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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (2)

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2. Una mirada a tres despidos.

— ¡Pero el fin no justifica los medios! —Prosigue don Gonzalo cambiando el tono de su voz a uno más grave y menos pausado,  abriendo la caratula del informe que reposa ya sobre la mesa, pasando varias páginas blancas hasta llegar a unas más coloridas, con vistosas ilustraciones y observo la cara de aflicción en Carmencita, con sus ojos color café casi a punto de llorar, tras el marco plateado de sus anteojos, fijos en los asombrados grises de Eduardo.

—Y por tu afán de sobresalir en la constructora, –continua hablando el director con el mismo tono tajante y elevado– decidiste utilizar unos métodos que para nada están dentro del marco ético y moral de esta organización. Coaccionaste a tus subalternos para que a base de ofrecimientos de índole sexual, lograran con algunos clientes, concretar las ventas necesarias que les permitieran figurar dentro de la empresa, como los más efectivos de su grupo de ventas. — ¡Mierda! Observo a Eduardo y está lívido, quieto como una estatua. Chacho algo encogido, se toma la cabeza a dos manos, con desconcertado ánimo, mirando entre sus piernas la mullida alfombra y yo, descruzo las mías y enderezo la espalda, pues hasta el roce de la ropa me molesta. Boquiabierta me lleno de aire y sí, también de un repentino desconcierto, siendo consciente de que en nada se parece aquella reunión a lo que inicialmente pensamos que ocurriría.

Y es que no comprendo… ¿Cómo carajos se enteraron?

—Señor director, pero… ¿De qué está usted hablando? —Repentinamente le suelto mi comentario palmoteando la madera lacada, –haciéndome la fuerte– actuando como una indignada y acusada mujer en esta sala, alterando el incómodo silencio con mi ruidoso acto y sobresaltando a todos los presentes. Humm… ¡Como si no supiera bien a que se está refiriendo!

—Por favor señorita López, ya está grandecita para ponerse con estas bobadas. Mejor deje su show para más tarde que con seguridad lo va a necesitar. —Me responde serio don Gonzalo y a continuación le solicita a Milton apagar las luces, para luego encender el video beam y proyectar sobre la tela blanca del fondo, una clara imagen mía, entrando abrazada de la cintura por mi cliente, el magistrado Archbold, al bar lounge del último piso en el edificio en Cartagena.

— Melissa... ¿Se reconoce en esta imagen? —Me pregunta, de forma aséptica pero contundente, y no dudo ni un segundo en responderle.

—Por supuesto que soy yo. Esa noche decidimos celebrar por todo lo alto, las ventas realizadas. ¿Cuál es el problema? —Le contra pregunto, mostrándome confiada.

Sin inquietarse ni responderme, pasa a otra nítida imagen donde se ve a Eduardo conversar animado con el hombre que había adquirido el amplio local comercial del primer nivel, bebiendo whiskey. A su lado muy cerca se encuentra Chacho y nuestra anfitriona, besándose apasionados a pocos pasos de la piscina y con las luces de la amurallada ciudad al fondo por panorámica imagen. El director se pone de pie y se acerca hasta ponerse a la espalda de mi jefe y le pregunta, encorvándose ligeramente…

—Eduardo… ¿Eres tú el hombre de guayabera blanca? —Mi jefe musita un sí, casi inaudible y tras unos segundos finalmente asiente con la cabeza. Y sin cambiar su ubicación pero con el apuntador laser sobre la misma imagen, tambien le consulta a Chacho si es él, quien nos muestra la pantalla.

—Señor Cifuentes, y supongo que es usted el de la pálida camisa rosa, a no ser que tenga un hermano gemelo y no lo supiéramos. —Y Jose Ignacio responde algo temeroso… ¡Si señor, soy yo!

—Bien, entonces estamos claros en que son ustedes y reconocen estar disfrutando de una fiesta, la noche del viernes pasado. ¿No es así? —Nos pregunta volviendo a acomodarse en su lugar, para pulsar el botón y adelantar algunas imágenes hasta dar con la que le interesa.

—Y ahora en esta otra toma, hora y media más tarde, –puntualiza– ya todos sin ropa, bebidos y drogados al parecer con cocaína y marihuana... ¿También se reconocen? O si lo prefieren puedo colocar el video completo de las cámaras de seguridad e inclusive, para mejorar el sonido ambiente, podríamos ver las tomas que realizaba su jefe, con el móvil que le suministramos meses atrás, como herramienta de trabajo. —Enfatiza al pronunciarlo, mientras me llevo la mano derecha a la boca, estupefacta.

Eduardo sale de pie en la fotografía meneándose su pichita con una mano, mientras con la otra sostiene su teléfono, filmando a placer. Y hablando de goce, estoy yo casi en el centro de la imagen, con los ojos cerrados y mis muslos blancos bien abiertos, cabalgando de espaldas encima de la oscura humanidad del magistrado, –estirado sobre una de las azules asoleadoras– disfrutando de la profunda penetración de su gruesa y venosa verga, a la vez que mi pezón, –el de la teta derecha– es lamido o chupado, ahora no lo recuerdo bien, por la boca de la cuchi Barbie anfitriona, quien a su vez de rodillas parece estar siendo culeada por un apasionado Chacho, sobre las baldosas de mármol.

