Nuevos relatos publicados: 10

Como en la cenicienta...

  • 21
  • 14.428
  • 9,76 (37 Val.)
  • 0

Muchas de las aventuras sexuales que hemos experimentado en compañía de mi esposa, han sido inesperadas, sorpresivas, improvisadas y espontáneas. La oportunidad se ha presentado y hemos tomado la decisión de disfrutar el momento. Sin más ni más. Las circunstancias, casi siempre se han dado en ambientes especiales, de fiesta, elegantes y glamorosos. Y tal vez ese sea el ingrediente que genere el atractivo y despierte el deseo de ir más allá después de haber establecido un vínculo con alguien.

Fuimos invitados a la celebración del matrimonio de un compañero de trabajo. Se trataba de un evento especial, que se iba a realizar por todo lo alto en las instalaciones de un lujoso hotel situado a casi tres horas de viaje de nuestra residencia. La convocatoria indicaba que había que observar vestido de etiqueta para el evento principal y que debíamos confirmar nuestra asistencia con anticipación, porque estaba dispuesto el hospedaje de los invitados. Así que, previendo lo necesario, emprendimos el viaje hacia el lugar, un día sábado, temprano en la mañana.

Al llegar al sitio nos encontramos con un estricto protocolo de identificación, recepción y acomodación de los asistentes. Por alguna razón, tal vez porque éramos una pareja casada, se nos alojó en una cabaña, un tanto alejada del edificio principal, pero bastante cómoda y con una vista hermosa a un lago y un pueblo cercano. Estaba compuesta por una gran habitación, dotada con su baño, una cama doble bastante grande, una sala de estar con chimenea, un baño auxiliar y una pequeña cocina. La chimenea, muy moderna, no funcionaba con leña sino con gas, de modo que era fácil ponerla en operación.

Recién instalados, y dado que el evento se celebraba en la noche, nos dimos un recorrido por las instalaciones, ubicamos el salón donde se llevaría a cabo el festejo posterior a la celebración de la boda, la cual se realizaría en una capilla campestre, muy bonita, situada dentro de las mismas instalaciones. La decoración del lugar estaba muy elegante y realmente atractiva. Seguramente los padres de la novia habían hecho una inversión importante para celebrar el matrimonio de su hija con tanta pompa y gala. Y, la verdad, nos sentíamos muy a gusto en ese lugar.

Volvimos a la cabaña y decidimos disfrutar del paisaje mientras se llegaba la hora de los eventos, así que nos sentamos en el balcón y, mientras tanto, dimos cuenta de una pequeña botella de vino que encontramos, junto con otras bebidas en la nevera. En esa actividad pudimos ver la llegada de otra gente que, como nosotros, acudía al evento. Había personas de todo tipo, colores y sabores, como dicen, autos de diferentes gamas, personas glamorosas y de elegante vestimenta, suponiendo una gran asistencia, así que el evento prometía ser de grata recordación.

Pasado el tiempo y ya cerca de la hora, 8 pm, empezamos con el ritual de alistamiento. Cada uno de nosotros, ella y yo, dispusimos de nuestras mejores galas. Ella utilizó un vestido largo, de color negro y blanco, con un escote generoso y una abertura en la pierna, que dejaba ver el contorno de sus piernas al caminar. Por alguna razón, y no pregunté el por qué, usó un body transparente negro, con ligas para enlazar las medias, también negras, y un diminuto panty, complementado, lógicamente, con zapatos de tacón alto, que la hacían ver muy elegante. Ese proceso de arreglo resultó para mí bastante excitante, porque parecía coquetear frente al espejo, y ver cómo iba adornando su cuerpo despertó en mí deseo de abrazarla y poseerla. Además, que, muy bien perfumada, resultaba atractiva y deseable para cualquier hombre.

Yo me vestí con un esmoquin y corbatín negro. El hombre es más sencillo en su vestir y arreglo, de modo que mi ritual no demoró tanto y bien pronto estuvimos dispuestos para asistir a la ceremonia de bodas y el festejo posterior. Ambos lucíamos elegantes y hacíamos juego como pareja. Ella se veía bastante bien para mí y, con su cabello negro suelto y bien peinado, no dudaba para nada que otros, hombres y mujeres, pusieran sus ojos en ella.

