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El nuevo curso (V)

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Como cada mañana desde que se iniciasen las clases, el despertador sacó a Enrique del mundo de sueños en el que había habitado toda la noche.  Desperezándose se giró para apagarle de un manotazo, satisfecho de no usar el móvil (la cuenta de pantallas rotas ya podría haberle condenado a la miseria de haber tenido el poco juicio de usarle de despertador), y se dio la media vuelta en la cama, dispuesto a aprovechar otros diez minutos entre las sábanas calientes. En cuanto completó el giro se encontró cara a cara con Damián, todavía dormido. Con cierta sorpresa por no haberlo recordado antes sonrió embobado. Dormido le parecía todavía más guapo.

Sus largas pestañas de color cobrizo temblaban ligeramente, proyectando sombras sobre los altos pómulos del chico. Sus labios de coral estaban relajados, húmedos y entreabiertos y su revuelta melena rojiza se extendía en todas direcciones, con sus ondas naturales convertidas en un nido enmarañado. Dormía con una mano debajo del mentón y la otra extendida hacia el lado en el que había dormido Enrique. Las mantas seguían subidas hasta la barbilla y ocultaban el fantástico cuerpo que tenía. Ni siquiera parecía haberse enterado de que había saltado la alarma de tan profundo como era su sueño.

Con una sonrisa boba en la cara le dio un beso en la mejilla, tan delicado como el aleteo de una mariposa. Cuando había dormido en su cama le había despertado al levantarse, pero ahora conocía de sobra el colchón y evitó hacer ruido. Siempre en completo silencio recabó unas cuantas ropas del armario: jersey grueso, camisa y unos desteñidos vaqueros azules; que dejó sobre el lavabo. Saltando de un pie a otro debido al frío se lanzó a la ducha donde procuró no entretenerse demasiado. El agua caliente arrojó un agradable chorro sobre su piel y consiguió despejarle los restos de sueño. Se secó con la toalla y dejó la de Damián preparada en el lavabo. Con cierta premura se vistió antes de que su cuerpo perdiese el calor de la ducha y se peinó el pelo con un peine húmedo.

Al dirigirse a la cocina se percató de que la mochila de Damián estaba encima de la minúscula mesa donde solía comer. Sobre la encimera colocó una bandeja con patas que empleaba cuando comía en la cama y preparó dos tazas. Puso la cafetera al fuego y en una de las tazas añadió azúcar en cantidad y leche. Tan solo tenía magdalenas con pepitas de chocolate para el desayuno, nada semejante a los donuts que le había comprado a Damián el otro día. Rezando porque fuese suficiente apartó la cafetera del fuego en cuanto empezó a silbar y echó una generosa medida de café en cada taza. Por si acaso cargó también la botella de leche y el azúcar en la bandeja y echándose al hombro la mochila de su novio volvió al cuarto.

El despertador había vuelto a saltar, pero Damián se había limitado a girarse hacia el lado contrario y seguir durmiendo. Aquello divirtió enormemente a Enrique que dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, en precario equilibrio. Depositó la mochila a los pies de la cama, donde Damián la vería seguro, y acarició el cabello cobrizo del chico. Besando nuevamente a su novio recorrió su cuello con los dedos y le retiró el pelo de la cara. Sin que ninguna de esas caricias se abriese paso a través del sueño. Estirándose sobre el joven apagó el despertador definitivamente. Retirando algo la manta hacia abajo le besó en los labios, sacudiéndole con suavidad hasta que abrió los ojos, legañosos y desenfocados.

–Buenos días… ¿llegamos tarde?

–Qué va, tranquilo. Suelo poner el despertador una hora antes, así nunca llego tarde. –Sonriendo con timidez se sentó a su lado, dejándole espacio para que se incorporase. Recogió la bandeja de la mesilla de noche y se la presentó al chico, que pareció despejarse de golpe–. Te he preparado el desayuno, aunque solo tengo magdalenas. Puedo hacerte tostadas, eso sí. Y recordé que te gusta el café solo, pero tienes leche y azúcar por si acaso.

Damián se abrazó las rodillas, perplejo. Contemplando moverse a Enrique que dejó la bandeja en la cama, entre los dos, y se sentó en el mismo lugar donde había dormido, apoyando la espalda en el cabecero y cogiendo su taza de café. En todo el tiempo que había pasado con Mateo este jamás había tenido un solo gesto romántico con él fuera de pagarle las cenas o las entradas de cine. Esto, aunque sencillo y económico, era infinitamente mejor. Cogió la mano de su novio y le besó los nudillos con devoción, apoyando después su mejilla contra esa mano morena.

–Gracias, en serio. Esto es… eres fantástico.

El chico enrojeció hasta las raíces del pelo. Dio un ligero apretón a la mano de Damián y le ofreció una magdalena que aceptó con una sonrisa de felicidad que resaltaba los hoyuelos de sus mejillas. La sonrisa favorita de Enrique que le acarició las ligeras hendiduras con la punta de los dedos. Desayunaron en silencio, cogidos de la mano y disfrutando de su mutua compañía. En un momento dado Enrique revisó su teléfono sorprendido de no tener ningún mensaje de Carlo, más tras su salida precipitada. Supuso que no se habría dado cuenta, ensimismado como estaba en su rubia acompañante de quien no lograba recordar el nombre.

Damián se fue a la ducha para cambiarse y Enrique recogió la cafetera y los platos y las tazas que habían usado en el desayuno. Su novio no tardó nada en estar listo para irse, con un jersey de cuello alto a dos tonos de gris y unos vaqueros oscuros que definían a la perfección sus nalgas firmes y marcadas. Tragó saliva con dificultad y volvió a mirarle mientras se acercaba. Se sentía sumamente afortunado de estar con alguien así. Damián le rodeó la cintura con los brazos, dejando caer la pesada mochila al suelo, y besó su cuello con ternura.

–Vamos, o se nos hará tarde. He quedado con Carlo y su chica en el banco frente al aula de Mauro.

Salieron juntos, hablando con tranquilidad de las asignaturas. Eran buenos compañeros de estudio, mucho más avanzados que Carlo, quien solía retrasarse por el tiempo que dedicaba al gimnasio. En cuanto llegaron a la calle Damián sujetó la mano de Enrique con suavidad, dejándole espacio suficiente como para retirarla si se sentía incómodo. Para su sorpresa el joven se la estrechó con fuerza mientras sus mejillas se encendían como la grana. Damián sonrió con ligereza e incluso sus pasos se hicieron más elásticos. El trayecto nunca había sido demasiado largo, pero esta vez a los dos se les hizo sumamente corto. Hubieran deseado tener que recorrer mucha más distancia, solo para poder pasar más tiempo juntos.

En cuanto llegaron a la universidad se encaminaron al banco donde Damián se había citado con Carlo. Antes de ver a su amigo, Enrique divisó una larguísima melena dorada y una silueta femenina envuelta en un largo chaquetón de color vino. Incluso a esa distancia podía apreciar el cuerpo proporcionado y la pose relajada. Sentado en el banco, con la actitud de quien se sabe dueño de la situación, estaba Carlo. Sostenía las manos de la chica y sonreía con franqueza. En cuanto los vio, su mirada recayó sobre sus manos entrelazadas. Poniéndose en pie de un salto aplaudió con fuerza, escandaloso como siempre.

–Era tempo1! Congratulazioni2 parejita ¡Por fin te has decidido, Enrique! Pensé que tendría canas antes de que por fin confesaras lo que sentías.

Completamente rojo Enrique echó una mirada furtiva alrededor. Algunos compañeros habían girado la cabeza para mirarlos, pero ya proseguían su camino, indiferentes. La muchacha rubia dio un fuerte codazo a Carlo que no pareció acusar demasiado el golpe, aunque ante su mirada de hielo dejó de gritar y se limitó a sonreír abultando sus grandes músculos al dejar las manos en las caderas. Incapaz de contenerse se abalanzó sobre Enrique y le sepultó en un abrazo de oso mientras palmeaba la espalda de Damián con su mano libre. Con los ojos en blanco, la muchacha se adelantó y apartó al italiano de los chicos, que por fin pudieron respirar de nuevo.

–Soy Thalía, nos conocimos el día de la fiesta.

–Yo soy Enrique, el amigo de Carlo.

La chica se adelantó para darle dos besos y hasta su nariz llegó el inconfundible aroma de las lilas y las frambuesas, dulce y embriagador. Por el modo en que su amigo la contemplaba, estaba claro que estaba loco por ella y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, no sintió ningún atisbo de celos. Estaba feliz por Carlo y le deseaba lo mejor. Con cierta sorpresa se fijó en que la chica también tenía los ojos azules, aunque a diferencia de los suyos, semejantes en color al cielo de verano, los de la joven eran mucho más claros, de un color parecido al azul de un lago helado. Tras saludar a Damián con familiaridad se despidió de los chicos, dando un último beso al italiano que la estrechó entre sus brazos.

–Enhorabuena a ti también. No me habías dicho que ibas en serio –comentó Enrique caminando al lado de Carlo en dirección al aula.

