Aunque ya vivían juntos en tu casa, él aún conservaba su departamento como estudio en el cual se refugiaba cuando requería tiempo y silencio para escribir o analizar profundamente algún tema. Era impensable mudar su biblioteca y demás mobiliario hacia tu casa pues no cabrían. Seguramente al siguiente año, cuando aceptaras la propuesta de matrimonio que te hizo, buscarían una casa amplia donde todos tuvieran un espacio propio; sus ingresos se lo permitían fácilmente.
Esa tarde, se despidió sin darse tiempo para hacerte el amor, y fue a encerrarse con sus notas y libros. Había prometido escribir un ensayo para una publicación periódica que frecuentemente recurría a él por ser capaz de satisfacer con mucha calidad las solicitudes urgentes y encasilladas a algún tema específico; esa capacidad, que debía hacer sentir orgullo a cualquier escritor, le disgustaba por la tensión que generaba, pero pagaban bien y puntualmente. Había pasado la noche anterior leyendo los papers que consiguió en las bibliotecas de algunos institutos de investigación sobre el tema que debía comentar, y se metió a la cama en la madrugada. En la mañana lo dejaste dormir, despertándolo cuando ya salías al trabajo.
Tampoco te agradaban sus ausencias, por muy justificadas que pudieran estar, rompían el ritmo de amor al que te había acostumbrado. Seguramente no se trataba de un superhombre, pero gozabas su cuerpo tres veces al día. Sin embargo, cuando se concentraba en los libros sufrías su olvido. Algunas noches, cuando leía en el escritorio de tu casa, lo interrumpías desnudándolo y recorriendo su cuerpo con las manos, que pronto dejaban el lugar en el bajo vientre a los mimos de tu lengua; después, con tu mano lo tomabas del pene erecto para conducirlo a tu cama. Por ello decías, que se aislaba en su estudio, “donde esta vieja caliente no se lo pueda llevar a la cama”, más que para buscar el silencio, cuando tenía un compromiso que le obligaba a trabajar.
Esa noche dormiste incómoda, ya había pasado un día sin que tus entrañas sintieran el calor húmedo que te daba haciéndote explotar en múltiples orgasmos, antes de que, sollozante de felicidad, durmieras en sus brazos. Al sonar el despertador muy de mañana y no sentir su cuerpo sobre ti, —como acostumbraba hacer para apagarlo, y, ya encima, te penetraba antes de levantarse sudoroso para meterse a la ducha donde lo alcanzabas—, te levantaste más temprano. Fuiste puntual al dejar a los niños en su escuela, y al trabajo llegaste antes que los demás. Al terminar tu corta jornada laboral, te desplazaste hacia tu escuela, para asistir a dos clases. Antes de retirarte, pasaste a la biblioteca por un par de libros que necesitabas, fue inútil, todos los ejemplares estaban prestados. Fuiste al cubículo de uno de los profesores para pedírselos.
El maestro te recibió cordialmente y con varios piropos; no era gratuito, estaba enamorado de ti y ya te lo había dicho. Cuando él solicitó que fueran novios, habías sido algo cruel en tu respuesta, la cual resaltaba los cuatro años más de edad que tenías, “No estoy para tener novio de ‘manita sudada’, eso ya pasó para mí”, contestaste dejándolo perplejo; pero insistió en que su proposición era real, que deseaba tratarte con mayor formalidad. “Está bien, qué te parece si en el próximo periodo vacacional salimos juntos, aunque te advierto que podría ser con mis hijos, en caso de que no se fueran con su papá, así tendrías oportunidad de conocer la verdadera formalidad”, prometiste retadoramente. Él aceptó, y sus planes incluyeron la visita a su tierra natal para que conocieras a sus padres. Así, quedó establecido que viajarían a Oaxaca. Al principio te pareció que tu broma podría llegar muy lejos, no deseabas tener relaciones formales con nadie; sin embargo, Fernando se veía con buenas intenciones. Todo parecía ir bien, aunque tus actividades sólo les permitieron algún paseo dominical con los niños, ambos esperarían las vacaciones de primavera, para tratarse como él quería, pero pronto apareció en tu vida el hombre con quien ahora compartías la vida familiar. El destino quiso que fuera éste y no Fernando con quien disfrutaras las vacaciones. No obstante, jamás hubo un reclamo al incumplimiento de tu promesa y, aunque de trato esporádico, continuó la amistad.
