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Buena vecindad

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Al casarse Carlos y Marisa se instalaron en el apartamento que ella tenía en el barrio de Tetuán, de Madrid. Se lo había comprado con la herencia que había recibido de una tía, que había fallecido soltera.

Aunque era muy pequeño pensaron que hasta no tener hijos sería suficientemente cómodo para vivir los dos. Esta situación se prolongó porque no habían tenido hijos. Cuando paso un tiempo prudencial y se hicieron pruebas de fertilidad los resultados señalaron que Marisa era estéril.

Pese a que nunca lo manifestó claramente, Carlos tuvo una profunda decepción ya que estaba muy ilusionado en tener descendencia. La relación se fue enfriando paulatinamente y los proyectos que habían estado elaborando durante el noviazgo y la primera época del matrimonio se fueron olvidando y su convivencia se convirtió en una simple presencia doméstica carente de toda pasión. Carlos perdió interés por el sexo y sólo ocasionalmente se acercaba a Marisa. Ésta, se sentía responsable y, aunque con frecuencia tenía apetencias de sentir un orgasmo, no se atrevía a tomar la iniciativa y esperaba a que fuera Carlos quién la buscara.

El clima de la pareja se fue deteriorando con el paso del tiempo y prácticamente llegaron a tener una convivencia similar a la de dos extraños que compartieran piso.

Finalmente, Carlos, conoció a una chica joven y planteó la separación. Marisa entendió que era la mejor solución para ambos. Se repartieron a partes iguales los ahorros comunes y ella se quedó en su piso de soltera. Carlos alquiló un apartamento y, al poco tiempo, lo compartió con la chica que había conocido.

Marisa siguió con su trabajo habitual y se propuso no comprometerse con nadie, al menos a corto plazo.

Conocía a varios vecinos de su comunidad, especialmente a un matrimonio con el que compartía el rellano de la escalera. Sus ventanas interiores daban enfrente a través del patio de luces y sus tendederos eran comunes. Sin tener gran confianza los contactos eran habituales. La mujer, era poco comunicativa y se limitaba a breves y escuetos saludos. El marido, por el contrario, era una persona afable y con cualquier excusa entablaba conversación. Al enterarse de la separación de Marisa se mostró especialmente atento y cuando tenía ocasión se interesaba por su estado de ánimo.

En una ocasión coincidieron al llegar a casa, subieron juntos en el ascensor y el vecino, Joaquín, le preguntó si sabía como se hacía una lasaña, quería prepararla para cuando llegase su mujer del trabajo. Marisa le contestó que no era muy fácil si no se tenía práctica. Cuando llegaron s la planta le invitó a pasar a su casa para explicarle la receta. Joaquín tomó nota de las aclaraciones culinarias de Marisa y coincidió en que sería complicado cocinar ese plato. Marisa le ofreció una cerveza y estuvieron charlando animadamente durante un buen rato. Joaquín, gran conversador, definió su situación como de pasivo consorte. Empleado de banca había sido prejubilado a los 54 años y había quedado en una situación extraña. Su mujer, algo más joven que él, tenía por delante muchos años en su trabajo de enfermera en uno de los grandes hospitales de Madrid. Al no haber tenido hijos, no aclaró la causa, habían entrado en una etapa monótona y tediosa.

Marisa, contagiada por la locuacidad de Joaquín, estuvo tentada de hacerle alguna confidencia sobre el riesgo que la rutina suponía para una pareja pero prefirió callarse. Ella era más reservada.

Al despedirse Joaquín se ofreció para lo que pudiera necesitar. Él presumía de "manitas" y se entretenía en hacer chapucillas en su casa.

A partir de entonces, cuando se veían a través del patio, o en las ocasiones en que coincidían en las salidas, fueron incrementando la fluidez de sus conversaciones. Eso sí, Marisa percibió que en presencia de su mujer, Joaquín era menos parlanchín.

En otra ocasión fue Marisa la que le pidió a Joaquín ayuda. Uno de los automáticos de la caja de conexiones eléctricas parecía averiado y no tenía fluido en parte de la casa. Llamó a su puerta y le preguntó si podía echar un vistazo antes de llamar a un electricista. Joaquín cogió una caja de herramientas e hizo una rápida comprobación. Confirmó que aquel disyuntor estaba averiado y sin dudar un segundo dijo que iba a comprar el repuesto. Marisa se sintió violenta por haberle comprometido y le quiso disuadir pero Joaquín, sin dejarla terminar, ya estaba llamando al ascensor.

