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Lucía (Cap. III): Un inesperado sacrificio

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Así fue como lo que pudo ser un fin de semana de puro sexo con la hermosa Lucía, terminó convirtiéndose en una de mis peores pesadillas. Recuerdo ir sentado en la parte posterior de una patrulla, con las manos esposadas y con un policía custodiándome a cada lado. Recuerdo haber llegado al ministerio público, donde me encerraron en “los separos”, esa especie de pecera deprimente a donde van a parar los infelices que son arrestados y que sirve de antesala a la prisión.

Un rato después de que me revisara un médico legista, me hicieron pasar al escritorio de un sujeto con pinta de borracho trasnochado, un agente del ministerio público, quien sentado detrás de una vieja computadora, tomó mi declaración. Luego, me permitieron hacer una llamada telefónica. Pero habiéndome despojado de mi celular (de hecho, al meterme en los separos me obligaron a quitarme hasta las agujetas), no fui capaz de recordar otro número que no fuera el de Jennifer, mi ex esposa, quien contestó luego de unos segundos, a pesar de no reconocer el número que apareció en la pantalla de su teléfono.

Escuchar la voz de Jennifer ayudó a que me calmara, sobre todo porque si alguien podía ayudarme era precisamente ella. Nos seguíamos llevando muy bien aun después de haber pasado un año desde nuestro divorcio, aunque en cuanto mi ex mujer supo mi situación, se volcó en airados reclamos contra mí. Logré explicarle más o menos lo que había pasado, que esa mañana, al llegar a la oficina, me había encontrado con que alguien había asesinado a Filemón, el guardia en turno del edificio de oficinas donde yo trabajaba. Que no entendía por qué la policía me había detenido, ni mucho menos por qué me consideraban sospechoso. En fin, le dije todo, pero omitiendo que había pasado las dos últimas noches disfrutando de cogerme a Lucía, la mujer más atractiva de la oficina y que por eso me había ausentado en la casa que Jennifer y yo todavía compartíamos tras nuestro divorcio. No sé bien porqué, pero por un momento sentí como si aún estuviésemos casados y el hecho de haber estado con mi hermosa compañera de trabajo, follando con ella como dos adolescentes en celo, fuese una traición hacia Jennifer.

Mi ex mujer es abogada (aunque dejó de ejercer activamente para dedicarse a impartir clases de derecho hacía menos de un año). La conocí y nos hicimos novios en el tiempo en que íbamos en la universidad (yo estudiaba administración de empresas, ella leyes) Jenny hacía su servicio social, precisamente en la alcaldía a la que me habían llevado detenido, las mismas instalaciones en donde ella había trabajado durante varias administraciones.

Bueno, pues ahí estaba yo, un matrimonio y un divorcio después, hablándole por teléfono a Jennifer, para pedirle que acudiera en mi ayuda –Te lo juro, Jenny ¡Soy inocente! Yo no lo maté… Tú me conoces. Jamás haría algo así- Recuerdo haberle dicho, al borde del llanto.

Ella, con esa autosuficiencia de la que siempre hizo gala cuando de cuestiones profesionales se trataba, me dijo: -No te preocupes. Voy para allá- Colgó el teléfono y por alguna razón, en aquél momento presentí que todo estaría bien.

Hacía poco más de 17 años que Jennifer y yo nos habíamos conocido. Nos casamos hacía 16 y nos divorciamos cuando nuestro único hijo recién terminaba la secundaria, con 15 años de edad.

Recuerdo que aquella lejana noche de fiesta, al principio de mi segunda década de vida, vi llegar a Jennifer y me enamoré inmediatamente de ella, de su frondoso cuerpo de pechos bien dados y de su pose de mujer “de mundo”, siempre vistiendo formal, con su cabello castaño atado o trenzado de formas a veces caprichosas. Esa era mi chica, una joven muy linda, de 22 años, de carita redonda, nariz fina y una mirada traviesa en esos ojos verdes que uno no podía dejar de mirar. Jennifer es bajita (tiene 1.58 de estatura) y desde que recuerdo, estaba algo obsesionada con su peso, así que aunque se cuidaba mucho, no podía evitar tener unos kilos de más, lo que en realidad, más que ser un problema estético, realzaba el volumen de su delantera y el ancho de su cadera, de modo que uno jamás se fijaba en otra cosa que no fueran sus prominentes curvas –Si engordo, voy a parecer un enano- Solía decir ella cuando la invitaba a cenar y dejaba a medias lo que había ordenado. Lo cierto es que no hacía falta que Jennifer tomara tantas precauciones respecto a su dieta, porque era dueña de un cuerpecito que hacía fantasear a cualquiera.