Pasada la ceremonia religiosa, nos dirigimos todos al salón. Allí, las mesas habían sido dispuestas con los nombres de los asistentes, así que tardamos un tiempo en encontrar el puesto que nos correspondía. Se trataba de una mesa para cuatro personas, bastante alejada de la pista de baile y la tarima principal, pero, no le dimos importancia al asunto. Estuvimos solos en aquel aquella mesa por largo rato, porque nuestros acompañantes al parecer no llegaron, o asistieron a la ceremonia religiosa y no al festejo. En fin. Y lo mismo sucedía en una de las mesas que había al lado, donde un caballero, muy elegante, vestido con un esmoquin de chaqueta blanca y pantalón negro, bastante apuesto, permanecía solo.

Yo, como siempre, sintiendo pena ajena, me atreví a preguntarle, ¿espera a alguien? No, contestó él, por qué lo pregunta, me dijo. Bueno, es que estamos solos en esta mesa porque al parecer los invitados no van a llegar y, viéndolo a usted sólo, pensé que pudiéramos hacernos compañía. No lo había pensado, reflexionó él. ¿Por qué no? ¿Y el puesto para las personas que aún no han llegado? Inquirió. Pues, hagamos una cosa, repuse, coloquemos estos nombres en su mesa y, si aquellos llegan, que se ubiquen allí y se hagan compañía. O, si hay lío, ahí vemos. Lo consideramos y vamos resolviendo. De acuerdo, dijo él.

Rafael Loaiza se llamaba nuestro nuevo compañero de mesa. Tanto él supo nuestros nombres, como nosotros el suyo, por los letreros que habían ubicado en la mesa. El tipo resultó ser una persona jovial, alegre, de trato agradable y bastante irónica en sus comentarios, por lo cual la pasamos riendo casi toda la noche. En una de sus intervenciones afirmó, pues si a mí, que soy uno de los amigos favoritos del novio, me ubicaron por acá, en estas lejanías, imagínese a los que no son tan allegados. Como nosotros, repliqué yo. Así que fue fácil que ambos, mi esposa y yo, congeniáramos con él. Y, pasados unos cuantos minutos, parecía que los tres nos conociéramos de toda la vida.

Vinieron las consabidas sesiones de fotos. Los novios posaron con todos en cada una de las mesas, y en algún momento llegaron a posar con nosotros, ocasión que aprovechamos para conversar un poco. Ellos estaban en su ajetreo social, de modo que fue más bien poco el tiempo para interactuar. Así que, idos ellos, no quedaba más que disfrutar del evento y las entretenciones que se habían dispuesto para los invitados. En otras palabras, teníamos la disposición de pasarla bien el resto de la noche.

Una vez la orquesta empezó a tocar, el ambiente del salón se prendió y todo el mundo salió a bailar. Al principio, Rafael desapareció, por lo cual mi esposa y yo estuvimos bailando varias tandas de música, dispuestos a disfrutar el ambiente fiestero que había iniciado. El tipo, un hombre de contextura media, y con un poco menos de estatura que yo, tenía buena presencia, una barba cortica, bien cuidada, más bien escaso de cabello en su cabeza, pero de apariencia bastante viril. Y como comprobamos después, le caía bien a todo el mundo. Era un buen conversador y tenía un tono de voz grave, como de locutor de radio. Mientras estuvo ausente había estado dándose su vuelta de popularidad entre la multitud de asistentes, saludando a los conocidos, amigos y amigas que había por ahí, pero, sorprendentemente, pasado el tiempo, volvió a hacernos compañía.

Al llegar a nuestra mesa y contarnos sus andanzas, yo decidí seguir su ejemplo, así que le dije a él que me iba de excursión y, a modo de broma, que se encargara de que mi mujer la pasara bien en mi ausencia. No se preocupe. Aquí estamos para las que sea, me respondió. Así que me aventuré por todo el salón, saludando aquí y allá, conversando con uno y con el otro mientras la música no paraba de sonar. Y, como después comprobaría, Rafael no perdía oportunidad y aprovechaba el tiempo bailando animadamente con mi mujer, quien, encantada y distraída, disfrutaba de su presencia. Así que todo parecía fluir sin contratiempos.

