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Con las botas puestas

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El contenido del relato es muy sencillo. Me gusta tomar fotos de mi mujer mientras tiene sexo con sus conquistas, porque encuentro estéticas, atractivas y muy excitantes las imágenes que se capturan, las composiciones, el ambiente, el decorado, el color de las sábanas y el contraste del color de su piel con la de su amante. Tal vez lo único que interesaría en estos casos es el tema netamente sexual, pero hay algo de cautivador en las fotografías cuando tu mujer se ve a medio vestir, gesticula durante el acto y se perciben texturas y colores que generan interés y excitación cuando estas fotografías se ven una y otra vez.

Ella generalmente no se desnuda del todo a la hora de fornicar con sus corneadores, sino que se deja puestas las pantimedias y sus zapatos de tacón. Digamos que es una marca registrada. Ella también ha disfrutado viendo las fotografías que he tomado en sus encuentros y sabe que hay diferencia entre aquellas donde está totalmente desnuda y las que la muestran a medio vestir. Tal vez por eso, y sabiendo que los estoy fotografiando, ella nunca se desnuda completamente.

Algún día, sin embargo, caminando por un centro comercial, nos detuvimos frente a la vitrina de un almacén de calzado que exhibía maniquís de mujeres luciendo diferentes tipos de botas. ¿Te llaman la atención? Le pregunté. Sí. Están bonitas, respondió. Bueno, comenté sin titubear, te voy a regalar unas. Y, sin decir palabra, entramos al lugar para ver qué se nos antojaba.

Poco tiempo después se estaba probando diferentes modelos de botas, mirándose en el espejo para ver con cual de ellas se sentía más cómoda. La selección no fue fácil, porque ella estaba pensando en cómo combinarlas con la ropa que tenía mientras que yo estaba pensando en cómo quedarían las fotografías y cómo se vería ella retozando con sus amantes.

Finalmente estuvimos de acuerdo en adquirir unas botas negras, de tacón alto, bastante ajustadas a sus piernas y que llegaban un poco más arriba de sus rodillas. Pero, claro, había un pero. Con las mujeres, en temas de vestimenta, siempre hay un pero. Esas botas, según su opinión, no lucirían bien con la ropa que tenía. En fin. El regalo, entonces, tendría que ser algo más que las simples botas, así que nos fuimos a buscar un vestido que hiciera juego. Y, la verdad, los almacenes que visitamos tenían solo ropa convencional, de manera que nada parecía satisfacer sus gustos.

Habiendo visitado varios lugares, al parecer sin resultado, seguimos vitrineando hasta que, quizá por casualidad, cruzamos por enfrente de un almacén de lencería erótica. Y ella, sin yo sugerir nada, comentó que allí pudiera haber ropa que hiciera juego con sus botas. He llegado a pensar que, para ese momento, por su cabeza ya pasaban imágenes excitantes exhibiéndose para otros. Lo cierto es que, una vez entramos al lugar, la selección resultó aún más complicada, no porque los vestidos no combinaran sino porque ella, al fin y al cabo, no sabía por cual decidirse.

Finalmente escogió un conjunto en látex, de color negro mate, compuesto por un corpiño escotado y una falda bastante corta, que ciertamente permitía resaltar sus piernas, haciéndolas ver incluso más largas de lo que eran. Ella se veía bastante sexy y atractiva con ese atavío. Y, con gusto evidente, hicimos la compra.

Bueno, pregunté, pero ¿dónde y cuándo vas a tener la oportunidad de exhibir esa vestimenta? No es un atuendo común y serían muy pocos los espacios y momentos para usar ese vestido. Ya habrá oportunidad, dijo. Y si no, pues se usa en ocasiones especiales. ¿Cómo cuáles? Pregunté curioso. Pues lo luciría para ti. ¿Te parece poco? No, para nada contesté. De verdad te ves muy bien.

Pasaron los días y, de verdad, no hubo oportunidad para justificar el uso de aquel atuendo. Las anheladas botas y el conjunto de cuero permanecían guardados en el closet, sin estrenar. Tuvimos encuentros casuales con “singles” y nunca se dio el momento para lucir aquellas prendas. Y así fue pasando el tiempo hasta que llegó el mes de octubre y, con ocasión del día de brujas, por fin se encontró justificación para lucir las prendas.

