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Dos mujeres para el sargento Ponter

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Texas, 1874

Llegamos al rancho Leadbetter, en la zona oeste de Texas, cerca de la frontera con México y el estado de Nuevo México, demasiado tarde para evitar la carnicería. Los comanches se habían ido y los coyotes y buitres habían comenzado a darse un festín con los cuerpos de los veintiún hombres y niños que habían matado. Dejamos que nuestros caballos descansaran y pastaran en la hierba del rancho Leadbetter mientras enterrábamos lo que quedaba de los cadáveres en tumbas poco profundas y amontonábamos las rocas sobre ellos. El Capitán abrió su Biblia y dijo unas pocas palabras.

Ese era el estilo comanche: matar a los hombres, llevarse a las mujeres, los caballos, las armas y todo lo que quisieran, y finalmente quemar lo que quedaba. Las mujeres blancas capturadas sabían el destino que les esperaba, muchas preferirían suicidarse antes que dejar que los comanches se las llevaran.

[Si bien los comanches ya practicaban la esclavitud antes de entrar en contacto con los europeos, fue sobre todo a partir de principios del xix cuando su práctica y el tráfico de esclavos alcanzaron una mayor escala. Entre las causas de este fenómeno, como en el caso de la poliginia, se encontraba la gran necesidad de mano de obra necesaria para la adaptación a su nuevo modo de vida de cazadores-pastores en las Grandes Llanuras.]

Los comanches no torturarían a estos cautivos hasta que regresaran a la seguridad de sus refugios del lado mexicano del Río Grande. Si pudíamos atraparlos antes de cruzar la frontera, podríamos rescatar a las mujeres. No tendrían un hogar o una familia a donde ir, pero al menos estarían vivas y de regreso con los de su propia especie.

"Vamos a perseguirlos", dijo el Capitán King. Montó en su gran ruano y abrió la marcha, siguiendo las señales del sendero como cualquier indio.

Suponíamos que iban un día por delante de nosotros, tal vez dos, pero viajaban con un botín y con cautivos. Si dejaban montar a las mujeres podrían moverse más rápido, pero a los comanches les gustaba hacerlas caminar; andando todo el día bajo el sol de Texas las humillaba.

Éramos once en la Compañía del Capitán King. Cada uno de nosotros tenía dos caballos y cambiamos entre ellos para dejarlos descansar. Viajamos livianos y rápidos con el Capitán a la cabeza y yo justo detrás de él.

Mis caballos eran descendientes de los caballos mustangs que los españoles habían traído doscientos años antes. Como yo, eran duros, y podían pasar algunos días con poca agua y poco descanso.

Llevaba tres Colt Walkers, uno atado a cada pierna y el tercero en una funda detrás de mi espalda. Mi fiel rifle de repetición Henry estaba envainado debajo de mi pierna derecha. Con ellos, podía disparar treinta y un tiros antes de tener que recargar. Todos nosotros, los Rangers, llevábamos Colts Walker. Después de la Guerra de Secesión, Colt había hecho el Colt Army que era el que llevaba el Capitán. Pero me gustaba el Colt Walker. Era grande y «pateaba» como una mula, su calibre .44 podía detener a cualquier hombre.

Al día siguiente, encontramos a los comanches acampados junto a un abrevadero, sus caballos trabados comían la fina hierba. No acercamos antes del anochecer, cinco desde el norte y seis desde el oeste, arrastrándonos por la hierba boca abajo hasta que estuvimos lo suficientemente cerca. Esperamos.

La táctica siempre era la misma: el Capitán dispararía el primer tiro. Había contado veintisiete comanches antes de que comenzara el tiroteo. Estaban bebiendo whisky que sacaron del rancho Leadbetter y gritando alrededor del fuego.

Sus cautivos, exhaustos por haber sido arrastrados a través del caamino, estaban atados con cuerdas alrededor de sus gargantas cerca del borde noroeste del campamento. Conté once mujeres en edad fértil y seis niñas. Una de las mujeres estaba llorando lastimosamente. La mayoría estaba sentada con ojos muertos y mandíbulas flojas, demasiado conmocionados y exhaustos para moverse.