–Es la mujer más fascinante que he conocido nunca –proclamó con fervor–. Es guapísima, pero también es muy inteligente, está estudiando periodismo y quiere ser corresponsal internacional. Habla varios idiomas, es divertida y siempre está riendo…

Carlo seguía y seguía, alabando las virtudes de la joven mientras sus manos acentuaban lo que decía con grandes aspavientos. Sus ojos de aceituna resplandecían de entusiasmo mientras los dos chicos desconectaban mentalmente de su interminable charla, que de todos modos solo entendían a medias, pues en su desbordante apasionamiento alternaba el español con el italiano de un modo casi incomprensible. Damián miró a Enrique con una mirada irónica y divertida y este comprendió con claridad el mensaje que le intentaba transmitir: si aquella chica le hubiese dicho a su amigo “salta por la ventana”, tendrían que despegarle del suelo con una espátula en menos de un minuto. Enrique se alegró nuevamente por él, pero no pudo evitar una risilla ahogada contra el hueco del brazo, emulando una tos. Tan solo la imponente presencia del profesor Mauro consiguió acallar por fin a Carlo.

Para la hora de comer, sin embargo, ya había conseguido superar el monotema, y se centró por completo en sus dos amigos, el nuevo y el viejo, que hablaban relajados de las clases, los planes de después y el trabajo que tenía Damián hoy en el gimnasio mientras se dirigían a comer los tres juntos. Los lunes era un día tranquilo, poca gente se sentía de humor como para retomar su rutina de ejercicios después del fin de semana de perezosa indulgencia, pero eso nunca le había molestado como sí parecía molestar a Carlo, que aprovechó el momento para echar una considerable regañina a Enrique. Justificada, eso sí. Con cierto abatimiento Enrique recordó que hacía casi tres semanas que no pisaba el gimnasio y admitió, no sin cierto embarazo, que de seguir así no tardaría demasiado en recuperar todo el peso perdido. Al darse cuenta de su abatimiento el italiano dejó de abroncarle, no sin antes extraerle, un poco a la fuerza, la promesa de que le vería esa tarde en el gimnasio.

Damián hubiese deseado intervenir, pero algo le contuvo. Carlo y Enrique se conocían desde hacía mucho más tiempo del que él había pasado con ellos, incluso si sumaba todo el tiempo dedicado a ambos no se sentía en poder de decir nada. Con cierta preocupación observó como Enrique dejaba caer los hombros y daba la razón al italiano, que mantenía sus grandes brazos cruzados por delante de su pecho. Lo único que Damián se atrevió a hacer fue extender su mano hacia la de Enrique, rozando suavemente el dorso de su mano en un mudo gesto de apoyo. Para su sorpresa y por primera vez, su novio retiró la mano, desviando la mirada. La sorpresa fue tal que por unos momentos Damián no pudo esconderla. Perplejo y ligeramente dolido retiró la mano, alejando su cuerpo del de Enrique.

No tardó en sonreír, sin embargo. Una sonrisa amarga y desilusionada que asomó a su rostro mientras su mirada se endurecía. Se había confiado demasiado y había bajado la guardia pensando que no se repetirían los errores del pasado. Entrecruzó los dedos y les apretó con tanta fuerza que sus uñas se pusieron blancas. Por fortuna esta vez el desliz había sido pequeño y ni siquiera Carlo se había percatado de ello, al menos se había ahorrado la humillación de que todos viesen cómo era rechazado. Ambos jóvenes seguían hablando, aunque esta vez no del gimnasio ni de hacer ejercicio, por lo que se forzó a prestar atención a su charla. Ni siquiera sabía de qué hablaban y como intentasen incorporarle a la conversación se vería en serios problemas. Por suerte, el tono de llamada que tenía personalizado para las llamadas y mensajes de su abuela acudió a su rescate, sonando como por arte de magia.

–Disculpad, chicos. Tengo que cogerlo.

Ambos jóvenes le dedicaron un gesto de cabeza para indicar que comprendían, pero Enrique no le miró directamente a los ojos. Intentando ignorar la garra de hielo que le apretaba el estómago Damián se alejó de la mesa y salió de la cafetería, sentándose en un banco vacío antes de responder a la llamada. Carraspeó para aclararse la garganta y deslizó el dedo sobre la pantalla. De inmediato la voz dulce y entusiasmada de su abuela le resonó en los oídos.

–¡Dami! Cariño ¿cómo estás? ¿cómo te va la universidad? ¿Comes bien? ¿Has hecho amigos? Vuelvo hoy a casa, si tienes tiempo, quiero que vengas este viernes y me pongas al día de todo. Te quedarías el fin de semana, por supuesto. No sabes las ganas que tengo de verte y pasar tiempo con mi nieto favorito.

–Dirás tu único nieto, abuela –la corrigió entre risas mientras todas sus preocupaciones se aligeraban. Su abuela sonaba radiante, pletórica y muy feliz –¿Qué tal tu amiga? ¿Lo has pasado bien?

–Por supuesto que sí, tesoro. Ha sido una ceremonia preciosa, la que hubiéramos tenido tu abuelo y yo de no haberse ido tan pronto, hasta me hicieron llorar. Ya te enseñaré las fotos cuando vengas, verás qué guapa estaba Carmina.

–Me encantará abuela. De verdad. Aunque tengo que colgarte, tengo que volver en nada a clase.

–Estudia mucho ¿Sí? Quiero que me llames esta tarde, ¡no has respondido a ninguna de mis preguntas!

Damián se echó a reír con franca alegría. Su abuela era única, y la adoraba por ello. Con una sonrisa aún en los labios la repitió numerosas veces que la quería antes de colgar del todo. Aún tenía unos minutos libres y ninguna gana de entrar en el aula y sentarse junto a Enrique, quien seguramente volvería a evitarle. Unos golpecitos muy suaves en su hombro le sobresaltaron y le hicieron saltar del banco mientras se giraba para descubrir el origen, encontrándose cara a cara con su novio.

–Perdona, no quería asustarte ni interrumpirte. Parecía una llamada importante.

–Era mi abuela. Ha estado de viaje y vuelve hoy a casa.

–Oye… ¿te importa si voy al gimnasio después de tu turno? Si no… si no te molesta– consiguió tartamudear Enrique.

Damián bajó de nuevo la mirada, intentando con todas sus fuerzas no dejar traslucir ninguna emoción. Para ganar tiempo se desperezó y recogió su mochila del banco donde la había arrojado antes, se la colgó al hombro y por fin volvió a mirar a su novio, que aguardaba en actitud expectante y compungida. Su mirada, normalmente clara y limpia ahora aparecía suplicante, como si desease con todas sus fuerzas que no le importase su petición, que se la concediese sin montar un espectáculo. Desconcertado examinó al chico. Sabía que era tímido, pero esa actitud no parecía propia de él. Una chispa de intuición se abrió paso en su mente cuando se percató de que quizá la pequeña bronca con Carlo podía tener algo que ver, aunque aquello no ayudó a mitigar la sensación de rechazo.

–No, supongo que no. Salgo de trabajar a las siete, pásate después y no me verás. –Claudicó al fin para inmenso alivio de Enrique–. Pero me gustaría saber qué te ocurre. Si quieres contármelo. No sé, si he hecho algo que te ha molestado… lo siento.

Los ojos de Enrique se abrieron desmesuradamente mientras su boca se abría en una perfecta “o”. Sin darle tiempo a decir nada Damián pasó caminando a su lado, agitando el teléfono para que viese la hora que era. Unos cuantos rezagados corrían a clase y Enrique se apresuró a seguir a Damián, quien mantenía la cara inexpresiva. Consiguió alcanzarle antes de entrar en el aula, pero la profesora ya aguardaba dentro y no pudo volver a hablar con él. A pesar de pasarse toda la hora estudiando su perfil no pudo notar nada extraño en el chico. Atendía como siempre y tomaba pulcras notas de las explicaciones que la maestra iba desgranando, y sin embargo no lograba sacudirse de encima la sensación de que algo iba mal.

Ni siquiera a la salida pudo hablar con él, pues se fue con Carlo directamente al gimnasio. Aunque le dio un beso de despedida, fue lo bastante breve y casto como para conseguir que la idea de que las cosas no iban bien se afianzase en el fondo de su mente. Sentado frente a un plato de ensalada y con el libro abierto al lado, Enrique se planteó si Damián no estaría molesto por su petición. Apartando el plato apoyó los brazos en la mesa y dejó escapar un suspiro frustrado. Si le decía la verdad se reiría de él, estaba seguro. O se reiría de él o se sentiría asqueado. Había mencionado, poco después de conocerse, que Carlo le había contado que había estado pasado de peso, pero dudaba que su amigo le hubiese dicho en realidad cuánto había llegado a pesar. Solo con volver a pensar en el número de kilos que había alcanzado en el pasado volvía a sentir náuseas y una sensación de intenso desprecio por sí mismo.

Conteniéndose para no correr al baño a mirarse para estar seguro de que los kilos no habían vuelto, retiró la ensalada intacta de la mesa. No tenía ganas de comer, aunque debería ocultárselo después a Carlo o se enfadaría con él. En las primeras semanas del curso siempre se descuidaba ligeramente y engordaba uno o dos kilos, pero si ese había sido el caso en estas primeras semanas, ¿por qué no se lo habría dicho Carlo? ¿lo habría notado Damián? Su novio era atlético y delgado, mucho más activo que él. Podía seguirle el ritmo en el gimnasio a Carlo y sabía que corría cada vez que acudía a su trabajo. Una persona como Damián seguro que no quería estar con él si volvía a engordar.