—Necesito que me prestes unos libros, el lunes tengo examen —precisaste extendiéndole la hoja donde estaban anotados los títulos.
—No los tengo aquí, están en mi casa. Como siempre, estudian en el último minuto —contestó después de leer la hoja.
—¿Qué esperabas, una rata de biblioteca? ¿A qué hora sales?
—Ya acabé de dar clase, si quieres vamos por ellos.
Asientes y él recoge las cosas que habrá de llevarse, cierra con llave el escritorio, el estante y los libreros. Salen rumbo al estacionamiento donde está tu auto, sabes que él viaja en camión.
—Te va a convenir, pues vas a llevar chofer exclusiva —dices cuando abres la puerta del lado izquierdo, mientras él espera del lado contrario.
Al meterte al automóvil, se sube tu falda y el aprecia una porción generosa de tus muslos tras el vidrio, no la bajas y te inclinas para quitar el seguro de la puerta donde él entrará. Mientras sube, baja el vidrio para disminuir el bochorno del calor que se ha encerrado en el carro. Tienes que flexionarte para pasar atrás tu bolsa y los cuadernos, entre los asientos, y la falda deja ver mejor tus piernas. Una vez puestas las cosas atrás, tienes que erguirte para acomodar tus ropas, pero en la maniobra necesariamente se sube aún más la falda dejando ver incluso una pequeña parte de tu triángulo, cubierto con la pantaleta blanca. Fernando no deja de mirar tus piernas.
—¿Ya? —pregunta cuando logras acomodarte.
—Ya, ¡se acabó el cinito! ¿Querías ver más, pinche Fernando? —le preguntas con fingida molestia y le lanzas una sonrisa.
—Sí, pero me conformo con eso —afirma sonriendo.
—¡Uy, qué barato me va a salir el “préstamo interbibliotecario”!
—No, lo que pasa es que prefiero que manejes bien, llegando a la casa te cobro… —contesta en el mismo tono con que lo bromeaste.
Durante el camino te dirige para que tomes las vías adecuadas, hasta que llegan a su casa.
—¿Quieres tomar algo? —pregunta una vez que están adentro, y le pides un refresco.
El departamento es pequeño, hay libros en los dos cuartos; los que necesitas están en uno de los libreros de la recámara, adonde te pasa. Te señala el librero y va hacia la cocina. Al regresar trae dos vasos con refresco de cola, te encuentra semiacostada, recargada en un codo viendo unos libros, tu falda se ha vuelto a subir. Te incorporas para tomar el vaso con una mano y con la otra bajas tu falda. Platican sobre algunos de los libros que pusiste en la cama. Él ha arrimado un banco para quedar frente a los tomos que reposan sobre el colchón.
—¿Cómo te va con tu pareja? —pregunta cambiando por completo el rumbo de la plática.
—¡Muy bien!, me tiene bien atendida.
—¡Ah!, ¿tendida?
—También, cada vez que me ve.
—Y pensar que no nos fuimos a Oaxaca como lo planeamos porque él, saliendo quién sabe de dónde, se interpuso entre los dos.
—Bájale, no te pongas trágico. ¿No te fuiste de vacaciones a Oaxaca?
—Sí, pero solo…
—Hubieras invitado a otra…
—No. Era contigo con quien yo quería salir.
—¿Para qué?
—¿Para qué crees? —te preguntó acariciándote la pierna.
—¡Quieto! —le dijiste dándole un manazo.
—¡Ay!
—¿Crees que por prestarme unos libros ya vas a poder hacer lo que quieras?