Por su cara bonita, el llamativo color de sus ojos y sobre todo, por la hipnótica voluptuosidad de sus pechos, había varios hombres interesados en Jennifer. Siempre los hubo, aun después de que se casara conmigo. Cuestión de la que invariablemente, me tenía bien enterado, pues durante nuestros pleitos de casados, Jennifer solía contarme de los tipos que “le echaban los perros”, (supongo que eso le alimentaba el ego de algún modo) aunque ya cuando las cosas se calmaban me juraba que jamás correspondió las pretensiones de alguno, incluyendo a su jefe, un hombre que incluso llegó a hacerme comentarios de cuán guapa le parecía Jennifer.

El día de mi detención, mientras hablaba por teléfono con mi ex esposa, me pareció irónico encontrarme del lado de los acusados, esperando a que Jennifer me sacara de ahí. Había pasado infinidad de tardes en mi juventud, matando el tiempo mientras esperaba a que Jenny concluyera la jornada de su servicio para llevarla al cine, o a algún hotel cuando éramos novios. Solía pasearme por los pasillos del ministerio público, mirando con algo de morbo la angustia, el hartazgo y la furia de quienes terminaban, por un motivo u otro, viéndose en la necesidad de permanecer ahí, en donde ahora me hallaba en calidad de presunto homicida.

Jennifer llegó al poco rato de nuestra llamada. Desde el interior de la caja de acrílico donde me encontraba, la vi pasar, saludando a los conocidos que le quedaban en el “MP”. Entre ellos, el fulano gordo y desaliñado que había tomado mi declaración. –“Con razón se me hacía conocido ese cabrón”- Pensé, cuando vi al tipo levantar sus abundantes carnes del asiento para saludar efusivamente a Jennifer, un momento antes de permitirle acercarse a donde yo estaba.

-Esta vez te pasaste, Manuel- Me dijo mi ex esposa, cuando estuvimos de frente.

-Te juro por nuestro hijo que no tengo nada qué ver en esto- Le aseguré. –Anoche Filemón estaba como sin nada. Vivito y coleando- Dije, pegándome lo más que pude a la división plástica que me separaba de Jennifer. –Hoy que pasé a la oficina, me encontré con que algún hijo de puta había matado al buen Fili- Le dije, repitiendo esa parte de mi relato que le había contado por teléfono minutos antes.

-¿Y se puede saber qué chingados hacías en tu trabajo un sábado en la mañana?- Quiso saber ella, denotando que más que interés profesional por mi caso, había un dejo de celos en su pregunta.

-Salí con alguien- Le confesé, provocando que Jennifer sonriera con ironía, llevándose una mano al pecho, como si la hubiese ofendido. –Dormí con alguien… Luego… en la mañana recordé que había dejado algo en la oficina… un… este… algo importante- Mi balbuceo se vio interrumpido por Jennifer, que usando el mismo desagradable tono de autoridad maternal con el que solía reprender a nuestro hijo, comenzó a hablar.

-Esto te pasa por andarte cogiendo a cualquier ramera que te pasa por delante- Noté que Jennifer disfrutaba al ridiculizarme de tal modo y aunque quise decirle que Lucía no era cualquier puta y que desde hacía unas horas se había convertido oficialmente en mi nova, decidí que lo mejor para mí sería quédame callado, hasta que mi ex esposa concluyera su sermón, o sea unos fastidiosos 5 minutos, en los que aprovechó para reprocharme cuanto le vino a la mente.

-Déjame ver qué puedo hacer por ti- Dijo finalmente y un momento antes de que por sobre su hombro, observara que el obeso agente del MP se acercaba, con la mirada clavada en el compacto y atractivo culo de mi linda ex mujer, quien había acudido en mi auxilio vistiendo, contrario a su habitual sobriedad, con un pantalón deportivo, que se adhería a sus piernas y nalgas de una forma muy sugestiva.