Con rabia tiró toda la ensalada a la basura. Odiaba desperdiciar la comida, pero si no lo hacía sabía que acabaría por sucumbir al hambre y se comería el plato entero. Hizo un rápido barrido por la cocina y se aseguró de guardar cualquier comestible lo más lejos posible de su alcance, agradecido por haber dejado los donuts en casa de Damián. Mordiéndose el interior de los carrillos con furia se centró en los estudios como medida de distracción, ignorando el cada vez más punzante agujero de su estómago conforme pasaba el tiempo. En cuanto llegó la hora de ir al gimnasio se enfundó en su viejo chándal y sus deportivas y salió caminando a paso tranquilo. Nunca llevaba ropa de recambio, todavía no se sentía del todo cómodo duchándose en los vestuarios a pesar de que las cabinas de ducha eran individuales.

Cuando llegó no vio ni rastro de Damián por ahí cerca, tan solo a Carlo, que sostenía un saco de boxeo de forma que Thalía pudiese descargar una patada tras otra contra él. Con un suspiro resignado se acercó a la pareja, que dejaron lo que estaban haciendo para saludarle con entusiasmo. El sudor corría por la cara y el cuerpo de ambos, por lo que Enrique albergó la vana esperanza de que su amigo estuviera cansado y no le presionase demasiado en su primer día. La chica agitó la mano, sin acercarse a él demasiado, pero con una ancha sonrisa y Enrique entendió que lo hacía como gesto de cortesía por el sudor. El italiano sin embargo no mostró esa deferencia, y le palmeó la espalda con afecto cuando le vio.

–¿Listo para volver a entrenar? –preguntó con entusiasmo cuando la chica les dejó a solas.

–Carlo… ¿podrías pesarme?

Los ojos del italiano se le clavaron como afiladas lanzas de ónice mientras cruzaba los brazos por delante del pecho. La camiseta de tirantes dejaba expuesta toda su inmensa masa de abultados músculos que ahora sobresalían en todas las direcciones posibles. Haciéndole un gesto imperioso con la cabeza le condujo hasta las elípticas, en ese momento desocupadas. Escrutando el gesto ansioso de su amigo negó con la cabeza, provocando que de sus rizos azabache saltasen gotas de sudor.

–No. Y ni se te ocurra insistir. Sabes que no me gusta que te centres en tu peso como lo haces, es una obsesión y puede darte problemas de salud. A principios de mes viene un especialista, es en ese momento cuando debemos mirar cuánto pesas porque no será el único factor que se tomará en cuenta. ¿Lo has entendido?

–Puede que haya engordado ¿sabes?

–Perché insisti così tanto con il peso?3 Mira, si lo estás diciendo por lo que te dije en la comida olvídalo. Sabes que el deporte è la mia passione4 y que a veces hablo sin pensar. No estás gordo, estás estupendo y lo que necesitas ahora es terminar de definir y mantenerte. No me discutas.

–Pero…–insistió Enrique nuevamente, casi suplicando.

–¿Por eso le has dicho a Damián si podías venir cuando él no estuviese aquí? –preguntó Carlo de sopetón. Al ver la cara compungida de su amigo suavizó nuevamente el tono, intentando ser comprensivo–. Deberías hablar con él de esto, te quitarás un peso de encima. Sobre lo que me pides: no, no vas a pesarte hasta el mes que viene, ni vas a empezar alguna dieta absurda por tu cuenta. Vas a comer bien, vas a entrenar conmigo y con Damián y vas a empezar a contar con nosotros. Mira, no le conozco de hace tanto tiempo como a ti, pero te quiere. Dile la verdad.

Enrique se dejó caer contra la pared, abrumado por las palabras de su amigo que le miraba con cariño. Carlo le apretó el hombro con firmeza, pero sin hacerle daño, transmitiéndole su apoyo en silencio. Una vez más había demostrado ser mucho más perspicaz que lo que su aspecto exterior daba a entender. Con un suspiro resignado se subió a la elíptica y se aferró a los brazos de la máquina, dejando que su amigo la programase para una sesión breve que sirviese de calentamiento. Cuando la máquina se puso en marcha, volvió a dirigirse al italiano, que se había subido a la que se encontraba a su lado.

–No he comido, por cierto. Así que si me desmayo por una bajada de azúcar y me abro la cabeza contra el suelo serás responsable de explicárselo a mis padres y a Damián, y será culpa tuya, claro.

La carcajada estruendosa de Carlo planeó sobre su cabeza, atrayendo las miradas de los que estaban cerca que sonrieron a su vez. Su franqueza resultaba contagiosa y agradable, aunque no supiesen el motivo por el que se reía.

–No te preocupes, principessa5, no dejaré que te desmayes. Pero vas a desear haber comido.

Dos horas después Enrique sentía las piernas de mantequilla. Carlo había cumplido su palabra y apenas podía dar un solo paso sin que sintiese todo su cuerpo protestando por la reciente actividad física. Consiguió arrastrarse hasta una de las sillas de la pequeña cafetería del gimnasio, seguido siempre por su amigo que mantenía una ancha sonrisa de suficiencia en la cara. Quizá había sido un poco más duro de lo debido con Enrique, sobre todo para ser la primera sesión desde las vacaciones, pero así al menos se aseguraría de que nada más llegar a casa se lanzase a comer cualquier cosa que encontrase en la nevera a pesar de que iba a pagarle la merienda ahora. Su amigo había entrado y salido de más dietas de las que podía recordar hasta el punto de llegar a considerarlo problemático, no estaba dispuesto a permitir que acabase con una enfermedad mental si podía evitarlo.

Sin decir palabra le tendió una botella de zumo de frutas que Enrique aceptó agradecido. Tras despacharla en dos largos tragos se limpió la boca con el dorso de la mano y se lanzó a por el sándwich que Carlo había depositado sobre la mesa, frente a él. Todavía estaba caliente y escurría queso fundido por los cuatro costados, lo que sumado a su irresistible aroma a pan reciente y bacon bastaron para que cualquier reparo respecto a la comida se fuesen por el sumidero. Dando grandes bocados paladeó el sabor salado en contraste con el dulzor del pan. Carlo empujó otra botella de zumo en su dirección y le observó comer con una amplia sonrisa.

–¿Qué piensas hacer?

–¿De qué? –respondió Enrique intentando no escupir migas.

–Con Damián, ¿le vas a contar por qué no has querido verle hoy?

La bola de comida que tenía en la boca se le hizo de pronto mucho más densa de lo que era capaz de tragar. Con un nuevo sorbo al zumo consiguió empujarla por su esófago, tan lento que le resultó doloroso. Dejó el sándwich de nuevo en el plato, perdido el apetito y las ganas de seguir comiendo. Con deliberada minuciosidad se limpió las manos grasientas en una servilleta de papel, haciendo tiempo. El italiano se limitó a mirarle en silencio, comiendo de su propio bocadillo.

–No lo sé –dijo por fin en un tono suave–. Le debo una explicación, y creo que debería saber cómo era yo antes, pero… me da mucho miedo. Seguro que le daré asco. Es imposible que alguien como él quisiera estar con alguien como era yo.

Carlo frunció el ceño. Aunque adoraba a Enrique casi como si fuese su hermano, odiaba cuando hablaba así. Siempre había sido una persona maravillosa, pero se había dejado convencer de lo contrario por unos cuantos matones de colegio e instituto y el convencimiento de que, con gafas, pasado de peso y unos pocos granos, no podía ser atractivo. Iba a interrumpirle, pero el joven prosiguió hablando, por lo que cerró la boca y escuchó.

–Me gusta mucho, me gusta muchísimo. Es divertido y alegre, inteligente, muy guapo y se lleva bien con todos. He tenido mucha suerte con él y no me lo creo aún. No quiero que me vea diferente por cómo era antes: una bola baja y gorda llena de granos.

–Habla con él. Antes parecía preocupado. No me ha contado nada –añadió con precipitación al ver la cara que ponía Enrique–, pero parecía realmente preocupado y dolido. Es mejor si se lo cuentas, cenad juntos y sincérate. Dale una oportunidad. Parece quererte de verdad.

–Tienes razón. Gracias por escucharme, eres un buen amigo.

Enrique le dio un rápido abrazo y salió a la carrera, olvidado todo cansancio. De camino a su casa pasó por un local de sushi. Esperaba que le gustase el sushi. Mientras pagaba pensó que realmente no sabía casi nada de Damián, pero tenían tiempo para resolverlo si es que aún le hablaba, si no había estropeado las cosas. Dejando las bandejas con la cena sobre la pequeña mesa de su apartamento embutió en su mochila los libros de texto que necesitaría para el día siguiente. Dudaba de si la llevaría o no, en principio preferiría que Damián se pasase, pero si tenía que ir a su casa por supuesto que iría. Desnudándose por el pasillo se lanzó a la ducha y se frotó el cuerpo de forma apresurada, intentando que el jabón llegase a todos los rincones de su cuerpo todo lo deprisa posible. En cuanto salió se envolvió la toalla a las caderas y llamó a Damián antes de caer en que era más que probablemente que estuviese en la biblioteca. No escucharía la llamada, por lo que le dejó un mensaje pidiéndole que viniese a casa a hablar con él.