Dos de las mujeres cautivas parecían más serenas que las otras. Una parecía mayor que yo. Tenía la expresión de alguien al mando. Estaba en un extremo del coffle con las manos atadas al frente y una pierna asegurada a un mezquite.

[coffle = grupo de esclavos encadenados]

[mezquite = especies de plantas. Se encuentran en las zonas áridas y semiáridas de México y en Texas]

La otra era la cuarta mujer del grupo. Sus ojos eran fríos, su mandíbula apretada mientras observaba a sus captores alrededor del fuego. Su melena de cabello amarillo brillante brillaba en la luz mortecina y revoloteaba cuando el viento la acariciaba.

Uno de los machos jóvenes se puso de pie y se tambaleó hacia las cautivas. La mujer de la melena amarilla lo vio avanzar con odio en los ojos.

"No, no", gimió otra mujer. Melena Amarilla la hizo callar.

Un segundo comanche también se puso en pie tambaleándose y le gritó al joven. Yo conocía lo suficiente a los comanches para captar su esencia de lo que pasaba. El más joven había violado a Melena Amarilla la primera noche y ahora el mayor también la quería. Los otros indios escucharon a los dos discutir. El mayor era el jefe de esta pequeña banda. Pensaba que tenía derecho a elegir a la mejor mujer para él, el más joven estaba demasiado borracho para pelear.

Los dos salvajes estaban sermoneándose cuando el chasquido del rifle de repetición Henry .44/40 del capitán cortó el aire y el jefe comanche cayó de espaldas mientras la sangre brotaba de su pecho.

Le disparé al macho joven que estaba cerca de Melena Amarilla. Su cabeza se sacudió y nuestros ojos se encontraron. El comanche cayó a sus pies, pero no estaba muerto. Estaba arañando la tierra. Melena Amarilla se puso de pie, arrastrando el coffle hacia él. Lo hizo rodar sobre su espalda, sacó el cuchillo de su cinturón y le cortó la garganta limpiamente como un silbido. Se paró sobre él y lo vio morir.

Algunos indios trataron de alcanzar sus caballos para escapar, pero ninguno lo logró. Algunos corrieron hacia el sur, alejándose a toda prisa en la luz mortecina.

Todo terminó en menos de un minuto.

"Alto el fuego" gritó e Capitán, y el acero contra el acero de las palancas de nuestros rifles mientras cada uno de nosotros cargaba otra ronda fue el estridente mecánico antes del silencio.

“Ustedes, mujeres, pónganse boca abajo” —rugió el capitán. El coffle se derrumbó en el suelo. Una mujer gritó y otra le tapó la boca para silenciarla.

Entramos al campamento con cautela. La mayoría de los hombres hicieron lo mismo que yo, dejando sus rifles y caminando con un Colt amartillado en la mano. Revisamos a los indios uno por uno. Dos veces escuché el disparo de un Colt cuando un Ranger encontró a un Comanche que aún no estaba muerto. No tomamos prisioneros.

"Ponter, tú estás a cargo. Segundo escuadrón, sígueme" dijo el capitán cuando estuvimos seguros de que todos estaban muertos.

Él y cinco hombres cabalgaron tras los fugitivos. Puse en guardia a los otros cuatro hombres de mi pelotón y fui a liberar a los cautivos. Melena Amarilla ya estaba cortando la cuerda alrededor de su cuello.

"Sargento Ponter, Texas Rangers", le dije a la mujer.

"Soy Annabelle Leadbetter", dijo mientras la liberaba. “Hay una india con ellos. No sé adónde fue.”

Les grité a los hombres que estuvieran atentos a una mujer comanche.

“Señora Leadbetter” —dije—. “La necesito para mantener a las mujeres bajo control.” Le di un cuchillo para que liberara a algunos cautivos.

