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Carmela

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Los miré besarse con gula. Carmela dejaba a Johan amasarle las nalgas. Cerraban los ojos. La pareja estaba bien a gusto, moviendo abrazados al ritmo del funk suave del concierto. Lamentaba haberlos acompañado.

Hacía un par de semanas, había conocido a Johan en la piscina municipal donde solía ir a nadar después del trabajo. Nuestros horarios coincidían y siempre nos encontrábamos en el mismo carril, conversando de unas cosas y otras entre dos largos. Claro, era yo quien había hecho el primer paso, preguntándole alguna estupidez sobre la marca de gorro de baño. Era de los “éste, sí o sí”. Y déjenme decirles que, fuera de la arrechura que se puede desprender de la mirada de un hombre, cuando se ve en ropa de baño, hay algunas dudas que se convierten en ganas tremendas. Johan no era muy alto pero tenía un físico armonioso, una sonrisa encantadora, humor y un bañador bóxer insoportablemente lleno. Lo miraba bajo el agua o cuando él pasaba al lado de la piscina y se veía nítidamente la forma de su verga bajo la fina tela negra. Yo sabía que no lo dejaba indiferente y que probablemente a él también le costaba mantener su contundencia mientras estábamos a unos centímetros el uno del otro y con tan poca ropa. No les extrañará, estimados lectores, saber que me había imaginado mil cosas con Johan, en mi cine en la cabeza tenía una producción más prolífica que los grandes estudios de Hollywood. El escenario que más me gustaba era en una cabina de los vestuarios. Entrábamos a escondida los dos y, sin palabras ni preliminares, me daba la vuelta, me apoyaba contra la pared y abría las piernas. El venía detrás de mí, solo necesitaba apartar mi bañador para deslizarse sin problema en mi concha. Así, parados, me cachaba con fuerza unos largos minutos, tapándome la boca para que nuestros vecinos de vestuarios no nos escuchen. Con la otra mano, bajaba mis tirantes para liberar mis tetas y amasarlas. Se retiraba justo antes de venirse y se masturbaba para que su leche brote sobre mi culo medio descubierto mientras yo llegaba al orgasmo reemplazando su verga por mis dedos. Sexo puro, directo, perfecto.

Al ver cómo me miraba cuando yo salía del agua, estaba segura que, en su cine personal, tenía escenarios más morbosos aún.

Aquel viernes, después de que le contara que pasaba el fin de semana solita en la ciudad, que estaba aburrida y que extrañaba a mi novio, me propuso acompañarlo a un concierto en la noche. Obviamente acepté. Antes de salir, ordené mi departamento, pasé la aspiradora rápidamente, cambié las sábanas y las toallas – no me digan que nunca tuvieron este tipo de precauciones de “por si acaso” – y elegí concienzudamente mi tanga. La tensión sexual que existía entre nosotros era tal en una piscina pública, que había pocos chances que nos quedemos en hablar de gorros de baño en una oscura sala de concierto y con un par de copas.

Lo esperé un buen rato delante de la puerta de la sala de concierto. Miraba a la gente entrar por pareja o pequeños grupos de cuarentones. Después de unos veinte minutos y asqueada por fumar un cigarrillo tras otro para darme contundencia, le mandé un mensaje para preguntarle si había tenido algún problema que le impidiera venir. Apenas guardaba mi celular en el bolsillo de mi abrigo que una carcajada de risa de mujer me hizo dar la vuelta. Era una chica alta, morena, con el típico corte serio a la Victoria Beckham, que se moría de la risa corriendo apurada, jalada por un hombre. Por Johan. Era evidente que habían empezado su noche hacía un momento y que estaban en la alegría de las primeras copas, hablaban fuerte entre dos risotadas y les costaba un poco mantener su trayectoria hacia la entrada. Johan me vio en el último momento, mientras iba a entrar sin prestarme la mínima atención.

—¡Sandra! ¡Sí viniste!

—Hola —contesté, incómoda.