Damián no tardó en responderle diciendo que iría para allá. Muerto de nervios Enrique se vistió sin prestar atención a lo que se ponía y rebuscó en su cajón hasta encontrar una fotografía, la única que tenía de sus años de instituto. Sin atreverse a mirarla la dejó sobre el aparador de la entrada y puso la mesa. Estaba a punto de poner la tele cuando dos fuertes timbrazos aceleraron su pulso. Se abalanzó sobre la puerta y abrió a su novio, escuchando sus pasos calmados ascender las escaleras. Cuando llegó frente a su puerta se le cortó la respiración. Fuera había empezado a lloviznar y su cabello cobrizo se encrespaba ligeramente, cubierto de cientos de gotas de lluvia que relucían en la escasa luz como pequeños diamantes.

Poniéndose de puntillas le dio un beso, pasando los dedos por su cabello y retirando el agua con los dedos. Aunque el beso fue cálido, los ojos de Damián permanecieron fríos, indiferentes incluso. No rechazó abiertamente a Enrique, pero tampoco se mostró cariñoso como antes. Había venido preparado para que Enrique le dijese que no quería seguir con él, y aunque la cena sobre la mesa le descolocó, consiguió mantener la compostura. No debía desmoronarse delante de su novio, cualquier cosa menos volver a ser considerado débil y manipulable. El joven le precedió hasta el pequeño salón tras coger la foto del aparador.

–Hum… creo que mejor será si nos sentamos –propuso Enrique manoseando el rectángulo de papel.

–Claro. Lo que tú quieras. Por favor, sé breve. –Su tono triste alarmó a Enrique que le cogió una de las manos.

Entrelazó sus dedos con los del chico, pero después se lo pensó mejor y soltó su mano. Mantenía la mirada baja, por lo que no vio la mirada de dolor y rechazo de Damián que se cruzó de brazos. Enrique le tendió la foto y esperó el veredicto, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Damián examinó la foto con atención. En ella aparecían Enrique y Carlo, posando delante de una escultura de hielo de un oso a dos patas. Carlo seguía igual que ahora, quizá menos musculoso y bastante menos bronceado, pero en esencia igual. Enrique era quien más cambiado estaba.

Se mantenía medio escondido detrás de Carlo y su sonrisa era tímida, tan solo insinuada. En sus mejillas rechonchas y coloradas se apreciaban unos pocos granos aquí y allí, ligeramente ocultos tras el marco de sus gafas de montura cuadrada y estilo anticuado. Su pelo estaba más largo, lacio y caía sobre sus ojos, tapando las cejas. A pesar de escudarse en Carlo podía ver perfectamente que estaba bastante pasado de peso, embutido en una ancha sudadera que no lograba disimular del todo su amplio contorno y una cazadora de bandas horizontales que no ayudaban a mitigar la impresión de gordura. Sus vaqueros debían haberle quedado holgados, pero le ceñían unas caderas anchas y un gran trasero. Pese a todo, sus cálidos ojos azules tras los gruesos cristales de sus gafas, eran los mismos de siempre: cándidos, inocentes y dulces.

–No entiendo, ¿de cuándo es esto? –preguntó con extrañeza señalando la fotografía.

–Primer año de bachillerato, en las vacaciones de Navidad. Es la única foto mía que tengo de esos años. Como ves… estaba gordo, y era horrible, todo granos, gafas y kilos. Me llamaban foca, bola de grasa, mantecas, tonel y la vaca. Decían que además de gorda era maricona. –Había bajado tanto la voz que Damián tuvo que inclinarse más para poder oírle–. Carlo fue el que me ayudó a bajar de peso, ponerme en forma y eso. Los granos se fueron con crema y medicación antiacné y ahora llevo lentillas siempre que puedo, pero sé que no es suficiente.

–¿Qué dices?

–Me da miedo volver a ser ese chico de la foto. Me da miedo engordar y perder lo que tengo ahora. Ya sé que no es mucho, y que mi único amigo es Carlo, pero ahora… te tengo a ti. He tenido suerte y te has fijado en mí, nadie se ríe y nadie me llama nada, aunque te de la mano o salga contigo. Sé que capullos hay en todas partes, y Carlo me dice que estoy bien y que no había nada malo en mi antes, que era solo mi físico que me acomplejaba, pero no puedo evitarlo. –Dos gruesas lágrimas rodaron mejillas abajo, deslizándose hasta caer sobre las manos, apretadas en sendos puños–. Me aterra volver a lo de antes, y cuando Carlo me dijo que tenía que volver al gimnasio pensé que lo decía porque había engordado, y me entró el pánico.

–¿Por eso no querías ir cuando estuviese yo? –preguntó incrédulo.

–Por eso y… porque quería pedirle que me pesase. Desde que me obsesioné con mi peso me quitó la báscula, no me deja tener una en casa porque podía llegar a pesarme siete u ocho veces al día. Dice que eso es malo para mi salud mental, que me angustio –continuó, vulnerable e inseguro–. Quería ver si había engordado, pero no quería que lo dijese en voz alta y te enterases de ser así. Me hubiera muerto de vergüenza. Estoy seguro de que no querrías salir con un chico como el que era, como el que sale en la foto.

Enrique enmudeció, todavía dejando caer una lágrima tras otra a un ritmo lento pero continuo y sin atreverse a levantar la vista. Conocía a Damián desde hacía tan poco que lo que acababa de decir le parecía un tremendo error, pero era tarde para dar marcha atrás. Si se iba, si le rechazaba, le rompería el corazón en mil pedazos, pero al menos sabría que su relación estaba condenada al fracaso desde el principio. Mejor enterarse ahora que después de meses, con planes e ilusiones de futuro. Oh, pero el pensamiento dolía tanto.

Ni siquiera era consciente de que temblaba, todo su cuerpo se estremecía como una hoja agitada por el viento. Su novio se levantó del sofá en silencio y sintió que su corazón iba a estallar en afilados fragmentos que se hincaban en sus pulmones y le cortaban la respiración. Si decía que le daba asco no sabía si lo soportaría, sería peor que todas las burlas y el acoso vivido desde el colegio. Para su sorpresa, Damián se arrodilló delante de él, cubriendo sus puños con sus manos y colocando su cara tan cerca de la suya que ocupó todo su campo visual. Sus ojos de gato estaban colmados de ternura y amor, sin rastro de la repugnancia que tanto le aterraba descubrir.

–Eres idiota. Idiota de solemnidad. –Le insultó con suavidad, con una pequeña sonrisa tirando de las comisuras de sus labios–. ¿Tan mal piensas de mí? ¿Tan superficial me consideras? Escúchame, por favor.

Ante su petición el chico levantó la vista de su regazo, sumergiéndose en los dos pozos de jade que eran los ojos de Damián en ese momento. El joven le acarició la cara con ternura, secándole las mejillas con los pulgares e impidiendo que volviese a agachar la cabeza.

–No me importa si antes pesabas más que ahora. Lo que siento es rabia y agradecimiento a partes iguales: rabia porque te lo hiciesen pasar tan mal, y agradecimiento hacia Carlo que estuvo ahí para ti. Es una grandísima persona. Tienes razón en que no habría salido contigo, pero no porque estuvieses gordo, o tuvieras granos, o llevases gafas. De hecho –añadió con una media sonrisa–, las gafas me gustan bastante, te ves sexy con ellas. No habría salido contigo porque yo en esa época estaba loco por otra persona y era incapaz de ver que otros a mi alrededor existían.

–¿De verdad no te habría molestado que te viesen conmigo cuando estaba así de gordo?

–Te lo juro –contestó con fervor–. De seguir así ahora, igual que estabas en esa foto, creo que me habría enamorado de ti igualmente. Yo sí que he tenido suerte contigo, de verdad.

–Yo… lo siento, lo siento mucho. Me daba miedo y te aparté por eso y… l-l-lo-s-s-ssien-tto –los sollozos de Enrique se intensificaron y subieron de volumen hasta que ahogaron sus palabras.

Damián le atrajo hacia sí y le estrechó entre sus brazos, agradecido por no haberle perdido y avergonzado por haber sacado las cosas de contexto y no percatarse antes de que nada tenía que ver con él. El joven se refugió en su regazo, escondiendo la cabeza en su hombro donde siguió sollozando, mientras su novio le acunaba con dulzura. El intenso alivio que sentía le instó a abrazarle con más fuerza mientras el chico comenzaba a tranquilizarse y a dejar de llorar.

El cuerpo cálido y firme de Enrique se apretó más contra el suyo. Damián besó su suave cuello con ternura, cerca de la nuca y deslizó ambas manos por la espalda del joven notando su piel sedosa y caliente bajo los dedos. Prometiéndose a sí mismo, pero también a su novio, que estaría más atento a partir de ahora para evitar nuevos malentendidos. Debía confiar, y juró que, por mucho que le costase, confiaría. Su peso resultaba reconfortante, incluso más que eso. Con cierta incomodidad se removió ligeramente, intentando que su erección no incomodase a su novio. Necesitaba consuelo, no saber lo pervertido que era. Intentó que Enrique no se diese cuenta, pero sus esfuerzos fracasaron miserablemente.

