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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (23)
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Tiempo de lectura: 24 minutos

Se mira, pero no se toca.

Un grupo de jóvenes se nos acerca caminando, no por la acera sino por la cinta asfáltica, aprovechando que no transitan autos. Dos son guapos hombres y tres, bellas mujeres. Uno de ellos, el más bajo, de piel clara y rostro ovalado con un par de ojazos verdes, trae pendiendo del hombro una nevera portátil isotérmica. El otro, más moreno y corpulento, con su corte de cabello casi rapado y una barba incipiente bordeando su quijada, carga en su mano con un mediano altavoz portátil escuchando reggae; afino mi oído y reconozco el sonido, la voz y la letra de «The Way You Do The Things You Do», de Ub40.

Y dos de las chicas soportan en sus hombros el peso de dos bolsas grandes de tela con sus compras. La que no lleva nada encima, más que su gorra rosada de Hello Kitty y un precioso bolso tipo morral tejido en crochet y en los extremos dos coquetas borlas que le otorgan un toque sumamente chic, –igualmente de color rosa– luce un delicado, casual y corto vestido color marfil; se aproxima al espaldar de la banca y nos saluda levantando su mano derecha, donde entre su pulgar y el dedo índice, sostiene unos lentes metalizados y de ancha montura de pasta blanca.

— ¡Buenas noches! ¿Cómo están?, ¡¿En que andan, púess?! —Nos saludan en español con marcado acento colombiano. Un dulce y coqueto habladito paisa, para ser más exacta. Y se detienen de forma algo descarada, sin ser para nada ofensiva.

— ¡Buenas noches! —Camilo y yo al mismo tiempo le correspondemos el saludo, pero es mi esposo quien lo concluye con una evasiva, expresiva y divertida locución… ¡Ehhh, por aquí cazando «pispirispis»! Todo el grupito se ríe, la rubia igualmente. Yo nada, Camilo mucho menos. Y es que ellos no saben que en esta noche, no estamos para reírnos demasiado, aunque puede que en el fondo, envidiemos su deliciosa juventud.

— ¡Ehhh Ave María!, que gracioso me salió esta «pinta» de hombre. ¿Y además rolito? Jejeje. ¡Vea púess! Entonces mi amoorrr, sí no estás haciendo nada importante… ¿Podrías hacerme un favor? —Acaso… ¿Le está echando los perros a mi marido?

—Claro que sí, ni más faltaba. ¿Son de Medellín? —Le responde Camilo y de paso… ¿Le sonríe?

—No señor, ellos son Roberto y Franklin de Pereira. —Y los dos muchachos se acercan y nos saludan. A mí de beso en la mejilla y con mi esposo se estrechan las manos.

—Y nosotras tres de Manizales. Ella es Valeria, un poco tímida al comienzo, pero cuando entra en confianza, se convierte en un huracán que deja todo patas arriba. ¡Jajaja! —Nos presenta a una chica de unos veinte años, de lacios cabellos castaños que le llegan a media espalda, bajita y algo delgada, escasa de pecho y angosta de caderas, con un piercing atravesando el parpado superior izquierdo y su piel de un tono más oscuro que la mía.

—Esta morenota de aquí es mi amiga Vanessa, una «tesa» para diseñar páginas web. —Sus definidos rizos ocres, y la tersa piel oscura, contrastan divinamente con el amplio y largo kaftán blanco, estampado con coloreadas orquídeas, bajo el cual se percibe un armonioso cuerpo que se menea voluptuoso al caminar.

—Y mi nombre es Verónica, para lo que gustes. –Y cada una sin moverse de su sitio, sonriéndose nos saludan levantando sus manos. – Vinimos al congreso latinoamericano de diseño gráfico y unos amigos mexicanos nos invitaron a una lunada en la playa, pero es una lástima que esta noche está nublada y por otra parte, la verdad estamos como perdidos. —En su rostro se gesta con rapidez una expresión de niña mimada, aprovechándose de la ternura que inspira su rostro aniñado, bastante juvenil y de pómulos rosáceos, ligeramente humedecidos por un poco de sudor, acentuándolo al fruncir sus labios y dándole forma a un infantil pero coqueto puchero.

— ¿Y en que les podemos ayudar? —Le responde Camilo a la jovial y candorosa Verónica.

—Disculpen púess que les pongamos «pereque», pero… ¿Podrían indicarnos si estamos muy lejos de la playa de los venezolanos? —Nos consulta la chica rubia, finalizando con una amplía y hermosa sonrisa, en concreto creo, más dirigida hacía mi marido.

—A unos diez minutos o menos. Vayan al fondo por esta misma calle, siguiendo por el fuerte con arcos y cruzan a la derecha. No tienen pierde. —Les señala Camilo la dirección.

Roberto y Franklin nos dan las gracias. Valeria y Vanessa otro tanto. Ellos cuatro van dando media vuelta, pero es Verónica la que no se mueve.

— ¡Oigan! Ya que no están haciendo mayor cosa y siendo compatriotas, tan lejos de nuestra tierra… ¿No les gustaría acompañarnos? ¡Vamos y nos divertimos un rato! —Nos dice invitándonos a hacer algo que en otros momentos tal vez hubiera sido fenomenal y divertido pero ahora no es la ocasi…

—¡Eres muy amable! Adelántense y nosotros les caemos más tardecito. ¿Ok? —Me interrumpe mi esposo lo que pienso, respondiéndole y anticipándose a mi parecer, que obviamente está en sincronía con su pensamiento.

— ¿Pero seguro? ¿No me van a dejar «metida» esperándolos? —La rubia insiste, colocando los brazos en jarras.

—Seguro. ¡Fresca que allá les llegamos! —Le contesto colocando mi mano izquierda sobre su hombro, para darle mayor seguridad a mi respuesta y de paso, le oculto en una velada sonrisa, las ganas de que se marche y nos deje nuevamente a solas. ¡Ni mierda! No es momento de festejar.