La chica que lo acompañaba y que me miraba con una sonrisa maravillada y un toque condescendiente no era guapa, no, era escultural. Una modelo. De los que posan con sus curvas encantadoras para la ropa interior más fina y sexy. Llevaba una chaqueta de simili negro y un mono beige que dejaba ver sus formas perfectas. Una cintura fina, unas piernas largas que anunciaban un culo precioso. Sus senos eran un encanto, no llevaba sostén. Los noté plenamente redondos y su ínfima forma de caerse dejaba imaginar con delicia su peso, que hacía que sus pezones miraban ligeramente hacia el cielo. Eran obviamente reales. Los quise mamar en seguida.

—Te presento a mi novia, Carmela.

—¡Encantada! —me dijo, regalándome un abrazo, cuyo entusiasmo no era fingido, junto a una ola de su perfume a vainilla.

No me dejaron tiempo para contestar y entraron en la sala de concierto, invitándome a seguirlos con un gesto. Me sentí bastante tonta. Me había equivocado por completo. Johan no tenía las menores intenciones conmigo, o por lo menos, ninguna que llegara más allá de proponerme entretenimiento musical para esta noche. Les dejé acercarse al escenario y me dirigí a la barra para pedir una copa de vino. La sala estaba llena, la música agradable, el ambiente perfecto y había puras parejas a mi alrededor: iba a ser una noche muy larga y aburrida.

Carmela vino a buscar un par de cervezas y me llevó con la mano hacia donde bailaban, pegados al escenario. Me sonrió, y sus labios finos y pintados de rojo volvieron a colocarse en su sitio natural, imbricados con los de Johan. Parecía que podían pasar horas así, bailando lánguidamente con los ojos cerrados. Un Lego humano. Encajaban perfectamente, eran guapos y los envidiaba. Con Carmela, tenía un sentimiento extraño. Normalmente, la hubiera sencillamente odiado, pero, al mirarlos, tenía también ganas de besarla y pegarme a su cuerpo para sentir sus senos cálidos contra mi pecho. Nunca había tenido nada con una mujer, fuera de un par de besitos con amigas mientras era estudiante, de borrachas y puro juego. Estaba un poco confundida y, tomando sorbitos del Cabernet mediocre que tenía en mi copa, no podía despegar mis ojos de Carmela. Sin dejar de besar a Johan, me lanzó una mirada. La chispa y la pólvora a la vez. La mirada que te confirma lo que ni siquiera te habías atrevido a imaginar. Los lectores que ya conocen mis hazañas sabrán a qué mirada me refiero. La que había cruzado por primera vez en los ojos oscuros del tremendo barbudo. La que había vuelto a encontrar en su versión más celestial con el mozo. La que me había regalado Matías durante dos años, dominando las pecas de sus mejillas, cada vez que me desnudaba. La que Lionel tenía para mí desde que se había casado. La de Alejandro, excesiva e insoportable que me hacía implosionar de deseo: morbo violento y urgente.

Las canciones seguían unas tras otras, no sé si era una buena banda, no escuchaba realmente. Era innegable, la insistencia con la cual me miraba jugando con la boca de su novio no me dejaba duda. En la penumbra del concierto, Carmela me provocaba. ¿Cómo había percibido la parte más perversa de mi persona? ¿Había leído en mi mente? ¿Sabía que había luchado para despejar las fugaces ganas de mamarla apenas la había visto? Este Cabernet era definitivamente malo. Carmela le dijo algo a la oreja de Johan que asintió con la cabeza. Se acercó a mí y me dijo que iba a buscar otras cervezas, proponiendo traerme una. Sentí su cabello sedoso contra mi mejilla y sus labios rozar mi oreja, me había puesto una mano en la cintura con delicadeza para hablarme. La dejó caer para agarrar la mía y entrecruzar sus dedos con los míos antes de desaparecer en medio de la gente en dirección de la barra. Esperé unos segundos, lo que me pasaba era nuevo, estaba excitada por una mujer, realmente. Sentía mi clítoris latir entre mis piernas y mis labios íntimos invadidos por la humedad que hasta aquel entonces solo había sido provocada por hombres. Tenía que calmarme. Johan miraba a la banda con una sonrisa extática, nunca había visto a alguien tan aficionado por la música lenta. Me acerqué para decirle que iba al baño, me contestó algo inaudible sin mirarme, totalmente acaparado por los acordes del bajista.

