Desde que me puse en cuarentena preventiva por prescripción de las autoridades sanitarias, ando completamente desquiciada. ¿Por qué se me ocurriría a mí acostarme con aquel hombre? Claro que…, era tan macho…, tan joven, ¿cómo podía yo sospechar siquiera que estaba contagiado de coronavirus? Fue en aquel viaje a El Burgo, durante la estancia en el refugio, en la Fuensanta:
"Hace frío aquí", dije, sentada en un butacón, frente a la mesa de madera donde habíamos cenado todo el grupo, alrededor de diez mujeres que, como yo, quincuagenarias, habíamos reservado el refugio para pasar el fin de semana en plena naturaleza. "Sí", respondió alguna; "Encendemos la chimenea", propuse; "No, prefiero acostarme", "Sí, nos acostaremos, estamos cansadas", dijeron; "Como queráis, yo me quedaré un ratito más despierta", dije; "¡Oy, qué energía tienes, Gertrudis!", me dijo alguna. Todas subieron las escaleras y se repartieron por las habitaciones del piso superior; yo me quedé abajo, apagué la luz de las velas y me eché encima toda tela de abrigo que pude. Solo se oía el murmullo del viento entrando por alguna rendija y algún crujido leve de los tablones que cubrían el suelo, seguramente a causa del intercambio de calorías al haberse vaciado y oscurecido la amplia sala que era a la vez vestíbulo y que, escasa de mobiliario, tan sólo tenía un lugar para comer, una cocina de gas butano, una chimenea y un viejo sofá de cuero, todo en el mismo espacio. "Ah", pensé, "qué tranquilidad, si no fuese por este frío", y me encogí más bajo la ropa de abrigo. Al ir a meter las manos bajo las axilas, palpé mis gruesas tetas: los pezones duros, salidos.
Me dormí. Algo me despertó. Estaba cerca de mí. Alguien me despertó. "Oiga", oí que me decían en voz baja, "puedo usar su sofá, me caigo de sueño"; "¿U-usted, quién es?", pregunté algo asustada; "El guardabosques, tengo llaves de todos los refugios, los uso cuando me hacen falta, tengo ese privilegio, ahora debo usar este"; "Bueno, use, úselo", solté. Él se dirigió al sofá y escuché el golpe de su cuerpo al caer rendido sobre el cuero. "Un hombre, un hombre y, por su voz, joven, tan cerca, debo aprovechar, no se va a negar, todos los hombres son iguales, piensan con la polla, en cuanto se la acaricie un poco"… Fue una noche inolvidable; resultó ser un semental el guardabosque.
Primero follamos completamente vestidos, yo sobre él, le saqué la polla por la portañuela y me la metí en el coño bajo la falda, apartando la telita de las bragas; boté sobre él durante un rato, suficiente para correrme, luego se vino él, rugiendo de placer. Después, me desnudó bruscamente y me chupó las tetas como un cachorro hambriento, yo bocarriba, él encima, y me volvió a traspasar con su bravo y ancho cipote; su cara se contorsionaba a cada empuje, resoplaba, mis orgasmos iban y venían entre grititos y quejidos, sacó su polla y eyaculó entre mis tetas, se ve que le gustaban.
Siguió follándome: por el agujerito de mi culo, yo, de bruces contra el reposabrazos con mis tetas balanceándose sin control, recibía sus rudos embistes; por mi cavidad bucal, yo, sentada, apoyada la espalda en el respaldo del sofá, sentía el choque de sus huevos en mi barbilla… Por descontado, del frío no tenía noticias, hasta que por la mañana, vapuleada pero satisfecha, me despertaron mis compañeras de excursión, que me miraron muy extrañadas al verme desnuda cuando me incorporé. Y me quedé helada, sí, cuando oí por la radio que un infectado por coronavirus había escapado de su confinamiento y había sido visto por última vez en un microbús en dirección a El Burgo. "Seguramente habría viajado con nosotras, oculto en el portaequipajes", rebobiné inquieta.
Así que el guardabosque no era tal, sino que era un infectado. Había escapado y, ahora, lo habían capturado. Y las autoridades dieron conmigo:
"¿Es usted Gertrudis Nena?"
¿Cómo sabían mi nombre y apellido? Es notorio qué largos son los brazos de un Estado cuando le interesa.
"Sí, soy yo"
"No salga de su casa, recibirá una visita"
"¿Quién me lo ordena?"
*Las autoridades"
Se entrevistaron conmigo dos amables policías vestidos de paisano. Me pidieron detalles. Tuve que darlos. Uno de ellos, me guiño un ojo. ¡Descarado! Después me dijeron que pasaría una enfermera para recoger una muestra de sangre. Pasó la enfermera. Di positivo.