Siendo el tal Rafael un tipo tan popular, y viendo que en otras mesas también hubo espacios vacíos, y que en muchas de ellas había personas muy familiares, me pregunté el por qué había vuelto a nuestra mesa, siendo que nosotros recién lo conocíamos. En ese instante, aquello me causó curiosidad, pero no le di importancia. Al rato volví a nuestra mesa. Mi esposa y él bailaban, así que pasó un tiempo largo antes que volvieran. Cuando lo hicieron, nos sentamos y reanudamos la conversación, como si nada, y ya los camareros estaban empezando a servir la comida, así que se dio una pausa en el jolgorio. La música se tornó más suave y todos, en sus mesas, estuvieron concentrados en degustar la comida que se servía, por lo demás exquisita.

Recogido el plato del postre, la música bailable empezó a sonar de nuevo. Rafael, debo decirlo así, me dio permiso para bailar con mi mujer, pues para lo que iba corrido de la velada, parecía ser él su esposo y no yo. Estuvimos entretenidos y, entre baile y baile, aprovechamos también para saludarnos y conversar con personas conocidas de ambos. Incluso algunos de ellos nos invitaron a mudarnos de mesa para hacerles compañía, y prometimos que lo íbamos a considerar puesto que ya estábamos en compañía de otras personas. Y después de varios minutos de ausencia, regresamos a la mesa, que hallamos vacía.

Nos sentamos a descansar un poco, y al rato apareció Rafael. Estuvimos charlando un rato, animados, hasta que él, viendo que yo nada de baile, invitó a mi esposa a salir a la pista de baile. Ella, por supuesto, aceptó. Así que quedé solo por unos momentos y, para no aburrirme, decidí irme de correría por el salón, charlando de nuevo con uno y otro conocido. Me invitaron a sentarme en una de las mesas y encontraron motivos para brindar, de manera que el tiempo se fue pasando, casi sin darme cuenta, por lo que emprendí regreso hacia la mesa, suponiendo que mi mujer estaría esperándome con cara de pocos amigos. Pero, para sorpresa mía, no estaban en la mesa. Supuse entonces que estarían bailando y me senté a esperarles.

Tardaron casi una hora en regresar, y, cuando lo hicieron, mi esposa, después de acicalarse un poco el despeluque en que andaba y retocarse el maquillaje, me preguntó, ¿nos vamos? Pues sí, si tú quieres. ¿Ya te aburriste? Esta como tarde, respondió. Y ya estoy sintiendo el cansancio. Pues sí, repliqué. Estamos levantados desde temprano y yo también siento que se me está acabando la energía. Bueno, pues vamos. ¿Qué se hizo aquel? Pregunté. Porque no vi a Rafael por ahí. Habrá ido al baño, respondió ella, o quizá se fue a darse una vuelta de popularidad. Pero estate tranquilo, yo ya le dije que nosotros arrancábamos. Bueno, pues siendo así, ¡vámonos pues! Y emprendimos el regreso a nuestra cabaña, llevándome media botella de ron blanco que aún estaba por consumir.

Entramos a la sala, que encontramos cálida y agradable, y nos sentamos un rato frente a la chimenea. No había pasado mucho tiempo cuando ella se dirigió al baño y, al poco rato, cuando salió, me dijo, ¿sabes qué? Parece que dejé mi maquillaje en la mesa. ¿Segura? Inquirí. Sí. No lo encuentro, dijo. Bueno. Fácil. Pues volvamos allá. Pues no, respondió, no es para tanto. Es solo que el maquillaje no está conmigo. Mañana echamos una mirada y lo buscamos, dije. Y si no aparece, pues lo reemplazamos, Nada de nervios por eso. Y nos quedamos allí, sentados en la sala, charlando acerca de los sucesos de la noche.