El agente y Jennifer intercambiaron algunas palabras conmigo y un momento después, se alejaron, charlando como dos viejos amigos que no se encontraban en mucho tiempo. El agente acompañó a Jennifer a una pequeña oficina, al otro lado de donde yo me encontraba, padeciendo uno de los peores trances que he sorteado.

Pasaban los minutos y mi desesperación iba en aumento. No podía sacarme de la cabeza que alguien hubiese matado a Filemón, ni mucho menos podía dejar de hacerme ideas de por qué estaba señalado como el responsable de tan deplorable acto. Por momentos llegué a pensar que los investigadores habían descubierto el chantaje que Filemón pretendía hacerme y les había parecido que aquello era suficiente como para motivarme a terminar con su vida. Temblaba de miedo solo de pensar que alguien hubiera encontrado el celular de Filemón, con ese video en donde Lucía y yo aparecíamos cogiendo en la oficina, a cambio del cual, el fallecido guardia de seguridad, me había pedido que convenciera a Lucía de acostarse con él.

En mi mente, la voz de Filemón, ese viejo cabrón que yo creía mi amigo, repetía una y otra vez lo último que recuerdo haberle escuchado decir “–Yo también quisiera recibir unos sentoncitos de Lucía, de esos tan ricos que se dio anoche contigo”- A mi mente acudía el momento en que le había ofrecido una buena suma a cambio del video, creyendo que así desistiría de su amenaza de subirlo a internet o de mostrárselo a los directivos de la empresa, perjudicando irreversiblemente tanto a Lucía como a mí. Pero lo único que parecía interesarle a Filemón era pasar un rato con la mujer que ahora era mi novia, con la que yo había pasado dos noches seguidas, tan deliciosas, que hasta había logrado olvidarme por completo del asunto del video y el chantaje de Filemón, quien como ultimátum, me había dicho que fuera a verlo esa mañana, antes de que concluyera su turno, para decirle si Lucía estaba dispuesta a hacer lo que él pedía.

Como un animal enjaulado, andaba yo por aquella celda de plástico, apestosa a orines rancios. Guardaba la esperanza de que Jennifer pudiera hacer algo para sacarme cuanto antes, pero hacía ya más de una hora que se había perdido de vista con su amigo, el agente gordo. Empecé a creer que a pesar de lo bien que habíamos llevado el divorcio hasta entonces, Jennifer tuviera ganas de tomar venganza porque yo hubiera comenzado a ver a otra mujer y para ese momento estuviera coludiéndose con el agente para asegurarse de que no me dejaran libre. Pero lo peor de aquél encierro era la angustia de no poder hablar con Lucía, para explicarle que me hubiera desaparecido de su casa, justo después de haber pasado con ella una noche increíble.

Pasaría al menos una hora más para que por fin reapareciera Jennifer, quien sin embargo, pasó de largo y lo suficientemente lejos de mí como para fingir no escucharme cuando la llamé desesperadamente. Quise convencerme de que volvería a verla dentro de poco. –“¿Y el agente marranón?”- Me pregunté, al ver que Jennifer se dirigía a la salida del MP sin la compañía de su “amigo”.

Luego, vino el cambio de turno en el ministerio público. A mis compañeros de cautiverio los sustituyeron otros y supuse que el hecho de que no me llevaran al reclusorio todavía, era una buena señal. ¡Cómo me moría de ganas por regresar con Lucía y abrazarla!

Me acomodé sentado en la dura superficie de la banca de concreto que había en aquél triste lugar. Tenía hambre y sueño. El reloj de pared que colgaba al otro lado del recinto, marcaba ya las 4 de la tarde y yo no lograba comprender la extraña actitud de Jennifer al retirarse tan abruptamente y sin darme noticias.