Fuimos invitados a una fiesta aquel día, en un hotel exclusivo, motivo por el cual no podíamos aparecernos con cualquier atavío. Ella, sin dudarlo, recurrió a las prendas guardadas en su guarda ropas y yo, un tanto indeciso, decidí caracterizarme como el Conde Drácula, también de negro y con capa.

La fiesta estuvo bastante concurrida y, como era de esperarse la dama de botas altas, con hombros descubiertos y corpiño escotado, causó sensación. Fuimos presentados con varias personas, conocidas de nuestros anfitriones y, en medio de la algarabía, también aparecieron otros muchos que simplemente querían acercarse para detallar muy de cerca a mi mujer. El ambiente era alegre y agradable, por lo cual ambos estábamos a gusto, sin prever nada diferente a divertirnos un rato aquella noche.

Pero era obvio que muchos hombres estaban cautivados con el “look” de mi mujer y se acercaban a ella en plan de galanteo y conquista, impulso que se veía un tanto frenado cuando identificaban que quien estaba a su lado era yo, su esposo. Así que todo muy distante, muy educado y muy respetuoso. Sin embargo, ella no rechazaba, para nada, las invitaciones a bailar, que fueron recurrentes y muy seguidas. Y, como ella lo disfruta, pues nada raro había en que lo hiciera.

Avanzada la noche y habiendo departido con varias parejas, ciertamente surgió el interés y preferencia por alguien. Ya sabía yo que, si ella mostraba interés en alguien, era porque en sus acercamientos ya había podido evaluar su virilidad, imaginado en su cabeza cómo pudiera ir un encuentro más allá del simple baile. El hombre seleccionado, un muchacho un tanto más alto que ella, de piel morena y contextura normal, parecía divertirla con su conversación, buenos modales y habilidades para el baile.

Avanzada la noche y dado que bailaban repetidamente, una y otra vez, era evidente que aquello pintaba para algo más que divertirse bailando. Al percibir aquello, en mi cabeza ya aparecían imágenes de ellos dos retozando desnudos en la cama, pero ella, claro está, con las botas puestas. Se la veía muy contenta y acaramelada con su parejo de baile, así que me fui anticipando por lo que pudiera suceder y fui a la recepción para rentar una habitación.

Había posibilidades de seleccionar la habitación que más me gustase, así que el botones me acompañó para mirar varias opciones, decidiéndome por un cuarto grande, en el séptimo piso, con una vista magnífica de la ciudad, dotado con una elegante y acogedora cama. A su lado, en la pared, había un espejo que le permitía a uno verse de cuerpo entero. Me pareció ideal para lo que imaginaba iba a pasar. Y si no fuese así, no importaba. Estaba decidido a pasar allí lo que quedaba de la noche.

Cuando volví de nuevo a la reunión, parecía que nada había cambiado. Se la veía a ella bastante relajada y desenvuelta, bailando con el muchacho que había cautivado su atención. Sin embargo, cuando volvían a la mesa, pude observar la delicadeza con la que él la tomaba a ella por la cintura, dirigiéndola entre la multitud de regreso a nuestra mesa. La escena se veía un tanto cómica, porque Luis Andrés, que así se llamaba el muchacho, iba disfrazado de payaso. Un payaso caminando detrás de una “esposa caliente”.

Tan solo con ver la mirada de mi esposa supe que la aventura ya estaba en marcha. Había algo de picardía reflejada en su mirada y morbosidad en sus gestos cuando se dirigía a él. Se sentaron en la mesa y conversaron por un rato, al cabo del cual mi mujer, sin recato alguno, dijo: me gustaría que nos hicieras unas fotografías. ¿Trajiste la cámara? No entiendo, dije yo haciéndome el desentendido. Ya tu sabes, bobo, quisiera estar un rato con Luis Andrés y me gustaría que me tomarás unas fotos luciendo esta indumentaria.