Bueno, pregunté, y ¿cómo te fue con el Rafael? Es un picaflor, respondió ella. ¿Cómo así? ¿Por qué lo dices? Pues, porque estuvo coqueteándome toda la noche e incluso sacó excusa para que estuviéramos a solas, y me pidió que lo acompañara a su habitación con el pretexto de que quería cambiarse porque estaba bastante sudado. Yo le dije que no se preocupara y que lo esperábamos, pero insistió. Al final, acepté acompañarlo. Estuve en su habitación y lo esperé mientras se bañaba y se cambiaba de ropa. El tipo, a mi parecer, quería exhibirse, porque no mostró pudor en semi desnudarse frente a mi y vestirse una vez salió del baño. ¿Y? pregunté. Nada. Eso fue lo que pasó.

Ah… Ahora entiendo, dije burlonamente. Llegaste despelucada porque te habías pegado una revolcadita con él ¿no es cierto? No, dijo tajantemente. Aquello no pasó de un beso. ¿Y acaso no hubo abracitos, caricias y demás? Ya tú sabes; lo normal. Y ¿no me digas que no te excitó verlo desnudo y quizá hayas pensado que podría pasar algo más? Ciertamente sí. El tipo no está mal, se ve muy varonil, pero me pareció hasta inmaduro que exhibirse fuera su manera de insinuarse. Y después estuvo tratando de seducirme y ciertamente mostró sus intenciones de estar conmigo, como más de un hombre lo ha hecho, pero le manifesté que ese no era el momento.

¿Y acaso no preguntó algo más? Sí. Preguntó si a ti no te molestaba que él me estuviera coqueteando. Le dije que no. Que tú respetabas mis decisiones y yo las tuyas, siempre y cuando estuviéramos de acuerdo. Supongo, me imagino, que te dijo que tenía ganas de estar contigo. Sí, me dijo. Y también me imagino que te preguntó si a ti te gustaría estar con él. Sí, dijo sonriendo. Y qué le respondiste. Que sí.

Y, preciso, en ese momento, tocan a la puerta. Ambos nos miramos sorprendidos. Al abrir la puerta, resulta ser Rafael el visitante. Hola, ¿qué pasó? No, nada grave, dijo. Al parecer Laura dejó esto en la mesa y yo lo recogí. Pensé en hacérselo llegar mañana, pero decidí pegarme el viaje hasta aquí y entregárselo hoy mismo. No pensé que estuvieran despiertos aún. Bueno, dije, pues estuvo de buenas. Estábamos descansando un rato del ajetreo y conversando un poco antes de irnos a dormir. ¡Pase! Ella, está aquí mismo. Y usted, el príncipe azul, como a la cenicienta, hágale partícipe de sus favores. No entiendo, dijo él. Pues que le entregue lo que vino a traer. Ah, ya, contestó, dubitativo, y fue siguiendo…

Hola, Laura, dijo saludándola y acercándosele para darle un beso en la mejilla, que terminó siendo un beso en la boca. Ella no lo rechazó. Y ambos se abrazaron, explorando sus cuerpos con sus manos inquietas, como dos novios excitados y ansiosos en su primera vez. Era evidente que ambos tenían unas ganas inmensas de disfrutarse mutuamente. A él le importó un comino que yo estuviera presenciando el acto, pues, al no ser rechazado por mi esposa, estaba claro que no había obstáculo para dar rienda suelta a sus instintos. Así que allí mismo, frente a la chimenea, Rafael no tuvo inconveniente en levantar el vestido de mi dama para tener acceso y calmar su impulso de acariciarle sus nalgas mientras continuaban besándose apasionadamente.

Fue ella, Laura, quien, tomándolo de la mano, lo llevó hacia la habitación. Y ella, quien, sin más preámbulos, se despojó del vestido largo, de su body y sus pantis, quedando desnuda frente a él. Y el macho, a su vez, excitado ante la desenvoltura y desinhibición de esta hembra, no dudó en hacer lo mismo, despojando su ropa con una rapidez inusual. Al hacerlo dejó al descubierto un cuerpo bastante velludo. Ciertamente un tipo de hombre diferente a los que ella había tenido acceso anteriormente. Y quizá, tal vez, ese era el plato prohibido y ansiosamente apetecido. Su miembro viril se agitaba, erecto y curvado hacia arriba. Su glande, en forma de hongo, se veía reluciente por el líquido que de él emanaba. ¡Estaba excitado!