Me siento abochornada por aparecer así ante los desconocidos socios de esta constructora, frente a los ojos del director y por supuesto ante Carmencita, que no mira hacia la pantalla, pues se niega a verlo, pero que con un pañuelo de papel, –apartando el marco de sus gafas– ahora se seca algunas lágrimas. Y el jefe de seguridad, que no sabe si mirarme a mí aquí vestida, o a la versión desnuda de la imagen.

Eduardo, –extrañamente calmado– solo contempla sus cuidadas manos extendiendo los dedos, y Chacho en una actitud mucho más nerviosa, se lleva a la boca la mano izquierda para finalmente con su fea y habitual manía, morderse las uñas. Pero ninguno de ellos dice nada y me desespero.

— ¡Esto me parece una falta de respeto! ¿Cómo se le ocurrió espiarnos? Es claramente una invasión a la intimidad de sus empleados. ¡No tienen derecho! —Le grito a don Gonzalo, pero también dirijo mis ojos azules y envenenados por la ira, hacia los tres hombres a mi derecha, afirmando mis manos sobre el borde de la mesa. El gordo panzón se encuentra con los cachetes colorados, disimulando con su mano sobre la boca, una morbosa sonrisa. El flaco que tiene el cabello como un copito de nieve, me sostiene la mirada con impasible prudencia. Pero el más joven, que también me contempla, lo hace con odio, frunce el entrecejo y aprieta con fuerza su mandíbula.

— ¿Falta de respeto, Señorita? ¿Está segura de lo que está diciendo? —La pregunta me hace girar la cabeza hacia el otro lado. ¡Irrespetuosos ustedes tres! Saltándose las normas éticas de esta organización y exponiéndonos con sus inmorales cierres de ventas, a quien sabe que cantidad de denuncias y demandas por parte de las familias de esos clientes. —Mientras escucho al director, siento la mano de Eduardo jalarme para atrás, con el fin de que tome asiento de nuevo.

— ¿Espiarlos? Pregunta, señalándome groseramente con el movimiento de su dedo. —Por si no lo recuerda señorita, ustedes firmaron un contrato con unas cláusulas específicas, que al parecer no leyó con detenimiento. Esos teléfonos son propiedad nuestra, por lo tanto para protegernos y estar al tanto de sus actividades laborales, nuestro departamento de seguridad desde la entrega de los mismos, ha tenido libre acceso a todos los chats, intercambio de correos empresariales y toda la actividad multimedia registrada, así como a sus redes sociales.

¡Claro! Por eso está aquí Milton y lo miro con rabia y desprecio. ¡Sapo hijueputa! Lo insulto mentalmente.

—Tengan en cuenta que estos aparatos, se les entregaron como instrumento de ayuda laboral, con la clara salvedad de que no deberían ser usados para otros fines distintos a facilitarles la comunicación con sus clientes y reportar novedades a sus jefes inmediatos. Nunca se les autorizó su uso para cosas personales, y menos para como en su caso, señorita… ¡Déjeme reviso! —Y don Gonzalo abre el folder rojo y busca algo en las primeras páginas y cuando lo encuentra, continua aclarándome la situación.

—Concertar junto con su jefe, que determinados clientes obtuvieran beneficios sexuales a cambio de la compra de cuatro casas en el condominio campestre y el último negocio por supuesto… ¡El Pent-House de la torre uno en Cartagena! Con gusto le refresco la memoria. Un profesor de universidad pública y una pareja de ancianos jubilados, fueron los primeros en caer en sus redes. —Palidezco. Ahora soy yo, quien completamente expuesta, oculto mi cara a dos manos.

—Un prometedor abogado que adquirió la tercera casa, como regalo de bodas. ¡Ahh! También esa olvidada presentadora de noticias que fue tan famosa y ahora publica pendejadas en contra del gobierno en las redes sociales, quejándose por todo. Por último el negocio de la semana pasada, su premio negro y gordo. El magistrado de la corte suprema y para más señas, padre del abogado recién casado. ¿Ahora si comprende señorita López, la gravedad de sus actos y que puede resultar en una cadena interminable de demandas para la constructora? — ¡Me tienen agarrada de los ovarios! Cuenta con toda la información. Pero… ¿Y a ellos nada? Me pregunto, y enseguida me llega la respuesta.

—Y menos utilizarlos para filmar esos pornográficos encuentros para satisfacer tu parafilia sexual. O me equivoco… ¿Eduardo? —El director apaga el video beam, acto seguido se encienden las luces nuevamente y por fin mi jefe, sin sobresaltarse ni ponerse en pie, toma la palabra para… ¿Explicar la situación?