Okey, dije. Supongo que él ya está enterado cómo funciona la cosa. Pues no le he dicho nada, comentó, pero no creo que eso sea problema. El parece estar muy a gusto conmigo, se ha mostrado muy dedicado y bastante insinuante, por lo que pienso que no va a haber inconveniente. Se la ha pasado coqueteando todo el rato y pienso que, de proponérselo, no rechazaría la oportunidad. Está encantado. Pero, pregunté, estás hablando en serio o es solo una idea. Es en serio, respondió, a menos que no estés de acuerdo. No es que no esté de acuerdo, respondí, solo que no lo esperaba.

Bueno, dije, déjame pagar la cuenta y vamos a la habitación. ¿Cómo así? preguntó. ¿Ya reservaste? Sí, contesté. No sé por qué, pero imaginé que esto iba a pasar. Está en el séptimo piso, la número 703. ¿Nos vamos adelantando? Sugirió. ¡Si quieres! respondí, entregándole una llave. Yo tengo otra. Allá les llego, entonces. Y procedí a cancelar el consumo. Por otra parte, habiendo sido mi esposa el centro de atracción, debió verse curioso que el Conde Drácula, el payaso y la “hotwife” abandonaran la fiesta y se dirigieran a las habitaciones…

No me demoré mucho y, al llegar a los ascensores, ellos estaban esperando. Pensé que ya estaban arriba, comenté. No, dijo ella, preferimos esperar y subir todos juntos. ¡Perfecto! En el ascensor íbamos solo los tres. Luis Andrés, lanzado a la aventura, besó a mi mujer en frente mío y ella no lo rechazó. Es más, diría que lo disfrutó, porque él empezó a utilizar sus manos para estimular su sexo. Así que me limité a observar cómo se acariciaban y besaban mutuamente hasta que nos detuvimos en el séptimo piso.

Me dio un tanto de risa porque, caracterizados como estaban con la indumentaria, se veía un tanto cómico cómo el payaso besaba a mi esposa, vestida muy insinuante, tal vez luciendo como una prostituta. Pero aparte de ese detalle, ambos, hembra y macho, ya estaban enfrascados en su sexual aventura.

Al detenerse el ascensor y abrirse la puerta, les hice la seña para que se adelantaran, mostrándoles el camino. Habitación 703, dije. El recorrido hasta allí sería como de unos veinte metros. Mi mujer encabezaba la fila, yendo Luis Andrés y yo detrás de ella. El golpeteo de sus tacones al caminar y las imágenes que ya corrían por mi cabeza me excitaron sobre manera. El muchacho, caminando muy cerca de ella y atrevido en exceso para mi gusto, le acariciaba con delicadeza sus nalgas mientras hacíamos el recorrido. El ya estaba en lo suyo.

Ella usó la llave para abrir la puerta e ingresó a la habitación. Luis Andrés, no más entrar, la abrazó, besándola nuevamente. El encuentro sexual ya había empezado en ese punto. Y fui yo quien, cerrando el grupo, cerré la puerta. Para ellos, en ese instante, concentrados el uno en el otro, yo ya había dejado de existir, ignorando totalmente mi presencia, así que me relajé y me limité a observar la escena y tomar fotografías del evento.

Mi esposa tomó el control de la situación y empezó a desvestir a Luis Andrés, que, muy excitado, estaba dedicado a masajear sus senos y llevar sus manos por debajo de su falda hasta las nalgas, sin dejar de besarla por un instante. Sus bocas abiertas dejaban ver cómo sus lenguas se entrelazaban y, al ritmo de sus respectivas caricias, sus manos inquietas exploraban sus cuerpos en toda su extensión.

Mi mujer nunca se ha equivocado en estos casos, pues al desvestir al bajar sus pantalones puso al descubierto el enorme miembro que tenía. Y ella, encantada con tal vista, de inmediato procedió a empujarlo hacia atrás, hacia la cama, llevándolo a que se acostase de espaladas mientras ella se deleitaba contemplando y masajeando tan provocativo pene, que, poco tiempo estuvo a mi vista, porque rápidamente lo llevó a su boca para chuparlo como quien degusta una colombina.