La cosa empezó al revés de lo que acostumbro ver con los hombres que se antojan de mi mujer. En esta ocasión, Rafael, ya desnudo, se acercó a mi esposa para disfrutar de su cuerpo. Sus manos recorrieron todo el contorno de su cuerpo, y concentró su atención en masajear sus senos. Y ella, en contraprestación, enfocó toda su atención en palpar y masajear su pene, sus testículos y, sorprendentemente para mí, su otra mano acariciaba con inusitado interés su torso velludo. Su mano parecía perderse entre la espesura de ese tupido y negro vello.

Sus miradas permanecían fijas el uno en el otro mientras sus manos inquietas deambulaban por aquí y por allá, explorando cada rincón de sus cuerpos. Laura masajeaba y masajeaba el pene de su macho, y Rafael se concentraba en apretar las nalgas de mi caliente esposa, atrayéndola hacia sí, procurando que ella sintiera la dureza de su miembro, que se mostraba urgido de encontrar alojamiento dentro de su cuerpo. Hábilmente dirigió sus manos a la entrepierna de mi dama, explorando su vagina para determinar si ella estaba tan dispuesta como él ya lo estaba. Y, ciertamente, las caricias de sus dedos en los alrededores de su clítoris la hicieron contornearse y agitar sus piernas, signo inequívoco que estaba lista. Y ya pudiera ser…

Así que, entendiendo que ya todo estaba dado, nuestro simpático acompañante fue desplazando a mi esposa hacia la cama. Y ella, ansiosa, como estaba, rápidamente se acomodó en la cama, acostada boca arriba, y abrió con entusiasmo sus piernas para recibir al macho. Y él, con las ganas que tenía de taladrar a mi mujer, se dispuso a penetrarla. ¡Socio! exclamé, agitando en mi mano un condón. Mi esposa, al verme, dijo, ¡hay amor! Se me olvidaba. Perdón. Me acerqué a Rafael, quien tomé el condón y con rapidez increíble se colocó el plástico. Y ahora sí, listo y dispuesto, se abalanzó sobre mi esposa.

Me excito muchísimo ver cómo este hombre se colocó encima de mi mujer y miró como su miembro la penetraba, asegurándose de acertar el agujero. También me impresionó de sobremanera la conducta de este señor, porque prácticamente no la penetró, sino que la asaltó con tal ímpetu, que parecía un león cazando a su presa. Y ella, sumisa, se sometió con evidente placer a su embestida. Yo esperé algún gesto de molestia ante tal agresividad, pero, por el contrario, aquella forma de acceder a ella pareció gustarle y excitarle aún más, porque empezó a empujar su cadera contra el cuerpo del macho en respuesta a sus embestidas. Sus manos recorrían su espalda y nalgas, también cubiertas de vello, atrayéndole con inusitado entusiasmo y excitación. Su rostro enrojeció y mas temprano que tarde empezó a gemir y a resoplar con cada embate de su macho.

Rafael, unas veces apoyaba sus brazos en la cama, erguía su cuerpo y miraba como su pene entraba y salía del sexo de mi mujer. Por alguna razón, particularmente a mí, ese gesto me pone a mil. Y otras veces, él la abrazaba pareciendo fundir su cuerpo con el de ella. Se les veía muy compenetrados en el acto y muy cómodos el uno con el otro. Mi esposa, por su gestualidad, estaba disfrutando de lo lindo ese encuentro. Estaba en lo que estaba, ciertamente, y por la intensidad de sus gemidos parecía próxima a experimentar el mayor de sus orgasmos, porque de seguro ya había sentido varios.

Así que, de repente, Rafael levantó las piernas de Laura, doblándolas sobre su pecho, procurando así penetraciones más profundas y embestidas más vigorosas. Hasta que, impostergable por más tiempo, ella explotó. Ayyy… ¡Qué rico! ¡Qué rico! ¡Que rico! No pares… no pares… no pares… Aaayyy… ¡Uff! ¡Uff! ¡Uff! Y acompañó esas expresiones con una contorsión descontrolada de su cuerpo, aferrándose al cuerpo del macho, queriendo retenerlo dentro de ella. Las cosas se calmaron un rato y, al sacar su pene de la vagina de la hembra, mi esposa, pudo verse la cantidad de semen contenida en su condón. La verdad que tenía su reserva bien guardada.