Miré a Melena Amarilla de cerca por primera vez. Era joven, veinte o un poquito más, con una cara bonita, pero fuerte, como si la frontera y los indios no fueran nada que ella no pudiera manejar.

"¿Está bien?" Le pregunté.

"Bien, gracias."

"¿Cómo te llamas?"

"Soy la Sra. Cora Stockman", respondió mientras me miraba directamente a la cara y sus fuertes ojos azules claros sostuvieron los míos. "¿Cuál es tu nombre?"

"Soy el sargento Ezekiel Ponter, Compañía 'G', Texas Rangers", dije.

"Ponter", gritó Moon. "Creo que la squaw se fue por ahí".

[squaw (se pronuncia skuó) = una expresión ofensiva para una mujer indígena norteamericana. Origen: del narragansett squaws 'mujer'. El narragansett es una lengua algonquina extinta.]

"Tú y Hans vayan tras ella", ordené. Me volví para mirar a Cora Stockman. "Manejas bien un cuchillo", le dije.

“Gracias, sargento Ponter.” No lo dijo con orgullo o arrogancia, sino como un reconocimiento neutral de mi elogio.

"¿Estaba su esposo allí en el rancho Leadbetter con usted?" pregunté.

"Sí, lo estaba", respondió ella.

"Siento su pérdida."

En el fragor de la batalla, cuando solo estás tú y un hombre tratando de matarte, a veces el resto del mundo se vuelve borroso a tu alrededor. Puedes leer sus pensamientos porque cada fibra de ti está enfocada en él. Por un momento, vi a Cora Stockman de esa manera. Cada respiración, contracción muscular y matiz de su rostro eran claros. Sostuvo mi mirada, mirándome de la misma manera, hasta que sus ojos parpadearon recatadamente y giró la cabeza.

“¡Sargento Ponter!” La Sra. Leadbetter me estaba llamando.

La Sra. Leadbetter, la Sra. Stockman y yo liberamos rápidamente al resto de los cautivos.

"Señoras", dije. "Acamparemos aquí esta noche, al otro lado del abrevadero. Sra. Leadbetter, ¿quién puede cuidar a los niños?"

"La Sra. Clinton", respondió, señalando a una de las mujeres, "Y la Sra. Smith", continuó señalando a otra.

"Ustedes, señoras, lleven a los niños al otro lado del agua y limpien un lugar para hacer el fuego." Dije:

"Sí, sargento", respondieron.

"Sra. Leadbetter, usted y la Sra. Stockman comiencen a reunir las armas. Queremos armas de fuego, fundas, municiones y cuchillos. Cualquier otra cosa que vean y crean que poda sernos útil pregúntenos. Apílelas allí junto a la remuda. En cuanto a ustedes damas reunan posesiones personales, cosas que los comanches robaron y cualquiera cosas que podamos usar".

Observé a la Sra. Stockman mientras trabajaba. No crean que estaba cazando furtivamente a la esposa de otro hombre. Su esposo yacía en una tumba en el rancho Leadbetter y ahora era la Viuda Stockman. Así es en la frontera. La muerte llega demasiado pronto y con demasiada frecuencia como para relegar a los vivos por los que ya no seguían vivos. Era mejor despedirse de los muertos y seguir con sus vidas.

Era una mujer alta, pero no ancha como la señora Leadbetter. Parecía completamente serena a pesar del terror que había soportado, se movía con fuerza y eficiencia así como con gracia femenina. Era una belleza, sin duda. Y ella era una mujer del Oeste. La observé revisar cada arma mientras las recuperaba. Cargó las que necesitaban carga, pero no los amartilló. La primera pistola que revisó, la atravesó en su faja.

Mi esposa había muerto hacía demasiado tiempo. Las putas de Fort Worth estaban lejos. Tal vez sólo necesitaba una mujer. La viuda Stockman me caía muy bien en mis ojos.

Cuando Moon y Hans regresaron para informar que no habían encontrado a la squaw, me di cuenta de que ninguno de nosotros había revisado el tipi.