—Gonzalo y señores de la junta directiva, lo que hice… ¡Lo que hicimos fue por el bien de la constructora! Los negocios están difíciles, bastante complicados de conseguir y la competencia nos lo pone muy difícil; los proyectos nuevos que colindan con el nuestro, pugnan en precio y diseño similar. Solo utilicé una estrategia, digamos que más concreta con esos clientes indecisos, al brindarles algo adicional que también deseaban. —El director y los socios lo observan enmudecidos. Entre tanto Chacho y yo nos damos una rápida mirada. La suya con cierto desconcierto y la mía algo retraída, sin saber realmente si me siento o no avergonzada. Él no estaba enterado de mis «habilidades» para cerrar las ventas.

Lo de la orgia que se armó aquella noche en La Heroica, él con ella y su cliente, yo con el mío y luego todos revueltos, por supuesto que lo hablamos durante el vuelo de regreso el domingo, atribuyéndolo al exceso de alcohol y a la cocaína, en su caso. Por mi parte, al éxtasis y desinhibición que me produjo la marihuana, al aceptarle por fin a Jose Ignacio, fumar un poco de sus porros, pues nunca los había probado.

De seguro que ahora, ya informado, se encontrará algo decepcionado y con bastantes preguntas, a las cuales no pretendo brindarle respuesta alguna. No es mi dueño ni nada mío, no es mí… ¡Jueputa! Sí mi esposo se llega a enterar… Tengo que hacer como los gatos, escarbar muy bien entre este lodazal y tapar todo este mierdero. ¿Pero cómo? ¡Maldita sea la hora en que decidí aceptar!

— ¡Parece muy sorprendido señor Cifuentes! —Le dice de repente el director a Chacho y yo, con este dolor de cabeza que va incrementándose, cierro momentáneamente mis párpados y presto atención a su voz.

—Cuando le encomendé trabajar en la venta del proyecto de vivienda de interés social al sur de la ciudad, a un joven con una personalidad decidida, facilidad de expresión, buena pinta y ganas de comerse al mundo entero, puse mis esperanzas en usted. Me di cuenta con el tiempo como se iba destacando en los registros mensuales sobre los demás. Excelentes resultados que no me defraudaban. —Don Gonzalo hace una nueva pausa para revisar el informe y José Ignacio más tranquilo, aprovecha el momento para darle las gracias. El director ni lo mira ni le responde, pero a los pocos segundos, continua hablando.

—Y sin embargo, precisamente eso llamó la atención del gerente general y pidió un seguimiento a sus actividades comerciales. Y… ¡Ohh sorpresa! Como no iba a lograr esos éxitos si tú, Eduardo, –y lo señala con el dedo índice– le sugeriste después de una de sus acostumbradas salidas a beber en el bar de aquí abajo, el de la esquina; que enamorara a la gerente del banco para lograr que aprobaran los créditos hipotecarios de sus clientes. —Mi jefe inmediato continúa con su postura inalterable y no se fija en la mirada de Chacho, que parece suplicarle que intervenga en su auxilio.

—Hasta ahí no habría problema, todos ganaban. Era su vida privada, ¿no es así señorita López? —Me mira, sonriéndose burlón y prosigue.

—La señora gerente calmaba sus necesidades personales, el exitoso señor Cifuentes, destacándose como el mejor asesor del grupo, y tú Eduardo, metiéndote en el bolsillo una tajada de las comisiones cobradas. —No me siento asombrada, pues desde que llegué a trabajar en la constructora, era un rumor al que no hice caso, pero que se paseaba de escritorio en escritorio.

—Pero el negocito se les terminó cuando el esposo de la señora gerente, los descubrió saliendo de un motel en Chapinero. ¿No fue así señor Cifuentes? Y finalmente ella renunció a su cargo y en su reemplazo, llegó a ocupar su puesto un hombre. —Jose Ignacio callado, inclina levemente hacia abajo su cabeza y luego igual de lento la sube, aceptando con estoicismo, aquella nueva revelación.

—Pero usted Jose Ignacio, no aprende de los tropiezos, –lo mira fijamente y Chacho amilanado, le esquiva la mirada volteando su cara para verme– y le encanta jugar con fuego, metiéndose con mujeres ajenas y cuanto más prohibidas, más le encanta correr el riesgo. —Don Gonzalo entonces dirige su atención hacia mí y termina la frase diciendo, sin dejar de observarme… ¡Y más si son casadas!

—Discúlpeme don Gonzalo, pero como usted lo ha dicho, esa es mi vida privada y tanto a mí como a esta organización, con o sin sexo de por medio, hemos salido bien beneficiados con esos negocios y le aseguro jefe, que ninguna de esas mujeres interpondrá queja alguna. —Por fin interviene Jose Ignacio, pasando su mano sobre su melena del lado derecho, acomodándose algún rebelde mechón. Sacando pecho y sonriendo jactancioso, dejando en claro por qué le llaman en la oficina el «siete mujeres». El socio más joven, que se encuentra a una silla de por medio, no deja de mirarlo con un profundo odio y como con ganas de comérselo vivo.