El siguió allí, sobre ella, besándola y haciéndole caricias. Su pene, ya flácido, había entrado en modo recuperación. Pero ella, aún con su sexo ardiente y agitado, quería que él continuase cerca y continuaba recorriendo con sus manos todo su velludo cuerpo. ¡joven! ¿Le apetece un trago? Pregunté. Preferiría un refresco, contestó. La verdad es que tengo mucha sed, respondió. Yo también, dijo ella. ¿Habrá algo en la nevera? Pues, voy a ver, dije, dirigiéndome a la cocina, encontrando jugo de naranja y bebidas gaseosas.

Al volver, les encontré, otra vez, besándose y abrazándose apasionadamente. Vaya, vaya, pensé. No más dar la espalda y ya arrancaron de nuevo la faena. Este Rafael resultó ser todo un semental, inagotable. Bueno, dije, esto fue lo que encontré. Escojan pues. Jugo de naranja, dijeron ambos, así que serví dos vasos y se los alcancé. Ella se sentó en la cama, recostada sobre el espaldar y él hizo lo mismo colocándose a su lado. Vea pues, dije, eso no lo han hecho ni los recién casados. ¿Qué? Dijo él. Pues una revolcada como la que usted le ha dado a ella. Y, ni le preguntó, porque de seguro lo ha disfrutado. Y ¿cómo ha sido? Le preguntó él a ella. Estuvo bien, le contestó. ¿Podría ser mejor, entonces? Me gustó. Estuvo bien. Lo disfruté mucho.

Siguieron allí un rato. Mi esposa, entonces, se levantó dirigiéndose al baño. Y, por cosas de ella, no obstante estar vestida únicamente con sus medias y zapatos, se retocó el maquillaje, se habrá aseado su sexo y pasado una toalla húmeda por todo su cuerpo, porque lo cierto es que salió de ahí como si nada hubiera pasado. Rafael, entonces, siguió su ejemplo, sólo que él si prefirió darse un duchazo y salir renovado, para tomar de nuevo su puesto junto a mi mujer. ¿Estás cansada? Le preguntó. Un poco, contestó. ¿Y tú? También un poco, dijo, pero no quiero perder la oportunidad.

¿A qué te refieres? Preguntó ella. Quisiera tratar de complacerte nuevamente, si me lo permites, contestó. ¿Te gustaría? No sé, respondió ella dirigiendo la mirada hacia mí. Por mí, no te preocupes, manifesté de inmediato. La verdad, me gustaría, dijo ella, pero ¿no te parece que ya está un poco tarde? Y qué importa, respondió él. Yo quiero. ¿Puedo? Sí, dijo ella. Pero no tan afanado como antes. Bueno, contestó, estaba excitado y me dio la sensación de que así te gustaba. Pues, sí, aquello me sorprendió, y me gustó, pero pudiera ser de otra manera. Y cómo puede ser, ¿entonces? Tú eres el experto seductor, ¿cómo te imaginas?

No más decir aquello, Rafael pareció prenderse de nuevo. Bueno, dijo, déjame averiguar. Y, colocándose en medio de sus piernas, sumergió su cabeza entre sus muslos y accedió con su boca el sexo de mi candente esposa. La faena, entonces, empezó de nuevo. Aquel lamía con fervor aquella concha y esperaba ver la reacción de la hembra, que no tardó en evidenciar las placenteras sensaciones que aquella acción le estaba generando. Ella se deslizó hacia abajo sobre la cama y él, quizá entendiendo su intención, giró su cuerpo para que ella tuviera acceso a su pene, que, a estas alturas, ya estaba de nuevo duro y erecto. Y así fue, ella tomó aquel pene en su boca y se acoplaron, en consecuencia, en un sensual 69.

Las maniobras de la boca de ella sobre su pene, generaban en él unos sonoros mmm… que indicaban que lo estaba haciendo bien. Tanto, que él empezó a empujar su pene dentro de la boca de mi excitada mujer. Ella, con una de sus manos, presionó la cabeza de Rafael, insinuando que terminara aquello, así que él dejo de besar su sexo e, incorporándose, dijo, yo sé lo que tú quieres. ¿Sí? ¿Qué? Exclamo ella. Que te penetre como a una perra. ¡Voltéate! Aquello me pareció inapropiado y hasta tuve deseos de intervenir para detenerle, pero, ella, obediente, así lo hizo, y se colocó en posición de perrito. El hombre, entonces, se acomodó y clavó su miembro erecto en la vagina de mi mujer.

