Nuevos relatos publicados: 18

El celular de Alexia (Cap. 2): La niña ya no es una niña

  • 15
  • 18.680
  • 9,44 (27 Val.)
  • 0

Fui a la tarde a tomar mates a lo del Negro Rivera. Es uno de mis mejores amigos dentro del barrio. La mayoría de mis amigos, son pibes que conozco de la facultad, que fue en donde conocí también a Alexia. También podría considerar amigos a algunos de los chicos del trabajo. Pero ninguno de ellos me pareció una buena opción en ese momento.

El Negro Rivera me lleva más de diez años. Es un tipo centrado e inteligente, aunque por su forma vulgar de hablar, puede no parecerlo. El hecho de que ya ronda los cuarenta años lo hace una fuente de sabiduría a la que muchas veces acudo. Sin embargo, es un soltero empedernido, por lo que sus conocimientos sobre la vida conyugal son inexistentes.

De todas formas, elegí contar con él a la hora de confesar algunas de las dudas que me asaltaban últimamente. Es un buen confidente, muy discreto, y jamás utilizaba lo que le había dicho en confianza, en mi contra. Además, como muchos de mis amigos eran también muy cercanos a Alexia, no me parecía buena idea hablar con ellos. Y con respecto a los amigos que tenía en otros círculos, no confiaba lo suficiente en ninguno de ellos.

— Así que a Ali se le ocurrió ese jueguito del ladrón… —comentó el Negro, sorbiendo de la bombilla el caliente líquido del mate.

A pesar de que mantenía un gesto neutral, supuse que estaba imaginando el cuerpo desnudo de mi mujer. Es un tipo que siempre anda pensando en mujeres desnudas.

— Sí… la verdad que estuvo bueno. Hace rato que no me calentaba tanto —comenté—. Pero me siento medio raro. Nosotros somos muy jóvenes, me parece muy loco que tengamos que acudir a esos juegos para calentarnos.

El Negro Rivera sopesó seriamente mis palabras. Agarró el termo, llenó el mate con agua caliente, y me lo entregó.

— Muy linda chica Alexia —dijo. Yo supuse que se estaba tragando las palabras vulgares que usaría en circunstancias normales, cuando hablaba de una chica linda, por respeto a mi mujer y a mí—. Pero ninguna mujer, y ningún hombre pueden calentar todos los días, durante toda la vida, a su pareja —siguió diciendo. Se rascó la majilla cubierta de una frondosa barba negra. Es un hombre de baja estatura, pero corpulento. Su piel está curtida por los fuertes vientos de las islas del Tigre, donde había vivido muchos años, y conserva el color tostado típico de los isleños—. Ustedes son jóvenes, pero hace mucho que están juntos. Es normal que hagan estas cosas para mantener vivo el fuego. No veo por qué estás tan preocupado. Si supieras las cosas que hacen algunas parejas…

— No estoy preocupado. Sólo tengo algunas dudas… ¿Qué cosas hacen otras parejas?

— Te lo voy a contar a vos porque sé que sos un pibe discreto ¿Conocés a los Aguirre?

— Sí, claro.

Los Aguirre eran una pareja de veteranos que vivían en una esquina, a dos manzanas de mi casa. La mujer, a sus más de cincuenta años, supo conservar una figura admirable. Decían que solía ser personal trainer. El hombre, don Osvaldo, era un tipo delgado y alto, con una abundante cabellera plateada. Alexia me había dicho, más de una vez, que admiraba lo bien que se veía el tipo a su edad. También solía bromear conmigo diciendo que, si no me cuidaba con la comida, ni en sueños llegaría a la vejez tan bien como nuestro vecino. Sabía también que tenía dos hijos ya grandes, que no vivían más con ellos.

— Son zwingers —dijo el Negro.

— ¡Qué!

Conocía la filosofía zwinger desde que era chico. Incluso leí varios artículos periodísticos y vi un par de documentales al respecto. La idea de permitir que tu pareja se acueste con otro, y además consensuarlo con otra pareja, me parecía sumamente extraña, aunque nunca me pareció una costumbre repudiable, como sí lo era para muchos puritanos que conocía. Había prácticas aún más extrañas: últimamente aprendí de algo llamado cuckold, que era similar al zwinger, sólo que, en ese caso, era sólo la mujer la que se acostaba con otros, siempre con el consentimiento de la pareja. Sabía que esas cosas, y otras aún más peculiares, existían. Sin embargo, eran de esas cosas que siempre parecían lejanas. Cosas que suceden más en la ficción, y que en la realidad sólo ocurren de forma sumamente aisladas. Por eso, cuando el Negro Rivera me dijo lo de los Aguirre, no pude evitar sorprenderme.

— ¿En serio?