— ¡Vaya, vaya! Todo un don juan que al final ha terminado entregando las nalgas al aceptar acostarse con el hombre que adquirió el último local comercial en nuestra torre residencial. ¿Y todo para qué señor Cifuentes? ¿Por el dinero o quizás por algo adicional? —Le responde don Gonzalo con mucha calma, pero en un tono bien sarcástico. Yo me quedo literalmente de una pieza, con la boca abierta, al darme por enterada de algo tan inesperado. ¿Chacho me salió maricón? ¿Todo por la comisión?

¡Ahora quien lo observa a la cara y bastante desencantada soy yo!

— ¡Oferta y demanda, caballeros! Así de simple. —Escucho de nuevo a Eduardo intervenir repentinamente para complementar sus descargos, aun bien acomodado y cruzado de brazos.

— Digamos que de esa manera logré que tomaran una decisión de compra más oportuna y afortunada para ambas partes. Jamás estuvo en riesgo el prestigio de esta organización, ni lo estará nunca, porque esos clientes no quedaron defraudados por la asesoría que les brindaron mis pupilos. — ¡Pero que mierdas! Pienso al escuchar que Eduardo como siempre, se jacta de unos éxitos que no son solo suyos. El esfuerzo fue mío y tambien de José Ignacio. En mi caso con el sudor de la frente y al abrirme de piernas. Y Chacho pues… No solo por su enredadora labia, si no ahora al igual que yo, por poner su culo de anzuelo para concretar ese último negocio.

Carmencita que creía conocerlo muy bien, atónita niega con su cabeza sorprendida ante la cínica tranquilidad con la que se expresa su amigo Eduardo, y entre tanto don Gonzalo, –a quien noto disgustado– se lleva una mano a la frente mientras bebe otro poco de agua. Los vasos de cristal de los socios por el contrario, permanecen colmados en frente de cada uno, sin probar.

—Eduardo, mejor guárdate tus trillados argumentos de ventas y excusas para otra compañía, porque para esta organización, la falta de ética y moral con la que han actuado, distan por mucho de los principios y valores con los que fue creada. —Don Gonzalo, con su rostro alterado se pone de pie y se ubica por detrás de la silla que ha permanecido vacía, apoya sus manos sobre el cabecero de piel marrón, y repasa con su mirada los rostros de los tres socios, como pidiéndoles algún tipo de autorización y a continuación se dispone a seguir objetando los argumentos de mi jefe inmediato.

— ¿De cuál oferta nos hablas? ¿La que les hacías a esos clientes? ¿O al chantajista silencio que le ofrecías a esta señorita a cambio de entregar su cuerpo y dejarse filmar para tu malsano disfrute sexual?

¡Lo saben absolutamente todo! Nuestras conversaciones en los chats, las propuestas al e-mail de los clientes y aquellas citas concertadas por videoconferencia nos delatan. Tambien la exigencia de presenciar y filmar algunos encuentros sexuales, luego de firmar los contratos de venta y que le pedí que borrara, pero él estúpido insistió que los necesitaba para su goce personal y tambien para seguir extorsionándome. ¡A todo han tenido acceso! Pero me asalta una duda. ¿Por qué hasta ahora les incomoda la situación y no antes?

— ¿Demanda? Tal vez el señor Cifuentes si tenga bien claro este concepto. ¿No es así? Cuando al ofrecimiento que su jefe le propuso, de aceptar tener sexo con un hombre, –por cierto muy repudiado por la familia de los dueños de esta empresa– para negociar la venta del local en Cartagena, usted puso como condición, que Eduardo interviniera a su favor para volver a reunirse después de mucho tiempo con la señora Graciela, la esposa de don Octavio, nuestro gerente general y madre de Tomás, aquí presente. — ¿Pero qué mierdas pasa aquí? ¿Qué es lo que acabo de escuchar? ¿Graciela es…? ¡Maldito embustero!

Y de pronto, en un instante, el hombre más joven que estaba sentado a la derecha de Jose Ignacio, –a un asiento de distancia– se abalanza inesperadamente sobre Chacho tirándolo de la silla y cayendo los dos al piso, empieza a golpearlo sin darle la oportunidad de reaccionar, mientras vocifera desaforado… — ¡Te tiraste a mi mamá, desgraciado hijueputa! ¡Te voy a matar, perro malparido!

Grita Carmencita, desencajada y muy asustada, a la par mía. Eduardo asombrado, se echa hacia atrás en su silla, más no hace nada más y los otros hombres reaccionan de manera similar. — ¡Hagan algo, lo va a matar! Grito desesperada. Milton por fin reacciona y se encarga de apartar a la fuerza al muchacho levantándolo por la espalda. Chacho yace desgonzado en el piso, sin aire y sin quien lo ayude a levantar. Sangra por nariz y boca, manchando la alfombra. Jadea y mirándome me estira su brazo, solicitando mi auxilio.