La veo alejarse dando pasos cortos por detrás de sus amigos, como si no le apurara alcanzarlos. Mariana a mi lado también la observa y la voz de Ali Campbell cantando «I Got You Babe», –debido a la amplitud de la distancia– se me va haciendo menos audible. La chica rubia gira el tronco, voltea su cabeza para mirarnos y doblando el brazo con su mano abierta abanica el aire, –empequeñecida bajo la sombra enorme de la estatua de Manuel Carlos Piar– sonriente despidiéndose de los dos pero a esta distancia noto que su mirada está dirigida… ¿Solo para mí?

Doy media vuelta buscando acomodo nuevamente en la banca de madera. Con cierto desconsuelo observo que dentro de la rectangular cajetilla no me aguardan más que dos cigarrillos. Me enciendo el penúltimo y aspiro sin prisas. Mariana también posa con gracia sus nalgas sobre la oscura madera, acomodándose antes el vestido con una sola mano, que templa los hilos negros de la tela que cubre la redondez de su culo, y busca con su mirada el sitio donde ha dejado la pequeña copa de plástico.

— ¿Quieres otro ron? —Le pregunto y ella asiente.

Entre sus dedos sostiene el pequeño envase y le sirvo hasta la mitad. En su cara se percibe una mueca de interrogación. — ¡Poquito porque es bendito! le digo y sé que aunque no lo quiera, mi boca esboza una leve sonrisa.

Apoya completamente la espalda sobre el respaldo de la banca, lleva la copa a su boca, las piernas las mantiene juntas, pero un nervioso y repetitivo movimiento en sus muslos me indica que está pensando en algo y que a punto estoy de enterarme de algo más.

— ¡Sí, Chacho! Así lo comencé a llamar después de… De que tuve… Luego de hacerlo con él… Por segunda vez. — ¡Esperaba un nuevo comentario pero esto!… ¿Así, tartamudeando y a palo seco?

— ¡Ufff! Te has vuelto experta en zarandearme sin darme un respiro. Cuando consigo unos pocos momentos de calma, que no alcanzo a disfrutar, porque enseguida… ¡Pumm! Haces explotar sin previo aviso, tus ocultas verdades en mi cara. —Le comento mientras que ahora soy yo el que necesita realmente con urgencia un ardiente trago.

— ¡Lo lamento tanto, cielo! Pero si para ti es doloroso escucharlo, para mí es un tormento describirte esos detalles, sabiendo de antemano que vas a sufrir. Espero que entiendas la razón por la que lo hago. Deseo ser lo más sincera y honesta posible contigo y no quiero que pienses que me estoy guardando algo. No vine a buscarte para seguir ocultándote cosas de ese pasado. —Camilo en silencio me observa con la mirada perdida, para luego beber un poco de ron y yo decido imitarlo.

A Mariana, aparte de las piernas, le tiembla la mano que sostiene la copa. Se incorpora y se decide igualmente por llevar a su boca uno de sus blancos cigarrillos; se encorva bastante para formar con su cuerpo una oquedad que le permita con facilidad darle fuego y evitar que la brisa le dificulte la labor de encenderlo. Aspira, me mira y expulsa el espeso humo, al igual que la continuación de sus recuerdos.

—Recibí en el móvil empresarial un mensaje de… De él. Fue justo después de salir de la oficina, para felicitarme por haber logrado finalizar el mes cumpliendo la meta mínima del presupuesto de ventas. K-Mena, Diana y Carlos me acompañaban caminando esa tarde de viernes hacia el bar, para celebrar como usualmente lo hacíamos. Ninguno de ellos se dio cuenta pero me puse nerviosa, imaginando que me lo encontraría allí. Respiré más tranquila al observar que no se hallaba en el bar y pedimos unas cervezas tras sentarnos en una mesa apartada para poder hablar sin tener que gritarnos, pero aunque aparentaba estar normal, estaba más pendiente del momento en que José Ignacio se apareciera por esa puerta y que luego tú lo hicieras más tarde y como de costumbre, tener que mediar entre ustedes dos si empezaban a tirarse puyas.

—Finalmente llegaste acompañado por Elizabeth y el hijo de puta de Eduardo, –mi falso ángel guardián– comentando entre ustedes algo del nuevo proyecto hotelero, y tú saludando a todos nosotros de manera cordial; a las muchachas de beso en la mejilla, a Carlos y a mí, guardando prudente distancia, tan solo apretándonos caballerosamente de la mano por encima de la mesa. Ni te imaginas como llegué a sentirme de incomoda en esos momentos. Alejada de ti por mi estúpida idea de jugar a que tú y yo no éramos nada, por mis ganas de trabajar haciéndolo a tu lado y aparte de eso, sintiéndome mal por traicionera, mentirosa e infiel, pero con ganas de que no desconocieras la necesidad retrasada durante el día, por sentir la calidez de tus labios, si no en la boca al estar en frente a mis compañeros, al menos sentirlos como los presionabas con fingida normalidad sobre mis mejillas. ¡Pero no sucedió!

— ¡Uhum! Ya veo. Pues tan solo hablábamos de mi proyecto y del repentino interés que había suscitado entre los miembros de la junta directiva. Igualmente comentábamos sobre la oportunidad que se le podía presentar a Eduardo de dirigir las ventas a nivel nacional si lograba superar el presupuesto mensual que le habían estipulado.

—Yo no te había comentado nada acerca del proyecto, pues solamente lo veía como una posibilidad, y hasta que no se concretara, no vi justo ilusionarte con ello. Por eso esperaba a tener más claro el panorama y me guardé aquella noticia. Si se daba, había pensado en festejarlo contigo y nuestro hijo, viajando al exterior del país. No me olvidaba de tu sueño por conocer México y visitar sus museos y las construcciones ancestrales, o hacer un viaje al Perú y ascender en tren hasta Machu Pichu. ¿Recuerdas? Era una sorpresa que guardaba para ti. Pero de esa noticia ya estabas muy bien enterada.