Definitivamente la dureza y textura de aquel miembro deslumbró a mi esposa, que no dejaba de masajear y chupar ese miembro para deleite del muchacho, quien no dejaba de gesticular y emitir tímidos gemidos mientras ella hacía su trabajo. El le pidió que se volteara y ella así lo hizo, ubicando su cuerpo a un costado de él. Al principio, en esa posición, él se dedicó a acariciar sus piernas y sus nalgas mientras ella seguía concentrada en chupar y chupar con deleite aquel pene.

Ahora déjame hacerlo a mí, suplicó el muchacho. ¿No te gusta? Replicó ella. Sí, me encanta, pero ya hiciste tu parte. Déjame hacer la mía. Bueno, dijo ella, sentándose en la cama, a su lado, en posición invertida, como estaban. El se levantó de la cama y se puso de pie. ¡Ven! Le dijo, invitándole a que le acompañara y ella así lo hizo.

Estando así, entonces, Luis empezó a desvestirla mientras se besaban y acariciaban, y también a despojarse él de las prendas que aún vestía, quedando los dos desnudos, frente a frente, excepto por las botas que mi esposa tenía puestas. Fue él quien ahora empujó a mi esposa hacia la cama para que se acostara de espaldas. Ella, quizá pensando que había llegado el momento de la penetración, se dispuso cómodamente y abrió sus piernas para facilitar las cosas, pero Luis tenía otra cosa en mente. Se fue acercado a ella, poco a poco, pero se inclinó sobre sus caderas para saborear su sexo.

Estuvo en esa posición, chupando la vagina de mi esposa, lamiendo su clítoris con la lengua e insertando los dedos dentro de ella para estimularla todavía más. Y ella, por supuesto, encantada. Jugó y jugo con ella, por un largo rato, entretenido con los gemidos de mi esposa hasta que, al parecer, sin más recursos, anunció: “Ya no aguanto más”. ¿Por qué lo dices”, preguntó ella? Porque te quiero penetrar ya, respondió él. ¿Y qué te detiene? Gracias, se limitó a decir él y se incorporó para penetrar a mi esposa, que ansiosa ya lo estaba deseando.

A mí esa imagen siempre me va resultar excitante. El momento en que su miembro erecto entra en su vagina genera muchas sensaciones. El que ella abra sus piernas para recibirlo y que, una vez esté entrando ese pene dentro de su cuerpo, ella empiece a gesticular, a atraer con sus manos el cuerpo del muchacho para que vaya más profundo, ciertamente excita, calienta, emociona. Y ese pene, erecto y curvado hacia arriba, pronto generó en ella reacciones placenteras. Fue evidente. Su cuerpo empezó a contorsionarse debajo de aquel macho que metía y sacaba su miembro compasadamente.

Ella, entregada al momento, y muy excitada con el accionar de su amante, lo estimulaba a actuar diciéndole repetidamente, ¡dale! no te detengas, te siento rico. Y el muchacho, envalentonado con aquellas palabras, taladraba sin cesar a mí esposa, que gesticulaba, se contorsionaba y gemía a placer, haciendo aquella escena todavía más atractiva. Y más excitante aún porque, con sus botas puestas, la imagen era muy erótica y caliente. No lo puedo describir. Mi miembro estaba que estallaba con sólo ver cómo ella movía sus piernas debajo de aquel macho que la penetraba, proporcionándole mucho placer.

Luis, de cuando en cuando, interrumpía sus embestidas, sin dejar de sacar su miembro, para volver a atacar, primero lentamente y luego con mayor velocidad, a mi excitada esposa. No pares, le decía, ¿por qué te detienes? Era solo para preguntarte si estás bien, decía él. ¿Lo estás? Sí, respondía ella con una vocecita, estoy super. Te siento rico. ¡dale!

Y darle es lo que hacía ese muchacho. Embestir y embestir el sexo de mi esposa, dándose sus mañas para besarla, para tocarla, para apretar sus nalgas y para disfrutar de ella a sus anchas, así como ella disfrutaba de las caricias sexuales de su macho. El tiempo transcurría y aquel, con su táctica de embestir y detenerse periódicamente, había extendido el tiempo y ella pareció demandar una mayor sensación, así que él aceleró y aceleró sus embestidas hasta que ella, gimiendo desesperadamente, pareció alcanzar el clímax de placer.