[Tipi (tepee en inglés) = carpa alta con forma de cono, utilizada en el pasado por los nativos de América del Norte. Origen: de la lengua del pueblo sioux tīpī «vivienda»]

"Moon, apóyame", le dije mientras caminaba hacia el tipi con mi Colt en la mano. Cuando tiré la solapa a un lado, una mujer se abalanzó sobre mí con un cuchillo. Si hubiera sido un segundo más lento, me habría destripado, pero aparté su brazo y la golpeé entre los omóplatos con la culata de mi arma, tirándola de cara al suelo.

Se puso de pie y miró el cañón de mi Colt. Estaba muy seguro de que necesitaba una mujer porque por segunda vez en una hora vi a una que me revolvió las tripas. Esa india sucia, con su pecho agitado, su largo cabello negro y sus grandes ojos negros llenos de miedo, era magnífica. Lentamente, abrió los brazos y se arrodilló con gracia. Se acostó boca abajo, cruzó los tobillos y las muñecas detrás de la espalda.

"Moon, consigue una cuerda, Moon", dije.

La Squaw se quedó sin moverse. Le até las manos y los pies. La di vuelta, la levanté en mis brazos y la llevé hacia el fuego. Sus ojos nunca se apartaron de mi rostro, y yo no podía apartar mi mirada de los suyos aunque lo intentara. La acosté. Se puso de rodillas a toda prisa a mi lado y me miró con súplica y sumisión. En comanche, le dije que se quedara allí.

“Es ella” —siseó la señora Leadbetter—. “Debería matarla, sargento. Es una india.”

Había algo en el rostro de la Squaw que me hizo pensar que había entendido lo que se decía. Se acercó a mí con su cuerpo contra mi pierna, agachándose como un perro.

"Ese es mi vestido. Quíteselo", se quejó la Sra. Clinton.

"Señoras, ella es nuestra prisionera," respondí. "Esperaremos hasta que regrese el Capitán".

La expresión de la Viuda era inescrutable mientras nos miraba a la Squaw y a mí. La mujer y los niños se reunieron alrededor de la pequeña fogata que encendimos para protegernos del frío del desierto. Dividimos nuestras raciones y la comida india que capturamos, alimentando a las mujeres y los niños hasta que se durmieron completamente exhaustos.

Incluso la Sra. Leadbetter sucumbió, pero la Viuda, que tenía una niña de tres o cuatro años dormida en su regazo debajo de la manta que los cubría, estaba despierta y sus ojos me siguieron. Estaba completamente oscuro cuando el Capitán y el Segundo Escuadrón regresaron para informar que mataron a dos.

“Tenemos un cautivo, capitán” —dije—. "Una Squaw."

El Capitán era un predicador que conocía la Biblia y rezaba todos los días. Cuando no estaba al servicio del estado de Texas, montaba un circuito para Dios y John Wesley. Miró a la india y a mí, estudiándonos antes de hablar.

“¿Qué quieres hacer con ella, Ponter?” preguntó.

Los ojos de la Squaw se clavaron en mí como flechas y la Viuda se levantó, colocando a la niña que estaba en su regazo junto a otra de las mujeres. Demonios, no sabía cuál de esas dos mujeres estaba más concentrada. Sentí que los dos tiraban de mí.

"No me siento bien por matarla." dije.

Sabía que esa no era la respuesta que quería el Capitán. La miraría a los ojos y le volaría los sesos mientras murmuraba una oración por su alma.

"¿Quieres quedártela?" dijo él.

Era difícil de decir porque sabía que el Capitán se enojaría y no era un hombre para perdonar y olvidar.

"Sí, señor."

"Ella te matará tan pronto como te mire. ¿La revisaste en busca de armas ocultas?"

"No señor."

"Hay que comprobar si tiene armas. ¿Quieres que lo haga yo?" Se rió burlonamente.

"¡No señor!" Respondí.

Me sonrojé con las risas de mis amigos y me sonrojé aún más cuando el Capitán dijo:

"Llévala al tipi, Ponter. Puedes revisarla allí."