—Como me hubiera gustado poder realizar ese viaje contigo y con nuestro hijo, pero… ¡Pufff! la recontra cagué.

Mariana calla al llevar a su boca el cigarrillo para darle una profunda aspirada, mientras su mirada apagada observa hacia el suelo, en consonancia con el tono triste que le imprime a sus palabras al recordar el papel que le tocó representar por su infantil desliz. Escarba con la punta de su sandalia derecha algo que le ha llamado la atención. Son los restos secos de una goma de mascar, usada y deforme, pegada en el centro de una laja terracota miles de veces pisoteada.

—Y sí, como sabes el malparido de nuestro supuesto amigo me había informado de tu cercano éxito y con ello logró someterme. De hecho Eduardo se me acercó esa noche, –en frente de tus narices– y al oído me comentó sobre tu próximo viaje con los directivos para visitar los terrenos en el Chocó, y donde podría desarrollarse tu proyecto. Estaba feliz de haberte ayudado y no hacía sino reírse por cualquier comentario medianamente gracioso de Diana, pero disimuladamente no dejaba de mirarme con la prepotencia de aquel jinete que es conocedor de que lleva bien sujetas en sus manos, las riendas que le indican a la servil yegua hacía donde debe virar.

Abandona el intento, pues no logra despegarla y al mirarme de nuevo, cae en cuenta de que la he observado. Con algo de timidez me obsequia una sonrisa, fuma de nuevo y dispuesta a continuar hablando, deja escapar algo de ese humo, entre frase y frase.

—En verdad que me hubiera encantado.

— ¿Qué? —Le pregunto y ella hace un gesto de conformidad levantando los hombros, al tiempo que me responde…

— ¡Conocer las pirámides! –Me contesta visiblemente emocionada–. Ahhh, y pasar algunos días en Acapulco o en Cancún. ¿Sabes una cosa? Quizá todavía podríamos llevar a Mateo… ¡Claro, si superamos todo esto!

Mariana aprieta entre su pulgar y el índice el cigarrillo llevándoselo a la boca. Fuma lo poco que le queda y aparta la mano, fijando su mirada en la colilla casi terminada entre sus dedos. Sin pena la arroja al suelo y la pisa con la punta de su sandalia, luego se agacha y simplemente la recoge. Niega con la cabeza, tal vez respondiéndose ella misma, –colocando en duda nuestro futuro– y suspira, mientras con tristeza clava su mirada en mis ojos, para continuar explicándome lo que vivió esa noche, entre tanto yo, apenas si soy capaz de mirarla pues me apuñalan sus palabras y sin embargo pienso en lo injusto que es el amor. ¡Mierda, mierda! ¡La amo a rabiar!

—Aparentaba estar calmada bebiendo a sorbos cortos pero continuos mi cerveza, escuchando con algo de atención los comentarios de cada uno y aportando algún comentario sobre lo complicado que estaba el mercado inmobiliario, apostando por un buen repunte en los negocios y en lo que se vendría para septiembre pues era el tan esperado por el país, «Mes del Amor y la Amistad», y que debería ayudarnos a incrementar las ventas. Pero en verdad estaba nerviosa, con un ojo puesto en tu rostro y el otro en la puerta, esperando esa entrada triunfal.

—Pues vaya si lo disimulaste bien. O yo estaba tan inmerso en escuchar a Eduardo hablar de sus ideas comerciales para mejorar el récord de ventas de tu grupo, y de recomendarle a Liz hablar con el arquitecto residente sobre unos escombros que no se habían retirado de la tercera etapa, que no me percaté del nerviosismo que tenías esa noche y que ahora me cuentas. ¡Qué idiota fui, y que bien que interpretaste tu papel!

—Descuida, no tenías por qué saberlo, y en todo caso, siempre he procurado que seas tú el primero para mí. Afortunadamente José Ignacio no apareció, aunque sí que me envió otro mensaje que leí mientras fumaba un cigarrillo en la calle, acompañada por tu asistente que aprovechó para llamar a su marido, aunque guardando las dos una prudente distancia. En el texto se disculpaba conmigo por no poder asistir al bar, ya que se encontraba con su novia Grace en un concierto de música del despecho por el Festival del Verano, pero dejando en claro que estaba impaciente por verme, –en el rostro de mi esposo se refleja el desagrado– y al cual no le respondí nada, dejándolo en visto.

—Debiste responderle algo, si es que no querías que él pensara otra cosa. ¡El que calla, otorga!

—Es probable, pero teniendo a Elizabeth tan cerca, me puse nerviosa y opté por apagar el móvil. Además como nuestro grupo debía trabajar al dia siguiente en Peñalisa, al ingresar de nuevo al local, pensé que apurando mi cerveza y negándome a pedir otra ronda, todos captarían el mensaje. Y a ti, te miré con disimulo, apenada contigo sin que tu siquiera sospecharas el porqué. Afortunadamente la reunión no se extendió más de unos minutos y cada uno fuimos despidiéndonos, en mi caso llevándome del brazo a K-Mena para acercarla como siempre hasta su casa, Eduardo obviamente se ofreció a llevar tanto a Diana como a Carlos y dejarlos en sus hogares, y tú…

—Yo me quedé otro rato con Liz, dándole las últimas indicaciones para ese fin de semana, mientras esperábamos a que llegara su esposo a recogerla. Tuve que encomendarle la supervisión de la ampliación de una habitación derribando un muro divisorio, para una de las casas que habías vendido y era imposible para mí estar presente pues tú tenías que viajar igualmente a Peñalisa y Mateo debía asistir a su clase de natación. Era una obra sencilla pero igualmente urgente para que tus clientes pudieran instalarse lo antes posible. Y de allí salí para nuestra casa a encontrarme con Mateo y contigo. —Le recuerdo a Mariana aquel momento y me pongo en pie de forma impulsiva, para caminar hasta la caneca de basura y apagar contra el borde los restos no consumidos del cigarrillo.