—No es por los libros, es porque te quiero, porque me gustas y verte en mi cama, donde muchas veces soñé tenerte, me pone muy cachondo.
—¡Pues no!… al menos que te cueste un poco de trabajo —dices al haberse despertado tu libido por la caricia de su mano, pues te hizo desear lo que no habías tenido en más de 40 horas.
—Bueno, estoy dispuesto a que me cueste, ¿cómo le hago? —pregunta, intuyendo que tu propuesta va en serio.
—Averígualo —dices al poner tu vaso en el buró.
Te inclinas para seguir viendo los libros y tu falda asciende. Cruzas la pierna y queda al descubierto la parte de la pantaleta que te cubre la nalga. Él se excita mucho y no puede evitar tocarse el pene sobre la ropa, pues se le ha parado bastante. De reojo miras cómo se acaricia con discreción y tú también te excitas. Volteas sonriendo a mirar cómo presiona con su mano el bulto que sigue creciendo.
—¡Hay güey! Ya déjate de sobar que me calientas.
—¿No que te tienen bien atendida?
—Sí, pero desde ayer me dejó sin pan, siendo que me acostumbró a comer tres veces al día —dices pensando en que un “acostón” no debe ser malo—. Te voy a dar chance, pinche Fernando, pero primero me satisfaces, porque si te vienes antes, me cae que te capo…
—Te cumplo con todo gusto —dice abalanzándose sobre ti para besarte.
Él queda encima, se besan y acarician. Haz abierto las piernas para sentir mejor su erección en el movimiento de sube y baja que hace sobre tu pubis.
—¡Encuérate, cabrón! —le ordenas eufórica y se levanta para desvestirse presto. Tú sólo te has podido quitar el chaleco de seda y los zapatos cuando él ya está completamente desnudo. Te ayuda a despojarte rápidamente de la ropa y se incrementa tu humedad al mirar cómo se balancea su miembro por los movimientos rápidos que hace. Te quitas los calzones mientras él baja el cierre de tu vestido, quedas solamente con sostén y así te acuesta. Tomas su pene para dirigirlo hacia tu vagina y entra de sopetón pues ya estás muy mojada. Se mueven y viene, casi de inmediato, tu primer orgasmo. “¡No fue en Oaxaca, pero ya me cogiste, cabrón. Ya se te hizo!”, le gritas mientras te vienes. Fernando hace esfuerzos sobrehumanos para no eyacular, pues mira con deleite y suma excitación las muecas que delatan el furor en tu rostro. Sin soltarse, se voltean para que tú quedes encima. Te sigues moviendo desaforadamente, voltea hacia el espejo vertical de cuerpo completo que tiene en la pared y aprecia el oleaje de tus amplias nalgas, sólo se ve esa parte, pero la visión es soberbia. Tienes un par de orgasmos más y quedas exhausta. Reposas sobre él. Su miembro sigue enhiesto, pero respeta tu paz, limitándose a acariciarte las nalgas. Sube las manos y desabrocha el sostén, te levantas un poco para que pueda quitártelo por completo; vuelves a descansar sobre él.
—Así está mejor, —dice cuando siente tus pezones en su pecho.
—¡Ay, ya me hacía falta! —exclamas. Te remueves un poco más, regodeándote con lo que sientes en tu interior. Le presionas varias veces con tu vagina mientras lo besas, antes de consentir que concluya:— ¡Ahora sí!, puedes venirte.
Te baja hacia el colchón, lame tu pecho, pone una almohada bajo de ti, la cual recibe parte del abundante flujo que había escurrido en tu entrepierna. Se acomoda para subir tus pies a los hombros y te penetra lentamente. “¿Armas al hombro?”, preguntas. “Pero qué hermosas armas”, contesta besando tus piernas. Te acaricia las tetas antes de pasar las manos bajo tus brazos para tomarte de los hombros. Su movimiento se acelera, soportas la incomodidad de estar muy doblada hasta que eyacula. Cierra los ojos, le prietas el miembro con tu vagina y crees sentir otro chorro más cuando gime. Sudoroso, baja lentamente tus piernas y, sin salirse de ti, quita la almohada para recargar todo su peso un momento sobre el tuyo. Cierras las piernas y le aprisionas los testículos; él sonríe por tu maldad. Aprietas más y hace una mueca de dolor.
