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El primer encuentro: Juan y Gabriel (1)

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No nos saludamos mucho, porque nos habíamos dicho ya lo esencial antes, por el correo, aunque fuera a aquellas horas de la noche. Ya sabíamos lo que nos apetecía hacer, si bien yo tenía miedo, como me solía suceder, ante este hombre que conocía en imagen pero del que no podía saber cómo respondería, cómo olería, qué tono tenía su voz...

No nos saludamos mucho, sólo una sonrisa, hola, hola, y nuestros nombres. Cerré la puerta. Se notaba algo de frío ya, habíamos tenido que esperar para conocernos al otoño, desde el verano. De todas maneras yo también estaba temblando de nervios, impaciente a la vez que deseoso de marcharme de allí porque temía no estar a la altura, no portarme como debía, decir alguna tontería. Me acerqué a Juan y le tomé las manos, que me habían llamado la atención en las fotos, por la fortaleza que parecían tener. Le besé la palma de las manos, las llevé a mi cintura y luego fui subiendo yo las mías por sus brazos, hasta el hombro. Era como si fuésemos a bailar. Me acerqué más a él y, diciendo otra vez su nombre, lo acabé con un beso.

Él me respondió suavemente, igual que yo le había besado. Estábamos empezando a conocernos, ese sí era un baile que empezábamos de cero. Volvimos a besarnos, esta vez más fuerte, abrazándonos ahora, sintiendo el otro cuerpo, el calor, la presencia en la cabeza y en los músculos tensos. Ahora las lenguas se tocaban, se reconocían, aprendían otro sabor, las rugosidades y las lisuras, el ir y venir de las lenguas se acomodaba a los pequeños movimientos que hacíamos para acomodarnos a los besos sin más palabras.

Juan, volví a decir en voz baja. Era ya un suspiro, era satisfacción de mirarle de cerca, la barba, los ojos. Empecé a besarle la barba, los labios, el cuello.

Sin decirnos mucho nos fuimos quitando la ropa, qué más necesitábamos. Él ya me había visto, yo me había dejado llevar por el deseo sin objetivo que tenía acumulado, pero su cuerpo era un descubrimiento. Le fui acariciando los pezones, los lamí, le acaricié la fuerte espalda, pasé las manos desde atrás hasta la cintura, besé el ombligo, otra vez los pezones, los dedos que tanto me gustaban. Él me correspondía, lentamente, como habíamos quedado que nos gustaba, rozando la piel enteramente.

Ahora los pantalones. Yo me agaché antes de que se quitara el calzoncillo, para lamerlo, lamer el exterior del pene, que se veía estaba excitado. Toqué los testículos, levemente volví a acariciar sus pezones mientras le iba lamiendo el exterior del calzoncillo, que iba bajando cada vez un poquito más. Por fin lo descubrí por completo. Estaba excitado y se erguía, yo me aproximé y besé la punta, mientras llevaba las manos a los testículos con la mayor suavidad. Saqué la lengua y fui recorriendo el pene de arriba abajo, de abajo arriba, antes me había quedado seco por los nervios, ahora la saliva parecía milagrosamente recuperada. Fui mojando su verga imponente, y luego me la metí en la boca, poco a poco, saboreando cada segundo, cada sensación. Él iba acompañando mis movimientos con los suyos, atrás y adelante. Paré un poco, disfrutando de la situación.

Nos fuimos a la cama, que hasta entonces había estado sola, sin uso, tanta era nuestra necesidad. Ahora ya pensábamos más en el momento que venía después, en la tranquilidad excitada que nos quedaba por delante. Besándonos mucho más, nos acariciamos mutuamente, brazos, dedos, pezones, nalgas, testículos, íbamos y veníamos para no olvidar lugar alguno, para seguir sin hablar y sin embargo sabiendo lo que estábamos diciendo, con apenas indicaciones que nos descubrían qué era lo que se esperaba.

Nos pusimos a lamernos los penes como si tuviéramos miles de horas por delante, sabiendo que pronto acabaríamos, sin embargo. Yo descubrí que a él le agradaba que le fuera presionando bajo los testículos, alcanzando brevemente la zona secreta. Seguí, más interesado en él que en mi mismo, chupando, presionando, incluso metiendo el dedo en su ano, sin saber si aquello le gustaría. Acerté por sus movimientos, que así me lo indicaron. Vi que la presión iba subiendo, los movimientos se hacían más rápidos, se movió con alguna violencia esperada, que yo esperaba con la boca abierta, la lengua dispuesta, su semen me inundó la boca, se me salía por las comisuras, mientras yo sonreía y él gemía un poco. Tragué aquel líquido caliente de sus entrañas y fui poco a poco limpiando con la lengua todo su glande, dejando todo preparado para la segunda parte.

