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El tercer encuentro: Juan y Gabriel (3)

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Por fin habíamos conseguido otro momento para vernos, aunque la verdad es que, por lo menos yo, habría estado contento incluso con los ojos cerrados.

Esta vez, me parece, fue algo diferente. Yo le había dicho cosas sensibles, y parece que eso me influía. Nos besamos mucho tiempo. Las bocas ya se conocían, y se buscaban sin que las manos tuvieran que andar preocupadas de nada más que de sus dedos y la piel que tocaban. Me gusta mucho besarle, porque me hundo en él, ahí sí que cierro los ojos y me dejo llevar y siento solamente ser una lengua sola que solo sabe ir a él y por él.

Le pedí que se estuviera quieto.

Nos estábamos besando la boca, y luego yo fui lamiendo las comisuras, besé su nariz, los ojos, como la primera vez, y luego emprendí el camino largo. Con los ojos cerrados podía haber recorrido este camino, porque no había más que dejarse llevar. El cuello, donde notaba su pulso, que besaba fuerte, dejando un eco en su sangre. Por la clavícula podía decidir entre dos senderos, los dos iguales en gusto. Fui por el derecho primero, entre el vello de su pecho, hasta el pezón, que separé del vello que le rodeaba y besé primero y luego lamí, mordí levemente, chupé hasta que se fue levantando y notaba que le empezaba a hacer efecto. Sujetaba yo el pecho con la mano e iba lamiendo el pezón; con la otra mano le acariciaba el vientre, sin llegar nunca al pene. Metí el dedo en el ombligo, acariciaba de arriba abajo, y así llegué al pezón izquierdo. Sujetando ese pecho dejé el otro para viajar al pezón izquierdo, donde repetí los mordiscos, los lametones, los besos. De vez en cuando subía a su boca y estaba mucho o poco, según me daba a entender mi propia respiración. Me paraba y, como el pezón estaba húmedo, soplaba flojito para que le llegara el frío. Se estremecía.

Un ratito estuve masajeándole los pectorales, los pechos, subiendo y bajando, con los pulgares en sus pezones; esta vez con los ojos abiertos, porque le miraba fijamente, con una sonrisa, interrumpida por los besos, y acompañada por los movimientos con que nuestras caderas se encontraban y los penes se acariciaban.

Así, sentado sobre él, estuve un buen rato, usando aceite como podía, resbalándome y usando lo que sobraba para donde más falta iba haciendo. Lo llevaba con la boca al cuello, a las orejas, a los labios suyos y míos, que parecían querer ser una sola cosa.

Entonces le dije:

-Date la vuelta.

Me obedeció, y comencé a aplicarle el aceite desde las piernas hacia arriba. Los gemelos, los pies, entre cuyos dedos bailaban los de mis manos, aceitando todo lo que podía. Fui subiendo por los muslos, y según subía lo colocaba mejor, es decir, busqué sus testículos y pene y los coloqué para que fuera más cómodo. Sobresalían debajo de las nalgas, brillaban con el aceite que le iba aplicando. De sus muslos a las nalgas, sin olvidar la línea divisoria, donde jugué con los dedos y los labios, apretando no demasiado sino para hacer notar que no me olvidaba de aquella parte.

Empecé a acariciarle los hombros, después de haberme asentado sobre sus nalgas, dejando bien asentado mi pene y mis testículos, bajando a veces a acompañar a los suyos, a veces deslizándome por su culo brillante. Me encantan sus brazos, que también recibieron aceite, masaje y caricias. Él, pobre, seguía mis órdenes de mantenerse quieto, yo esperaba que sufriendo el placer que ojalá le transmitiera. Entrelazamos los dedos, rocé el anillo, que ahora besaba, lamí los dedos aliñados y potentes, todo ello mientras seguía rozándolo con el pene; una vez descendí a su glande y lo metí en la boca, pero todavía quedaba tiempo. No había prisa.

Bajé un poco hacia su cintura, acaricié, más las nalgas, otra vez. Entonces saqué de su cajita el pequeño vibrador que había escondido hasta el momento. Unté el condón en lubricante, tomé el dildo y se lo fui paseando por las nalgas, luego acariciando el valle hasta llegar al ano. Poquito a poco fue acariciando el contorno, a la vez que el perineo, desde fuera preparando el terreno para la invasión. Juan seguía esperando, respirando el deseo que ahora teníamos los dos.

Fui abriendo poco a poco, separando las nalgas, para que se tratara de la sensación más placentera que se pudiera. Insinué el consolador, que era pequeño, cerca del ano, y luego se lo fui metiendo poco a poco, mientras sujetaba ahora su pene y apretaba poquito a poco subiendo la intensidad de mis movimientos. Le levanté un poco, le puse una almohada en el vientre, y seguí explorando, ayudado por sus caderas, adelante y atrás. Besé la punta del pene, empecé a lamerle como solía, todo el glande en la boca, luego paseando los labios por su enhiesto pene completo, intentando meter todo lo que pudiera en la boca. A la vez iba girando un poco el dildo, que había puesto en marcha y vibraba sin mucho ruido.

Vi que tenía que ir más rápido. Atrás y adelante, arriba y abajo, todo su pene dentro de mi boca sedienta como siempre. Por fin vino el seísmo. Noté que era como si desde su cabeza fuera viniendo aquella fuerza que no tenía dónde salir, que por fin -vi cómo flexionaba los dedos de los pies- volvía a su centro, y estallaba en mi boca otra vez, llenándome de su semen cálido, a la vez que me llegaba su gemido y me buscaba con las manos, pero mis manos estaban ocupadas con el resto de su cuerpo, hasta que, exhausto, acabó de inundarme y reposó.

Qué agradable estar en sus brazos después, diciéndole oso y que no se enfadara.

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