Esta vez no caí en cuenta de alcanzarle un condón, así que este, sin más ni más, la penetró sin consideración. Y de seguro aquello propicio una sensación diferente y más intensa, porque con dos o tres embestidas de mi hombre, ella empezó a gemir de nuevo. Ay, ¡te siento rico! Exclamo ella. Me gusta así, pero hazlo suavecito. ¿Puedes? El no respondió, pero, siguiendo sus instrucciones, la embestía con delicadeza, metiendo y sacando su miembro del cuerpo de mi mujer, con delicadeza. Estaban nuevamente acoplados y a gusto, pero, pasado el tiempo en esa misma dinámica, fui yo quien me entrometí y le dije ella. Oye, ¿te demoras? No. Ya vamos a acabar, dijo levantándose.

Rafael, algo contrariado, le dijo, Laura, me dejaste a medio camino. No. Ya verás. Ella se fue hacía el baño, y él, con su miembro erecto, la siguió. Ella se sentó sobre el mesón y abriendo sus piernas, le dijo, termina. El, entonces, la penetró y empezó a empujar vigorosa y rápidamente, como al principio. Dale hasta que acabes, le dijo, y no te preocupes, te puedes venir dentro de mí. Realmente lo deseo. Y para qué fue a decir eso, porque aquel se puso como loco a embestir a mi mujer, quien ya gemía de lo lindo y, al cabo de un rato, él pareció eyacular, pues apretó sus nalgas y empujó hasta el fondo de su vagina, quedándose inmóvil en esa posición. Se besaron de nuevo.

Bueno, picaflor, ya está, dijo mi mujer. Has quedado complacido. Ya conseguiste lo que querías, ¿verdad? ¿Y tú no? Replicó él. También, contestó ella. Ambos dimos rienda suelta a nuestros deseos y al final, creo que todo salió bien. ¿O no? Creo que sí, dijo Rafael. No estaba muy convencido de querer hacerlo así, pero finalmente decidí correr el riesgo y no me arrepiento. Oportunidades como estas no se dan todos los días.

¿Cuál riesgo? ¿De qué hablas? Pregunté. Pues de lo que acaba de suceder. ¿Y qué de raro hay en lo que pasó, acaso? Pues yo le manifesté abiertamente que me gustaría tener relaciones sexuales con ella, e incluso lo insinué invitándola a mi habitación, pero ella dejó muy claro que era una mujer casada y que, si algo pudiera suceder, tendría que ser con el consentimiento de su marido. Y que, si ella accedía, tenía que ser acompañada de usted. ¿Y? Indagué expectante. Pues que no estaba muy convencido de que eso fuera a ser fácil de asimilar.

Cuando ustedes se fueron del salón, yo me quedé dando vueltas un rato y, cuando me percaté que ella había dejado su maquillaje sobre la mesa, pensé que se trataba de una señal, un mensaje que me habían dejado, o algo así. De manera que, no voy a negarlo, se me ocurrieron muchas cosas, y, finalmente, tome la decisión de intentarlo. ¿Por qué no? Y cuando usted me abrió la puerta, y me dijo algo así que, como a la cenicienta, hágale partícipe de sus favores. Pensé, de verdad, que me estaban esperando y que las cosas se iban a dar.

¿Acaso tú dejaste ese maquillaje a propósito? Le pregunté a mi esposa. No, dijo ella. Cuando salimos cogí mi cartera, como siempre, y no reparé en que había algo fuera. Nada más. Entonces, ¿no lo esperabas? No, respondió. Y, ¿por qué ese encuentro como tan esperado? Me pareció, entonces, que ya habían acordado algo previamente. Para nada, dijo ella. No, la verdad, no, confirmó él.