Habíamos parado un momento, y estábamos acurrucados uno con el otro, Juan me había pasado el brazo por encima, y yo reposaba la cabeza sobre su pecho. Respirábamos tranquilos ahora, pues habíamos agotado en un momento -no sé cuánto tiempo- todo el deseo que llevábamos alimentando con los correos y las fotos. Qué bien se estaba en brazos de aquel hombre, sintiendo su olor, alzando la mirada para ver el rostro que conocía desde hacía meses pero que sólo ahora había podido besar y admirar desde tan cerca.

Sonreí y acaricié la barba, me separé un poco y comencé a acariciarle el pecho, yendo despacito alrededor de los pezones, simulando que me enredaba entre mis pensamientos y su cuerpo, tocando con la yema de los dedos la piel tersa y tan bronceada. Me detenía cuando veía que le agradaba, porque le cambiaba la respiración o me sonreía especialmente. No hablaba más que para preguntar ¿te gusta? en voz baja, o bien me acercaba a su oído y se lo susurraba, y dejaba que la lengua se me quedara demorada en el borde de su oído, hasta llegar al lóbulo, del que tiraba y medio mordía, y le susurraba otra vez ¿así?, y dejaba escapar el aire, que a los dos nos daba un escalofrío de placer presente y futuro.

Bajé a sus caderas, a los muslos tan musculosos. Íbamos creciendo en intensidad, ahora ya volvía la sangre a los penes, empezábamos los dos a erguirnos aunque acostados. Saboreé las orillas de los muslos, dejando sin tocar lo que más deseaba volver a probar: su pene grueso, expectante, al que fingía ignorar porque iba acariciando los muslos y que se moviera lentamente conmigo, que seguía adorando este cuerpo soñado y deseado y que ahora estaba conmigo, todo mío y de él, compartiendo mi deseo.

Me puse sobre Juan, los penes se tocaban, iban como dos animales que se buscan sabiendo que al final se han de encontrar. Los junté con las manos, estábamos igual de empalmados, las venas se correspondían en una conversación sin palabras entre los deseos. Me agaché y besé su pene, grueso, apetecible, delicado y fuerte. Me deslicé por él con los labios, rodeando su diámetro con la boca, de vez en cuando mojándolo con la lengua.

Me volví a poner sobre Juan, sobre sus caderas, y empecé a acariciarle el pecho, a bajar por los brazos hasta las manos, que entrelacé con las mías. En ese momento me empecé a mover, acomodando su pene vibrante, me agaché sobre su boca, nos besamos intensamente, con las manos todavía siendo unas, hasta que me solté para estar más pegado a él, besando otra vez todos los espacios de su cuerpo, los párpados, los labios, la nariz, diciéndole al oído "Cómo me gustas", y repitiendo su nombre: Juan lo era todo en ese momento, el mundo era su cuerpo, su respiración, su pene era mi encuentro con el deseo, así que volví a bajar a su centro.

Sujeté con los dedos sus testículos, tensos, rodeándolos flojito con los dedos para ir estudiando los detalles de su piel, de su contorno, y luego los fui repasando con la lengua, recordando su sabor de antes y de ahora. Otro escalofrío le recorría el cuerpo, luego se centraba en la punta del pene, y yo era parte de ese terremoto inesperado y bienvenido. Ahora dejaba los dedos en sus testículos y subía con los labios por su pene, iba descubriéndolo, iba lamiendo el glande, destapando y mojando, soplando para que el frío lo excitara. Volví una y otra vez a subir y bajar con los labios rodeando el pene enhiesto, pulsante. Por fin me subí a la cima, besé y tragué la cabeza del animal que me buscaba, mientras yo me iba acariciando mi pene, hasta que Juan me hizo darme la vuelta y empezó también él a besarme y acariciarme el pene, igualmente deseoso. Pero yo quería probarle que me quería dedicar sólo a él, e insistí en mis besos, en lamer y chupar y devorar. Intenté meter el pene totalmente en mi boca y lo conseguí, ahogándome pero contento de la asfixia por deseo. Fui metiendo y sacando al animal que me visitaba y me daba tanto placer, entraba y salía, yo me movía con las manos por donde encontraba un hueco, entraba y salía de mi boca, y cuando salía yo decía "Juan", porque no me atrevía a llamarlo "Cariño" o a pedir "Sigue, sigue".

Yo seguía enredado en su cuerpo, en su pene, enredado en las caricias a sus pezones, a la cara, a las nalgas que acariciaba, era todo manos para todo él que era todo mi mundo nuevamente. Sólo había él, y yo estaba para servirle sin pedir nada.

Noté que un seísmo se acercaba, por las señales secretas y subterráneas que enviaba. Noté cómo se iba acercando, y me preparé para la segunda venida de su semen, que presagiaban los músculos tensos, la respiración agitada, sus manos en mi cabeza, y finalmente el grito contenido, apenas empezado, que se terminó en llenarme la boca otra vez de su jugo cálido. Me fui calmando poco a poco, disfrutando de su regalo, que otra vez me inundaba. Tragué como si la sed fuera eterna, lamí como si no quisiera recuerdo en su cuerpo. Me corrí al poco como si fuera a morir satisfecho en la batalla elegida.