–Oh, perdona. Esto es embarazoso– musitó alejándose y frotándose los ojos–. No debería llorar así.

–No te disculpes, no por ser sincero y sentirte mal. Ni por llorar. Sabes que estoy aquí para lo que necesites, quiero estar aquí, que te apoyes en mí si lo necesitas. Yo sí debería disculparme por esto –dijo con un elocuente gesto hacia abajo–. Te juro que no soy un pervertido, bueno, un poco, pero no es por verte llorar ni nada, y me siento fatal porque esto es súper inoportuno. Es que estabas encima de mí y antes pensé que ibas a dejarme, y al no ser así entre el alivio y que te tenía sujeto pues…

Enrique le cortó con un beso intenso. Sus ojos azules resplandecían, ligeramente húmedos por las lágrimas aún. Enredó sus dedos en el cabello rojizo de su novio y volvió a subirse sobre él, rodeando su estrecha cintura con las piernas, frotándose contra su más que notable erección que abultaba la entrepierna de sus vaqueros. Damián le miró con sorpresa, pero no le detuvo. Sus manos recorrieron el cuello de Enrique y se aferraron a su camiseta, tirando de ella para conseguir levantarla. La piel morena del joven quedó expuesta y Damián la acarició en su totalidad, deslizando las manos de la espalda al pecho y de vuelta a la espalda, acercando más al chico a su cuerpo.

–¿Estás seguro de que quieres esto? –consiguió preguntar cuando por fin se separaron, jadeando aceleradamente.

–Sí. Esto es lo que deseo, te deseo a ti, y saber que tú a mi es lo que más quiero ahora mismo. Por favor, no pares.

La súplica de Enrique fue ferviente y apasionada, no carente de sinceridad. Sus manos se aferraban a Damián con una desesperación que al chico le recordó a la misma que sentía él cuando deseaba arrancar a Mateo algún sentimiento genuino, algo más que el mero morbo. Recordaba con toda claridad el dolor cuando no lo conseguía, y la sensación de no ser más que un objeto. Sujetando la cara de Enrique entre las manos le devolvió el beso con toda la pasión posible, empujándole hacia atrás a la vez hasta que quedó tumbado en el suelo, entre el sillón y el sofá. Mantenía los ojos cerrados, entregado por completo a lo que quisiera hacerle.

Damián se inclinó sobre él. Dudaba que la postura en la que estaba fuese la más cómoda pero no podía contenerse. Una y otra vez había puesto en duda que le quisiera de verdad y una y otra vez le demostraba que no tenía nada que temer. Sus inseguridades no se habían puesto de manifiesto hasta no haber empezado a salir y amenazaban con alejar de él a Enrique. Asustado por la idea y maldiciéndose por su estupidez se agarró a él con fuerza, mordiéndole el labio interior y tirando de él con los dientes mientras su lengua se deslizaba por los rincones de su boca, esforzándose por retenerle junto a él. Enrique gemía con suavidad, de forma casi inaudible, pero sus manos tiraban de la ropa de Damián con tanta fuerza que el joven pensó que se la desgarraría.

Abandonando su boca descendió por su cuello con besos apasionados, dejando una hilera de marcas rojizas de diversos tamaños. La piel morena y suave no era tan propensa a quedar marcada como la suya, por lo que insistió nuevamente, ahora en sentido ascendente, volviendo a besar cada uno de los puntos y succionando ligeramente, reforzando las marcas. Esta vez sí consiguió sacarle la camiseta, arrojándola sobre el sofá sin preocuparse por ella. Bajo él, Enrique temblaba, agitado por escalofríos cuya causa era una mezcla de excitación y frío por estar acostado sobre el duro suelo. Damián abrazó su cuerpo, transmitiéndole un calor que no sirvió para detener los estremecimientos. Su boca bajó desde el cuello a las clavículas, por donde pasó la lengua hacia los hombros.

No quería detenerse, ni siquiera se le pasaba por la cabeza la idea de parar ahora. Quería besarle cada centímetro de piel, corresponder a su confianza con entrega. Nuevas marcas rojizas asomaron en el hombro mientras dirigía su boca a los bíceps de Enrique. Girando la cabeza le besó hasta donde alcanzaba sin hacer que le soltase. Su novio gemía sin resistirse, limitándose a mantenerse aferrado a él, apretando su camiseta en los puños. Damián deslizó las manos por los costados del cuerpo de Enrique, deteniéndose sobre las ligeras estrías que marcaban su cintura. Aunque sus manos viajaron más allá, su boca no abandonó todavía el pecho. Con los labios entreabiertos y jadeando recorrió los pectorales en toda su longitud. No sabía si lamía o besaba y le daba igual, tan solo quería recorrer toda su piel.

Los pezones estaban tan duros que las puntas presentaban ese tono escarlata que tanto le excitaba, pero aún era pronto. Si les acariciaba no podría detenerse, por lo que les ignoró y se limitó a morderle un poco por encima de las aureolas, tirando de la piel con los dientes hasta que le escuchó gemir y su respiración se aceleró. Desde esa posición podía escuchar perfectamente su corazón, latiendo desbocado contra sus costillas. Mientras le besaba por debajo del pectoral derecho, apoyó la mano sobre el izquierdo aferrando su músculo con firmeza, abarcándole con la palma de la mano y notando el martilleo incesante contra la misma. Para no descargar todo su peso sobre esa área tan sensible apoyó la otra mano en el suelo, notando por primera vez lo frío que estaba.

Con un gemido de frustración se separó de Enrique, incorporándose del piso. Aferrando el antebrazo de su chico tiró de él con sorprendente fuerza, levantándole. Estrechándole entre sus brazos acarició su espalda helada intentando calentársela. Enrique jadeaba, con la frente apoyada contra su pecho y sus brazos rodeándole por la cintura. Flexionando las rodillas le rodeó los muslos y en un único movimiento calculado le izó en el aire, posicionando sus piernas a ambos lados de su cuerpo. En cuanto le tuvo en vilo notó resentirse sus brazos y su espalda pues a pesar de su fuerza pesaba más de lo que solía cargar. Sin embargo, ignoró esas sensaciones y el grito de sorpresa de su novio que enroscó sus piernas con más fuerza en torno a él debido al susto.

–¿Qué haces? ¡Bájame! Peso demasiado para ti.

No respondió. Controlando su respiración afianzó más su agarre y echó a caminar hasta el dormitorio, agradeciendo las escasas dimensiones del apartamento. A pesar de que sus brazos comenzaban a dolerle por el esfuerzo consiguió llegar hasta la cama. Enrique soltó sus piernas, sin duda esperando que le dejase caer sobre el mullido colchón. Para su sorpresa Damián no le soltó. Aguantando el agarre se dobló despacio, hasta depositarle con dulzura sobre la cama, quedando sobre él directamente.

–¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? –interrogó Enrique preocupado, incorporándose a medias.

Damián le retuvo, empujándole por los hombros con suavidad. Sin responder volvió a besarle, atrapando acto seguido uno de los pezones entre sus labios. Los gemidos de Enrique se reanudaron, más agudos esta vez. Tanteando pasó la lengua en un suave círculo en torno al pezón, recorriendo toda la aureola mientras sus dientes se afianzaban sobre la delicada carne, que cedía bajo ellos. Controlando la presión para no hacerle daño tiró de la piel ligeramente, con estudiada calma. Enrique se retorcía debajo, incapaz de contenerse. Acarició con los dedos el otro pezón, listo para pellizcarle, cuando notó que le tiraba del pelo con fuerza, demandando su atención. Sus claros ojos brillaban sobre él, exigiendo una respuesta a sus preguntas.

–Estoy bien, no te preocupes. Te estabas quedando helado, me lo tendrías que haber dicho antes– protestó sonriendo con cariño.

–No me di cuenta –admitió acariciando su cabello cobrizo–. No pares, por favor.

Sus mejillas se tiñeron de color en cuanto dijo aquello. Sonriendo con dulzura Damián acarició los parches de color en cada pómulo, más calientes incluso que el resto de la piel. Besándole con dulzura en los labios volvió a acariciar los pezones del joven, impulsándoles arriba y abajo con el pulgar, jugando con ellos de forma que se hundiesen para volver a saltar en cuanto retiraba la presión. A pesar del beso Enrique gemía sin control. Antes de que volviese a agarrarle Damián se quitó la camiseta, aprovechando que había tenido que separarse de él para volver a descender por su cuerpo, besando las costillas de ambos lados hasta llegar al esternón, por el que pasó la lengua en una larga pasada que terminó en la incisura yugular. Soplando sobre el rastro de saliva dejado observó fascinado como respondía la piel de su novio, los escalofríos que la recorrían.