Atravesé la sala sin pararme a la barra y bajé las pequeñas escaleras que llevaban a los baños. Me lavé las manos y me eché agua en la cara. Mi arrechura se había despertado y era difícil contener las imágenes obscenas que asaltaban mi mente. Claro que le cacheteaba el culo y me sobaba la concha en su cara. Claro que la mamaba mordiéndole los pezones. Claro que la ultrajaba hurgando su culo. Claro. Agarré una servilleta de papel del dispensador para secarme la cara, resoplando. Un cuerpo se pegó al mío, abrazándome por atrás. Un par de manos recorrieron mis caderas y mi barriga hasta llegar al límite de mis tetas. Seguí con la cara escondida en la servilleta mientras cabellos sedosos acariciaban mi nuca y unos labios empezaban a besarme el cuello. Reconocí el olor a vainilla, pero no quería mirar todavía. Disfrutar sentirla, ardiente y arrecha, pegada contra mi cuerpo. El morbo ganó rápidamente sobre mis hesitaciones y mi ausencia de experiencia. Me di la vuelta, le agarré la nuca y busqué su lengua con la mía. Si era claro que había sentido mi morbo latente, todavía estaba lejos de imaginarse a cuál demonio había sacado del abismo.

La abrazaba con fuerza y nuestras manos bajaron en sincronía hacia nuestros culos respectivos. Sus gestos eran una mezcla de delicadeza y de afirmación, no era la primera vez que tocaba a una mujer. Los míos eran más apurados, traicionando mi excitación al descubrir estas curvas plenas y firmes. Tenía más culo que yo y era perfectamente redondo. Lo amasaba con fuerza y le mordí suavemente el labio. Descubría la fuente de lujuria que es el cuerpo de una mujer deseosa y el huracán de excitación que me provocaba ser al mismo tiempo su fuente. Carmela respiraba hondo, pasó su mano debajo de mi blusa y recogió mi teta con su mano suave, y empezó a jugar con mi pezón endurecido. Sentía los suyos contra mi pecho, duros como dos botones provocadores ornando las masas encantadoras de sus senos. Me dio un lenguazo en el cuello de una sensualidad increíble antes de susurrarme:

—Nunca había tocado a una mujer, ¿verdad?

—No…

—Y ¿te gusta?

—Me encanta…

—Sentimos lo mismo, ¿sabes? Me estoy mojando y estoy segura de que tú también…

Hervía, era como tener un espejo de mi arrechura, no me cabía duda de que la tanga de hilo que había adivinado debajo de su mono estaba tan empapada como mi propia ropa interior. Me jaló hacia un baño y cerró la puerta con llave. Tuve un momento breve de pánico. “¿Y ahora?”, pensé. A estas alturas de excitación, si hubiera estado con un hombre, le hubiera comido la verga con gula apenas el cerrojo corrido. Mi boca siempre fue una zona particularmente erógena y hasta la considero como un órgano sexual. Me encantaba tenerla completamente ocupada por un sexo o tener mi lengua regada por chorros de semen o de saliva mezclada con mis propios fluidos. Mi boca. Cuántas veces la abría y sacaba mi lengua mientras me venía bajo la mirada de mis amantes, esperando recibir algo allí que terminara de llevarme al colmo. Una perrita jadeante… Carmela me volvió a besar, su lengua jugaba con la mía, agarró mis manos, las puso sobre sus senos y perdí el control al mismo tiempo que las dudas. Era dos globos perfectos, libres y cálidos, irresistibles. Abrí el cierre que su mono tenía en la espalda, me dolía el clítoris por la excitación. La parte de arriba del mono cayó sobre su cintura, desvelando lo que deseaba tanto. No creo que tomé más de un segundo para mirarlos, enseguida, acerqué mi boca a la altura de su pezón izquierdo y lo empecé a lamer delicadamente. Recogí su otro seno con la mano, su piel era muy suave y su peso me provocaba una sensación de satisfacción extraña. El pequeño pedazo de carne oscura se endurecía bajo mis lenguazos y agarré a su vecino para pellizcarlo suavemente. Carmela suspiró, había tomado su entrepierna a plena mano y se amasaba la concha a través de su ropa. Era un momento surreal, abrí la boca como si me hubiera querido tragar todo su seno, succionándolo y lamiéndolo. Lo comía a boca llena y me encantaba. Sentía que su cuerpo se tensaba, su placer subía. Me agarró la barbilla para que volver a besarla, pero algo me paró, y nuestros labios entreabiertos se suspendieron unos frente a otros: había levantado mi camiseta y rozaba sensualmente sus tetas contra las mías. El espectáculo de sus pezones acariciando a los míos era un encanto, me electrizaba. Me quedaba perfectamente inmóvil y la dejaba ondular.