— ¿Para qué te voy a mentir? —contestó—. Lo que te quiero decir es que cada pareja es un mundo. Si a ustedes les gusta esos jueguitos, está todo bien. No te hagas tanto drama. Ya los veo dentro de poco, con látigos y esposas.

El Negro no estaba tan lejos de la verdad. El sadomasoquismo soft era algo que no me disgustaba en absoluto, y el encuentro de aquella noche podría haber sido el puntapié inicial para zambullirnos en esa costumbre. La idea de tener a Alexia atada mientras la castigaba con latigazos, me excitaba. ¿O debería ser yo el que estuviera atado? Alexia había hecho una infructuosa carrera de teatro, que sin embargo le resultaba muy útil en momentos como esos, como bien había demostrado cuando tuvo el encuentro con el intruso.

— Sí, es verdad, creo que le estoy dando demasiadas vueltas al asunto.

El negro sorbió el mate. Sus ojillos marrones se achicaron mientras me escrutaba con curiosidad.

— Vos me habías contado que antes de salir, eran amigos con Alexia ¿No?

— Sí, la conocí en la facultad. Nos sentábamos uno al lado del otro. En seguida no hicimos mejores amigos.

El Negro hizo un gesto de escepticismo.

— Pero a vos te gustaba de entrada me imagino.

— No, la verdad que no. Bah, me parecía una mina linda —dije rememorando aquellos primeros tiempos de conocerla. Su risa fácil, su actitud varonil que aparecía de repente, la facilidad con que se podía hablar con ella, su incondicionalidad una vez que ya éramos cercanos… todos esos detalles me hicieron quererla como hacía mucho no quería a nadie—. Pero al principio sólo la veía como una amiga —seguí diciendo—. Es más, me parecía una estupidez mezclar las cosas. En ese momento tenía varias noviecitas, y ella tenía sus propias historias, y nos contábamos todo sin sentir el menor celo del otro.

— O sea que, ante todo, fueron amigos —acotó el Negro—, y por lo que me contás eran amigos de verdad. No como en esas relaciones que empiezan fingiendo ser amigos, cuando desde el principio se tienen hambre.

— Exacto —contesté—. Pero ¿por qué estamos hablando de eso ahora?

— Por nada chabón, sólo me dio curiosidad. ¿Cómo arrancaron con el noviazgo?

Agarré un par de bizcochitos de grasa. Me encanta el sabor de la masa triturada por los dientes mezclada con el mate caliente.

— A los dos años de conocerla más o menos —dije, con la boca llena—. Había llevado a Ale a su casa, después de una salida con los chicos de la facu. En ese entonces Alexia salía con uno de nuestros amigos, Gustavo. Por lo que ella me decía, era una relación casual, sin compromisos. Pero yo me había dado cuenta de que ella se estaba enamorando. Para ese entonces ya bromeábamos con eso de que con sólo mirarnos, sabíamos lo que el otro estaba pensando, por lo que a mí no podía engañarme.

Recordé a Gustavo. Alto, rubio, de un hermoso rostro hebreo, que incluso siendo hombre no podía evitar admirar. Era el mejor alumno de la comisión. Me superaba en todos los aspectos. Fuimos compañeros hasta ese mismo año en el cortó la relación con Alexia. Luego cambió de carrera. Mantuvimos el contacto un tiempo, porque teníamos un montón de amigos en común, pero de apoco se fue desvaneciendo de mi vida. Supe que Alexia lo tenía como amigo en Facebook, pero por lo que sabía no habían hablado mucho, y hoy por hoy, mi esposa apenas utiliza esa red social.

— Y qué pasó —preguntó ansioso El Negro.

— Entré a su casa un rato. No habíamos tomado mucho en la salida, así que abrimos un whisky que tenía por ahí el papá de Ale, que en ese momento estaba en la Costa con su mujer, y tomamos unos tragos. Entonces Alexia se largó a llorar.

— ¿Porque Gustavo la dejó?

— Porque se enteró de que Gustavo se había cogido a otra compañera. Para más bronca, a una chica que siempre trataba de manera despectiva a Alexia, creo que se llamaba Sofía.

— Qué raro, Ale parece de esas chicas que no puede caerle mal a nadie —dijo el Negro, ensimismado—. Y en todo caso, si cae mal a alguien sería mejor no exteriorizarlo, porque seguramente tiene montón de personas que la defenderían.

El Negro estaba en lo cierto. Aún no conozco a nadie a quien le caiga mal Alexia, al menos nadie que lo haya demostrado de alguna forma. Pero Sofía era una chica impulsiva y extremadamente sincera, y no perdía oportunidad de reírse de Alexia cuando decía algo incoherente en clase, o cuando se vestía de manera tal que a Sofía le parecía ridícula.