¡Y sí, obviamente lo hago! Me arrodillo junto a él, le tomo la cabeza y lo atraigo hasta mi regazo, –ayudándole a enderezarse un poco– ejerciendo algo de presión con mis dedos sobre la nariz, para intentar detener el sangrado. Don Gonzalo se acerca por detrás mío, ayudándome a levantar a Jose Ignacio y le entrega un pañuelo azul. Mientras yo lo sostengo, el director alcanza la silla y me ayuda a acomodarlo. Milton aun forcejea con un enfurecido Tomás, el hijo de esa señora que fue nuestra anfitriona en la noche loca, allá en «La Heroica».

— ¡Tomás! Por favor, ya basta. ¡O te comportas o te marchas a tu oficina! —Le habla alto y claro don Gonzalo, como quizás su padre si estuviera presente lo haría, recriminándolo. Y veo que Milton por fin afloja el abrazo, liberándolo y me provoca temor que se pueda reiniciar la pelea, sin embargo el muchacho se arregla el saco y la camisa, no pronuncia una sola palabra, pero si aparta de mala gana las carpetas sobre el escritorio, para recoger sus lentes y salir de la sala de juntas, sobándose una mano, empujándome al pasar por mi lado y mirando a Eduardo con un profundo desprecio.

— ¿Chacho cómo te sientes? ¿Quieres que te lleve a un hospital? —Le pregunto acariciando su frente y este, sosteniendo el pañuelo sobre la nariz, me la aparta con brusquedad, haciéndome sentir mal.

—No es necesario Meli, estoy bien. —Me responde sin mirarme, pues su cabeza la mantiene echada para atrás con el lienzo azul ensangrentado cubriendo sus heridas y su voz pausada, demostrando que su humanidad no esta tan lastimada como si lo debe estar, su orgullo de hombre.

Y sí, tan culpable me siento yo de todo esto, como él debe estarlo y en cambio, el estúpido de Eduardo parece no verse afectado, pues sigue bien acomodado en su silla, con las manos juntas por las palmas, frente a su boca. Me aparto de Chacho y de nuevo tomo asiento. Es mejor dejarle que se calme, más tarde hablaré con él.

— ¡Qué situación tan bochornosa! Discúlpenlo por favor. Tomás me aseguró que mantendría la compostura en todo momento, sin embargo no lo ha podido cumplir y yo entiendo en parte esa reacción. Sí alguien se metiera con mi mujer o con mi madre, destruyendo la honra de mi familia, no tengo muy claro de qué manera actuaria. —Dice el director, tambien ya sentado en su silla, para continuar con su charla.

—En fin, es mejor que demos término a esta reunión. Creo que no hay mucho más por discutir. Es claro para la junta directiva de esta organización, que tú Eduardo, no eres más que un embaucador, chantajista, corrupto y morboso voyeur. ¡Te pasaste de la raya! Estas despedido, al igual que ustedes dos, por aceptar y seguir sin rechistar las propuestas inmorales de su jefe inmediato. —No había de otra, era lo esperado. Respiro agitada y en mis ojos nace mi tragedia convertida en llanto. ¡Mierda! En lugar de premios o felicitaciones, saldré de aquí sin honra, sin trabajo y sin saber cómo enfrentaré esto con mi marido, con un futuro tan incierto que por fin he tomado conciencia que esto se está hundiendo, como mi vida misma.

—Todo lo que está en este informe será mantenido en reserva por un tiempo, al igual que los videos. Nadie más en esta compañía tendrá acceso a ellos. Por su bien, esperamos de no vernos salpicados con su mierda. Y lo mínimo que esperamos de su parte, es discreción. —Don Gonzalo hace una pausa y algo le dice al oído a Carmencita. La directora de recursos humanos asiente y luego cruza una mirada conmigo, en sus ojos solo veo pesar. ¿Solo por mí? Me pregunto, inquietándome por la respuesta.

—Obviamente, se les ha cancelado todas las comisiones y salarios pendientes hasta la fecha. Ni un peso más ni un peso menos. ¡No esperen una carta de recomendación! De hecho sería mejor para ustedes que obviaran en sus currículos, que trabajaron alguna vez para esta organización, ya que si nos llaman solicitando referencias suyas, nunca tendrán de nuestra parte, una grata respuesta. —Prosigue el director con el discurso de nuestros despidos.

—Igual están en su derecho de no aceptar y hablar con sus abogados, pero créanme una cosa: Si deciden irse por las malas, nos veremos en los juzgados y les aseguro que los asesores de nuestro departamento jurídico, se lo van a hacer pasar muy mal. Así que los invito a que no lo piensen demasiado y firmen esa carta. —Tirito, pero no por temor de quedarme sin trabajo, no. Tiemblo al imaginarme la cara de mi esposo, cuando se entere. ¡Jueputa! No sé qué voy a hacer ahora.

