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Colitas vemos, corazones no sabemos

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Aquella me parecía la más sexy del pueblo. Y eso que ya no es señorita, ya tiene años de casada, pero tiene un porte... Vestida con esos pantalones de mezclilla entallados que suele usar, bien que para ese culito respingón. Hasta parece que lo está ofreciendo. Si no la conociera, al verla en la calle vestida como suele vestir, pensaría que es sexoservidora de altos vuelos.

Llama mucho la atención, y como suele usar el transporte público para ir diariamente al trabajo, no le faltan las miradas que la ven con lascivia, y los comentarios sexosos que se enfocan en ella y su aspecto de p... De hecho oí a gente que aseguraba que cuerneaba a su marido. Yo no sabía si sólo eran puros chismes o algo realmente le sabían. También había quien decía que de plano le puteaba y que aquél la dejaba con tal de sacarse una lana, cosa que era creíble pues ya tenía tiempo que no chambeaba, por lo que sabía.

No voy a decir que no, yo también lo pensaba.

Con su sugestiva postura de ofrecedora de culo (bien paradita de nalgas que siempre se le ve), le entran a uno morbosos pensamientos de forma inevitable. Cuando coincidía en el mismo microbús no podía dejar de mirarla; su sensualidad es magnética. Hasta solía bajarme mucho antes de llegar a la casa sólo para irla siguiendo desde detrás, y así admirarle ese culito riquísimo y penetrable. Adivinando la forma, la suavidad, el calado de sus nalgas debajo de los vaqueros, mientras las meneaba sensualmente al caminar, no dejaba de pensar en cómo se vería desnuda y en cuatro.

Me la imaginaba echada pa’ delante y mirándome coquetamente mientras la tomaba de su fina cintura para de ella sostenerme y así metérsela por en medio de sus dos gajos de carne.

¿Por qué siendo tan atractiva se había casado con un cualquier pendejo...? No lo sabía. Aquel tipo era un mediocre, trabajaba de mesero y hacía tiempo que dejó de hacerlo. Ya sólo su mujer era quien salía a trabajar. Según supe había sufrido un accidente en una combi y desde allí ya nunca lo vi.

No le faltarían propuestas mejores a la señora, de eso estoy seguro. No sé por qué no lo había dejado; después de todo ella; con ese cuerpo; no debería tener necesidad de trabajar.

Una de esas veces que coincidíamos en el micro, la putona del pueblo, como las malas lenguas la conocían, me miró. Era la primera vez que me concedía una mirada así, pues casi siempre, altiva, me ignoraba.

Seguro que ella sabía muy bien que me gustaba, era lo más obvio.

Pues total que ese día, mientras la miraba y pensaba todo lo que me gustaría hacerle a aquella mujer casada, me fue inevitable que se me parara la verga. Así es, sentí cómo aquella extensión de mí mismo cobraba vida y empezaba a hincharse bajo mi ropa que la ceñía. Yo la dejé hacer pues, a decir verdad, la sensación fue placentera. Deseaba tanto a esa mujer, deseaba tanto penetrarla.

Creo que es algo normal, ¿o no? Pero lo que no me esperaba es que ella se diera cuenta. Así fue, me miró el bulto de mi pantalón e hizo lo impensable, con su lengua lamió sus labios en un ademán visiblemente sugerente. Ella quería verga.

Aquel gesto fue casi como si me dijera:

“¿Quieres culearme?”

Total que durante todo el camino al pueblo continuamos con un ping-pong de miradas que alentaron mis expectativas.

Hasta que llegó el momento de que ella se bajara. Yo de tonto la dejaba ir sin hacer nada. La seguí.

La seguí hasta su casa en donde me invitó a entrar.

Vi que la fama de coqueta tenía buen cimiento. Definitivamente para mí en ese momento ella era una putona. Tenía que serlo, si no por qué invitar a un hombre a su casa donde seguramente no estaba su marido, eso pensé.

“¿Y tu esposo”, le pregunté sólo por remarcar lo obvio. Evidentemente no debía de estar si no por qué me había invitado.

“‘Orita viene... ¡Abel!” y que le llama para mi sorpresa.

«Pues entonces de qué se trata esto», pensé.

Incluso creí que estaba bromeando y reí, no obstante...

El hombre apareció, el muy cabrón estaba allí. Pardo; ojeroso; delgado, casi en los huesos, muy desmejorado. Caminaba apoyado en dos palos que usaba a manera de bastones. Traía una bolsa de orina sujeta a una de sus piernas. Su camiseta de tirantes, las sandalias, y las bermudas que vestía le empeoraban el aspecto. Ahí junto a su bella esposa generaba un total contraste.

Me tendió la mano y lo saludé automáticamente.