Eso decía algo sobre el código moral del Capitán. Mata a las indias, pero si no las matas, trátala como mujer. Levanté a la Squaw.

“La comprobaré por usted, sargento” —dijo la Viuda.

Metió el revólver Colt que estaba a su lado en su faja y me siguió. La cara de la Squaw era diferente esta vez. No tenía miedo. Tenía el aspecto de una mujer que sabe porqué está en los brazos de un hombre y le gusta ser así. Mientras la acostaba, la viuda me rozó y sentí sus pechos contra mi brazo. La Squaw tenía miedo ahora, pero por la otra mujer, no por mí.

"¿Qué diría su esposa si fuera a su casa con una squaw?" preguntó la Viuda.

"Mi esposa murió de tisis hace dos años", respondí.

"Lo lamento."

"Fue hace mucho tiempo. Dame tu arma", le dije, tendiéndole la mano.

"¿Por qué? Ella está atada".

"Porque yo sé quieres matarla. ¿No es así?"

La Viuda no habló, pero el odio en sus ojos respondió por ella.

"¿Ella mató con los comanches?"

"No."

"¿Ella lastimó a alguno de ustedes?"

"Ella es una india".

"¿Ella cometió algún asesinato?" Lo repeti.

"No. No la vimos hasta que estuvimos todos atados, pero..."

"Te traje agua y te limpié la frente", dijo la Squaw en inglés.

La Viuda saltó hacia atrás como si la hubieran picado, de pie allí con los ojos muy abiertos.

"Hablas nuestro idioma", le pregunté.

"Mi madre me enseñó. Era blanca, como tú. Siempre hablábamos en inglés cuando estábamos solas." Miró a la Viuda. "Ella fue capturada y violada como lo hicieron contigo ayer. Tal vez ahora hay un bebé en ti. Un bebé mestizo. Como yo".

Las lágrimas brotaron de los ojos de la Viuda y la apuntó con el Colt. La tomé por su muñeca, me sorprendió su fuerza pero la sujeté.

"Suelta el arma", le dije.

"La mataré", gritó. "Los mataré a todos".

Sus gritos atrajeron al Capitán y a Moon, cada uno con sus armas en la mano. Para entonces, ya había derribado a la Viuda contra el suelo con los brazos sujetos sobre su cabeza. Sollozaba y luchaba, parloteaba sobre los indios, su violación, su marido y su muerte.

"¿Necesitas ayuda, Ponter?" preguntó el Capitán.

“Busque a la señora Leadbetter, capitán” —supliqué.

Envió a Moon a buscarla. La Viuda dejó de forcejear. Le saqué su arma y la senté en mi regazo. Se acurrucó contra mí con los brazos flácidos. Estaba temblando y sollozando cuando envolví mis brazos alrededor de ella y la abracé con fuerza. A pesar de mi compasión por ella, una parte de mí disfrutaba sentirla en mis brazos. Cuando llegó la señora Leadbetter, se arrodilló y acercó a la Viuda a su amplio pecho.

Los duros ojos del Capitán me taladraron antes de enfundar su Colt, girar sobre sus talones y alejarse. Me senté con las piernas cruzadas y esperé, sintiendo algo del horror de la terrible experiencia de la Viuda y el terror de la india mestiza atada a mi lado. Solo Dios conocía la verdadera profundidad de sus traumas.

La frontera de Texas era dura, con una vida corta y nada agradable. Enterré a más parientes de los que me quedaban y a los que quedaban no los he visto en años. Había matado a más indios, blancos y mexicanos de los que podía contar. Viví mi vida en la silla de montar bajo el despiadado sol de Texas.

Un hombre se pone duro. No solo duro en su cuerpo. También en su corazón, con una costra de muerte, sudor y suciedad aplastando su humanidad hasta que olvida que la tiene. Envidié a las mujeres. Una mujer podía llorar y chillar hasta que el dolor y el rigor le desaparecían y podía volver a ser humana.

