el temporal de nuestros exacerbados ánimos, porque yo estaba que no iba a durar nada, ni para quitarme mi calzoncillo. José, puesto de rodillas ante nosotros y con cara de cierta picaresca, nos quitó los pantalones muy lentamente, tomándose su tiempo con los cinturones y los zapatos mientras Eduardo y yo nos besábamos. José gemía, fuertemente excitado y miré para ver lo que pasaba. Lo que vi me dio un poco de vergonzoso corte, pues mis calzoncillos estaban verdaderamente empapados, parecía que me había meado encima. José mantenía con su mano abierta la cintura de mi calzoncillo viendo la enorme mancha mojada y mi polla palpitando y poniéndose dura.

Tenía mis calzoncillos a tope llenos de líquido preseminal de mi puta polla; yo sé que suelto mucho pre semen, pero esto ya había sido de locura. No fue eso lo que más me asombró sino que iba de sorpresa en sorpresa. José que vio mis calzoncillos tan mojados, en lugar de sentir asco, acercó su cara y con la lengua iba lamiendo la parte más mojada y sorbía el líquido antes de que se secara como si fuera una auténtica ambrosía. Eduardo siguió la línea de mi mirada y sonrió también sorprendido. Agarró a José del pelo para levantarle la cabeza y le dejó caer con lentitud su saliva en la boca ansiosa. El chico se relamió encantado, y volvió a mi polla enfundada, mientras Eduardo seguía vertiendo sus lapos, esta vez sobre mi paquete, que ahora aparecía totalmente transparente. Mi novio se arrodilló junto a nuestro amigo José. Me bajó los calzoncillos de un tirón ávido de polla, y se la metió en la boca hasta la misma campanilla. José se dedicó a desnudar entonces a Eduardo, que se puso a cuatro patas para facilitarle la tarea.

— ¡Eh, eh, eh eh!, muchachos, vamos a la cama, —dije.

Mis dos machos dejaron enseguida lo que estaban haciendo y se dirigieron a la habitación. Cuando llegamos a la cama, un lecho de 2×2 lleno de cojines, perfecto para caber con comodidad, ya estábamos los tres desnudos. En una maniobra coordinada, que me hizo pensar en un pacto previo entre José y Eduardo, me tiraron de espaldas sobre el colchón y, mientras Eduardo me sujetaba las piernas contra el pecho y me pasaba su polla babosa por toda la cara, José se lanzó a hacerme el mejor beso negro que jamás yo había experimentado. Su lengua recorría sutil mi perineo, subía hasta mis huevos y de golpe se adentraba en mi ano varios centímetros, haciendo que me retorciese sin poderlo evitarlo.

Cuando consideró que ya era suficiente se deslizó hasta mi polla y recogió en su boca el charquito de presemen que se había formado sobre mi ombligo. Siguió reptando sobre mi cuerpo muy lentamente y, cuando llegó a la altura de mi boca, echó todo mi líquido preseminal sobre la polla de Eduardo, resbalando todo hasta mi boca abierta. Eduardo y yo gemimos a la vez gritando, pero lo mío tenía más justificación: José me había metido la polla entera en el culo, aprovechando nuestro movimiento. Habíamos acordado no usar condón, sabiendo que los tres estábamos limpios. No es lo aconsejable, lo sé, pero no siempre razonamos cuando hay sexo de por medio. No me dolió nada, y no por falta de tamaño, la polla de José se asemejaba bastante a las nuestras, pero la excitación me había hecho dilatar como nunca.