Al rato reposan boca arriba, él tiene su mano sobre el vello de tu pubis y con el dedo cordial acaricia tu clítoris.
—Si ya no vas a poder otra vez, mejor no me calientes… —le dices tomando su pene cubierto con algunas escamas que los líquidos dejaron al secarse; está flácido y lo sueltas despectivamente al terminar de hablar.
—Sí puedo, pero dame una hora para reponerme.
—¡Sácate, qué una hora ni qué nada! Tengo que ir a darles de comer a mis nenes —concluyes, levantándote para vestirte.
Fernando se convence de que ya no podrá hacer más, aunque sabe que el transporte escolar recoge a tus hijos y que en la casa la muchacha que te ayuda los recibe y les da de comer. No objeta nada y también se viste. Vuelve a reclamarte que no hayas salido con él en las vacaciones de primavera.
—Me la pasé mejor con mi amor —le retobas lanzándole la camisa que recogiste al otro lado de la cama—, y después de esto, aunque no estuvo mal, creo que fue buena la elección.
—Entonces, si lo quieres, ¿por qué cogiste conmigo?
—Porque que estaba caliente, llevaba casi dos días de que él no me cogía. Me ha acostumbrado a hacer el amor tres veces al día. Antes ni necesitaba esto, podían pasar meses sin que me inquietara, pero él me hizo descubrir que soy muy caliente.
—Te creo, confieso que desde que andas con él te ves más antojable. Y conste que no soy el único que lo dice, Alejandro también se quedó con las ganas…
—¡No me vayas a hacer publicidad, cabrón! Sé que a ti te la debía y ya que estaba aquí, y caliente, pues me compadecí… —le aclaras sonriendo—. A decir verdad, si no lo hubiera puesto su dios en mi camino, hubiera caído contigo, o tal vez con Alejandro… ¡Además Alejandro ya tiene a su güera!
—Que se parece mucho a ti, hasta parecen gemelas, aunque se nota una gran diferencia.
—¡Qué se va a parecer a mí! Ya quisiera Alejandro algo así.
—La verdad tú te ves mejor y estás más rica.
—¿Ya te la cogiste?
—No. Solamente digo que se parecen, ella no se me antoja, pero tú me vuelves loco con sólo verte, más cuando estás cerca y siento tu olor a mujer…
—Loco sí estás, pero no es por mi culpa.
—¿Qué te habrá dado tu galán? Desde que andas con él te ves más hermosa, más alegre y jovial… Para decirlo en dos palabras: más hembra.
—Me da lo mismo que me diste ahorita, pero mucho mejor…
—No lo dudo. Se ve que se aman mucho, aunque me duela.
—Pues vieras que no duele nada, al contrario…
Siguieron intercambiando bromas y veras en el corto tiempo que se vistieron. Al terminar de abrocharte los zapatos te levantaste para retirarte.
—Adiós y gracias —le dijiste después de abrir la puerta de tu auto, mostrando los libros que te prestó.
—Gracias a ti, por traerme, por la venida.
—Pinche Fer… ¡Alburero! —le gritas al tiempo de arrancar tu vehículo.