Había olvidado cómo ser humano, hasta entonces, mientras estaba sentado en un apestoso tipi en una colina desértica con una desolada mujer blanca y una india mestiza que no sabía si viviría para ver otro amanecer. Podía saborear sus penas y oler sus miedos. ¡Me sentía tan solo!

La Squaw se acercó hacia mí. Apoyó la cabeza en mi muslo y me miró mientras yo acariciaba su cabello negro. La viuda nos vio y se liberó de la señora Leadbetter. Se arrastró hacia mí, puso su cabeza en mi hombro y envolvió sus brazos alrededor de mi cuerpo. La señora Leadbetter sonrió con tristeza y nos dejó a los tres.

No me sorprendió que la Viuda viniera a mí. Lo había visto en sus ojos. No era amor. El amor era un lujo que la gente no tenía aquí. Necesidad. La mujer necesitaba al hombre de una manera mucho más fuerte y profunda de lo que el hombre la necesitaba. La Viuda precisaba a un hombre, un marido ahora que su esposo yacía frío en el suelo, y me había elegido a mí.

Pero me sorprendió porque no apartó a la Squaw, no luchó por el hombre que eligió como una loba que guarda una guarida. La Squaw estaba llorando en silencio, las lágrimas corrían por su rostro sucio mientras nos miraba. La Viuda también lloraba en silencio, sus lágrimas disminuían a medida que su fuerza superaba su dolor. Nos sentamos así, mi brazo alrededor de una mujer mientras acariciaba el cabello de la otra.

“Desátala, Ponter” —dijo la Viuda en voz baja.

"No la he revisado en busca de cuchillos.” respondí.

"Ella es una mujer y no te hará daño. Te lo puedo asegurar".

La Squaw sollozó y sus ojos se secaron. Tímidamente, nos sonrió.

"¿Qué diablos pasó?" Pensé.

La Squaw era su enemiga, a la que estaba tratando de matar hace menos de una hora. Ahora eran hermanas, unidas por la pérdida, el dolor y la esperanza por el futuro, y por alguna fuerza misteriosa que los hombres nunca entenderíamos.

"Tengo un cuchillo", dijo la Squaw.

"¿Dónde?" Yo pregunté.

"En una vaina en mi muslo", respondió ella.

La Viuda se arrodilló sobre la Squaw, puso sus manos sobre sus piernas. No me miraron. Yo era superfluo, aunque era el premio que querían. Eran dos lobas, compitiendo por la posición alfa. Vi que la cara de Squaw cambiaba y los músculos de sus piernas se relajaban y se abrían tanto como podía con los tobillos atados. Miró a la Viuda: la guerra había terminado. La Squaw había accedido silenciosa al dominio de la Viuda.

La Viuda levantó la falda de la Squaw, revelando sus piernas y su sexo desnudo. La india tembló ante la humillación, pero lo aceptó, consolidando aún más su posición como la segunda mujer entre ellas. La Viuda sacó el cuchillo, hizo rodar a la Squaw y cortó las cuerdas que la sujetaban. Volvió a rodarla sobre su espalda y le entregó el cuchillo.

Eso podría haber sido un problema y contuve la respiración, porque en un instante el Squaw podría destripar a la mujer. Pero vi lo que la Viuda ya sabía. La Squaw había aceptado su relación. Me entregó el cuchillo y volvió a mirar a la Viuda. Ella bajó la falda de la Squaw, cubriéndola de miradas indiscretas, la atrajo hacia su pecho y la abrazó. Ambas comenzaron a llorar.

Salí del tipi y fui al fuego. Los niños y la mayoría de las mujeres dormían, amontonados como cachorros. Los hombres habían tendido sus sacos de dormir para proporcionar un perímetro de protección entre ellos y el desierto.

"Ponter", llamó el capitán. "Duerme un poco. Tu escuadrón entra en servicio a las dos. Cabalgaremos a las seis".

