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Hotel Artemisa: La llegada de Julián (capítulo II)

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—¿Has escrito algo? —Julián reconoció la voz al otro lado de la línea. Era su agente, que lo llamaba por doceava vez esa semana.

La verdad, él la entendía. En la editorial se esparcía el pánico y la rabia porque el nuevo manuscrito de Julián Cadavid no llegaba. Y si ella lo había telefoneado tantas veces era porque alguien en la editorial la había cansado a punta de mensajes y llamadas y correos electrónicos.

Dudó un segundo antes de contestar a la pregunta, mientras decidía si debía mentir o no.

—Escribir es como desnudar a una mujer: hay que tomarse el tiempo debido —dijo Julián finalmente.

Un segundo de aire muerto inundó la comunicación. Él se la imaginó sentada en la oficina a punto de sufrir un ataque de nervios. Rio para sí mismo.

—¿Te estás haciendo el idiota? —Estaba furiosa—, ¿o te acabas de caer de la silla?

—¿Seguro que quieres una respuesta?

—Lo que quiero es una novela en mi bandeja de entrada.

—Eso lo veo difícil —admitió él por fin—. Estoy en un atasco.

—Rezo porque sea de tráfico y no literario.

—Entonces tu dios no quiere escucharte.

La sintió tomar un respiro. Incluso hablando por celular podría dibujar cada ademán que ella hacía, cada movimiento, cada emoción que reprimía con las respuestas que él le daba. No le iba gritar directamente, Gabriela no era así, pero seguramente ya había pensado en formas de vengarse. Él la quería, pero a su vez le tenía miedo. Oyó tres leves golpecitos: ya tenía una respuesta. Un consejo que darle (aunque eran más similares a una orden).

—La ciudad te dejó tonto —soltó Gabriela—. Me parece que necesitas tiempo lejos del ruido.

—A mi me gusta el ruido —Julián protestó, incluso sabiendo que no iba a servir de nada.

—Te hice un favor.

—¿Qué favor?

—Le dije a la editorial que necesitabas algo de inspiración, que pronto les ibas a mostrar algunos capítulos. Eso los quita de tu caso un rato.

—¿Y necesito inspiración?

—Necesitas mucha —dijo secamente la agente—. Te reservé una habitación en un hotel.

—Yo tengo donde dormir —Julián hizo el chiste sin humor.

—Queda a las afueras de la ciudad. A una hora. Reencontrarte con la naturaleza te hará bien.

—¿Y así voy a encontrar inspiración?

—Pues la tienes que encontrar porque no hay mucho que hacer —Gabriela soltó otro suspiro que le llegó a Julián entrecortado y con un tono robótico—. Camila y yo fuimos el año pasado, queda casi que en la mitad de un bosque, y mejor, no hay distracciones.

—¿Lo puedo pensar? —preguntó abatido el escritor.

—Lo puedes pensar de camino allá. Te esperan alrededor de las once.

Julián miró su reloj: las 9 y 15 minutos.

—Te llevas tu portátil y escribes el fin de semana. Vuelves el lunes con inspiración —continuó Gabriela.

—¿Cómo se llama el hotel?

—Artemisa. Ya te mando como llegar.

Y con eso colgó, dejando a Julián con la obligación de organizarse y salir lo más pronto posible. Con los ánimos en frío, le dio la razón a su agente. Un fin de semana lejos de todos no era tan mala idea. ¿Cuándo había sido la última vez que no había recibido llamadas de periodistas o de casas culturales o de colegios...? Necesitaba tranquilidad y tal vez un poco de ayuda del panteón griego.

Hizo un equipaje ligero, con lo necesario para pasar el fin de semana y escribir. Decidió que para esa aventura se llevaría la moto. Así le iba mejor.

2

Dejó la ciudad atrás a eso de las 10 de la mañana. Inmediatamente sintió que Gabriela lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo. Aunque no sabía si iba a encontrar la inspiración que estaba buscando, el aire que se sentía en carretera le había despejado la mente.