—¿Te sigue gustando, Sandra? —me preguntó por la forma con una sonrisa traviesa.

Sin dejarme tiempo para contestar, me besó, buscando mi lengua con la suya. Carmela besaba húmedo. Era seguro que lamía como una diosa. La imaginé con la verga de Johan clavada en la boca, su saliva chorreando a la comisura de sus labios, qué maravillosa puta complacida debía de ser esta mujer… Sentí que desabrochaba el cierre de mi pantalón y, sin dejar de besarme, su mano alcanzó mi sexo, estábamos hirviendo. Pasó sus dedos entre los labios de mi vagina, hizo entrar apenas una falange – por puro juego para frustrarme, seguro – y retiró su mano. Recorrió mi abdomen con sus dedos mojados por mis líquidos, pasó por una de mis tetas, jugó su pezón unos segundos y los llevó a nuestras bocas. Los lamimos con el mismo morbo, éramos dos perritas arrechándose mutuamente.

Se arrodilló, bajó mi pantalón y me lanzó una mirada que nunca olvidaré en la vida. Tenía a una golosa lúbrica que me miraba a los ojos mientras aplicaba toda la superficie de su lengua sobre mis labios íntimos. Empezó a lamerme magistralmente. Había conocido lo que pensaba ser el colmo del arte del sexo oral con algunos de mis amantes y Carmela acababa de superarlos, volando, con unos lenguazos. Sus labios pintados de rojo se estiraban para poder comerme la totalidad de la concha o se apretaban cuando me succionaba deliciosamente el clítoris. Su boca era suave y precisa, tanto como su lengua ágil que se abría un camino en mi vagina. Sabía exactamente cuáles eran los detonantes femeninos, los había experimentado a todos, recibiendo y provocándolos. Dado cómo su mano se agitaba en su mono, no me cabía la menor duda sobre su placer y su excitación. Después de unos deliciosos instantes, animada por mis suspiros, me metió directamente dos dedos que entraron sin pena en mi concha empapada. Esta mujer leía en mis pensamientos. Añadió rápidamente un tercer dedo y se puso a jugar, entrando, saliendo, apartando los dedos en mi intimidad para abrirme, saliendo de nuevo para frustrarme antes de entrar de nuevo y llenarme. Carmela aumentó la succión de mi clítoris, me lo aspiraba como nadie se había atrevido a hacerlo. La seguía mirando tocarse, con mi sexo sobre su boca, su busto desnudo con sus tetas pesadas que balanceaban y rozaban mis rodillas. Se masturbaba frenéticamente y gemía con la boca tapada. Me imaginé a mí misma en esta posición, pero con la boca llenada por una verga. Sin duda se me veía tan zorra y tan reina como Carmela. Cerré los ojos y un conjunto demencial de sensaciones me llevó al orgasmo.

Apoyé mi espalda a la pared y sentí los labios de Carmela, mojados por mis jugos pegarse de nuevo a los míos. Había recogido algo de mis líquidos en su lengua y, con un movimiento delicado, lo vertió directamente en la mía. Nos besamos con mi sabor a limón tibio y suave. Ella seguía masturbándose lentamente, con algunos gemidos apenas perceptibles de mujer lánguida y deseosa. La quería complacer y sentirla venirse, arquearse por el placer que yo le procuraría, quería apoderarme de ella siendo la dueña de sus sensaciones. Hice que se diera la vuelta y la abracé por atrás, amasando sus tetas, pero ya a plena mano, con firmeza y cierta fuerza, lo que la hizo gemir un poco más fuerte. Después de haber comprobado su placer mientras la mamaba, unos minutos antes, ahora notaba que también le gustaban las caricias más rugosas. Al disponer de un par de tetas tan hermosas, mi perversidad y mis ansias de dominación y de control se despertaron. Me puse a jugar con sus pezones, los agarraba y jalaba con tanta fuerza como a mí me gusta. Carmela se retorcía de placer, frotaba su culo contra mi pubis. Aguantaba bastante el dolor y se deleitaba de él, pero yo tampoco quería dañar estas hermosuras con las cuales tenía la suerte de poder jugar, irritando su piel. Dejé sus pezones y puse mis manos, una después de otra, frente a su boca.