Puse mi petate entre el fuego y el abrevadero. Comí, bebí y me lavé la suciedad de la cara. Cuando regresé, la Viuda estaba sobre una manta junto al petate. Me acosté a su lado. Poco después, la Squaw vino con un montón de mantas. Se acostó a mi otro lado y nos cubrió.

A la mañana siguiente, levantamos el campamento temprano y cabalgamos. A diferencia de los indios que hacían caminar a las mujeres, todos tenían un caballo y las pertenencias de los prisioneros se ensillaban en las monturas adicionales. El Primer Escuadrón, mi escuadrón, tomó la punta, y el Segundo Escuadrón la retaguardia con las mujeres, los niños y los caballos de carga entre nosotros, excepto que las dos mujeres que me habían reclamado cabalgaban detrás de mí.

Antes de levantar el campamento, el Capitán y yo tuvimos una breve discusión sobre la Squaw. La quería atada de pies y manos y amarrada al caballo.

"Seré responsable de ella, capitán." dijo la viuda con una seguridad que influyó en el Capitán.

La Squaw cabalgó sin trabas gracias a ella. La reacción de los otros Rangers era como yo pensaba. El Capitán y Edward James del Segundo Escuadrón, ambos metodistas empedernidos, invocaban la condenación del infierno en dos mujeres unidas a un solo hombre. Los otros iban desde los que no les importaba un bledo hasta los que tenían un poco de celos. Las otras mujeres parecían aceptarnos más. Finalmente llegamos al casco incendiado del rancho Leadbetter.

Los Rangers acampábamos junto a los restos de la casa del rancho, las mujeres fueron a llorar a las tumbas que cavamos para enterrar a sus maridos, hermanos e hijos. La Viuda lloraba y rezaba por su esposo muerto mientras la Squaw la abrazaba y la consolaba. Desempacamos los caballos y los dejamos sueltos para que bebieran del tanque de ganado de Leadbetter y pastaran en la hierba espesa. Encontramos parte de su ganado vagando cerca y carneamos un ternero.

Encendimos un fuego, comimos comida caliente por primera vez en días y carne de res fresca por primera vez en meses, bebimos hasta saciarnos del agua dulce de manantial en el pozo. Las mujeres y los niños volvieron a dormir cerca del fuego con los hombres esparcidos en el perímetro. Excepto yo. Mi saco de dormir estaba más lejos con la Viuda y la Squaw durmiendo a mi lado.

Al día siguiente, la Sra. Leadbetter levantó un balde y dijo:

"Encontré el jabón. Las damas deseamos bañarnos y lavar nuestra ropa. Suponemos que serán caballeros y no mirarán".

"Por supuesto, Sra. Leadbetter," le aseguró el Capitán.

"Tenemos una tina que mi esposo construyó. Nos refrescaremos allí y lavaremos nuestra ropa", dijo. Giró sobre sus talones y condujo a las mujeres hacia un tanque de unos 1.20 m de ancho y un metro de alto.

El Capitán asignó tareas. Establecí un puesto de vigilancia en la cima de la colina detrás de la casa del rancho. Desde allí, podía ver por kilómetros y hacer sonar la alarma si alguien se acercaba. Podía ver a las mujeres bañándose, todo lo que tenía que hacer era girar la cabeza, pero no lo hice. El Capitán sabía que no lo haría y por eso me dio ese puesto.

Después de que las damas terminaron, algunos de los hombres se aprovecharon de las instalaciones de baño. La Viuda me pidió que esperara hasta el día siguiente y así lo hice.

A la mañana siguiente, mis dos mujeres vaciaron la tina y sacaron cubos de agua fresca del pozo para volver a llenarla. Estaban emocionados por algo. Podía adivinar por qué, pero esa suposición me produjo una sensación de necesidades. Después del mediodía, los demás buscaron algo de sombra para descansar. La Viuda y la Squaw se me acercaron y cada una me tomó una mano.

"¿A dónde vamos?" Pregunté mientras me conducían hacia el lavabo.