Con un sonoro uuuyyy… ella echó sus brazos hacia atrás y disfrutó en silencio las sensaciones que le produjo aquel instante, relajándose a voluntad para descansar de la faena. El muchacho se quedó un rato sobre ella, besando y masajeando su cuerpo a placer hasta que ya, también relajado, se incorporó mostrando un miembro flácido, que aún goteaba algo de semen por la punta. Y, al parecer satisfecho, se recostó al lado de mi esposa, sin dejar de masajear sus senos. ¿Te gusto? Le preguntó. Sí, mucho, respondió ella.

Después de aquello, con sus cuerpos muy juntos y entrelazadas sus piernas, se quedaron dormidos. Pensé que aquello había terminado así y no supe si despertar al muchacho para insinuarle que, finalizada la sesión, ya era tiempo de dejarnos solos, pero preferí esperar. No quise importunar a mi mujer que dormía plácidamente. Sin embargo, transcurrido el tiempo, ella, palpando el cuerpo que reposaba a su lado, instintivamente buscó con su mano el miembro de Luis, que, al contacto con esa caricia, despertó de nuevo.

Parecían estar dormidos, pero mi mujer, masajeaba decididamente el miembro de Luis, estimulándole nuevamente para entrar en acción. Y él, seguramente, así lo entendió, porque también empezó a estimular con sus dedos su sexo. Poco a poco parecieron despertar totalmente. El miembro empezó a crecer y endurecerse en las manos de mi mujer, quien, tal vez sintiéndolo totalmente dispuesto, tomó la iniciativa para incorporase y acomodarse sobre el cuerpo de su amante, insertando aquel pene dentro de su vagina.

Montada como estaba sobre él, empezó a mover sus caderas adelante y atrás, a un lado y a otro, y en círculos, buscando encontrar el estímulo que le procurase alcanzar el mismo o mayor placer que había experimentado minutos atrás. Y seguramente lo logró muy pronto, porque la velocidad de sus movimientos aumentaba, estimulada con las caricias de aquel hombre que, inmóvil bajo la hembra en movimiento, acariciaba su cuerpo, especialmente las piernas y sus senos. Y eso parecía incrementar en ella su excitación y ponerla a mil revoluciones. Gemía y gemía, pero era ella quien controlaba el nivel de placer que experimentaba.

Se movió y se movió sobre aquel hombre por un buen rato, gesticulando y gimiendo sin ton ni son, hasta que, de un momento a otro, se retiró para cambiar de ubicación, colocándose de perrito al lado del cuerpo de su amante. Ya me cansé, le dijo a Luis mientras lo hacía. Ahora te toca a ti de nuevo. Y siendo evidente lo que ella quería, aquel hombre se incorporó para penetrarla desde atrás.

Y así lo hizo. Nuevamente fue excitante ver cómo el miembro de aquel hombre se insertaba lentamente dentro del cuerpo de mi esposa. Y ver como entraba y salía rítmicamente al compás de sus embestidas. Ella encontró mucho placer al ser penetrada en esa posición y también movía su cuerpo, adelante y atrás, en respuesta a los movimientos del macho. Y ella, con sus botas puestas, se veía como toda una amazona. Una imagen inolvidable.

La escena se prolongó por varios instantes. El embestía decidido a alcanzar su máximo placer mientras ella, receptora de sus maniobras, estaba esperando lo mismo. Y, después de minutos de un tira y afloje mutuo, ambos parecieron llegar a la cúspide al mismo tiempo. Generaba mucho morbo verlos a los dos tan excitados en el momento, moviendo sus cuerpos para lograr las máximas sensaciones.

Luis, después de acelerar sus embestidas impetuosa y vigorosamente, sacó su miembro para expulsar todo su semen en la espalda de ella, quien, también agitada y congestionada con la sensación que experimentaba, terminó de acostarse boca abajo sobre la cama y dejar pasar el ímpetu del momento. El, por el contrario, descargado su contenido, se incorporó y se dirigió al baño, dejándola a ella tendida, disfrutando la intensidad de su aventura. No hubo más gemidos, más palabras, más expresión de sensaciones y todo quedó en silencio.