Los vaqueros comenzaban a molestarle demasiado, apenas le dejaban espacio a su erección que comenzaba a protestar dolorosamente. Acomodándose mejor la tela para tener algo más de espacio volvió a centrarse en Enrique. También en sus vaqueros se apreciaba un bulto más que considerable. No quería bajar todavía, no quería apresurarse, por lo que cerró los ojos e ignorando cualquier región por debajo del ombligo centró toda su atención en los pezones, succionando con fuerza y tan súbitamente que escuchó como gritaba de placer. Las aureolas, ligeramente más ásperas, presentaban un vivo color chocolate que incitaba a lamerlas una y otra vez. Mordisqueó ambos pezones, alternando entre uno y otro a capricho mientras sentía las manos de Enrique empujarle la cabeza hacia abajo.

Con una sonrisa traviesa que le marcaba suavemente los hoyuelos descendió despacio por el cuerpo de Enrique, marcando él el ritmo a pesar de las insistentes caricias del muchacho que forcejeaba para que siguiese bajando. Sus labios trazaron un húmedo camino desde los pezones hasta el ombligo, donde se detuvo para dibujar un par de vueltas con la lengua. El joven gemía y gemía, con los ojos azules clavados en Damián. Sin embargo, cuando este levantó los suyos, el color subió de nuevo a sus mejillas, de golpe, coloreándolas de escarlata. A pesar de eso, le sostuvo la mirada con resolución, deslizando su mano desde el pelo cobrizo de Damián hasta su cara, acariciándole los hoyuelos.

Damián le besó la mano con ternura, girando apenas la cabeza. Agarrando el botón de los vaqueros les soltó y les deslizó por las piernas de Enrique hasta los tobillos. Estaba descalzo, por lo que el pantalón salió sin obstáculos. Repitió el proceso con el bóxer azul que llevaba, arrojándole a los pies de la cama. El pene de Enrique se alzaba entre sus piernas, completamente erecto y arrojando gotas de líquido preseminal que caían despacio desde el glande por todo el tronco. Deseaba abalanzarse sobre él, pero se controló. Agarrando los tobillos del muchacho besó el empeine del pie derecho. Enrique intentó mantenerse quieto, una patada y le causaría mucho daño, pero cuando Damián comenzó a ascender por la pierna, cubriendo con besos el tobillo, la pantorrilla y la rodilla tuvo que aferrarse a la sábana para conseguirlo.

Cada uno de los besos que le daba parecía quemarle, dejando una sensación ardiente en su piel que se empeñaba en no disiparse. Damián alternaba la presión blanda de sus labios coralinos con sus dientes afilados que en ningún momento llegaban a perforar la piel a pesar de las marcas. Fresas maduras sobre el cacao de su piel. Cuando su lengua llegó a la parte de su cuerpo sin oscurecer recorrió despacio la frontera entre el bronceado y la piel pálida. Le encantaba ese contraste tan llamativo, la prueba empírica de que tenía el privilegio de ver partes nunca expuestas anteriormente.

La maldita bragueta le apretaba demasiado la erección, pero por una vez agradecía semejante constricción. No estaba dispuesto a apresurarse. Le deseaba, pero no sólo una vez, no, eso sería demasiado sencillo. Pensaba tenerle tantas como pudiese y la única manera de conseguir eso era reprimirse, mantenerlo todo a raya. Los testículos más que medianos de Enrique estaban ya al alcance de su boca, rozándole la nariz cada vez que se movía. Con pleno descaro sacó la lengua, mirando intensamente a su novio mientras la pasaba desde el perineo hasta la base del pene. Los gemidos de Enrique se elevaron de nuevo, ascendiendo mientras sus muslos se tensaban y empujaba la cabeza de Damián, instándole a ir a por su pene.

Sujetando las muñecas del joven apartó sus manos de su cabeza, entrelazando después sus dedos con los suyos. Apretó cuanto pudo sin hacerle daño, impidiendo que las liberase y ganando así el control absoluto. Disfrutaba chupando, mamando, más de lo que Enrique intuía. Su lengua volvió a recorrer el escroto del chico, notando debajo de la fina piel los testículos. La hundía entre ambos y les separaba dentro del saco, apresándoles con los labios, succionando, lamiendo, cubriendo de saliva caliente toda la zona y dejando después que se enfriase al contacto con el aire. Aquellos contrastes enloquecían a Enrique que le apretaba las manos, gimiendo y jadeando como un poseso.

El pene de su novio se apoyaba contra su cara, manchando su frente y sus mejillas de gotas de líquido preseminal. Damián deseaba tenerle en su boca, pero se contuvo, deleitándose con su peso y el intenso calor que emanaba de él. Ahora podía oler también la excitación del joven, una fragancia sutil que se mezclaba con el aroma de la piel limpia y que parecía incitarle a ir más lejos. Con pericia atrapó uno de los testículos con los labios y aspiró por la boca con fuerza, introduciéndole entero y tirando después para tensar la piel. Su lengua recorrió la parte inferior y movió la cabeza a la vez para poder frotar el pene de Enrique contra su mejilla. La recompensa fue un intenso grito de placer y un ligero chorro de líquido preseminal que cayó directamente en su cara.

Empujando con la lengua sacó el testículo de su boca, solo para abrir más los labios y elevar la cabeza para tragar el glande entero. Tan húmedo y suave que se deslizó por su boca, llegando a su garganta. Damián soltó un profundo gemido y Enrique creyó que eso sería su límite. La vibración de las cuerdas vocales del joven le llegó con toda claridad, repercutiendo en su miembro que seguía clavado en la garganta del chico. Damián cerró los ojos y apretó más los labios, metiendo y sacando el pene de Enrique de su boca, cada vez más deprisa. Enrique desasió sus manos de las de Damián y agarrando su pelo le empujó más hacia abajo, instándole a que tragase más. La nariz del joven golpeó contra su pubis lampiño y Damián aprovechó para tomar aire, antes de que de nuevo moviesen su cabeza arriba y abajo.

La saliva se mezclaba con los demás fluidos y escapaba por las comisuras de la boca de Damián. Abrió los ojos y miró directamente a Enrique, sus ojos azules se clavaban en su cara, sin perderse ni el más mínimo detalle. Damián volvió a gemir y su novio pensó que se derretiría. Incapaz de contenerse por más tiempo tiró de su pelo con fuerza, intentando apartarle. Para su sorpresa, consiguió que Damián se retirase, tan solo para que se colocase mejor entre sus piernas, abriendo la boca y sacando la lengua. Su mano suave aferró el pene y moviéndola deprisa arriba y abajo masturbó a Enrique, que gimió y jadeó incapaz de controlarse. A pesar de su deseo de aguantar, el orgasmo le alcanzó como una descarga eléctrica.

Su semen salió despedido, aterrizando no sólo en la boca de Damián, también en su frente y sus mejillas. El chico sonrió y tras tragar lo que había caído en su lengua dio una rápida lamida al pene de su novio, que le miraba alucinado y algo avergonzado. Con el dedo recogió lo que tenía por la cara y mirándole lamió hasta el último rastro de semen. Aprovechando la saliva que había quedado en sus dedos les pasó por el ano de Enrique que gimió con suavidad. Su pene seguía duro, pero ya no sentía la misma urgencia que antes y su cuerpo seguía estremecido por los escalofríos causados por el orgasmo.

Damián retiró sus manos de su cabeza, desenredando los mechones de su pelo cobrizo de entre sus dedos. Antes de soltar sus manos dio un suave beso en los nudillos de cada una, dejándolas sobre el vientre de Enrique. La situación le recordaba a la primera vez que se habían acostado, con la salvedad de que ahora conocía hasta dónde podía llegar. Enrique se incorporó ligeramente en la cama, mirándole con las mejillas encendidas. Su dedo pulgar recorrió los labios coralinos de Damián que sonrió y le dio un suave mordisco en la yema, juguetón. Sus manos bajaron hasta sus vaqueros y soltando el cierre por fin se desnudó del todo, retirando también el bóxer a la vez. De dos patadas se libró de las deportivas y se inclinó para quitarse también los calcetines.

Por fin su erección tenía el espacio necesario. El alivio fue inmediato, tan placentero que soltó un suspiro. Iba a coger el lubricante de la mesilla cuando cayó en la cuenta de que no estaba en su piso, y de que ignoraba si Enrique tenía o no en casa. Su cómica sorpresa no pasó desapercibida a Enrique, quien se apoyó sobre los codos para poder verle con más comodidad.

–¿Qué pasa? ¿No quieres seguir? –preguntó preocupado, incorporándose hasta quedar sentado del todo.

–¿Tienes lubricante?

–¡Ah! Sí, o eso creo.

Sonriendo con alivio ante la sencilla petición de Damián, Enrique gateó sobre el colchón hasta alcanzar una de las mesillas. Revolvió unos minutos en el cajón y por fin sacó un bote, aún precintado, de lubricante. Cuando se lo tendió a Damián este enarcó una ceja. Por si el intenso color rojo del bote no fuese suficiente, todo él estaba cubierto de imágenes de pequeñas fresas. Retiró el plástico con los dientes y tras comprobar la caducidad echó un poco sobre su dedo. Olía bien, más semejante a las gominolas que a las fresas de verdad, pero aún así era un aroma apetecible.