Al llegar a tu casa, tu pareja está revisando su correo electrónico para ver si ya había confirmación del artículo que envió en la madrugada. Lo besas en la mejilla y, antes de que se levante para abrazarte, le pides que te espere. Saludas a los niños, quienes ya están haciendo la tarea, y de inmediato te metes al cuarto de baño. Después de usar el bidet, piensas mejor las cosas y decides darte también un regaderazo. Él termina su sesión en Internet, satisfecho por la confirmación, pues el artículo, en la primera lectura, había sido aprobado por el editor. Apaga la computadora y va a la recámara. Cierra con seguro la puerta para que tus hijos no importunen y al empezar a desnudarse escucha el chapaleo del agua, lo cual le extraña. Obviamente hay algo raro, pero como te notó acalorada al llegar no sigue preguntándose qué pasaba. Desnudo te espera en la cama. Cuando sales, envuelta en una toalla, pregunta el porqué de que te hubieras dado una ducha a esa hora. “Es que en la mañana me levanté tarde y no pude bañarme. Ya mero me cerraban la escuela de los nenes, llegué barriéndome al home”, le mientes. Te quita la toalla, se hinca para besar y lamer tu vulva, pero le disgusta el excesivo olor del jabón —te habías lavado muy bien para evitar cualquier delación—, vuelve a ponerse de pie para besarte y recibes una sesión más de amor, todo lo que él había acumulado después de un día de no verte…
En la noche, después de enviar un correo electrónico donde aprobaba las escasas e intrascendentes modificaciones que le hicieron a su escrito, deja la computadora para ir a la cama, te encuentra con la piyama puesta, con un libro cerrado entre las manos y muy pensativa.
—¿Qué pasa, mi amor? ¿Hay algo que no entiendas de ese libro? —te pregunta tomándolo para leer el título: “Naive set theory” — Éste lo llevé en primer semestre, ¿Acaso lo ven en quinto o sexto ustedes?
—No. Estaba consultando el “axioma de elección”. En mi escuela lo llevamos en tercero.
—¿Y qué pensabas?
—Nada qué ver con lo del libro. Ayer pasaron varias cosas en la terapia de grupo. La sesión, en un momento se desvió hacia las fantasías y empezaron a preguntar si alguien había fantaseado con hacer el amor con alguno de los del grupo —explicas.
—¿Y qué pasó?
—Somos cuatro mujeres y tres hombres, además de la terapeuta que no está mal, y todos los hombres habían deseado hacer el amor conmigo. Sólo uno dijo que también con la terapeuta.
—¿Cómo son las mujeres? —pregunta creyendo saber dónde está la respuesta.
—Normales, ninguna es mayor que alguno de los hombres y hay dos que son muy bonitas.
—¿Y la tercera?
—La tercera soy yo —replicas mirándolo fijamente y liberas una sonrisa coqueta.
—¡La más hermosa, seguramente! —dice antes de relamer tu sonrisa.
—Gracias, amor, pero es cierto que ellas sí son bonitas y jóvenes —aclaraste—. ¿Por qué tendrán deseos de cogerme a mí y no a ellas?
—Yo te veo hermosa, pero hay algo más atractivo: resultas antojable a cualquiera… se te nota lo puta… —te dice encimando su cuerpo para darte un beso que correspondes metiendo tu lengua en su boca, pero resuena en tu mente esa expresión que oyes por segunda vez en el día: “eres antojable”.
—Yo no veo dónde está el problema. A propósito, ¿tú qué dijiste sobre tus fantasías? —pregunta cuando le liberas los labios.
—Que no había tenido, aunque aclaré que antes de conocerte sí soñé que hacía el amor con uno de ellos, y que al despertar me acaricié lujuriosamente el sexo recordando el sueño, pero que ahora ya no he tenido algo parecido.
—Así, de repente, ¿ya no te resulta atractivo tu compañero de terapia?
—No, él no y solamente fue en ese sueño. Pero después aclararon que las fantasías las tenemos todos, y que es común detenerse allí; incluso si se avanza más, debe distinguirse que una cosa es una relación afectiva o sentimental con alguien y otra distinta es el “acostón”.
—¡Y tú qué piensas?
—Yo estoy segura de que eso es cierto. El “acostón” lo tienes porque estás caliente y no pasa de ahí.
—¿Será? —pregunta. Su mirada penetra en la tuya de manera enigmática y sientes que ha descubierto tu desliz, después cierra los ojos y su lengua entra en tu boca…