— ¡Vaya, pues no recuerdo haberla visto por allá ese fin de semana! El caso es que haciendo memoria, no olvido como esa noche ya en privado, tú me felicitaste y expresaste tu entusiasmo abrazándome tan pronto abrí la puerta de la casa, elevándome por los aires tras cruzar el umbral del recibidor; dimos no sé cuántos giros sin despegar tus labios de los míos, en presencia de nuestro pequeño que no paraba de reír, alegre con nuestra divertida y cariñosa manera de saludarnos, –le continúo hablando a Camilo, elevando el tono de mi voz– y luego de cenar y recostarnos los tres en la cama de Mateo mientras tú le leías un cuento y yo lo mantenía abrazado para que se durmiera, utilizaba esos instantes para pensar en la conversación que había sostenido con K-Mena mientras la llevaba a su casa y que me mantenía intranquila.

Camilo se regresa hasta donde estoy sentada, caminando pensativo, pero se queda de pie observándome, hasta que ya no se aguanta y termina por preguntar…

—Supongo que te insistió sobre la propuesta esa… ¡De que le enseñaras a tocarse y experimentar con su cuerpo!

—Ajá, así fue. Con sinceridad le comenté que todavía no había pensado en nada, pero le prometí no posponerlo mucho más y que ya se me ocurriría alguna cosa para hacer. K-Mena me estaba poniendo entre la espada y la pared, presionándome para que le enseñara a… ¡Ya sabes! Y a mí no se me había ocurrido como hacerlo, de hecho por lo acontecido con el malparido de Eduardo, yo no tenía cabeza para pensar en otra cosa y entonces… Al otro día en la entrada a la agrupación en Peñalisa, nos encontramos con la sorpresa de ver de nuevo allí a… José Ignacio.

En este momento es Mariana quien se coloca de pie y se aleja de mí hasta llegar al muro de piedra. Observa por unos momentos los coloridos reflejos de las luces provenientes de Otrobanda sobre la superficie de este mar casi en calma, y tras un corto suspiro deja caer la colilla en medio de las irregulares piedras y se serena. Ahora se da la vuelta, apoyando manos y nalgas sobre el borde del muro, para decidirse a continuar con nuestra charla.

—Llegó al parking montado en su estruendosa motocicleta ya reparada por el mismo, vistiendo todo de negro y luciendo una desgastada chamarra de piel con taches metálicos, pantalones brillantes igualmente de cuero, –tal vez con un poco menos de uso– y botas con suela de goma gruesa y hebillas anchas y plateadas justo a la altura de sus tobillos. K-Mena se apartó de mi lado y salió corriendo para recibirlo y sin dejarlo desmontar de la motocicleta, lo abrazó efusivamente. Al hacerlo, él se retiró con una sola mano el casco de apariencia antigua, uno de esos que son abiertos forrado todo en cuero y con pequeños lentes circulares adosados por la parte superior, y pude observar que usaba por debajo de este, un pañuelo blanco y con franjas azules, doblado al estilo pirata cubriéndose la cabeza.

— ¡Upaaa! Por lo visto nos resultó un verdadero harlista el Playboy de playa ese. Y por lo detallado de tu descripción, a ti también te encantó. Con esto no estoy insinuando que hasta se te hayan mojado la tanga. —Mariana baja la cara y cierra lentamente los parpados, apretando con fuerza sus labios, en clara señal de que no le gusta demasiado mi comentario.

—Se veía… ¡Estaba distinto! Y aunque no se me escurrieron las babas al verlo, como lo imaginas, pues la verdad es que sí, se veía demasiado atractivo. —Como era de suponer, a mi esposo no le gusta para nada mi femenina sinceridad y reniega moviendo su cabeza de izquierda a derecha y viceversa.

—Esa pinta de hombre aventurero, viril y rebelde, le sentaba muy bien y claramente llamaba la atención no solo a mí, también a las demás mujeres, incluidas las chicas de la recepción, por aquella imagen de masculinidad que transmitía sentado a horcajadas sobre esa motocicleta. De hecho, desde esa misma mañana K-Mena se mostró muy cariñosa con él, sin despegársele en todo el día para nada, obviamente cuando no tenía personas por atender.

— ¿Acaso comenzaste a sentir celos de tu amiguita?

— ¿Celos? Nooo, para nada. Te lo juro, de verdad que no miento. Creo que lo que sentí fue algo diferente. Ehhh… ¿Cómo te lo explico? Una sensación fraternal de protección. Comprendí que debía hacer algo con ella, para calmarle sus inquietudes sexuales y apartarla del peligro que representaba José Ignacio para su virginidad. ¿Me entiendes?

— Ya. El instinto maternal que te empujaba a meterte donde no te habían llamado. ¿Y él como se comportó contigo, después de lo que hubo entre ustedes?

—Me saludó un poco más efusivo de lo normal, mirándome con ganas, de arriba para abajo y luego dándome un beso en cada mejilla, además de jalarme hacia su cuerpo y darme un fuerte abrazo. Antes de separarnos a mi oído dejó escapar de su boca un ¡Te extrañé!, que consiguió sonrojarme, pero le respondí de inmediato…

— ¿En serio? ¡Pues yo no! —Y de hecho mantuve la distancia con él, dándole seguramente la impresión en algunas ocasiones de que intentaba evitarlo, prefiriendo la compañía de K-Mena, Diana o inclusive de Carlos. Sin embargo él continuaba igual que siempre, atendiendo con diligencia a los clientes y paseándose como si fuese un pavo real con las plumas de la cola extendidas cuando veía por ahí a alguna mujer bonita. Y justo durante un momento de relax, tras intercambiar con Diana una de sus bromas, lo vi palmotearle levemente una de las nalgas y en ella una sonrisa de aceptación y complicidad.

— ¿A Quién? ¿A tu amiga Diana o a la flaca? —Le pregunto a Mariana solo para confirmar.