Y con ese cambio de mentalidad, se le fue pasando el viaje sin que se diera cuenta. Casi de sorpresa, dio con el letrero y el caminito de piedra que llevaba a la casona.

Se encontró con algo inesperado. Si bien su agente no le había descrito la casona, tampoco era el lugar acorde a lo que su mente se imaginaba. Una casona grande, colonial. De un blanco puro, de donde tal vez le llegaba el nombre: virginal como la diosa. Notó un pequeño parche de grama en la que estaba estacionada una camioneta y decidió dejar la moto allí. Entró a esa especie de mansión.

Adentro todo era perfecto. Elegante. Alguien había logrado encontrar la combinación perfecta. Era como si el único piso posible para ese lugar fuera es de madera, que los únicos cuadros que le quedasen a esas paredes fueran las escenas eróticas que mostraban, que aquél espacio que servía de lobby solo pudiera aceptar esos muebles que formaban la sala.

Julián la vio llegar, pero no la escuchó. Una mujer elegante, de piel de porcelana y con el pelo rojo fuego, envuelta en una falda que le llegaba a la mitad del muslo y una camisa formal. Cualquier descuidado la podría confundir con una muñeca o con un ángel (si les llegaba la ocasión).

—Bienvenido —A Julián le pareció que podría crear hielo con ese tono, aunque no había furia en sus palabras—, ¿en qué puedo servirte?

—Eh… mi agente… me hizo una reservación —respondió él con un temblor en la voz.

—Bien. ¿Cuál es tu nombre?

—Julián Cadavid.

Ella abrió un cuaderno que tenía sobre la mesa que solo podía ser de recepción. Rápidamente lo cerró y se acercó a él.

—Si, te voy a llevar a tu habitación —dijo mientras caminaba hacia las escaleras. A él no le quedó de otra que seguirla.

Al llegar al segundo piso, a pesar de haber tres puertas, ella se detuvo en la primera que se encontraron. La abrió con una llave que parecía de oro, y le habló directamente a Julián:

—Esta es la habitación número uno. Que está reservada a tu nombre hasta el lunes —Procedió a señalar un pasillo y unas escaleras que subían al tercer piso—, y allí está la piscina. También hay servicio de masajes, pero ese solo se hace por las tardes.

Julián asintió, tratando de pelear contra el impulso de mirarla a los ojos.

—También hay servicio de restaurante desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche, pero los huéspedes pueden pedir comida a sus habitaciones las 24 horas del día. Y puedes acceder al bosque por la puerta trasera que hay en el comedor.

—Entendido —Todavía sentía el temblor en la voz. No sabía cuál era la razón.

—Por último, darte la bienvenida otra vez —Le entregó la llave de la habitación—. Mi nombre es Sade, y estoy para servirte. Me puedes encontrar en la recepción.

Antes de que Julián pudiera responderle, la mujer se alejó, no sin antes poner una cinta amarilla en la manija de la puerta, como identificación.

El escritor miró a su alrededor y un pensamiento ilógico se apoderó de él: el hotel era más grande por dentro que por fuera, aunque eso fuera prácticamente imposible. Notó que en la puerta junto al pasillo había una cinta roja.

Entró a su habitación. Lo primero que vio fue el ventanal que cubría la mayoría de la pared y que le dejaba ver parte del bosque. Luego se dio cuenta que la habitación era más grande de lo que parecía. Un sofá, un escritorio, varios armarios. El baño también era lo suficientemente grande para tener una ducha y una tina que estaba a unos pocos milímetros de convertirse en jacuzzi. Sin embargo, la atracción principal era la cama. Ocupaba el mayor espacio del cuarto. A Julián se le hizo que entre las cobijas alguien podía cometer un asesinato y nadie encontraría la escena del crimen. Era inmensa.

Se tomó unos minutos para organizar sus pertenencias y se sentó en el escritorio a mirar al bosque. No había nada de distracciones tecnológicas, pero las palabras se le quedaban atascadas en la cabeza y no lo dejaban llenar la página en blanco que tenía enfrente.