—Escupe —le dije.

Se ejecutó con aplicación, llenándome las palmas con su abundante saliva. Las manos lubricadas, retomé sus senos y volví a amasarlos lento y firmemente. Los agarraba a manos llenas en su base y deslizaba hacia sus pezones, como si fueran dos ubres que quisiera ordeñar. Lejos de disgustarle, la humillación leve que le regalaba le encantaba. Le gustaba ser una hembra lasciva a la espera de los cuidados de su dueño o, en este caso, de su dueña. Entre dos suspiros, soltó su sexo y pasó su mano por encima de su hombro para presentar sus dedos a la altura de mi boca. Me metí a chuparlos enseguida. Era la primera vez que probaba el sabor del sexo de otra mujer. Apreciaba el mío, pero este… Este era una golosina para la morbosa que soy. Era una explosión de lujuria en mi boca, tal como cuando el semen ahí brotaba, una delicia viscosa, líquida, cálida, salada y dulce a la vez, pero con este toque de acidez imperdible y delicioso proviniendo del sexo de una mujer. Quería más. Abandoné una de sus tetas para ir a recoger el precioso líquido entre sus piernas. No me sorprendió encontrar un sexo completamente depilado, hirviente y babeante, su tanga apartada de un lado y mojando directamente la entrepierna de su mono. Recogí un poco de su jugo para probarlo de nuevo. Ahora conocía el sabor preciso de la arrechura. Carmela abrió más las piernas con un gemido insatisfecho, quería venirse.

—Fóllame —me dijo con una voz ronca entre dos suspiros.

Volví a hundir mis dedos en su concha como si fuera la mía, adivinando sin esfuerzo lo que deseaba. Se empezó a escuchar un exquisito y característico chasquido provocado por mis dedos en su vagina. La masturbaba como a mi me gusta hacérmelo cuando estoy cerca del orgasmo, con tres dedos y movimientos hondos como si buscara entrar toda mi mano en su concha. Mi palma apoyaba contra su clítoris y yo sabía que, dado como movía sus caderas, Carmela volvía esta presión deliciosa. Sentía su placer subir más y más, le besaba y le lamía el cuello y la nuca, a medida que su cuerpo se tensaba.

—Más fuerte… —suspiró.

Obedecí, con movimientos aún más hondos y con más fuerza, hasta casi levantarla por su concha chorreante, empalada sobre mis dedos. Los músculos de su vagina se contractaron y Carmela ahogó un gemido ronco de placer. Me maravillaba, se estaba viniendo largamente, llenándome la mano hasta la muñeca del líquido tibio de su goce.

Nos quedamos así unos instantes hasta que se recuperara y se diera la vuelta para besarme. Nos volvimos a arreglar la ropa que ni siquiera nos habíamos quitado, sonriendo. Carmela tenía una mancha mojada a la altura de su concha y le llegaba hasta la mitad del culo. Le dije que iba a tener que encontrar alguna prenda para taparla si no quisiera que se notara al salir del baño.

—No te preocupes, tengo lo que hace falta —me contestó.

Abrió la puerta del baño y descubrí, estupefacta, a Johan frente al marco, con una sonrisa voraz y viciosa. Con un gesto, le ofrecía a su novia un fular oscuro.

—Felizmente estoy para pensar en eso, ¿verdad amor? —le dijo —Estaba seguro de que ibas a terminar toda empapada al conocer a Sandra…

Después de la sorpresa de encontrarlo aquí, me invadió una ola de calor al saber que nos había escuchado todo este tiempo. Me empezaba a gustar mi nueva pareja de amigos.

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