— ¿Y por qué le caía mal Ale?

— No sé. Celos de mujeres, imagino —contesté—. Seguramente ya estaba caliente con Gustavo desde hacía rato y de ahí la bronca. Creo que una vez la escuché decir que Alexia era una persona falsa, lo cual me pareció una estupidez, porque no conozco a nadie más transparente que Ale.

— Mujeres… —comentó el Negro Rivera.

— Bueno, no sé por qué me fui de tema —dije riendo—. Ale se había puesto a llorar. Yo la abracé, le dije que Gustavo era un estúpido por elegir a la ñoña de Sofía antes que a ella. Estábamos medio tomados. El abrazo se transformó en caricias. Ella me imitó. De repente nos estábamos tocando por todas partes. Nos desnudamos e hicimos el amor.

— ¿Estuvo bueno?

— Buenísimo. Después estuvimos un par de días comportándonos raros, sin saber cómo volver a hablarnos. Nuestros amigos notaban que había algo fuera de lo normal y ya empezaban a preguntar al respecto. No sentábamos juntos, pero no dirigíamos las palabras justas y necesarias. Así que para que la cosa no sea más rara, en un receso, nos pusimos a conversar…

*Para entonces ya me había dado cuenta de que me pasaban muchas cosas con Alexia, pero no quería perder su amistad. Alexia me preguntó si íbamos a poder seguir siendo amigos, y yo le contesté que estaba todo bien, que esa noche habíamos estado borrachos, y ella, además, se encontraba muy sensible.

— ¿Y cuánto duraron con ese verso hasta que cogieron de nuevo? —interrumpió el Negro, que de a poco iba dejando su lenguaje correcto, dejando lugar a su verdadero léxico.

— Creo que dos días. A la semana decidimos que ya no tenía sentido seguir mintiéndonos. Estábamos hechos el uno para el otro. Nos pusimos de novios.

— ¿Tan pronto? —preguntó el Negro.

Imaginé de dónde venía su interrogante. ¿Ya se había olvidado de Gustavo? Lo cierto era que habíamos hablado al respecto, y Alexia concluyó que lo de Gustavo era simplemente el típico enamoramiento adolescente, intenso pero fugaz, mientras que lo que sentía por mí era un verdadero amor que se había mantenido oculto. Seguramente el miedo a romper con nuestra mágica amistad era lo que escondía los verdaderos sentimientos. No me costó mucho creerle, puesto que a mí me sucedía exactamente lo mismo.

— Sí, así de rápido —dije, y le hice un resumen de lo sucedido—. A los dos años ya vivíamos juntos. Dos años más y nos casamos.

— No me olvido de que no me invitaron a la fiesta —acotó el Negro, bromeando, puesto que sabía perfectamente que hacía cinco años no éramos tan amigos como ahora.

De repente escuché que una puerta se abría y alguien se acercaba a la sala de estar. Me sorprendí, porque había supuesto que el Negro Rivera se encontraba solo.

Una chica delgada y alta apareció frente a nosotros. Vestía sólo ropa interior, y no se espantó al encontrarse así frente a un desconocido.

— ¿Tenés para mucho? —le preguntó la chica al Negro.

— No seas maleducada, saludá a Carlos.

La muchachita se acercó y me dio un beso en la mejilla. Era realmente muy alta, tal vez más que yo. Esa estatura hacía que se vea aún más delgada de lo que era en realidad. Tenía un cuerpo tipo modelo, con las curvas apenas necesarias para evidenciar la sensualidad femenina. Su rostro estaba lleno de pecas, sus ojos de color miel, su cabello castaño claro con cierto toque rojizo. De repente me pareció muy familiar, sin embargo, no podía recordar de dónde la conocía.

— Te espero —le dijo al Negro, con cierto tono de reproche.

Dio media vuelta y se marchó por donde vino. Me quedé mirando su cola manzanita y sus piernas kilométricas.

— ¿Te acordás de ella? —preguntó el Negro con una sonrisa traviesa—. Lindo culo, ¿no?

— Sí —reconocí, y respondiendo a la primera pregunta, agregué—: No la recuerdo, pero me parece conocida.

— Es Macarena, la hija de don Gerardo.

Mi cabeza hizo clic. Don Gerardo, como le decían todos como muestra de respeto, era el histórico almacenero del barrio. Su despensa había estado abierta por más de cuarenta años. Macarena no era su hija biológica, sino una sobrina nieta a quien, junto a su mujer, habían adoptado como propia. Recordé a la chica con su uniforme de escuela yendo y viniendo detrás de las estanterías del local. Sin embargo, hacía más de tres años que su comercio había fundido, y se mudaron de barrio en busca de nuevas posibilidades. El último recuerdo que tenía de Macarena era el de una niña tímida y voluntariosa.

