Varias veces les he comentado que con mi amante soy muy desinhibida. También, que fue debido a lo que hice junto con Bernabé –posar desnuda para él y después acceder a publicarlos en una página de intercambios; escribir los primeros relatos de nuestra relación y publicarlos– tuve un gozo tremendo en comunicarme sin cortapisas, por correo, con cientos de personas. De la misma forma, aprendí a ser más directa en mis peticiones sexuales con mi marido y llevarlo, a veces lentamente, a donde he querido.
Desde luego que todo lo anterior también benefició a mi marido. El ejemplo más nítido fue el dejarme penetrar por el ano, además de masturbarnos conjuntamente por video llamada cuando él está trabajando en otra ciudad.
Al reflexionar sobre ese cambio en mi personalidad, me pregunté, como punto de comparación, ¿así pasará con la mayoría de las mujeres que son infieles? Releí algunos de los relatos que, según los autores, eran casos reales, para ver si directamente o entre líneas se manifestaran como una respuesta a mi pregunta. También me eché varios cafecitos con algunas amigas y vecinas que sé son infieles, o me habían contado de alguien cercano a ellas (sobrina, comadre, hermana, amiga, etc.) que lo eran. Logré tipificar algunas situaciones que narraré en tres casos a quienes asignaré nombres ficticios. Debo aclarar que en todos los casos que escuché, incluidos los que presento, la personalidad de infidelidad ocurrió entre los 22 y 35 años (no me referiré a la infidelidad que no propició modificaciones notorias de conducta, pues continuaron con el mismo comportamiento que antes).
Arcelia. Se casó a los 20 años porque le parecía buen partido quien se lo pidió. Además, convino con su marido en que ella seguiría trabajando como secretaria pues había estudiado para esa ocupación. Arcelia había dejado un noviazgo anterior, bello, según ella, donde su novio se encandiló con otra que quedó embarazada y ellos tuvieron que casarse. Llegó virgen al matrimonio, pero en el altar ella se preguntaba “¿Qué hago yo aquí?” pues no sentía, ni de lejos, amor por su marido a quien sólo le importaba lo material y tener una mujer “para sentar cabeza” pues éste ya había trotado demasiado. Tuvieron dos críos.
Por más que luchó contra su deseo de sentir algo por su marido, nunca pudo hacerlo y no sabía qué era un orgasmo más allá de los pocos y desangelados que ella lograba en sus momentos de autosatisfacción. De nada sirvieron sus consultas con el psiquiatra y los consejos que éste le daba. Así que, en un arranque de frustración, a los 30 años ella decidió entregarse al primero que le motivara alguna atracción fuerte. Dos intentos fallaron pues ella se decepcionó cuando trató más a los prospectos que le habían atraído. Su terapeuta simplemente le dijo que en realidad ella no estaba enamorada de ninguno de ellos.
Las confidencias con sus amigas cercanas y los juegos verbales que se hacían entre ellas, tratándose de putas, rameras, güilas y demás sinónimos cuando alguna mencionaba que fulano o zutano estaba muy “ensabanable” le hicieron pensar en que quizá debería de comportarse con mayor seguridad y displicencia ante aquellos a quienes miraba con cierta excitación.
Esa certeza, la hizo arreglarse con mayor coquetería y vestimenta más atrevida. Su marido lo notó, pero le pareció bien que sus amigos lo envidiaran por tener una mujer tan hermosa, incluso que ellos la miraran lujuriosamente. Pero esto último ocurría porque ella les coqueteaba cuando su esposo estaba distraído o no se encontraba presente. Varias veces, cuando estaba sentada frente a ellos, abrió las piernas para ver qué tanto les crecía el bulto entre las piernas. Todo ello lo contaba con jocosidad a sus amigas, quienes le aconsejaban otras formas de juego para ponerlos más calientes.
Ella se convenció que estaba bien comportarse como puta y llegó a tirarse a tres hombres, pero sólo con uno de ellos se sintió plena y lo retuvo como amante. Su vida cambió, para bien, a partir de ese momento y durante tres años más. Su marido no se enteró jamás del comportamiento infiel de su mujer, pero sí se enteró, cuando Arcelia se lo informó, que ella decidió estudiar su bachillerato para seguir una carrera universitaria, lo cual mostraba independencia en sus asuntos personales, entre otros cambios de personalidad.
Teresa. Se casó poco antes de cumplir los 22 años. Era feliz con su novio, con quien tuvo un noviazgo que duró más de cuatro años. No obstante, un par de hombres le habían “movido el piso y las hormonas”, pero ella resistió y le entregó la virginidad a su novio.
Ya casada, no tuvo mucha resistencia para aceptar de amantes a dos de aquellos hombres a quienes había dejado con la verga lista para el coito. Su parteaguas fue cuando resultó embarazada del primero de los amantes, lo cual le ocultó al padre biológico y el crío nació dentro de la familia. Empezó a leer cuestiones sobre el feminismo y creyó firmemente que las mujeres deberían poder hacer lo mismo que los hombres, lo cual le justificaba plenamente tener amantes y tirarse a todos los hombres que se le antojaran, e hizo sin recato alguno, a pesar de las reticencias de su esposo. La unión matrimonial terminó en divorcio y con una pensión que le garantizó continuar su vida libertina. No aceptó nuevas propuestas de matrimonio y les dejó claro a los pretendientes que ella los quería para el sexo y, si no les parecía, podrían retirarse.
Su vida transcurrió entre personas de la onda new age y trabajos para impulsar el feminismo, el cual poco a poco aprendió que tenía muchas aristas. Después de tener cientos de relaciones, unas duraderas y otras fugaces, se calmó y quiso recuperar la calma perdida. Así, la “viuda del feminismo”, como solía llamarse a sí misma, volvió a casarse para estar en paz, pero aceptó, esporádicamente y sin que su nuevo marido se enterara, algunos “acostones” para suavizar la calentura.
Mar (yo). Ya lo relaté al principio. Lo interesante del asunto, es que a las mujeres nos sigue pesando el “qué dirán” y tememos perder el confort económico que nos da un marido, al cual amamos más que al amante. A este último lo conseguimos por calentura, pero nos gustó y continuamos. Lo mejor es cuando el amante es casado y nos comprende. Nos hace crecer como personas. Además, estamos dispuestas a calentarnos chateando con hombres calientes de diversas edades, intercambiar fotos y videos con ellos. Pero si alguno de los contactos resulta interesante, atractivo y seguro (esto va mucho más allá que la salud) para un “acostón”, sin mayor trascendencia que la felicidad del orgasmo, estamos dispuestas a retozar con ellos.