—Carmencita, por favor entrégale a cada uno los informes del departamento de seguridad y la carpeta con la carta de despido y sus respectivas liquidaciones. —Le solicita don Gonzalo a la mujer que siendo amiga de Eduardo, me ayudó desde el comienzo a mantener oculta, mi verdadera personalidad.

Respiro hondo y doy una rápida ojeada al folder rojo. Son muchas páginas detalladas con fechas y horas. Fotografías de situaciones y eventos en mi mente, –ya lejanos y apartados en oscuros rincones– a los que no quería volver a evocar. Tambien en las últimas páginas, más imágenes del almuerzo en la ciudad amurallada, entre el magistrado Archbold, Eduardo y yo, para cerrar el trato. El paseo en coche tirado por un blanco caballo, al atardecer de este febrero tan caluroso junto al magistrado, dejándome acariciar y besar, con la Torre del Reloj atestiguando mi estadía. Y en secuencia otras, donde me veo entrando junto a él, a la habitación donde me hospedé en aquella hermosa casona colonial. Por supuesto que tambien existen varias tomas adicionales de esa orgia en la que participé por mi falta de escrúpulos, en aquella fiesta privada a la cual mi jefe nos invitó.

—Y bien… ¿Que deciden? —La pregunta que realiza el director, me trae de nuevo a este incomodo presente, me asusta, me aturde, me mata aun estando tan viva. Así que observo el rostro de Jose Ignacio, al igual que el de Eduardo. Cada uno concentrado en revisar el contenido de la carpeta blanca, los dos muy serios e indecisos. Y me surge una inquietud, como posible salida de este atolladero.

— ¿Nadie se enterará de todo esto? ¿Nadie más tendrá acceso a estas fotos y esos videos? —Le consulto a don Gonzalo, mientras de mi bolso extraigo mi bolígrafo Waterman, dispuesta a firmar.

—Melissa, no es prudente ahora tentar a la suerte. Pero sí, a nadie le interesa saber qué pasó con ustedes en esta reunión. Será un… Una especie de divorcio por incompatibilidad de caracteres, pongámoslo así. Cada uno parte por su lado, en silencio y sin hablar mal del otro. ¿Estamos? Todo muere aquí. ¡Se lo aseguro! —Me responde y yo, más tranquila abro la carpeta buscando con rapidez la página final y esa línea negra, donde debo estampar mi rúbrica y lo hago, completamente decidida.

—Muy bien señorita López, prudente y sabia decisión, aunque pueda costarle aceptarla. ¿Y ustedes dos qué esperan? —Se dirige a Eduardo y Jose Ignacio que aún no se resuelven, pero es claro que no tienen otra salida. Torciendo la boca de rabia y coraje, Eduardo firma. Chacho lo observa, luego repara en la página mía ya marcada y finalmente, estampa en la suya, las rectas y curvas estilizadas de sus nombres y apellidos.

— ¡Excelente! Ahora si son tan amables, por favor coloquen sobre la mesa los teléfonos móviles y también sus identificaciones. Tendrán tiempo suficiente para tomar sus pertenencias y recoger en la oficina de personal, su respectiva liquidación. Milton los acompañará hasta la salida. Muchas gracias por la atención prestada a esta junta. —Concluye el director, entre tanto Carmencita pasa ubicación por ubicación, retirando las carpetas blancas. Las rojas por lo visto son nuestras y debemos cargar con ellas y luego ver qué hacemos con las culpas y faltas, tan bien desmenuzadas en su interior.

Miro a Eduardo, que hasta hace unos momentos era mi superior, colocándose de pie y girándose, pero en sus pequeños ojos no encuentro ahora ningún apoyo ni tan siquiera afecto, supongo que bastante tiene él con su situación y desprestigio. Y por supuesto a José Ignacio, mi bebé, mi juguete, mi amante y ahora, ex compañero de trabajo. Chacho si me mira, pero por breves segundos, luego cabizbajo y maltrecho por supuesto, continua su andar desganado cruzando la puerta hacia el pasillo… ¡Abandonándome, huyendo de sí mismo!

— ¡Señorita Melissa!… —La voz gruesa del gerente me detiene a dos pasos de la salida. — ¿Seria usted tan amable de esperar un momento? ¡Sentada por favor! —Intrigada pero rota, no le discuto y por supuesto que atiendo su deseo.

***

Cuando ya estamos solos, don Gonzalo recoge con tranquilidad las carpetas y las apila, unas sobre las otras. Tambien toma la memoria USB de la ranura en el video beam, donde aparentemente están guardados los videos y las imágenes que prueban nuestras maniobras no tan santas para obtener las malditas ventas.

Juega en sus dedos con ella, pues tiene la habilidad de un mago, como esos que usan una moneda, rotándola entre el índice hasta llegar al meñique y viceversa. Me quiere decir algo pero intuyo que no sabe por dónde empezar.