— ¿Te la estás cogiendo? —pregunté, incrédulo—. Pero… ¿Cuántos años tiene?

— Tranquilo, ya es mayor de edad. Si ves su Instagram, ahí hay fotos de su cumpleaños número dieciocho. Todo legal señor policía. —Bromeó—. ¿Es linda no?

— Sí, claro —admití—. Bueno, no quiero molestarte más.

— No es molestia, pero las pendejas son muy exigentes viste… así que mejor le doy lo que quiere, sino lo va a buscar con otro.

— Gracias por escucharme chabón —le dije dándole un abrazo.

— De nada, y quédate tranquilo. Por lo que me contás, tu relación con Ale es muy linda, y muy sana. Si a ella le gustan esos jueguitos, seguile la corriente, no lo pienses tanto.

Volviendo a casa pensé en Macarena. No imaginaba que a una chica tan joven le gustaran los hombres mayores. ¿Tendría yo alguna oportunidad si hubiese intentado algo? De todas formas, nunca hubiese coqueteado con una adolescente. Por más que legalmente fuera mayor de edad, me parecía muy chica. Pero me intrigaba la idea.

El Negro Rivera era una fuente inagotable de información y anécdotas. ¿Los Aguirre swingers? Eran increíbles los secretos que se ocultaban dentro de cuatro paredes. De hecho, Ale y yo teníamos también los nuestros. ¿Tendría ella sus propios secretos? Tenía todo el derecho, siempre que no me afectara a mí.

— ¿Todo bien? —preguntó Alexia cuando volví a la casa.

— Si, qué tal tu día.

Ella estaba de espalda, preparándose una taza de té en la mesada de la cocina. Me respondió que fue un día rutinario en el estudio contable. Me acerqué y palpé su trasero.

— ¿Qué pasó en lo de Rivero que viniste tan alzado? —preguntó, afilada.

— No pasó nada —dije, sin dejar de manosearla— ¿No me puedo calentar con sólo ver el culo de mi hermosa mujer?

Alexia rio. Besé su cuello, haciéndole cosquillas.

— Ay, ahora no mi amor —dijo.

— Una rapidito —contesté, sin dejar de besar su cuello, el cual sabía era uno de sus puntos más erógenos.

Alexia cerró los ojos, y me dejó hacer. Le desabroché el pantalón y la tumbé en el piso. La penetré con más violencia de la normal.

— Qué te pasa, ¡estás hecho un bruto! —se quejó ella.

— Perdón.

Disminuí la intensidad de mis penetraciones, a la vez que intentaba sacarme de la cabeza la imagen de macarena en ropa interior. Era tan joven… seguramente el Negro Rivera le estaría enseñando muchas cosas. Alexia también se había excitado. Comenzaba a gemir y a moverse con soltura. Acabamos al mismo tiempo.

Por la noche hicimos el amor nuevamente. Estaba contento, todo parecía indicar que estábamos en una nueva etapa de sexo juvenil, desenfrenado y abundante.

Recordé nuevamente a Macarena. Estaba tan cambiada. La niña que conocí se había esfumado, y ahora haría cosas tan obscenas con el Negro Rivera, que, si sus padres se enterarían, se escandalizarían. ¿Acaso Alexia no había cambiado también? Sería muy ingenuo pensar que realmente seguía siendo la misma chica sincera e incondicional que conocía a los dieciocho años. Aunque es justo decir que no daba señales contundentes de ello. Su metamorfosis hasta ahora sólo consistió en haber madurado. Ahora sabía tomarse ciertas cosas con la seriedad que se merecía, mientras que cuando era más joven parecía no preocuparse por nada. Sin embargo, la Alexia desenfadada no había sido consumida por la Alexia madura. Simplemente sabía guardarse, para salir en los momentos más cotidianos, o cuando estábamos con amigos.

— Me olvidaba de decirte… —dijo Alexia, girando hacia mi lado— El sábado nos juntamos con algunos de los chicos de la facu.

— ¿Ah sí? No sabía nada.

— Es que no estás en el grupo de WhatsApp. Ya habíamos arreglado hace rato, y les prometí que íbamos a ir. ¡No me digas que no podés, porfa!

— No, está todo bien. Hace rato que no vemos a los pibes.

— Sí, va a ser lindo.

Me dispuse a dormir, pero entonces el celular de Alexia sonó. Esta vez no se molestó en decirme de quién era el mensaje. Tampoco sonrió. Más bien parecía seria. Dejó el celular sobre la mesita de luz y se dispuso a dormir. Mientras yo intentaba hacer lo mismo, el celular vibró dos veces más. Eran las doce y media de la noche.

Continuará.

(9,44)