–Vaya, vaya. No sabía que te molase esto.

Aunque Damián sonreía divertido, Enrique enrojeció hasta la raíz del cabello y desvió la mirada. Damián apoyó la mano en su pecho y le hizo caer de nuevo a la cama, boca arriba.

–Me lo regaló Carlo, nunca lo he usado –se justificó avergonzado.

Damián besó todo su cuello y se rio justo sobre su oído, mientras dejaba caer un poco del lubricante por la piel de su pecho.

–Te tomaba el pelo, bobo. ¿Sabes? A mí sí me gusta jugar con estas cosas –se pronunció descendiendo hasta alcanzar el pecho de Enrique–. ¿Quieres probarlo?

Enrique asintió, mirándole de nuevo, pero todavía ruborizado. Damián sonrió y lamió el lubricante que había echado sobre su pecho. Poniéndose de rodillas sobre el chico, con una pierna a cada lado de su cuerpo, echó un poco de lubricante sobre su pene. Agarrándole por la base le acercó a la cara de su novio, que abrió la boca y tragó lo que se le ofrecía. Su lengua se paseó despacio por la piel recién lubricada, notando el contraste entre el líquido preseminal, salado y algo ácido incluso, y el intenso sabor artificial del lubricante. Pronto sólo pudo notar el lubricante, dulzón y semejante a los caramelos de fresa, por lo que tragó un poco más. Damián se retiró al ver que el chico lamía más allá del punto de lubricante, riéndose con suavidad.

–Era sólo probar, nada de seguir tragando.

–Eso es culpa tuya –replicó entre risillas– tú estás mucho mejor que el lubricante, aunque está rico.

Su novio le dio un beso ligero sobre los labios y descendió de nuevo, antes de ceder a la tentación y dejarle hacer lo que quisiera. Si se la seguía chupando se correría. Besó el pubis de Enrique e ignorando de nuevo su pene, que empezaba a perder su firmeza, le levantó las piernas y apoyó los muslos sobre sus hombros, consiguiendo así acceso total a su ano. Lamió sus labios para humedecerles y dejando a un lado el lubricante los pegó al estrecho orificio. Los suaves pliegues de piel se abrieron ante la presión de su lengua, permitiéndole meter la punta. La movió en círculos y presionó más, acercándose hasta que su nariz descansó sobre los testículos del joven.

Enrique gimió con fuerza y se relajó más. La lengua ávida del chico avanzaba y retrocedía, entrando y saliendo de su ano que se iba dilatando, dejándole acceder cada vez más hondo. Untando sus dedos del oloroso lubricante metió dos directamente. El interior cálido y estrecho de Enrique le recibió con facilidad, dilatándose para concederle paso. Los dedos dieron de nuevo paso a su lengua, que danzó por su interior para retirarse y pasear por el ano, recorriendo cada pequeño pliegue hasta que la saliva escurrió por la piel del joven, deslizándose entre sus glúteos. Nuevamente volvió a meter los dedos, sin aviso previo de ningún tipo. Se unieron a su lengua en un baile caótico que consiguió arrancar de Enrique roncos gemidos mientras se agarraba a la colcha que cubría la cama y apretaba las piernas.

Damián se vio aprisionado entre los muslos de Enrique. Sonriendo como un gato se separó mínimamente de Enrique y girando la cabeza le dio un mordisco más fuerte que cualquiera que le hubiese dado antes. Enrique gritó de sorpresa y rápidamente separó las piernas, consciente por primera vez de que podía haber hecho daño a Damián. Para su alivio el chico sonreía, recorriendo la marca dejada por sus dientes con la lengua. El chico se incorporó, intentando no descargar demasiado peso sobre Damián, y le pasó las manos por su pelo rojizo, húmedo de sudor.

–¿Estás bien? Me olvidé de que tenía tu cabeza entre las piernas.

–Hazlo otra vez, ha sido jodidamente erótico.

En los ojos verdosos de Damián relucía un brillo extraño que Enrique no había visto antes, mitad deseo y mitad lujuria. Rápido como un suspiro se incorporó, echándole contra el colchón nuevamente y colocándose encima de él, con su largo pene apuntando directamente contra su ano. Le sostuvo por las muñecas y juntó de nuevo los labios con los suyos. El fuego de sus ojos verdes parecía abrasarle por dentro. Enrique relajó más las piernas y aguardó a que se moviese. Sin embargo, Damián no hizo lo esperado, como ya era costumbre esa noche. Su pene se deslizó por los testículos de Enrique con una calma que desquició al muchacho, sin bajar nunca de ese punto. Intentó desasirse de sus manos, pero la presa del joven ni siquiera vaciló.

–Por favor, por favor…

–No.

La negativa fue suave, pero firme a la vez. Gimiendo con cierto fastidio Enrique volvió a relajarse, intentando esconder su impaciencia. Damián movió las caderas de nuevo, frotándose y masturbándose contra los testículos de su novio. Soltando tentativamente la muñeca del chico agarró su pene y el de Enrique y les masturbó juntos. Su líquido preseminal y los restos de lubricante se traspasaron al miembro de su novio. Notó el calor que emanaba del pene de su chico, su humedad y su suavidad. Mantuvo la mano quieta, limitando su uso a un mero soporte que les mantenía juntos, y movió las caderas con fuerza. Su pene se pasaba así por toda la longitud de Enrique que gemía y jadeaba sin perderle de vista. Con cierta vacilación por si volvía a amonestarle se agarró al bíceps de Damián que le volvió a besar.

Aunque en el fondo estaba desquiciando a Enrique, tampoco él podía aguantar mucho más. Todo su autocontrol se estaba poniendo a prueba con cada pasada, cada mínima fricción de su piel contra la de Enrique. Gimió con suavidad y mordiéndose el labio inferior cerró los ojos, intentando abstraerse. No le funcionó como esperaba, pues con los ojos cerrados las sensaciones que recorrían su cuerpo se maximizaban, toda su piel parecía haberse vuelto hipersensible y hasta la mano de Enrique sobre su brazo parecía enviar miles de sensaciones a su cerebro.

Descansó su frente sobre la de su novio un momento, tan solo un minuto, boqueando para recuperar el aliento y el autocontrol, pero el chico aprovechó para besarle, subiendo la mano que tenía libre hasta su cabellera. Apartó el flequillo de los ojos de Damián y acarició las sedosas ondas despeinadas y encrespadas. Damián jadeaba y el glande de su pene había adquirido un brillante tono rojo encendido, más incluso que el de Enrique.

–Deja de contenerte, yo quiero que me folles ya. No entiendo por qué insistes tanto en no hacerlo.

–Porque te quiero –respondió casi de inmediato–. Porque no quiero que esto sea solo un polvo y ya. Quiero… demostrarte lo muchísimo que me alegro de estar contigo –añadió con súbita timidez.

Enrique agarró unos cuantos mechones en su puño y se levantó ligeramente, juntando sus labios a los de su novio que esta vez no le retuvo. Enrique mordió con fuerza el labio de Damián que gimió y movió de nuevo las caderas, frotando una y otra vez su pene contra el del joven. Sus dedos se clavaron en el bíceps del muchacho que gimió incluso a través del beso. Su novio le taladró con la mirada, tirando de su pelo de forma dominante. En respuesta, Damián mordió el labio inferior de Enrique, que le tiró de nuevo del pelo y mordió su cuello, dejando la marca de sus dientes en la piel clara del chico.

–Fo-lla-me –silabeó clavando sus ojazos azules en Damián.

El chico sonrió de nuevo y agarró los muslos de su chico. Haciendo gala de su fuerza le levantó ligeramente del colchón y tras untar su pene de lubricante entró en un único movimiento. Enrique gimió de placer y le soltó el pelo, acariciándole una última vez antes de clavarle las uñas en la espalda. Damián volvió a sujetarle las manos, juntando ambas muñecas y apresándolas con una única mano. Enrique todavía se sorprendía de lo fuerte que era para ser tan delgado. Con la mano libre Damián acarició el pene de su novio, que se retorcía debajo de él. Damián pasó la lengua desde las costillas hasta la axila, mordisqueando la sensible piel sobre el pliegue. Enrique le miró con sorpresa. Nadie le había acariciado ahí jamás.

Damián comenzó a mover las caderas a más velocidad. Su pene entraba y salía sin pausa del dilatado ano de Enrique, que le recibía con agudos gemidos. Con las manos inmovilizadas al lado del cabecero y las piernas sobre los hombros de Damián ni siquiera podía moverse, completamente ofrecido a su novio que no cesaba de besarle, lamer su cuerpo y masturbar su pene, que había recuperado su anterior firmeza. Nuevas gotas de líquido preseminal caían sobre su pubis, formando un reguero transparente que escurría por su piel. Damián aceleró más, frotando el frenillo con el pulgar para estimularle. El golpeteo de sus cuerpos se entremezclaba con los gemidos y jadeos que ambos jóvenes proferían.