—Este mundo es como un pañuelo… ¿No le parece, Melissa? — ¡Sí señor! Y nosotros somos los mocos que apartados, adornamos sus esquinas. Le respondo, tratando de mantener la serenidad, a pesar de que mi respuesta puede entenderse como una grosería, en absoluto era esa mi intención.

— ¡Jajaja! –Se carcajea. – ¡De tal palo, tal astilla! Exactamente como me contestaría su padre, si aún viviera. —Me responde y yo me quedo sorprendida, boquiabierta… ¡Ojiplática!

— ¿Conoció a mi papá?... ¿Cuándo? Y... ¿Adónde? —Le pregunto de inmediato, mucho más sorprendida ahora, que con todo lo anterior y el director me responde acariciando su mentón.

— Hace muchos años atrás, sí. En la plaza de mercado al norte de la ciudad. Su padre desgranaba arvejas y luego las empacaba en una bolsa con bastante agilidad. Finalmente las cerraba con un fuerte y pequeño nudo y las apilaba bien niveladas, a un costado de la pirámide de mazorcas, enfrente de sus rodillas, sobre un mojado andén. —Eso debió ser cuando yo aún no había nacido. Le respondo.

—No, en realidad usted tenía por aquella época unos tres años si no recuerdo mal. Yo vendía pólizas de seguros de vida. Me acerqué inseguro de ofrecerle a su padre mis servicios, pensando que no tendría ni las ganas ni el dinero para costearlas. Sin embargo me llevé una gran sorpresa, cuando su padre muy interesado me citó unos días después en su casa, por allá en el barrio Gustavo Restrepo. —Se pone en pie y se acerca hasta donde permanezco y se queda allí, mirándome.

—Allí en brazos de su madre, conocí a una pequeña muy risueña y con la bella mirada azul de un ángel, sin duda, heredada de los ojos de su padre. No solo adquirió el seguro de vida sino una póliza de estudios universitarios para usted y sus dos hermanitos mayores. Esa venta me dejó marcado para siempre, no solo por la humildad con la que me atendió su papá y su madre, sino por la enseñanza que me brindó, para jamás despreciar a ninguna persona por su apariencia. Un gran hombre su padre, señorita Melissa Mariana López Jiménez. —Esas palabras dichas con tanto afecto y admiración, me conmueven hasta hacerme sentir un nudo en la garganta.

—Don Gonzalo, yo… Le digo al borde del llanto. —Le agradezco sus comentarios hacia mi padre, en verdad me hacen muy feliz. Sus recuerdos sobre mi viejito, son muy hermosos, aunque el tiempo se está encargando de alejarlos de mi memoria, y saber por su boca, el esfuerzo de mi padre por brindarme a mí y a mis hermanos un futuro mejor, me emociona.

—Al menos se ha visto recompensado, no tanto por mí, que me desatendí del negocio familiar porque nunca me ví vendiendo vegetales ni mangos o guayabas, pero en cambio sí por mis dos hermanos mayores, que se esforzaron bastante y siguieron adelante con el sueño de mi padre, logrando hacerlo crecer hasta llegar a convertirlo en la empresa exportadora de frutas y verduras, que él tanto soñó. —No aguanto más el remordimiento y en silencio, oculto de la vista de don Gonzalo, mi rostro entre las manos, y empiezo a llorar lo más silencioso que puedo.

—No se culpe Melissa, no todos tenemos la misma vocación que nuestros padres. Por lo que leí en su hoja de vida, a usted le gustó mucho más los caminos del arte, la pintura y la literatura. –Me habla con suavidad y el peso de su mano la siento sobre mi hombro izquierdo. – Una cosa Melissa, es que uno piense que le gusta mucho una afición y otra muy distinta es que encuentre en ella, su profesión. Estoy seguro que su papá se sentiría muy orgulloso del camino educativo que escogió.

— ¿Pero y cómo es que se enteró usted, de que yo era su hija? —Le pregunto entre sollozos.

—Digamos que al tener entre mis manos su currículo, en la fotografía, ese azul intenso de su mirada me hizo recordar los vivaces ojos de su padre. Y las facciones delicadas de su rostro con ese brillante cabello largo y oscuro, me rememoró a la belleza de su madre. No estaba muy seguro, pero mientras usted estaba en Cartagena «negociando» –entre comilla con sus dedos la palabra– ese pent house, yo visité las oficinas de la empresa para saludar a su hermano mayor. Tiene una fascinación por los caballos de paso fino y entre tantas pinturas y cuadros colgados, se destaca la fotografía familiar cuando aún su padre vivía. Tendría usted unos… ¿Quince años?

— ¡14! Murió unas semanas antes de que yo cumpliera los quince. Le respondo, y retira su mano de mi hombro, alejándose hasta volver a su silla para tomar los informes, desde allí me mira y continúa hablándome como si fuese un antiguo amigo.