José empezó un movimiento lentísimo, insoportablemente placentero, mientras compartíamos el glande que aparecía entre los dos como un fruto exquisito. Sin embargo, Eduardo empezó a dar caña, tal como ellos ya habían quedado, como compensando el haberme liado para hacer el trío con el sexo que a mí me gustaba. Agarró la cabeza de José con las dos manos y comenzó a follarle la boca hasta la garganta. Estaba claro que el chico disfrutaba, pues los gemidos claramente lo delataban, pero casi no podía abarcar el gordo tronco, y por la comisura de la boca le caían hilos de babas que yo recogía con la lengua, convertido ya en un auténtico cerdo sin inhibiciones. Cuando sonó la primera e inevitable arcada, Eduardo cambió de boca, pero solo durante unos pocos segundos. Se arrodilló para besarme y me susurró:

— ¿Quieres ahora las dos pollas a la vez? Dime que sí, porque me da lo mismo, guapo.

Asentí, medio gimiendo, y José lo cogió al vuelo. Me sacó su polla de mi culo y me hizo ponerme a cuatro patas, dejando sitio a Eduardo para que se zambullese debajo de mi cuerpo. Eduardo mantenía con la mano las dos pollas juntas a la entrada de mi culo, y empujaron a la vez como en una coreografía perfectamente ensayada. Nada que ver con meterme la polla de mi chico junto a un juguete. La calidez de los dos miembros me llenaba por completo, y acabé con sus reticencias a follarme demasiado a lo bestia aportando mis movimientos a los suyos, clavándome sus penes todo lo posible. Aun así, quería más, así que los reorganicé: los puse a los dos boca arriba, en posición contraria, sus culos juntos y unidas sus pollas, y me senté sobre ellos, lanzándome a una cabalgada frenética que culminó, apenas pasados un par de minutos, en lo inevitable: con el roce de la próstata, mi polla entró en un orgasmo volcánico sin necesidad de tocarla. Mi polla parecía de verdad un volcán en erupción. No me corrí expulsando mi corrida por todas partes, sino que, con unos intensos borbotones, un semen espeso y muy blanco se derramó por todo el tronco de mi pene, resbalando por mis huevos hasta el pubis de mis dos activos, los cuales entraron en amistosa pugna por mi semilla derramada. La recogían con los dedos y se la metían en la boca como un manjar de dioses. Fiel a su costumbre, mi pene no dio muestras de haberse corrido y siguió como una piedra. Tampoco mi excitación disminuyó lo más mínimo. Era mi turno y yo estaba en ello.

— Vamos, poneos a cuatro patas, —dije ordenando.

Las órdenes en el sexo se obedecen solo por el placer que van a provocar, pero se obedecen, así que me obedecieron y eché un escupitajo denso y espeso contra el culo de José. Mientras le metía un dedo, le comí el culo a Eduardo. Al poco rato cambié, abriendo los dos agujeros para mí.

— ¿Quién quiere ser el primero?, —pregunté por puro placer.

— Lo más correcto es que sea nuestro invitado, —dijo Eduardo con una sonrisa picarona de quien dice, «conmigo te esperas».

Así pues, se la metí a José de una sola tacada, provocándole un gemido ahogado. Lo taladré durante unos segundos, se la saqué y rodeé la cama.

— Vamos, cómemela ahora, que tú estás más seco.

Ver a Eduardo lamiendo los jugos del culo de José en mi polla casi me provoca el segundo orgasmo, pero me pude controlar, volví a la parte de atrás y repetí la maniobra, aunque más despacio. Continué con el juego, cambiando de ojete alternativamente, mientras ellos se comían sus bocas a besos, me lamían mi polla recién salida del culo de uno a la vez que se pajeaban. Cuando no pudieron más, se miraron y se incorporaron al mismo tiempo, y se volvieron hacia mí, sonrientes con sorna de venganza. Eduardo me agarró con fuerza la cara, abriéndome la boca, y me lanzó un sopapo dentro. Luego me forzó a arrodillarme.

— Ahora te vas a tragar la leche de los dos, cerdo, —me dijo muy cariñoso.

Esperé con la boca abierta mientras me pajeaba a mi vez, y no tardé en recibir las corridas, casi simultáneas. La de mi novio era más líquida, salpicó por todas partes, mi cara, el suelo…, la de José se parecía más a la mía. Espesa y deliciosa. Saboreé las dos con deleite, y al momento se dejaron caer de rodillas para compartirlas en un beso frenético. Poco a poco disminuyó el ritmo de nuestros corazones, y permanecimos unos minutos en cálida compañía los tres tirados en el suelo y semi abrazados. Por fin, Eduardo se levantó.