Estaba a punto de admitir que no tenía nada cuando la vio bajar por un sendero en el bosque.

Creyó que estaba viendo cosas. Que tanto había pensado que estaba delirando. Pero era muy real. Se preguntó cómo era posible que alguien que no había visto en 10 años, reapareciera en medio de ese hotel encantado.

Salió de la habitación y bajó las escaleras tan rápido como pudo. Tenía que verla de cerca, cerciorarse de que en verdad era ella y no un espejismo o una doble. Enfiló al comedor. No le costó encontrar la puerta.

Salió al follaje verde del bosque donde estaba ubicado el hotel. Movió la cabeza desesperadamente tratando de ubicar el rastro de la mujer que acababa de ver. ¿Izquierda o derecha? El sendero iba hacía los dos lados y la maleza era tan verde y espesa que no podía ver más allá de unos cuantos metros. Se quedó en silencio unos segundos. Escuchó pájaros. Hojas cayendo de los árboles… ¿pasos? Por el rabillo del ojo vio una figura.

A la izquierda.

Iba a correr a ella, pero la prudencia le encadenó los pies. Puede ser que te tome por loco, pensó Julián. Era mejor ir a distancia y acercarse de manera gentil cuando hubiera una oportunidad.

Y así tomó el sendero de la izquierda, andando lento e intentando no llamar la atención de a mucho.

3

Caminó detrás de ella por unos minutos. Mientras más avanzaban por ese sendero de piedra, más podían apreciar del bosque. Flora de todo tipo y una fauna tan viva que a Julián imaginó por momentos que nada era real, que todo estaba hecho de magia y que en estos momentos él estaba soñando. Pero sentía las piedras en sus botas y escuchaba sus pasos. Hasta que ya no lo hizo.

Ella se detuvo. Y como él estaba a unos cientos de metros detrás, tardó unos segundos en ver el porqué.

La mujer llegó a un lago, con el agua tan clara y cristalina que más se asemejaba a un espejo líquido. Pequeñas olas se formaban en donde caía una cascada desde una roca blanca.

Julián pensó que este era un buen momento para acercarse y saludar y comprobar si los ojos le habían fallado o si el destino era tan bufón para ponerla a ella en ese mismo hotel.

Dio unos pasitos para salir a su encuentro, pero cambió de opinión. Ella se quitó el pequeño vestido de verano que traía, dejando a la vista un pequeñísimo bikini rojo que a fuerza de voluntad solamente le cubría los senos y su entrepierna, y lo hacía más porque las reglas de la sociedad le prohibían andar desnuda.

Julián encontró un lugar para esconderse entre la maleza. Y se fue acercando con tanta delicadeza como le fue posible. Y allí todo le pareció perfecto.

En efecto, cuando le vio la cara supo que era ella: Luciana Domingo. Y su mente lo retrocedió diez años atrás, lejos de la fama de sus libros, cuando todavía estaba en el colegio y le robaba miradas de adolescente en el patio o en el aula de clase.

Ahora era una mujer que paraba el tiempo con la mirada. El rostro seguía teniendo esa belleza juvenil, pero el cuerpo se había convertido en el de una mujer que abría puertas con solo caminar hacía ellas. Las piernas largas que parecían no acabar nunca, el abdomen plano y esos pechos pequeños, pero firmes que muchas veces había dibujado en su imaginación.

Luciana se metió al lago y caminó hasta el centro. Y allí se quedó por unos segundos. Julián miró la escena atento, conteniendo la respiración y sintiendo como una erección se formaba en sus pantalones. Luego ella se sumergió, momento que aprovechó el escritor para poder cambiar de sitio y estar más cerca de lo que pasaba en el agua.

Desde dónde estaba podía ver perfectamente la cascada y la gran mayor parte del lago. Se sentó expectante, con el pecho vibrando; el corazón le latía tan rápido y tan fuerte que temió que le fuera a dar un infarto.