¿Y? ¿Entonces? ¿Qué pasó? Cuestioné sorprendido. Pues, dijo Rafael, como yo pensé que era algo esperado, pues me atreví a actuar como lo había estado imaginando toda la noche, mientras bailábamos. Y si ella me correspondió, pues aún más. Yo estaba seguro de que ustedes ya habían hablado, de que ella lo deseaba, de que usted ya lo sabía y por eso, siguiendo las ideas que traía en la cabeza, me dirigí a ella y traté de ignorarlo a usted. Esto ha sido algo nuevo para mí.

Bueno, dije mirando a mi esposa, ¿cuál es tu historia? ¿Qué pasó? Pues pasó lo que pasó, respondió. Los dos estuvimos compartiendo la mayor parte del tiempo esta noche y, entre baile y baile, la verdad, Rafael me interesó como hombre, y sus insinuaciones sexuales me calentaron aún más. Me sentí apreciada, deseada y, no digo mentiras, consideré que una aventura como esta se podría dar con él, pero lejos estaba de saber cuándo, cómo, ni dónde. Y, cuando apareció, realmente me sorprendió, de modo que, cuando se acercó a mí, simplemente me entregué a lo que pasaba. Y ya.

Eso nos ha sucedido antes, me dijo. ¿O no? Pues no así, repliqué. Que el príncipe azul llegué buscando a su cenicienta para darle verga hasta más no poder, no lo había vivido antes. Es nuevo. Bueno, siempre habrá una primera vez. Y tampoco será la última. Bueno, dije yo, en tono sarcástico, mirando a mi esposa, ¿ya calmaste fiebre? Ya es tarde, respondió ella. Pero eso no fue lo que pregunté, exclamé. Seguramente él está cansado, respondió. ¿O sea que quieres más? ¿Es lo que me quieres decir? Ella solo sonrió.

Rafael ya tenía su miembro erecto, de nuevo, escuchando esa conversación, así que se acercó a ella diciéndole, dime qué quieres que haga. Algo rápido, dijo ella. Es que, la verdad, ver tu miembro así me calentó de nuevo. Y, diciendo y haciendo, ella, allí mismo donde estábamos, apoyo sus manos sobre una silla, inclinó su cuerpo hacia adelante y expuso sus nalgas para que su semental la penetrara desde atrás. Ya la oyó, le dije a él, algo rápido, ¡por favor! Este, entonces, se colocó a sus espaldas y la penetró, empujando nuevamente con mucho vigor. Ella, no más iniciar la faena, empezó a gemir de placer, así que nuestro inagotable hombre la taladró sin cesar hasta que, próximo a venirse, sacó su miembro de la vagina de mi esposa, haciéndola girar para que ella le mamara su sexo.

Estaba claro lo que quería aquel. Ella, así lo hizo, y le siguió la corriente, de manera que su hombre se vino en su boca. Enseguida, ella se incorporó y lo besó. Duraron abrazados un rato más y, ya, habiendo expulsado el macho su carga básica, la velada se dio por terminada. Bueno, Rafael, dijo mi mujer, la pasé muy rico. Espero que nos podamos volver a encontrar en otra ocasión. Eso mismo espero yo, respondió él. Les agradezco mucho la noche tan especial que he pasado. Y, vistiéndose rápidamente, se despidió de nosotros y se fue.

Al quedarnos solos le dije a Laura, bueno, para no haber estado programado, parece que la pasaste muy bien. Sí, respondió ella. La verdad, no sé porque me excitó tanto estar con él, pero ya eso quedó atrás. Dejémoslo así y vámonos a dormir. Oye, pregunté, ¿te tragaste su semen? No, lo hizo él. Ciertamente llenó mi boca con su semen, pero yo se lo devolví cuando lo besé. No me di cuenta de eso, comenté. Y para mis adentros pensé en la sorpresa que se debió haber llevado el Rafael. Menuda zorra le salió su cenicienta.

A la mañana siguiente fuimos a almorzar al comedor del hotel y nos dimos una vuelta por las instalaciones, antes de irnos, con la intención de encontrarnos de nuevo con él, pero no le vimos, y, dejando atrás el recuerdo de la noche pasada, regresamos al calor de nuestro hogar. Quien iba a pensar que aquello iba a pasar en la celebración de un matrimonio. Pero en esta vida, todo es posible…

(9,76)