Tras un empujón más fuerte que los demás Damián se retiró, manteniendo el pene encima de Enrique que torció el cuello para mirarle. Jamás había visto así el miembro de su novio. Su inmensa longitud de casi veintidós centímetros estaba enrojecida, especialmente el glande y su corona. Gruesas venas surcaban todo el tronco, hinchadas y azuladas. Todo su pene palpitaba, henchido y goteando intensamente. Enrique retorció las manos para librarse del agarre de su chico y pasó ambas manos por el pene. Damián gimió y se retiró, agarrándole por le hombro y haciéndole girar sobre la cama, dejándole tumbado boca abajo.

Enrique no tardó en notar su peso sobre él. Su pecho liso se apretaba contra su espalda y notaba los rizos del pubis de Damián contra sus nalgas. El chico besó su cuello y su hombro, mordiendo la piel morena y jugando con la presión, relajando o apretando mientras su pene se paseaba entre sus glúteos, firmes y blancos. Damián le abrazó con fuerza y sin previo aviso se introdujo en él, con un único envite. Enrique gimió y se agarró con fuerza a las sábanas. Con los ojos cerrados elevó en el aire las caderas, facilitando a su novio la penetración. El muchacho recorrió su cuello con la lengua, besando después su nuez de Adán. Damián se introdujo de nuevo en Enrique, empujando cuanto pudo para retirarse después.

Aumentando la velocidad penetró una y otra vez a Enrique. Los gritos del chico cada vez eran más altos y agudos. Con una sonrisa divertida le giró la cara, dejando su mejilla apoyada contra la almohada. A pesar de sus ojos cerrados, su boca entreabierta y su expresión traslucían el intenso placer que estaba sintiendo. Estrechó más su abrazo y salió entero, clavándose de nuevo en él en un único golpe de caderas. Su pelvis se movía adelante y atrás a toda velocidad y sus grandes testículos chocaban una y otra vez contra los de Enrique. Besó la comisura de sus labios y le agarró la barbilla, obligándole a girar algo más para poder ver su cara entera.

–Mírame –pidió con suavidad, besando la mejilla lampiña del chico.

Los grandes ojos azules de Enrique se abrieron de par en par en cuanto notó la lengua cálida y mojada de Damián pasando por su mejilla. Su novio sonrió e imprimió más fuerza a sus embestidas, entrando y saliendo con un sonido húmedo y chapoteante debido al lubricante. La mano suave de Damián masturbaba sin tregua su pene, recogiendo el líquido preseminal y empleándolo para recorrer con más facilidad toda su longitud. Enrique gemía y gemía, mirando fijamente a Damián. Sus manos soltaron la ropa de cama y agarraron los brazos de Damián, estrechándole contra sí. Su peso resultaba reconfortante y a la vez excitante, llevándole de nuevo al límite.

Cuando el chico apretó el frenillo y tiró suavemente del glande, Enrique no pudo más. Gimiendo como un poseso hasta acabar gritando volvió a alcanzar el orgasmo. Oleadas de placer irradiaron de su pene y estremecieron todo su cuerpo bajo la atenta mirada de su novio, que no cesaba de besarle y acariciar su piel. Las caderas de Damián empujaron más fuerte, en rápidas y potentes embestidas. Con un último empellón que le tiró sobre Enrique terminó también, en un orgasmo brutal e intenso. De su garganta escapó un ronco grito de placer al tiempo que espesos chorros de semen inundaban el interior de su novio, que le sostenía la mirada mientras recuperaba el aliento.

Damián apoyó la cabeza en el hueco del hombro de Enrique, jadeando contra su cuello y estrechándole aún entre sus brazos. Un ligero temblor estremecía su cuerpo y pequeños calambres parecían agarrotar sus piernas. La temperatura de la habitación era bastante baja, y ahora que la actividad había cesado notaba enfriarse el sudor de su piel y también de la de Enrique. Con un suspiro leve y disimulado se incorporó con cuidado, retirando su pene del ano del joven y procurando no usar de apoyo el cuerpo de su novio, que le miró con cierta preocupación.

–Perdona, por no haber aguantado más –se disculpó con voz queda.

–Estás de coña ¿no? –preguntó Enrique girándose para encararle plenamente–. Tío, no sé qué aguante tienes tú o cuántas veces seguidas puedes ir, pero yo con dos estoy muerto. Con una ya estoy muerto así que imagínate ahora. ¿Por qué te disculpas?

Si esperaba una respuesta, se llevó una decepción. Damián se inclinó y recogió su ropa del suelo, apretándola entre sus manos. Enrique le miró preocupado y apoyó su mano en el hombro de su novio, que se limitó a cruzar las piernas, sentándose a lo indio sobre el blando colchón. Toda su seguridad de antes parecía haberse esfumado de golpe. Con la bola de ropa sobre el regazo, mantuvo la cabeza gacha, sin devolverle la mirada a su novio que le abrazó por detrás, acogiéndole en su amplio pecho. Damián cerró los ojos, evitando enfrentar su mirada, y estrujó su pantalón.

–Antes… en el salón… me agarrabas con tanta fuerza, tanta desesperación, que pensé que lo que necesitabas de mi no era solo un polvo y ya –su voz era suave y triste, y traslucía una vulnerabilidad y una fragilidad que Enrique no había intuido nunca en él. Inspirando hondo Damián continuó hablando–. No sé. He intentado darte más, pero creo que he fracasado. Lo siento.

Enrique le abrazó con tanta fuerza que pensó que se le partiría el pecho. A su espalda podía notar el latido sosegado del corazón del joven, que le estrechaba contra él con todas sus fuerzas. Los labios suaves y plenos del chico acariciaron su cuello y su hombro antes de darle un beso. El joven le agarró por la barbilla con delicadeza, acariciando sus labios con el pulgar en el proceso y haciéndole girarse en su regazo, sin soltarle.

–Cariño, ha sido fantástico. Yo no tengo mucha experiencia y sé que tú tienes más que yo, pero a mi… a mi me ha gustado muchísimo. Las veces que lo hemos hecho me he sentido querido y cuidado. Y hoy… hoy ha sido fantástico.

Enrique miró directamente a los ojos de Damián. Era extraño, el muchacho tenía una expresión de anhelo y angustia, como si desease creer lo que le decía y aún así siguiese dudando de las palabras del joven. Sonriendo con ternura sostuvo su cara entre las manos y le besó en los labios. Su aliento cálido cosquilleó en la piel de Damián que le abrazó a su vez, inclinándose para quedar a su altura.

–¿Me lo prometes? –preguntó con cierta vacilación.

–Te lo juro –respondió Enrique con seriedad–. Gracias por ser tan atento, y gracias por no rechazarme, por seguir conmigo. Te quiero.

–Yo también te quiero, muchísimo. Soy muy afortunado por ser tu novio.

Enrique le sostuvo un rato más, con una ancha sonrisa de felicidad en su cara. Damián era muchísimo más tierno de lo que había pensado en un principio. Sin embargo, empezaba a intuir que quizá había algo más. Su súbita inseguridad ante ciertos temas, y el esfuerzo excesivo que ponía a veces en complacerle. O el modo en que retrocedía a veces, como si se estuviese protegiendo. Acariciando su pelo cobrizo se pensó si debía preguntar directamente o si era mejor darle espacio. Antes de que llegase a ninguna resolución Damián se levantó, con una radiante sonrisa que le marcaban los hoyuelos, esas hendiduras que tanto adoraba Enrique.

–Se me olvidó. El fin de semana voy a irme al pueblo.

–¡Oh! Pues pásalo muy bien –aunque intentó disimular, no logró ocultar del todo el chasco, que se filtró en su voz.

–Mi abuela me ha invitado, ya te conté que estaba de viaje y que acaba de volver –comentó mientras se vestía, mirando cómo Enrique sacaba directamente el pijama de debajo de la almohada–. Ella es mi hada madrina. Prácticamente me crio.

–Debe ser una mujer fantástica –dijo Enrique realmente interesado en lo que Damián le contaba.

–Para mi lo es. Por eso había pensado en que vinieses conmigo y que la conocieses. Si tú quieres.

–¿Cómo amigos? –preguntó algo inseguro.

–No. Como mi novio. Ella sabe que soy gay, no tiene ningún problema con eso. Siempre me ha apoyado, incluso me animó a decírselo a mis padres. Ya te he dicho que es mi hada madrina.

Ya completamente vestido Enrique cogió la mano de Damián, acompañándole hasta la mesa donde esperaba la cena. Por fortuna el sushi había aguantado bien y no se había resecado en exceso. Con una ancha sonrisa le tendió un par de palillos a Damián, que aguardaba una respuesta.

–Iré contigo. Me encantará conocer a tu abuela.

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1 ya era hora

2 felicidades

3 ¿Por qué insistes tanto con el peso?

4 es mi pasión

5 princesa

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–Nota de ShatteredGlassW–

Lo primero es daros las gracias por las lecturas y el apoyo. Ha habido un pequeño retraso en las subidas por falta de tiempo. He tenido que emplear las vacaciones de Pascua / Semana Santa en ponerme al día con mis estudios, por lo que os pido disculpas. Para compensar, subiré el siguiente capítulo, donde conoceremos a la tercera pareja de esta saga, inmediatamente después de este, por lo que es probable que tengáis los dos en un mismo día.

Gracias a todos por leer este quinto relato de la saga. Espero que os haya gustado y que sigáis apoyando esta serie. Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected]

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