“¿Quieres algo de tomar?”, me preguntó él.

Torpemente asentí, me sentía en una situación incómoda. Estaba confundido.

Abel me invitó a sentarme, así iniciamos una conversación.

“Mira, no sé si sabes pero hace tiempo tuve un accidente en una combi, cuando iba al trabajo. Desde ese día quedé mal. Ya no puedo trabajar, ni siquiera puedo...”, Abel me confió aquello no sin demostrar que el hacerlo patente le afectaba en lo más hondo.

Como hombre podía entenderlo. Quedar discapacitado así. Sin ya siquiera poder... Abel quedó afectado en varios aspectos y uno de ellos era el sexual, ya no podía complacer a su mujer.

Él incluso le había propuesto a ella que lo dejara, no obstante no lo había aceptado. Ella lo amaba, según sus propias palabras, así que se hizo cargo de los ingresos económicos y era por ello que trabajaba diariamente. Aunque también había un ingreso extra. Los medicamentos y las consultas de Abel lo hacían necesario. De vez en cuando ella “pescaba” a alguien como yo, alguien interesado en cogérsela, y ella se ofrecía a hacerlo a cambio de una remuneración económica.

Un pago que no dudé en aceptar, claro.

La mujer a quien llené de halagos, confesándole mis sentimientos por ella, se desnudó ahí mismo, en la sala de su casa.

Ella agradeció mis palabras pero dejó en claro que ella sólo hacía eso por necesidad.

“De no ser así ¿crees que yo haría algo como esto?” dijo, y la señora se retiró las pantaletas, la última de sus prendas, las cuales cayeron al suelo.

En su propio sofá, y bajo la aprobación del marido, aquella mujer se puso de a perrito, como le había pedido, dispuesta a ser penetrada.

Mientras le realizaba los preliminares, lubricándole con la lengua la abertura vaginal que me iba a recibir, su marido; sentado en un raído sillón; nos contemplaba.

Noté que el sofá estaba cubierto por una tela de color negro, probablemente previniendo una posible mancha. De hecho me pareció ver resabios de alguna, pero no le di importancia.

Ahí mismo íbamos a ejercer el ayuntamiento extramatrimonial, que no adultero, pues estaba consentido. Por fin le contemplaba ese hermoso culito a la musa de mis chaquetas y mi verga no podría estar más parada.

En poco entraría a la vagina de la esposa de aquél que nos miraba pues esto era parte del trato, Abel estaría presente.

Metí primero mi dedo, el primer invasor, para que explorara aquella caverna. La parte más íntima de la mujer que quería penetrar.

Pese al placer experimentado no pude evitar sentir pena por Abel, digo, estaba por penetrar a su mujer y él ya no podría hacerlo en la vida. Ese hombre ya no llevaría la vida de antes. Imposibilitado para copular, ya sólo le quedaba mirar cómo otro hombre hacía gozar a su mujer.

Él la amaba, eso era evidente, y aún yo me sentí tentado a dejar la situación. La verdad me sentí culpable. Sin embargo la naturaleza fue más cabrona. Mi báculo de carne no aceptó perder esa oportunidad, así que se dirigió rumbo al prometido destino.

Nunca antes había sentido una penetración tan placentera. ¿Sería por metérsela a una mujer casada? La hembra de otro hombre. Como fuere se sentía estrecha, hecha para la cópula sexual.

Mientras la fornicaba el marido se durmió, como que le ganaba el sueño, aunque se llegaba a despertar. En uno de esos momentos en los que perdía la consciencia me sinceré con ella, le dije que me arrepentía de haberla criticado suponiendo que le ponía el cuerno a su esposo.

Yo, al igual que muchos otros, la mera verdad, la prejuiciaba por cómo vestía. La tildé de puta más de una vez. Bueno, esto no se lo dije, pero lo pensé. No cabe duda, uno critica sin saber cómo son en realidad las cosas.

“Yo, por mí, no haría esto —me dijo—. No te creas que soy lo que la gente cuenta. No soy ninguna puta necesitada de macho. Si hago esto, más que por el dinero lo hago por Abel. A él el verme así le provoca el único placer que le queda. Y yo sólo quiero complacerlo. Sólo lo hago por él”, me dijo no sin evitar sus propios gemidos mientras yo la continuaba penetrando.

Abel volvió a abrir los ojos y miró con placer la cópula, imaginándose supuse, que yo era él mismo, a su vez que su esposa asimilaba mi falo que entraba y salía de sus entrañas como la verga de su propio marido, quien le hacía el amor. Es así como ambos disfrutaban del sexo y de su amor, a pesar de todo.

“Te amo”, ella decía pese a ser yo quien la penetraba.

Abel la miraba amoroso y le sonreía mientras que yo seguía ayuntando a su mujer.

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