—Efectivamente a K-Mena. Y entonces se me ocurrió que era mejor hablar con ella para citarla el martes siguiente aprovechando que teníamos descanso, justo a la entrada de Unicentro para ir por allí de compras, tomar algo y pasar un buen rato entre amigas. De hecho, ¿no se sí recuerdas que estaba empeñada en cambiar el cuadro del comedor por un nuevo bodegón? Pues también pensé en aprovechar y dar una vuelta por las galerías de arte para mirar con que novedad me encontraba.

— ¿Sor Mariana de nuevo al rescate? —Le suelto mi observación en un tono serio, para que no crea que me burlo de ella, y levantando los hombros me responde…

— ¡Pues sí!, –restándole importancia a mi mordaz apunte continúa su relato.

—Tu santa Mariana se preocupó. ¿Contento?

— ¡Upaa! ¿Pero si me vas a pegar para qué me regañas?… Ok, ok, te ofrezco una disculpa. ¿Puedes continuar por favor?

—Humm, estaba comentándote que aquel sábado por la mañana todos nos mantuvimos muy ocupados, recibiendo a muchas parejas visiblemente enamoradas pero sin hijos, y a familias completas interesadas en conocer cada casa y espacio de la agrupación. El estúpido de Eduardo se mantenía a la expectativa para ofrecerse a cerrar algún posible negocio. Lo hizo con Diana, igual con K-Mena y un poco con Carlos. Sin embargo para nada se inmiscuía con los clientes que atendíamos José Ignacio y yo.

—A ojos de cualquier persona podría parecer que nos tenía demasiada confianza, y no necesitábamos de su colaboración. Quizá en el caso de José Ignacio podría ser verdad, pero en el mío no era así del todo, ya que colocaba especial cuidado con aquellas personas que eran atendidas por mí, y sobre todo las interesadas en que yo les realizara alguna cotización por escrito, con la promesa de hablar a la siguiente semana para luego, –algo decepcionada por no poder finiquitar el negocio– despedirlas en la puerta de la sala de ventas, y allí se aparecía Eduardo muy sonriente, acercándose a ellos e intercambiando algunas palabras brevemente e insistía en acompañarlos hasta el lugar donde habían dejado aparcados sus autos…

— ¿Averiguando cómo se habían sentido atendidos por ti? O… ¿Indagando si alguien estaba más interesado en la apariencia física de la asesora que en vivir allí en la agrupación? —Le pregunto interrumpiéndola.

—Seguramente que sí. Y eso me ponía de los nervios. No quería que se inmiscuyera demasiado con ellos. ¡Ya te imaginaras el por qué!

—Supongo que por hacerte revivir lo sucedido con ese profesor.

—Uhumm, obvio sí. A cada instante que lo veía entablar conversación con alguna de las personas que yo había atendido, sentía que la copa de mi ruina, debido a su avaricia y la lujuria, se podría empezar a llenar.

—Mariana, aunque esta historia no la podamos cambiar, yo sigo pensando que debiste haber parado con todo eso y hablar conmigo, –por estupidez o por pena, agacho la cabeza y dejo de mirarla– contármelo todo de una buena vez, tener la suficiente confianza en mí, y sí, tal vez hubiésemos tenido un gran disgusto, por supuesto, pero te hubieras ahorrado muchas horas de sufrimiento y de angustia pensando de qué manera seguir cubriendo el rastro de tus mentiras.

— ¿En serio crees eso? ¡Por Dios Camilo!, si lo hubiera hecho, seguramente que no sería cuestión de afrontar entre nosotros una gran pelea que hubiese evitado todo lo demás, pues con todas las pruebas en mi contra, estoy segura de que hubiera sido una grandísima tragedia para los dos. Me hubiera quedado de inmediato sin esposo, sin trabajo y quién sabe si hubiera perdido también la custodia de mi hijo. Y tú Camilo, no solo te hubieses quedado sin la mujer que tanto amabas, dejando a Mateo vivir con una familia incompleta, sino que además dejarías en el limbo a tu proyecto soñado durante tanto tiempo. ¡Callar, asumir y mentir! Esa era la mejor opción para mí en esos momentos, aunque me costara aceptarlo.

De nuevo se planta en frente de mí y en medio de su silencio, el despejado cielo de sus ojos estudia mis gestos, queriendo determinar el estado en el que me encuentro, analizando cada una de mis reacciones. Y como nota que lo admito, –casi que hasta la disculpo y quiero darle la razón a su engaño– Mariana prosigue contándome su cuento sobre ese sábado a comienzo de septiembre, hace más de un año atrás.

—Por la tarde, justo a la mitad de mi hora de almuerzo, compartiendo junto a Diana unas piezas de pollo «broaster» con papitas a la francesa, se nos acercó Eduardo para decirme que unos clientes estaban preguntando por mí en la sala de ventas. Hambrienta y de mala gana, dejé la segunda pieza de pollo a medio terminar y salí apurada dirigiendo mis pasos a su encuentro, pero llevando en mi mano la botella de gaseosa.

—Eduardo me acompañó hasta la sala y allí me señaló a quienes él decía que eran clientes míos. Se trataba de una señora de una edad similar a la de mi madre, tal vez unos dos o tres años menor, y acompañada por dos hermosas pequeñas, –con similares vestidos cortos de color amarillo– preciosas gemelas de rostros angelicales pero sumamente malcriadas.

—Y un señor flaco y muy alto, de cabello entre amarillo y rojizo sin ninguna cana visible, –seguramente matizadas por el uso de henna– y muy abundante a pesar de la edad que yo le podía atribuir debido a las arrugas de su rostro, a lo largo del cuello y las que atravesaban longitudinalmente sus huesudas manos. Ataviado de manera muy deportiva, tal vez con la intención de aparentar menos edad, con unos pantalones cortos de color caqui de grandes bolsillos laterales como los que estas usando ahora, una camisa tipo polo de un marrón bastante oscuro y con un pañuelo blanco secándose el sudor de la cara, me saludó de manera muy cordial y de paso le dio un completo repaso a mi anatomía sin percatarse que la señora no había perdido detalle.