—Sin embargo Melissa, no me cabe duda de que si estuviera vivo, no le gustaría para nada el proceder suyo en estos últimos meses. Tuvo usted la decisión en sus manos de no iniciarlo o detener todo esto a tiempo, pero no lo hizo sin importarle, por lo que parece, que pudiera poner en riesgo su matrimonio. – ¿Será que lo sabe también? Me palpita con más fuerza el corazón. – Pero créame señorita López, que no entiendo por qué calló, por qué no habló y en lugar de ello, arriesgo su felicidad para darles alegrías a otras personas o… ¿Quizá quien necesitaba esa satisfacción, era usted? Eduardo es un abusador y enfermo sexual que necesitará algún tratamiento psicológico.

— ¡Si señor! Es… Perdóneme la grosería, pero él es un malparido mal amigo, que me obligó a hacer cosas que no quería. —Le contesto, mientras voy secando con un pañuelo de papel, las lágrimas mientras don Gonzalo se ubica a mi derecha, cerca de la puerta.

—Lo comprendo Melissa. Pero… ¿Qué hay de su amigo, el señor Cifuentes? Un completo vividor, que usa su pinta de galán de telenovelas para estafar el corazón de las mujeres que se dejan conquistar, y destruye a su paso con sus ínfulas de conquistador, sin importarle nada, a familias enteras, dividiéndolas y por supuesto rompiendo la vida y la confianza en mil pedazos, de esos hombres traicionados por sus novias o esposas, como en su caso. — ¡Jueputa! ¡Mierda! Lo sabe. ¡Tambien lo sabe! Me estoy sintiendo mal y este dolor de cabeza que no cesa, hasta estoy sintiendo ganas de vomitar, me falta el aire, necesito salir de aquí.

—Novios o maridos que sí, seguramente con errores pero también con aciertos, como todos los seres humanos, han sido engañados. Pero son hombres que aman y confían aún en sus parejas y sobre todo en los valores y preceptos que implica mantener una relación sentimental. —Continúa hablando pero sin mirarme. Su vista se pierde hacia la longitud blanca del pasillo, que se observa tras la salida. Como si estuviera pendiente de que nadie lo pudiera escuchar.

—Personas capaces y con un brillante futuro, con metas casi por cumplir y que trabajan denodadamente por un futuro mejor para sus familias, sus esposas y sus hijos. Hombres que van a terminar lastimados sentimentalmente, hundidos y vacíos emocionalmente. Y que en su día a día laboral, ya con sus sueños rotos, tal vez no van a producir igual ni tener la ilusión de acudir a su casa para encontrarse con aquella persona que lo traicionó.

—Por supuesto, don Gonzalo. Pero es que usted no… Nadie sabe los motivos que tuve para relacionarme con Jose Ignacio. ¡Solo pretendí ayudar!

Le aclaro mientras siento mi pulso acelerarse y una presión a su vez en el pecho que no me permite respirar con normalidad. Será tal vez angustia, pues me... ¿Está refiriéndose a mi esposo?

—Todas nuestras acciones, para bien o para mal, siempre acarrearan consecuencias, que terminarán afectando a las personas que nos rodean, sobre todo a aquellas que más nos aprecian y nos aman.

Me quedo en silencio pensando… Nooo… Él no, por favor. Mi marido no tiene por qué pagar los platos rotos. No él, Camilo no…

— ¿Se puso usted a pensar en ello alguna vez, señorita López? O mejor debería llamarla… ¿Señora de García?

¡Queee! ¿Pero cómo se pudo enterar? Me empiezo a sentir débil y sudorosa.

—Don Gonzalo usted… Por favor no lo culpe a él. Camilo no sabe nada. Yo… Voy a contarle todo. En serio.

Le suplico y por más que intento ponerme en pie, las piernas no me responden. No lo consigo y me empieza una tembladera por todo el cuerpo.

—Es una pena que no pueda hacer nada. –Me lo dice con un gesto en su mirada que demuestra sinceridad. – La junta directiva ha sido enfática en que el mal se debe cortar de raíz. A pesar de reconocer sus capacidades, su entrega total a la constructora y ese proyecto tan fenomenal que tiene en mente. Lo siento pero… ¡Estoy maniatado!

— ¿Qué va a hacer? No lo puede despedir. Sus sueños, su proyecto… Por favor no. por favor… ¡Se lo suplico! Le termino por decir, aferrándome a su brazo.

—Créame que la compadezco y para nada envidio la situación que ahora tendrá que afrontar. Solo le aconsejo que lo enfrente con la altura y humildad que habitaba… en el alm… de su padr…

En un momento noto que las luces parpadean, pequeños puntos amarillos y verdes flotan frente a mis ojos, convirtiéndose en manchas pardas. Siento náuseas y su voz la escucho muy lejana, perdiéndome de lo último que me ha dicho.

— ¿Señora? Melissa esta pálida como una vela. Se encuentra bien. ¿Melissa? ¡Melisss!…

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