Ella, sin embargo, teniendo aquel macho a su disposición, todavía parecía querer más. Luis, asomándose a la puerta del baño, dijo, ya es tarde, ¿verdad? ¿Ya te quieres ir? Replicó mi esposa. De pronto ustedes están cansados y ya quieren estar solos. ¿Te parece? Preguntó mi esposa. Supongo, respondió él. Y si te dijera que quisiera estar otra vez contigo, ¿Qué me dirías? Pues, que encantado. Y me quedaría un rato más. Entonces, dijo ella, no pierdas el tiempo y ven acá. Aquello fue un afrodisiaco para ese muchacho, porque su miembro se endureció de nuevo.

Y así, enarbolando su pene erecto, volvió a acercarse a ella, quien, levantándose de la cama, se colocó de pie, de espaldas a él, apoyada en el espaldar de una silla, exponiendo sus nalgas. Luis entendió de una vez lo que ella quería y, sin pensarlo dos veces, se acercó para penetrarla sin titubeo. La maniobra fue fácil porque ella ya estaba dispuesta y su vagina lubricada, de tal manera que penetrarla de nuevo no tuvo ninguna dificultad.

Y, entonces, con su permiso, el muchacho empezó a taladrarla de nuevo mientras ella, apoyada con sus brazos, controlaba su cuerpo para buscar la mejor posición, aquella que le permitiera disfrutar de los embates de su macho y obtener las mejores sensaciones. El, por su parte, apretaba su cuerpo al de mi mujer, buscando que su miembro alcanzara las mayores profundidades de su cuerpo. Y también su propio placer. Siendo esta la tercera faena en la noche, quizá costara un poco más de trabajo lograr eyacular.

Por lo tanto, para disfrute de mi mujer, su intercambio se demoró, tal vez, algo más de lo esperado. Ella, dichosa, retozaba y movía el cuerpo a su antojo mientras Luis se dedicaba a empujar y empujar para lograr el efecto deseado. Ella lo estaba logrando y, en medio de la excitación, los gemidos y demás, el hombre se estaba viendo retrasado en el propósito. Al poco tiempo ella estaba contorsionándose y gimiendo de lo lindo, al parecer porque una vez más había alcanzado la cima de sus orgasmos. Y eso la llevó a que, de un momento a otro, compulsivamente, se retirara quedándose inmóvil, dejando al macho con su miembro enarbolado y expectante.

Pasados unos instantes, y respuesta del disfrute de sus sensaciones, ella, mirándolo, aún él con su miembro erecto y ella sintiéndose en deuda, le preguntó, Tú no llegaste, ¿verdad? El no respondió, pero su expresión lo decía todo. Perdona, dijo ella. Y, dirigiéndose de nuevo a la cama, le dijo… ¡Ven! Y acostándose de espaldas, abrió sus piernas. No te puedes ir sin acabar. Termina lo que empezaste.

Y para qué dijo ella eso. El hombre se abalanzó sobre ella para penetrarla y ahora, tal vez algo frustrado, la embistió con mucho más vigor y fuerza, moviendo su cuerpo para todos lados y, luego de un rato, colocándose al lado de ella, la penetro de nuevo, ahora desde atrás, levantando una de sus piernas con su mano. Y así, después de darle y darle sin cesar, finalmente alcanzó su orgasmo y se pudo ver cómo, mientras se agitaba congestionado, retiraba su miembro del cuerpo de mi mujer. El chorro cayó sobre las sábanas.

Ahora sí, de verdad, la faena había terminado. Mi esposa ya había quedado satisfecha y él, su amante de turno, también había logrado dar fin a su aventura y no haber dejado nada a medias. Ya estamos a mano, le dijo mi mujer. La pasé muy rico. Espero que tú también. Sí, dijo él, yo también. Pasé una noche increíble. Se los agradezco. Y vistiéndose nuevamente, con su disfraz de payaso, se despidió de nosotros y se fue.

Las fotografías quedaron increíbles, le dije a mi esposa. El encuentro estuvo súper excitante y déjame decirte que te ves muy atractiva haciendo el amor con las botas puestas.

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