Bah, la cuarentena preventiva, me subo por las paredes. No sé qué hacer. Harta de televisión, de internet. Miro los cuadros con mis fotos. En algunas estoy con mi ex marido, o con mis dos hijas. Hay una en la que, muy joven, poso en bikini. Me observo. Llevo mi cabello rubio muy corto, como ahora, mis tetas casi se salen de las copas del sujetador, como ahora, mi cintura es fina, como ahora, las caderas son anchas, como ahora, los muslos son carnosos y prietos, como ahora, ¿en qué he cambiado?; mi cara, antes era muy infantil y regordeta, ahora es más arrugada y angulosa. ¡Ding, dong, dang! ¡Oh, ha sonado el timbre, qué raro, quién será!
"Gertrudis, corre, abre", oigo que dice alguien detrás de la puerta; "¿Quién es?", pregunto alarmada; "Soy yo, el guardabosques". Abrí inmediatamente. "Entra", pedí, él entró, "¿qué haces aquí, cómo sabes dónde vivo, no estabas internado?"; "Hay tanto que explicar"; "Pues empieza". Y empezó:
"Me llamo Adolfo Llamas. Un día nos conocimos hace más de veinte años, por la mañana en una playa. Tú tenías novio. En una fiesta, de borrachera, la noche de ese mismo día, nos enrollamos, aunque no llegamos hasta el final, pues, al final, te volviste a casa con tu novio. Me tuve que hacer una paja frente al mar. Esa eras tú ese día". Señaló la foto de Gertrudis en bikini. "Nunca más te volví a ver porque soy soldado, y ese verano me destinaron con urgencia a una guerra lejana. Pero no te he olvidado en todos estos años y"…
"Perdona", corté, "pero tú eres más joven que yo, quizá ni habías nacido cuando me hicieron esa foto".
Adolfo tartamudeó: "M-me has pi-pillado".
"Ah, esto de los admiradores secretos". Adolfo no era más que un chiquillo enamorado de mí hasta el tuétano que me veía a diario pasear por el barrio, ir a comprar al supermercado, echar la bonoloto en la administración. Su tía, amiga mía, le dijo lo de la excursión a El Burgo, por eso apareció haciéndose pasar por guardabosques. Adolfo no estaba infectado por el coronavirus. Entonces…, ¿qué hacía yo pasando la cuarentena? Y me acordé.
¡Qué tonta soy, pero qué tonta y caprichosa soy! O sea, no estoy en cuarentena por haber follado con Adolfo, los policías se habían reído de mí sacándome confesiones morbosas, haciendo que les explicase escenas eróticas, pornográficas, se habían divertido. En realidad, me contagié una semana antes:
Me encargué personalmente de hacer la reserva del microbús. Consulté en Google. Aparecieron numerosos artículos con nombres y teléfonos de empresas. Llamé a muchos, pero me parecieron excesivamente caros, excepto uno. Establecí una cita. Llegué al lugar donde supuestamente debía haber una empresa de transportes, aunque era una casa mata con jardín y garaje. Toqué el timbre y, minutos más tarde, salió un vejete con una boina. "Hola", le dije, "vengo por lo del microbús"; "Ah, sí, entre, abra la cancela y entre". El vejete, muy simpático, abrió la puerta metálica corredera del garaje para mostrarme su flamante vehículo. Me dijo que era prácticamente nuevo, que él ya no necesitaba trabajar, que le divertía eso de transportar personas a no demasiada distancia. Hablamos del dinero, fui a pagarle: "Bah, es gratis"; "¡Cómo gratis!", repliqué sorprendida; "¿Trae usted el dinero que le pedí por teléfono?, quédeselo, dígale a su grupo que me lo pagó", ordenó; "No entiendo", respondí; "Tiene usted unas tetas y una boca preciosas", dijo, y lo entendí. Entramos al microbús. Él me explicó lo que quería. Se sentó en el asiento del conductor, lo desplazó hacia atrás para que yo cupiese y cerró la puerta del habitáculo. Me pidió que mis tetas quedarán desnudas mientras lo hacía. Me quité chaqueta, sudadera y sostén.
Él se bajó el pantalón. Me arrodillé despacio entre sus muslos y me metí en la boca su polla, que empezó a ensancharse hasta taponármela, teniendo que respirar por la nariz. "Jolín el vejete, menuda tranca", me dije. Mamé adelante atrás adelante atrás. La escupí unos minutos para poder respirar bien y, de paso, lamer prepucio y frenillo. Ei vejete emitía unos sonoros, cavernosos, resoplidos y gruñía, mientras me masajeaba las tetas, que colgaban grávidas, con fruición. Seguí mamando entonces previendo su inmediata corrida y, en tres o cuatro empujes más, enérgicos pero muy femeninos, es decir, acompañándolos con gemidos, el vejete vertió todo su semen sobre mi legua. Después, como acordamos, abrí mi boca y le mostré su propia corrida mezclada con mi saliva. Quedó contentísimo.
Según me dijo un sanitario con el que hablé por teléfono, a punto yo de cumplir mi cuarentena, el vejete murió con coronavirus porque tenía algunas complicaciones respiratorias previas. El pecho del vejete estaba seguramente podrido, sin embargo su polla estaba tan sana, era tan esplendorosamente saludable que yo no había desarrollado ningún síntoma.