— ¿A dónde vas? —pregunté adormecido.

— No voy, nos vamos a la bañera; los dos, venga, —nos gritó.

José se levantó inmediatamente, visiblemente excitado de nuevo. Pensar que iba a experimentar por primera vez algo que a mí también me encantaba, me provocó una extraña emoción en la boca del estómago. Lo seguí al baño, a pesar de todo, no pude evitar la sorpresa al entrar en la preciosa estancia, coronada por una bañera de hidromasaje para dos personas, y me metí en la bañera a su lado. Eduardo ya esperaba sujetándose la polla morcillona.

— Quiero ver cómo os besáis —ordenó.

Obedientes, José y yo nos dimos un muerdo mucho más tierno que los anteriores. Jugamos con las lenguas durante unos segundos, antes de recibir un potente chorro de orina caliente entre nuestros labios. Comprendí que el repentino mordisco en mi labio inferior había sido involuntario, fruto del éxtasis. Abrí la boca en dirección a la meada, tragué un poco y escupí el resto a la cara de José, que me miraba ensimismado. Eduardo lo pilló al vuelo y paró el chorro. Se unió a nuestros besos un momento y volvió a llenarme la boca con su meada. Luego hizo lo mismo con José. El hecho de compartir así la meada de mi novio con un casi—extraño, pero nuevo amigo, me hizo entrar en un nivel de unión con él increíble. Cuando se acabó, sujeté la mano de José, que ya se lanzaba a pajearme, y con la otra mano empujé su cabeza contra mi rabo.

— Ahora me toca a mí —susurré—, ¿Vas a tragar?

Asintió, gimiendo, con sus labios alrededor de mi glande. Fue mi turno de llenarle la boca. De llenarle y mucho más, porque, incapaz de tragar toda la cantidad de orina que estaba soltando, se le escurría por las comisuras. Erecta aún mi polla, parecía un manantial amarillo. Se libró por un momento de mi tenaza y subió hasta mi boca, dándome a probar mi propia orina, que sabía remotamente a whisky, pero volví a empujarle. Eduardo nos miraba como en trance. Cuando acabé de mear, le solté la cabeza y, ahora sí, nos pajeamos el uno al otro mientras nos comíamos la boca de nuevo. El orgasmo llegó un poco antes para José, que me metió los dedos untados de su semen en la boca. Cuando finalmente me corrí, los temblores que sacudieron mi cuerpo hicieron que se me escapasen unas lágrimas que asustaron a Eduardo.

— ¡Eh, eh, eh…! ¿Estás bien? —me besó con cariño, aunque la lefa de José en mis labios estropeaba un poco el efecto. José nos miraba con un poco de apuro ahora.

— Nunca he estado mejor, —sonreí— besémonos para que se te pase el susto.

Aprovechó José para calentar nuestro ánimo con su meada sobre nuestro beso.

Después de esto, entre semen, sudor y orina, el jacuzzi quedó hecho un asco, nos metimos a la cama y dormimos sobre la sábana sin más tapadera que la piel de nuestro cuerpo. Sábado en la mañana estábamos con más ganas y nos fuimos a la ducha los tres a la vez, salimos y mojados pero con fuertes erecciones nos follamos y nos mamamos nuestras pollas para acabar de nuevo en el jacuzzi y limpiarlo y lavarnos mejor antes de ir al suculento desayuno que nos había preparado la abuela.

En el desayuno nos probamos los anillos, todo estaba perfecto. Invitamos a José formalmente a la comida de declaración y compromiso y aceptó, miré a la abuela con intención de invitarla y declinó desapareciendo de la escena.

— Un día nos la llevamos y lo celebramos los cuatro en nuestra intimidad, —dijo Eduardo.

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