No sería sino hasta unos días más tarde, que mi ex esposa me hablaría de lo que ocurrió en la oficina donde la vi encerarse con el agente:

-¿Entonces ese cabrón es tu marido?- Le había preguntado el hombre a Jennifer en cuanto ambos tomaron asiento, ocupando una silla a cada lado del escritorio que había en el pequeño despacho en el que yo los viera entrar aquél día. –¡Claro!- Exclamó el tipo, al recordarme -¡Pero si es Manolito, tu esposo!- Concluyó el despreciable sujeto, mientras sus gordas manos buscaban en vano dentro de sus bolsillos algo con qué encender un cigarro.

-ERA mi marido- Subrayó Jennifer, tirándole un encendedor al agente. –Pero eso no quita que le tenga aprecio y que quiera ayudarlo.

-Bueno, veo difícil que puedas ayudarlo- Dijo el hombre, antes de calar profundamente su cigarrillo y de echarse, estirando las piernas y reclinando el respaldo de la silla que le pertenecía a su superior, ausente por ser sábado. –Nadie puede ayudarlo. Están por poner el monto de su fianza y déjame decirte que tendrá 7 cifras.

Jennifer soltó una carcajada, con esa risa melodiosa tan suya. –No tienen ninguna prueba contra él ¿Verdad? ¡Vamos! acepta que lo detuvieron solo porque necesitan un chivo expiatorio. Como siempre, no han de tener ni la más puñetera idea de lo que pasó en realidad- Respondió ella, con audacia -¿A quién quieres engañar, Jorge?

-Mira Jenni, no sé qué te haya contado tu maridito- Jennifer lo interrumpió para corregirlo nuevamente. –Bueno, tu EX marido. No sé lo que te dijo, pero las cámaras de seguridad muestran que discutió con el guardia justo antes de salir del edificio.

-¿Y…?- Preguntó, Jennifer, rechazando el cigarro que le ofrecía su antiguo compañero de trabajo.

-Que lo siguiente que se observa es que el vigilante sale a la calle detrás de tu galán y un minuto después, el pobre viejo regresa a su puesto con un tajo en la barriga, agarrándose las tripas como puede. Tu ex marido lo cortó como a una puta res.

Jennifer dio un respingo ante tal descripción, e intentando reponerse pronto, alegó que aquello no me implicaba en lo más mínimo y además me conocía lo suficiente como para saber que yo no acostumbraba portar ningún tipo de arma y mucho menos, sería capaz de tasajear a un hombre de aquél modo.

-En las cámaras se ve cómo el vigilante trató de llamar al 911. Pero quedó muerto antes de lograrlo. Luego en la mañana, tu ex marido aparece de nuevo, fingiendo demencia-

-¿Y en todo ese tiempo no hubo nadie que ayudara al pobre hombre?- Quiso saber mi ex mujer.

-No. Tu esposo y una mujer, que salió unos minutos antes que él fueron los últimos en dejar el edificio.

-¿Qué hay de la mujer?- Cuestionó Jenni, imaginándose que seguramente aquella era mi compañera de trabajo, esa con la que le dije que estaba viéndome.

El agente sonrió antes de responder –Está buenísima, la cabrona- Y percibiendo los celos de mi ex esposa, añadió con malicia: -¡No me digas que es la querida de tu esposo! Porque si es así, déjame decirte que es un cabrón con muy buen gusto. Y con más suerte aún.

-¡No es mi esposo! Y no seas pendejo. No estoy celosa- Reclamó Jennifer, sin poder evitar desviar la mirada. –Mejor dime con quién debo hablar para que dejes salir a Manuel.

El agente aplastó el filtro de su cigarro en el cenicero. –¿Hace cuánto que te separaste de él?

-Va para un año.

-Qué pena por él. Mira que dejarte ir… Con lo guapa que eres- dijo el agente. –Tal vez ahora que estás soltera, por fin quieras aceptar ir conmigo por un trago.

-Gracias, Jorge. Pero no vine a que me invites a ningún lado- Jennifer estaba desesperándose -¿Es que debo llamarle a Arturo para pedirle que me ayude?- Dijo luego, haciendo referencia al alcalde.

-Sabes que siempre te tuve ganas ¿Verdad, Jenni?- Expresó el hombre, como si no hubiese escuchado la pregunta que le hizo ella y mirándole el escote, que sin ser revelador, dejaba adivinar el buen tamaño de sus pechos. –Desde que estabas aquí haciendo tu servicio social me gustas. ¿Hace cuánto? ¿Quince años?