Visto y no visto, en diez minutos estaba de vuelta y en otros diez el automático sustituido y la corriente repuesta.

Marisa quedó encantada. Pensó que cuando él presumía de manitas no exageraba. Incluso le tuvo que insistir para abonarle el importe del repuesto que había comprado.

Le ofreció una cerveza y preparó unos pinchos con un par de latas de piquillo y atún.

Estuvieron charlando y se interesó por saber donde había aprendido electricidad. Joaquín le contó que él hasta los 17 años había vivido con sus padres en un pueblo de la provincia de Soria. Su padre había sido maestro nacional y tenía derecho a vivienda. Con mucha sorna aclaró que el derecho lo tuvo pero que aquello no era una vivienda sino poco más que una chabola. Pensar que el Estado iba a costear las reparaciones era creer en el hada madrina por lo que su padre, al terminar sus clases, se dedicaba, lentamente, en ir adecentando y arreglando aquel desastre. Joaquín, que en un principio, tenía ocho años, se limitaba a mirar como trabajaba su padre y, como mucho, le acercaba alguna herramienta. Día a día se iba fijando en como su padre iba convirtiendo aquella mala cuadra en una vivienda modesta pero digna. En un determinado momento le pidió a su padre que le permitiese ayudarle en tareas sencillas, lo que causó gran satisfacción a aquel. Y entonces, con gran sorpresa, descubrió la destreza del niño, que tenía solo nueve años. Se reveló como un hábil albañil, fontanero y electricista. Lo único que se le atragantaba era la carpintería, por lo que el padre se quedó con el arreglo de puertas y ventanas y Joaquín de todo lo demás. En esas condiciones la rehabilitación se aceleró y terminaron mucho antes de lo que su padre había previsto.

Por eso, para Joaquín, tener la oportunidad de hacer bricolaje suponía una vuelta a su niñez que le resultaba más gratificante que cualquier deporte o actividad lúdica.

Marisa se percató de la satisfacción que irradiaba Joaquín, no sólo realizando la tarea sino recordando y haciéndole participe de sus vivencias de infancia.

Cuando llevaban un buen rato de charla le preguntó si no le estaría esperando su mujer. Joaquín dijo que ese día tenía guardia en el hospital y que no volvería hasta la mañana siguiente. Marisa entonces le propuso cenar juntos, a lo que Joaquín accedió sin hacerse rogar. En su honor Marisa sustituyó su habitual tortilla francesa y su yogur por una cena especial. Descongeló en el microondas dos raciones de rape y preparó una escalivada de primero. Del frigorífico sacó una botella de excelente Albariño, y sin más ceremonias se sentaron a cenar en la mesa de la cocina.

La conversación tomó un tono intimista cuando Joaquín le preguntó como llevaba su vida de separada. Marisa le confesó la verdad. Para ella había supuesto una liberación ya que la situación se había vuelto insostenible. Joaquín insistió en si no echaba de menos la compañía de un hombre, pero Marisa reiteró que sola vivía más cómoda y más tranquila. Él pensó en la falta de relaciones que ello suponía pero no se atrevió a profundizar en temas íntimos. No obstante, Marisa, captó su intención y espontáneamente le confesó que por supuesto se echaba de menos el sexo, pero que esa era una carencia que venía de muy atrás ya que hacía tiempo que no lo practicaban.

Joaquín quedó meditando el comentario en silencio y, tras una pausa, decidió compartir el tono confidencial. Reconoció que su experiencia era muy similar. Marisa se sorprendió. Tenía la impresión de que su mujer y él parecían ser una pareja muy unida. Joaquín confesó que así era pero no en el aspecto sexual. Su mujer había sufrido una intervención quirúrgica que la había incapacitado para tener relaciones sexuales. Como consecuencia su carácter se había agriado y había perdido la espontaneidad que la había caracterizado en su juventud.

Cuando terminaron la cena pasaron al salón y Marisa descorchó una botella de cava. La charla siguió en el mismo tono intimista y ambos descubrieron que sus situaciones emocionales tenían factores comunes.