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Era imposible esperar más de aquel encuentro, porque llevábamos tanto tiempo agotándonos, buscando el placer en el roce de la piel, que era una sola para los dos, una misma idea en dos cuerpos sin más miradas que las de buscar al otro en uno mismo, encontrarse en los besos, usar la lengua sin hablar, la garganta para ser besada, los brazos para rodear y apretar lo que ya no era Juan o Gabriel, sino el único ser del mundo en esos momentos. Todo beso, todo abrazo, todo hablar en voz baja o no decir nada más que lo que podía decir una mirada directa a los ojos, la mirada que luego iba descubriendo el cuerpo sin fronteras de nos daba tanto placer.

Volvimos a besarnos lentamente, sonriendo y acariciando las cabezas, sujetándonos porque la debilidad se iba apoderando de nosotros, porque era imposible esperar algo más del día, no había fuerzas más allá de la sonrisa y de los dedos entrelazados, y los besos enseguida retirados, las lenguas que se conocían ya como de siempre. Era imposible moverse sin que la lasitud de los músculos, relajados completamente, dejara duda. Había terminado aquel arrebato, habíamos perdido la idea del tiempo, y sólo nos quedaba reposar y estar contentos con esta felicidad que nos envolvía, nos llevaba en la ola de los brazos y los besos.

Y sin embargo Juan no había terminado. Me sujetó las nalgas, me las acarició mientras me besaba. No sé cómo nos pusimos de rodillas el uno frente al otro y volvió a besarme con una pasión renovada, que se explicaba con las manos y los dedos que me rozaban y me devolvían a la vida, hacían que el milagro otra vez volviera, que mi pene y el suyo se buscaran como si quisieran ellos también besarse, ser uno como lo habían sido nuestros cuerpos enteros. Cuánto tiempo estuvo besándome, cuántos besos fueron compartidos, enormes, en la boca que pensaba que ya debía descansar y sin embargo comprendía que todo lo anterior era apenas la idea de lo que vendría, que Juan era el sueño hecho realidad. Nos abrazamos, aún de rodillas, con esa tensión de mantenernos rectos que competía con la de nuestros penes que se volvían a levantar pidiendo más, desde el cansancio hasta la maravilla de este ataque. Juan me lamió los pezones, me sujetaba el pecho y me apretaba sin dolor, con pasión, me mordía apenas y me llegaba al alma, adentro del cuerpo que anhelaba otra vez ser suyo, pero ahora a su altura.

Yo le acariciaba sin pensar ya, besaba, lamía, chupaba los brazos, el pene, el ombligo, sus nalgas, sus muslos, todo era saliva y sudor y pasión que nos arrastraba a los dos. Logré derribarle en la cama y le di la vuelta. Me senté sobre sus nalgas y fui masajeando su espalda, a veces suave, a veces apretando, preparando los músculos para luego, mientras mi pene se deslizaba entre sus nalgas, que yo iba mojando. Me retiré no sé cuándo y comencé a lamerle las nalgas, que abrí y entre las cuales fui pasando la lengua, bordeando el ano, lamiendo más fuerte, y, mientras lo hacía, sujeté con la mano su pene que salía entre las piernas renovado, hinchado como antes no lo había visto. Bajé la boca a su pene, lo limpié con la lengua llena de él y de mi. Le di la vuelta a Juan, que ahora me miraba acaso preguntándose cuál era mi intención.

Yo me iba acariciando el pene, me rozaba con él, besaba a Juan otra vez de arriba abajo; ya no decíamos nada. Me puse sobre él, y lentamente me fui situando sobre su pene tan grueso. Poco a poco, usando la mano, lo fui guiando hacia mi ano, que primero acarició, y luego penetró con un dedo. Me estremecí, pero no había llegado el momento todavía. Retiré su dedo y me fui acercando más a su pene, guiando con la mano ahora su miembro a punto de estallar. Fui buscando la posición adecuada, el ritmo para que él y yo fuéramos buscando lo mismo, el placer del estallido. Entró.

Entró y yo no sé si estaba yo o éramos miles los que nos movíamos en el mundo que ocupábamos. Fue entrando poco a poco, averiguando las posiciones, controlando la fuerza del empuje. Yo me había sentado sobre él y ya tenía dentro todo su pene, sentía todo él buscando la manera de descargar y de sentir. Me fui moviendo yo también explorando el cuerpo en el mío. Llegamos al momento ideal. Él cada vez más rápido, yo, cada vez más en su poder. Estalló. Estallé. Estuvimos un rato sintiendo cómo Juan se corría dentro de mi en una inacabable corrida que me volvía loco porque me llenaba de él a la vez que yo me corría sobre su vientre, los dos callados y a la vez hablando con los cuerpos, sin falta de más. Seguí siendo suyo un tiempo que no sé cuánto era porque el placer me mantenía en su poder, sintiendo su pene adentro de mi, sus brazos tocándome, sus manos acariciándome

Así, no sé cómo, terminó aquel primer encuentro con Juan.

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