-Sí. Hace quince años, más o menos- Jennifer comenzó sentirse incómoda al intuir a dónde quería llegar su viejo conocido con toda aquella charla. Tragó saliva y queriendo salir de ahí cuanto antes, repitió que llamaría al alcalde de inmediato. –Sabes que Arturo y yo fuimos buenos amigos- Dijo ella, pasándose discretamente la lengua por sus pequeños labios -Seguro que él me va a ayudar con esto.

El gordo no estaba seguro de hasta dónde había llegado la “amistad” entre Jennifer y el alcalde, pues con toda seguridad Arturo había conseguido cogérsela aun siendo una mujer casada. El alcalde era adicto a las mujeres y Jennifer una lindura. Seguro que la ayudaría si ella se bajaba las bragas.

–Mira, como están las cosas, dudo mucho que el alcalde pueda ayudarte. Como está en campaña, ya sabrás que está metido en pedos mucho más importantes que sacar a tu ex de la cárcel- Comenzó a decir el agente, mientras se ponía de pie, pesadamente, intentando persuadir a Jennifer de no llamar a su superior.

-No me importa. Voy a llamarle- Dijo, Jennifer, intentando levantarse sin conseguirlo, pues para cuando tomó su bolso del escritorio, Jorge, el agente, ya se había colocado a sus espaldas y colocándole una mano en el hombro la devolvió a la silla.

-Sabes que aunque hables con Arturo, él no puede hacer nada. Lo sabes muy bien- Dijo el agente, quede pie tras mi ex mujer podía percibir muy bien la línea que se dibujaba entre sus abultados pechos y que se perdía en las profundidades de la ceñida blusa que llevaba.

Jennifer cerró los ojos para reprimir la desagradable sensación que le recorrió el cuerpo cuando sintió los regordetes dedos de su viejo compañero de trabajo acariciándole el cuello –Mira, Jenny, lo único que puedo hacer es retrasar el traslado de Manuel al reclusorio. Tal vez así te de tiempo de hacer algo. Conseguir dinero para la fianza, investigar tú misma el caso… Siempre fuiste tan inteligente- Jennifer supo entonces que si quería al menos posponer mi traslado, tendría que darle algo a cambio al agente. Lo supo cuando el hombre colocó su otra mano en el hombro de ella, se acercó a su oído y le susurró cuánto le gustaban sus tetas.

No sé si lo que hizo Jennifer a continuación fue motivado por el hecho de que hasta hacía poco, había estado pensando en recuperar nuestro matrimonio (los dos lo deseábamos en realidad, aunque ninguno decía nada por puro orgullo) o si mi ex esposa fue impulsada por la culpa que sentía porque, a pesar de su intención de permanecer a mi lado, había seguido revolcándose con uno de sus alumnos, sin poder contenerse cada vez que tenía delante de ella a ese muchacho, que era pocos años mayor que nuestro hijo. Pero sin duda lo que debió pesar definitivamente en la toma de esa difícil decisión, fue que hacía dos días que la prueba de embarazo que se había hecho, había dado positivo.

Jennifer separó los labios cuando el agente dirigió su pulgar a la boquita de ella y comenzó a chupar cuando él se lo ordenó. Luego, la otra mano del hombre exploró por debajo de la blusa de mi ex esposa. –Jenni… Qué tetotas tan ricas tienes, mamacita. Pensé que me iba a morir sin haberlas probado- Decía Jorge, apretando alternativamente los pechos de Jennifer, que seguía chupando y lamiendo el dedo que él le ofrecía.

-Prométeme que no se van a llevar a Manuel al reclusorio- Pidió ella, mirando de forma suplicante al agente.

-Quítate la blusa- Respondió él y Jennifer se puso de pie, bajando una manga de su blusa, luego la otra. Deshaciéndose de su sostén después.

-Prométemelo- Insistió Jennifer, deteniendo al obeso hombre en su intento por acercar su boca a los erguidos pezones de ella.

-Está bien. Está bien. No se lo van a llevar hasta que tú digas, preciosa- Dijo él, sediento ante la visión de las oscuras aureolas de los pezones de Jennifer, que se le ofrecían en total desnudez.