"Es hora de tu baño", dijo la Viuda. Sargento Ponter, ¿puedo llamarte por tu nombre de pila?”

"Llámame Ezekiel".

"Soy Cora. ¿Cuáles son tus planes, Ezekiel?"

"¡Eeehhh! No sé. ¿Que quieres decir?"

"¿Quieres un hogar, o vas a pasar el resto de tu vida en una silla de montar persiguiendo indios?"

"Tuve una casa hasta que murió mi esposa. Me gustaría tener otra."

"Sabes perfectamente que ahora soy una viuda, Ezekiel, y que Rachel no tiene compromiso con nadie."

"¿Raquel?"

"Ese era el nombre de mi madre", dijo la Squaw. "Ahora será mío".

Nos detuvimos en el borde de la tina. Comenzaron a desvestirme con dedos rápidos y ansiosos y sus ojos salvajes dejaron destellos calientes en mi mente.

"¿Estás diciendo que alguna de ustedes quisiera construir un nuevo mundo conmigo?"

"Sí, Ezekiel", dijeron al unísono.

"Cualquiera de nosotras, o ambas", continuó Cora .

"Sí. Ambas", repitió Rachel.

"Un hombre con dos mujeres no es bien visto en muchos lugares", dije.

"Has manejado situaciones más difíciles y nosotras también", respondió Cora .

Cora me rodeó el cuello con los brazos y me besó. Sentí los dedos de Rachel desabrochando mis calzoncillos largos y así quitármelos. Entré en la bañera y se rieron de mi virilidad lista. Mientras me bañaban y lavaban mi ropa, se cruzaron un millón de miradas. Mi excitación se acercaba al límite.

Cuando me puse de pie, Cora dijo:

"Ven, ponte las botas, Ezekiel. El aire te secará".

Me tomó de la mano y me arrastró por una pequeña elevación hasta un pequeño huerto que Leadbetter había plantado. Allí, bajo los nogales, tres mantas yacían a la fresca sombra. Cora se desvistió apresuradamente con tan poca vergüenza como había mostrado ante mi desnudez. Era la primera vez que la veía como Dios la hizo y no me decepcionó. Era fuerte, curvilínea y encantadora. Puso mis manos en su cintura y me besó.

"Date prisa, Ezekiel", imploró.

Nos acostamos y la penetré sin demora ni preámbulos. Su humedad, su sudor y su gemido eran frutos del Cielo, bendiciones para mi pobre alma. Su grito anunció su propia recompensa y estimuló la mía hasta que descansamos juntos.

Sentí un tirón en mi hombro. Me di vuelta para ver a Rachel, desnuda y sonriéndome. Se arrodilló a mi lado y tomó mi virilidad en su boca, algo de lo que había oído hablar pero que nunca había experimentado. Con esa ardiente osadía, rápidamente recuperé mi fuerza y la cogíé. Cora nos dio la espalda con modestia. Rachel era diferente a Cora: más delgada y más dura, más rápida para responder y más ruidosa en su placer. Llegamos a una feliz conclusión y luego los tres descansáramos desnudos como Adán y Eva en un pequeño edén hecho por el hombre en las llanuras de Texas.

El capitán estaba molesto. Su retrógrado corazón metodista no podía tolerar los principios de mi pecado. Me liberó del servicio treinta y nueve días antes del final de mi segundo año. Me ordenó ir a Austin.

"Cobra tu salario atrasado y llévate a tu ramera y a tu puta pagana lejos de mí y de los Rangers.”

A la mañana siguiente, con dos caballos de carga cargados y la Viuda y la Squaw en sus propias monturas, pasé la pierna por encima de la montura de mi pinto y me dirigí hacia Austin y a las colinas de Texas.

Tenía una ligereza en mi corazón que no había sentido en años. No entendía por qué dos mujeres decidieron compartir un hombre o por qué el Dios Metodista del Capitán encontró eso tan repugnante. Pero sabía que MI Dios me había bendecido y nos sonreía mientras avanzábamos por los senderos de Texas.

(9,00)