—Sabes que suelo ser algo despistada, pero jamás desmemoriada. ¡A ellos no recordaba haberlos atendido! Se me hizo extraño pero igualmente los saludé con la debida cordialidad que implicaba mi trabajo. La señora, de unos cincuenta y pico de años, con un corte de cabello desvanecido y desmechado, tinturado de rubio platinado, ojos marrones algo achinados tras unos elegantes lentes dorados con montura agatada, y en el cuello luciendo un hermoso collar de perlas. Eso sí, algo subida de peso y con unos pechos enormes, que no podía disimular con su amplio vestido blanco, se presentó como Margarita Peñaranda de Lozada y su esposo simplemente como Fernando.

—Nos sentamos alrededor de una de las mesas redondas, exactamente en aquella que estaba ubicada justo en frente de la palma de Sagú que tanto te gustó y quisiste sembrar una similar a la entrada de nuestra casa, pero el escaso espacio disponible no te lo permitió.

—Sí, por supuesto que recuerdo de cual me hablas.

—En fin, que las pequeñas de unos ocho o nueve años, nietas de aquella pareja, simplemente correteaban por la sala, esquivando a las demás personas que allí se encontraban siendo atendidas por mis compañeros, y jugaban alrededor de las mesas donde estaban exhibidas las maquetas de los terrenos de la agrupación residencial y de los cuatro tipos de viviendas, hasta terminar resbalándose –entre risas y gritos de felicidad– sobre las cerámicas del suelo, logrando menguar la paciencia de más de un cliente y distraer por momentos la atención que me debía prestar el señor Fernando.

—Eduardo también se sentó con nosotros y entre los cuatro iniciamos una conversación sobre las ventajas de adquirir una vivienda con nosotros, el excelente clima por la ubicación, las tranquilidad de los alrededores y sobre todo la exclusividad de vivir en un lugar así, con tantas comodidades para disfrutar, como las canchas de tenis, los complejos acuáticos, el campo de golf y los relativos bajos costos de inversión versus los beneficios, y bla, bla, bla. Lo de siempre. Ya conoces como es él cuando le dan cuerda y lo dejan hablar para que exponga sus famosos postulados comerciales y las comparativas inmobiliarias. Retahíla de mentiras, que nos aprendemos casi de memoria los vendedores, para ablandar los corazones duros de los probables compradores.

— ¡Ni me lo recuerdes! Siempre desde que lo conocí fue así. Embaucador y zalamero, hasta que decide que es momento de pegar el mordisco. —Le reconozco a Mariana.

—Yo veía a la señora Margarita prestar bastante atención, muy interesada en analizar mis propuestas de financiación, pero el esposo por el contrario se encontraba muy disperso, más pendiente del cuidado de las dos pequeñas y de paso, más de una vez lo pillé mirándome las piernas al tener que descruzarlas para cambiar mi postura para enfatizar algún detalle, o embelesado observándome en el rostro, cada expresión mía, cada parpadeo y movimiento de los ojos o de mis manos. No quise darle mayor importancia pues ya estaba acostumbrada a llamar la atención por el exceso de piel que dejaba apreciar el ajustado short azul del uniforme o por los atractivos rasgos de mi cara con el contraste de mi piel blanca, las cejas negras y espesas, el no muy común color de los ojos y mi larga melena azabache. ¡Hombres, al fin y al cabo! ¡Siempre tan previsibles!

—Al cabo de unos minutos, quizás tras media hora de conversación los invité a mirar nuevamente la casa modelo tipo «A» que tanto le interesaba a la señora Margarita, a quien por supuesto le fascinó la idea, pero a don Fernando no mucho, torció la boca y mirando la hora en el rojo reloj deportivo, comentó para todos que ya se estaba haciendo tarde, pero intervino Eduardo nuevamente, le dijo algo al oído que no logré escuchar y lo terminó por persuadir.

—Fuimos caminando hasta la casa y al entrar les cedí el paso a la señora y a las dos niñas, que entraron raudas, dichosas por curiosear de nuevo, no solo los ambientes de la planta baja persiguiéndose la una a la otra, sino que subieron corriendo por las escaleras hacia las habitaciones del segundo piso. El señor Fernando caballerosamente me dejó pasar primero, pero al cruzar la puerta pude sentir el leve roce de su mano sobre mi nalga derecha. Sorprendida, volteé a mirarlo y el señor en un gesto avergonzado, levantó los hombros bastante apenado, murmurando un — ¡Lo lamento, fue sin querer!, para así disculparse conmigo.

—Sentía su mirada repasarme por detrás, de abajo para arriba. A veces volteaba a mirar y allí me encontraba con el girar apresurado de su cara. De nuevo al subir por las escaleras, con la señora Margarita yendo por delante, sentí como sus ojos no perdían de vista el movimiento de mis nalgas al subir por los peldaños. Y al salir de la habitación principal para enseñarles el otro baño auxiliar a la mitad del pasillo, en medio de las otras habitaciones, con las pequeñas corriendo alborotadas, nuevamente dejó salir primero a su esposa y al cederme caballerosamente el paso, los dedos de su mano se hicieron con una parte de mi cabello, tomándolo por debajo de la moña, acariciándolo y acercándolo a su nariz para olfatearlo, como un animal en celo. Me giré entre asustada y enojada por su atrevimiento, y en esa ocasión sin incomodarse, me mostró la perfecta alineación blanca de su dentadura postiza, teniendo como marco sus labios delgados, ligeramente torcidos hacia la izquierda.

— ¡Definitivamente esta casa me encanta! Está muy bien distribuida y a pesar del calor exterior, se mantiene muy fresca dentro. ¿A ti que te parece? —Algo así fueron las palabras pronunciadas por la señora Margarita, que lograron hacer que tanto él como yo, nos girásemos y dejáramos pasar por alto aquel suceso tan extraño como incómodo.