El agente se dio gusto entonces, succionando las enormes tetas de Jennifer, al tiempo que la manoseaba por todas partes. Ella solo guardaba silencio y esquivaba cada intento que hacía ese hombre ruin por besarla en la boca, hasta que se vio sometida cuando él la tomó del cabello y forzándola a besarlo, le metió la lengua en la boca todo lo que quiso.

Jennifer gemía de frustración y dolor al ser sometida. Se encontró de repente siendo empinada, con sus deliciosas tetas apretándose contra el escritorio, su pantalón deportivo enrollado en sus tobillos y las bragas, tensas, rodeándole los carnosos muslos. Jorge estaba por penetrarla y en un desesperado intento por buscar clemencia, Jennifer le confesó que estaba embarazada.

Jorge largó una carcajada -¡Sabía que eras una perra! El hijo no es de Manuel ¿Verdad?- Dijo, complacido –Tú misma me dijiste que hace un año que no duermen juntos.

-Adivinaste ¡Eres un puto genio!- Dijo Jennifer, con su tono insolente, sin estar muy segura de haber conseguido el efecto que quería al confesar su estado.

-Pues mejor para mí si estás preñada. Así te puedo coger sin preocuparme porque te embaraces.

Jorge forzó la ropa interior de Jennifer, que dejó de sujetar sus pantis cuando el agente le dijo que si no se dejaba coger, me trasladarían ya mismo al reclusorio.

Gruesas lágrimas surcaban las tersas mejillas de Jennifer mientras desde atrás, Jorge acribillaba su vagina. El hombre no dejaba de tocarle los pechos mientras le daba una furiosa cogida, repitiéndole una y otra vez cuánto había deseado tenerla así –Siempre quise que fueras mi puta- Decía el gordo agente, entre los jadeos que le provocaba la actividad –Jenni… Jenni… Qué rico aprietas, chiquita. Se vé que te encanta que te cojan duro- bramaba el hombre, ensartando su verga en el estrecho coñito de Jennifer -Se ve que te encanta la verga.

Jennifer no respondía, tan solo sollozaba, soportando las ganas cada vez más fuertes que tenía de gritar, pues lo que Jorge le hacía, le estaba doliendo muchísimo, peo no quería darle el gusto a ese cabrón de saber que la estaba partiendo por la mitad.

Jorge no aguanto mucho más. El coñito de Jennifer era demasiado apretado y la excitación que le producía tener en sus manos las jugosas tetas de aquella chica que había deseado durante años, teniéndola por fin ahí, con el culito al aire y las manos contra el escritorio, como siempre la soñó, fue suficiente para hacerlo eyacular, profiriendo innumerables blasfemias y dándole de nalgadas a su “perra”, como llamó a Jennifer hasta quedarse sin voz, ante la abundante salida de leche que brotó de su verga dentro de mi ex mujer, siendo tan copiosa la cantidad, que el semen acabó por escurrir por los robustos muslos de ella.

El sacrificio de Jennifer sirvió para postergar mi salida rumbo al reclusorio, el tiempo suficiente como para que además, la propia Jennifer convenciera a Jorge de mover sus contactos en la policía y propiciar una exhaustiva búsqueda del verdadero responsable del homicidio de Filemón.

Un fuerte cerco policiaco se desplegó en la zona donde se ubican las oficinas de mi trabajo. La noche de ese mismo sábado, un mocoso de 18 años intentó robar a un hombre que salía de un cajero automático. Fue a ese ladrón a quien le encontraron en su morral, la cartera del fallecido Filemón. En su confesión, el recurrente asaltante con un largo historial, dijo que durante su intento de robo al guardia de seguridad, Filemón se había defendido con una “pistola de toques” y que él tuvo que apuñalarlo, alegando defensa propia. Cuando me mostraron la transcripción de la declaración del muchacho, quedé perplejo al no encontrar palabra alguna respecto al celular de Filemón.

Tan pronto salí del ministerio público, me dirigí a la casa de Lucía. Debían ser las 7 de la mañana cuando llegué y había luz suficiente como para ver la bella cara de mi novia cuando me encontró delante de su puerta, hecho un rastrojo pestilente.

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