Los dos sintieron en su fuero interno una atracción mutua pero el pudor les impedía manifestarlo expresamente. Marisa decidió tomar la iniciativa y le preguntó si le gustaba bailar. Joaquín confesó que era negado para el baile. Su torpeza era total. Ella le animó a probar, abrió el portátil y buscó música melódica. Tras los primeros pasos comprobó que Joaquín no había exagerado nada. Aparte de no coger el ritmo la pisó un par de veces. Pese a ello Marisa no cedió en su intento. Le fue llevando lentamente y poco a poco consiguió que, al menos, no se moviera de forma sincopada. Se estrechó en sus brazos y se encontró cómoda y relajada. Joaquín también encontró la actitud muy placentera, sentía la atracción de una mujer muy sensual y, sunque trató de evitarlo, no pudo contener una fuerte erección.

Trató de distanciarse de Marisa, pero esta, se encontraba tan plácidamente abrazada a él que reaccionó instintivamente en sentido contrario. Se pegó literalmente a su cuerpo. En ese momento advirtió la dureza de Joaquín en su pubis y separándose prudentemente le pidió perdón por haberle provocado. Joaquín se encontró violento. No sabía si ella se sentía ofendida y, aunque no era precisamente tímido, no supo como enfocar aquella inconveniencia.

Decidió irse cuanto antes y buscó una excusa `poco verosímil. Marisa se dio cuenta de que estaba desorientado y sin soltarle de sus brazos le pidió que se dejara llevar y estrechándose de nuevo se pegó totalmente contra erección que en aquel instante era desmesurada. Al tiempo le besó en los labios y provocó que él rompiera su timidez respondiendo con un beso apasionado que le hizo unir sus bocas abiertas y juntar sus lenguas. Él, superado el momento de vacilación, acarició lujuriosamente las nalgas de Marisa que contagiada por la pasión de Joaquín se excitó totalmente y sintió estremecimientos en su vulva que notaba humedecida.

Siguieron durante unos minutos en aquel estrecho abrazo y ella, sin hacer ningún comentario, arrastró literalmente a Joaquín hacia su dormitorio. Allí, sin decir ni una sola palabra, desabrochó su pantalón. Le bajó la ropa y le desnudó completamente. Al tiempo, con pocos y rápidos movimientos se desnudó a sí misma y tumbándose en la cama atrajo a Joaquín hacia ella. Quedaron enlazados en un abrazo.

Marisa estaba impresionada por el tamaño que había alcanzado el pene de Joaquín. Ella sólo había sido penetrada por su marido por lo que por un momento temió que aquella mole no cupiese en su vulva y su vagina. Rápidamente se levantó y en el cuarto de baño se aplicó una buena dosis de crema hidratante, lamentando no disponer de un gel adecuado. De nuevo en la cama atrajo hacia sí a Joaquín que, conmocionado por la sorpresa, no deba crédito a la situación planteada. Marisa le pidió que la penetrase lentamente y parase si le avisaba. Poco a poco aquel miembro gigantesco fue absorbido por la vagina de ella en un chapoteo apenas perceptible pero que les produjo a ambos una sensación de plenitud y satisfacción desconocida hasta entonces. Poco a poco se incrementó el ritmo de la penetración, al tiempo que él mordisqueaba los pezones de Marisa que estaban erizados por el deseo.

A Marisa le sobrevino un orgasmo brutal, sintió que su vagina se estremecía como jamás lo había sentido con su exmarido, pensó que el grosor y la longitud de aquel miembro creaba una tensión enorme interior. Joaquín aún no había llegado al clímax y siguió sus movimientos, lentos y profundos. Ella esperó a que él llegase a su orgasmo disfrutando al sentir la plenitud de la penetración. Con aquellos movimientos sintió una nueva excitación que fue aumentando de intensidad hasta el punto que experimentó otro orgasmo tanto o más intenso que el anterior. Al mismo tiempo Joaquín se estremeció y explosionó con una copiosa emisión de semen.

Ambos se quedaron abrazados y relajados. Cuando al rato, Joaquín insinuó que iba a volver a su casa, Marisa le sujetó y le pidió que se quedara a dormir con ella.

A partir de aquella tarde repitieron los encuentros con relativa frecuencia aprovechando las ausencias laborales de la esposa de Joaquín.

De común acuerdo mantuvieron durante muchos años aquella secreta relación de especial amistad tan cercana al amor.

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