—Está muy bien, en general me gusta el diseño moderno de toda la casa, la claridad en las habitaciones y la amplitud de todos los balcones, pero sin querer incomodar aquí a la señorita López, –intervino finalmente el señor Fernando mirándome, pero dirigiéndose a su esposa– creo que debemos mirar las otras opciones que nuestros hijos nos han propuesto antes de decidirnos. Y de hecho mi vida, ya se está haciendo tarde para vernos con ellos en el hotel, y estas dos niñitas deben estar cansadas y hambrientas, así que debemos llevarlas con sus padres. Muchas gracias y cualquier decisión que tomemos se la haremos conocer. Es usted muy gentil, Melissa.

—Los acompañé hasta la entrada de la sala de ventas y allí me despedí de ellos, para reunirme de nuevo con Diana y sentarme en el pequeño comedor para terminar de almorzar, pero sabes que la comida fría no es de mi predilección y lo que hice fue salir al parking para fumar y de paso para tener contigo una video llamada y saber de ti y de nuestro pequeño.

—Hummm… Estaba reunido con mi familia en el apartamento de mi mamá y te comenté que estábamos por salir a dar un paseo por la sabana para comer algunos postres, y por tu parte, me pusiste al tanto de tú jornada matutina, comentándome que estaban hasta el tope de visitantes y que presentías que se te podrían dar algunos negocios. Me alegré por ello y te di mucho ánimo. Quedamos en hablar por la noche antes de llevar a Mateo a su cama.

—Sí, así fue. El resto de la tarde aminoró la afluencia de público y pudimos salir muy puntuales hacia nuestro hotel. Estaba acalorada, sudorosa y cansada, ansiosa por darme un buen duchazo y luego bajar con las chicas a la piscina y pegarme un buen chapuzón, haciendo algo de ejercicio atravesándola unas cuantas veces. Y así lo hice, acompañada por Diana y por Carlos pues a K-Mena preciso le había llegado el periodo, y por eso decidió quedarse estirada en una asoleadora al lado de nuestra mesa leyendo una revista, y haciéndole compañía a José Ignacio que con sus lentes oscuros colocados sobre su cabeza a modo de balaca, no dejaba de observarme, y a Eduardo que ya había comenzado a beber su acostumbrado whiskey.

—Después de pasarme varias veces la piscina a lo largo, ya más desestresada decidí reunirme con los demás en la mesa, envuelta en la toalla para secarme, y Carlos tan servicial como siempre se ofreció a traernos algo de beber. Para mí pedí una refrescante michelada de maracuyá y tanto K-Mena como Diana se antojaron de un mojito cubano. Los hombres prefirieron cerveza y otro whiskey puro en el caso de Eduardo, –mientras hablaban de futbol para variar, y nosotras tres para no desentonar con la rutina, de los últimos chismes de la farándula criolla e internacional– y Diana a la par de K-Mena, tras agotar las noticias, me pusieron al tanto de los pormenores de sus vidas amorosas, reclamándome como siempre, por no contarles a ellas casi nada acerca de la mía. Tan solo podía mencionarles que mi matrimonio marchaba sobre ruedas y que éramos muy felices.

— ¿Vivíamos felices? ¡Jajaja! —Mariana al escuchar mi risa cierra los ojos y se lleva la mano derecha a la frente, francamente disgustada.

—Ok, ok, puede que fuera así, pero lo hacía a tu lado ya engañado. —Con sinceridad, concluyo mi comentario.

—Lo éramos, Camilo. ¡Que no te quepa la menor duda! A pesar de vivir atormentada por lo sucedido, sin tener con quien hablar de ello y desahogarme, pero si cielo, comprendí que no sería fácil para mí superar ese problema, y por nada del mundo iba a permitir que nuestro matrimonio se fuera a la mierda. Ni tu ni nuestro hijo tenían que sufrir las consecuencias de mis errores, así que me consagré a compartir con mayor alegría e intensidad las pocas horas que nuestros trabajos nos permitían estar juntos, y ya en la oficina, a dedicarme con mayor ahínco en la búsqueda de clientes que me permitieran evitar que Eduardo me obligara de nuevo a entregar mi cuerpo para cumplir su estúpido sueño de escalar posiciones en la constructora.

Mariana se apropia de uno de sus cigarrillos y yo me adueño del último de los míos. En mi puño cerrado permanece aplastada la rojiblanca cajetilla, y con la otra mano sostengo con firmeza mi mechero encendido y le ofrezco candela para que lo encienda. La llama continúa iluminando mis dedos y parte de su hermoso rostro, para luego parecer extinguirse cuando se acerca la danzarina flama a sus labios rosa, pero de nuevo al aspirar dos o tres veces, momentáneamente resplandece con mayor fuerza hasta que se apaga y en su lugar, incandescentes las virutas del tabaco brillan formando un pequeño círculo en la punta.

Es mi turno de darle vida a lo que me puede enfermar y que tantas muertes provoca. ¿Debo dejarlo?… Sí, pero no ahora. Quizás después, si logro sobrevivir a lo que a Mariana le falta por decir.

—Creo que necesito ir hasta la plaza Wilhelmina para buscar al «Mocho» Amado y comprarle un paquete de cigarrillos. Tal vez se encuentre todavía por allí. De camino puedes seguir contándome que más sucedió ese fin de semana. —Le comento a Mariana, decidido a continuar escuchándola.

—Pues sí, me parece. Igual le compraré otra cajetilla para mí. —Le respondo a mi esposo y cada uno tomamos de la banca nuestras cosas.