Luciana volvió a salir a la superficie y nadó hasta la cascada. Se colocó debajo de ella y dejó que el hilo de agua le cayera en la piel. Miró hacia todos lados. Julián reaccionó agachando la cabeza y metiéndose entre el arbusto que le servía de escudo.

Cuando ella se aseguró de que allí no había nadie (y no habría porqué haberlo, el hotel era exclusivo y estaba alejado), se encogió como si quisiera sumergirse otra vez, pero no metió la cabeza al agua. Él no entendió lo que estaba haciendo hasta que vio la prenda salir a la superficie.

Luciana se había quitado la parte de abajo del bikini y ahora deshacía los hilos que sostenían. Sus pechos quedaron expuestos. Los pezones oscuros quedaron desnudos.

Julián no podía quitar los ojos del lago y de la cascada. Ni siquiera las imágenes que tan pacientemente había construido en su cabeza a través de los años eran tan hermosas como lo que estaba viendo.

No aguantó más y se desabrochó el pantalón, dejando salir su miembro que ya estaba erecto.

Subió y bajó suavemente a lo largo de su polla, al mismo tiempo que admiraba la figura perfecta de Luciana. Quería, no, deseaba poder estar allí metido. Besarla, tocarla, entrar en ella y poder permanecer en este instante para toda la vida. No volver a la ciudad y olvidarse de la página en blanco que no hacía otra cosa que matarlo lentamente.

Casi sin darse cuenta, aumentó la velocidad. Arriba y abajo, en tandas cortas y largas.

Luciana, por su parte, se lavaba en el agua y acariciaba su cuerpo, de una manera inocente, sin ánimos más que disfrutar de la frescura de la cascada.

Arriba y abajo. Arriba. Abajo. Julián recordaba que ya había hecho esto muchas veces en honor de Luciana, pero ahora que la tenía enfrente, disfrutaba como si fuera la primera vez.

Cada vez más rápido. Con la mano izquierda encontró sus testículos y los acarició. El líquido preseminal le sirvió como lubricante para aumentar otra vez la velocidad.

Ella cerró los ojos, bajando sus manos por su cuello, su pecho, sus senos. Los acarició suavemente y después bajó a su abdomen.

Julián se detuvo un instante cuando ella abrió los ojos y nadó hasta la orilla donde había dejado su vestido. Salió del lago.

Su vagina cubierta apenas por un hilito de vello púbico.

Ella se sentó un rato, así desnuda en la orilla, a disfrutar unos minutos del sol.

Julián movía su mano cada vez más rápido, sintiendo como se iba construyendo su orgasmo. Mantenía la mirada en ese cuerpo desnudo, en esa cara angelical.

Arriba. Abajo. Abajo. Arriba.

Un movimiento largo de la mano y sintió como explotaba y dejaba salir todo en un orgasmo que no había sentido en mucho tiempo. Incluso se le escapó un gemido.

Cuando se escuchó, presa del pánico, se organizó como pudo y se escondió más en ese arbusto.

Luciana no pareció haberlo escuchado. Pero decidió que era hora de marcharse. Se puso el bikini de nuevo, se envolvió otra vez en ese vestido blanco que con el sol de frente se transparentaba un poco, y retornó al hotel por donde había llegado.

Julián esperó unos metros para salir de su escondite y regresar al hotel detrás de ella, intentando mantenerse oculto.

Imágenes que ya conocía muy bien se fueron agrupando en su mente. Poco a poco ese bloque creativo, se le fue pasando.

4

La habitación de Sade quedaba en el primer piso del hotel, en el pasillo que quedaba detrás de la recepción. Aunque era más pequeña que las de los huéspedes, a ella siempre le había parecido la mejor del hotel, porque tenía vista a ese lago cristalino y a aquella cascada que tanto le gustaba.

Los vio llegar al lago. Lo vio a él esconderse y a ella meterse desnuda en la cascada. Pensó que el fin de semana iba a ser especial, como en esos viejos tiempos.

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