Colocándome el sombrero en la cabeza y Camilo terciándose sobre su pecho la correa de tela de su mochila Wayuu, echamos a caminar por el andén rodeando la estatua de la plaza Piar, dirigiéndonos hacia el parking del casino, completamente atiborrado de vehículos y de… ¡Algunas motocicletas! Verlas me ha hecho recordar algo que debo confesarle y que por supuesto me imagino que no le va a gustar saber. La primera vez que me monté en una de esas y salí a dar una vuelta con Chacho. Algo que jamás hice con Camilo, ni aquí en Curaçao y mucho menos en Bogotá. Siempre negándome a subirme en una de ellas, al sentir temor y un intenso fastidio debido al presente recuerdo del accidente que le causó la muerte a mi primo.

—Pues a ver que te cuento. ¡Ahh, pues sí! Recuerdo que al caer la noche, K-Mena algo achispada por la falta de costumbre de beber alcohol, muy cariñosa se le acercó a José Ignacio y al oído le dijo algo, que por lo visto en la expresión de su rostro no le agradó, pero ella le insistió con un gesto de niña consentida, fingiendo tristeza y finalmente consiguió que él se pusiera de pie y nos comentara a viva voz, que llevaría a Carmen Helena a dar un corto paseo en la moto. — ¡A ver si me la quito de encima! —Recalcó ya más sonriente y dispuesto.

—Aproveché para subir a mi habitación y darme una nueva ducha para quitarme el cloro de la piscina y aplicarme el tratamiento para el cabello. Me coloqué el vestido strapless negro con fruncido en diagonal y las sandalias de plataforma. –Camilo achina sus ojitos y luego asiente con la cabeza, recordando a cual me refiero. – Sí cielo, ese mismo que te pareció que me quedaba muy ajustado y corto, cuando en nuestra alcoba lo desfilé para ti. Pero para esas noches calurosas en Girardot, por su tela liviana era una buena elección para sentirme más fresca y por eso me lo coloqué. El caso es que cuando me reencontré con Diana, Carlos y Eduardo en la mesa cercana a la piscina, a la vez regresaban de su paseo, K-Mena ya más calmada, y por el contrario muy alegre José Ignacio, quien sin siquiera dejarme sentar me tomó del brazo y con su sonrisa de conquistador, intentó persuadirme para llevarme con él a dar una vuelta en su motocicleta.

—Eres muy amable Nacho, pero no me apetece. —Le dije retirando con decencia su mano de mi brazo.

—No seas antipática Meli. Ve con Nacho a dar esa vuelta, mira que sólo quiere ser amable contigo y chicanear con su nuevo juguete. —Intervino Eduardo, sin que yo le pidiera su opinión.

—Bizcocho, solo vamos a ir por acá cerca. ¡Te juro que no nos demoramos y te regreso sana y salva! —Me respondió tan vanidoso como siempre y a su vez, tomándome de la mano.

— ¡No quiero ir y punto! —Respondí con determinación abriéndole los ojos, pero dejándome apretar la mano con firmeza, por sus dedos todavía protegidos a medias por el cuero de sus guantes negros repletos de taches metálicos.

— ¿Qué te pasa Melisita? ¿Te da miedito andar conmigo? Tranquila que ni muerdo ni pellizco, a menos que me lo pidas. ¡Jajaja! Y fresca que para nada estoy borracho, además a esta hora hay poco tráfico. Deja la pendejada para otro día. ¡Vamos a dar una vuelta y nos regresamos! —Insistió acercándose por detrás.

—Déjame adivinar. ¡Aceptaste y te fuiste con él! ¿No es así? —Mariana inclina su cabeza y lentamente lleva el cigarrillo hasta su boca para dar una nueva calada, retiene el humo dentro de su boca y lo expulsa por la nariz, formando dos blancas hileras.

Con este gesto me da la razón. Su respuesta silenciosamente afirmativa, al subir y bajar la cabeza, me aguijonea el alma y siento como se alteran rítmicamente las palpitaciones en mis sienes.

— ¿Y entonces con ese estúpido sí hiciste lo que aquí conmigo, en la cuatrimoto de William y en la Vespa de Kayra no te atrevías por tu temor a sufrir algún accidente? ¡Pero a él, a ese estúpido si lo complaciste! Bacano saberlo, Mariana.

—Tienes que entender que me sentía acorralada por las miradas de todos ellos, y presionada por la prepotencia de las palabras de José Ignacio. Yo no quería volver a lo de antes, ser de nuevo su hazmerreir, dejarme dominar por él y perder el terreno que había ganado. Valientemente les oculté mi cobardía, mintiéndoles para no demostrar el pánico que sentía recorrer mi espalda hasta la nuca, a pesar de que el leve sudor frío en mi frente podría delatarme. Perdón. Que estúpida, ¿cierto? —Le comento a mi esposo, mirándole de nuevo, mientras vamos dejando atrás a las personas que ingresan por las puertas del casino, y nos acercamos a los restaurantes y a los bares que se ubican a lo largo del antiguo fuerte por Waterfortstraat, bajo los rocosos arcos de sus entradas, caminando en mi caso sobre la angosta acera, y Camilo en contravía haciendo equilibrio sobre el sardinel, los dos iluminados por los faroles y las luces de una camioneta negra que se dirige sin prisa hacia la plaza Piar.

—No es por miedo, no seas ridículo. Sencillamente no voy a montarme con este vestido tan corto, para dar espectáculo en la calle. ¿Qué quieres, qué se me vean los calzones? —Le respondí a José Ignacio, intentando mantener mi posición de liderazgo y de paso sacando una excusa estúpida para declinar su invitación.

—Pues si ese es el problema te los quitas y ya está. —Me respondió burlón.

— ¡Ahh! Vea pues, pero que inteligente que me has salido. Como no se me ocurrió hacer eso antes. ¿Me esperas mientras voy al baño? O si no te importa… ¡Lo puedo hacer aquí en frente de todos si es tanto tu afán! —Le contesté logrando que los demás se rieran por mi satírico apunte, y que en su boca se le formara una leve sonrisa, que complementó con un suave jalón de su mano para acercarme a él y alejarme del refugio de mi silla.

—Hágale marica, péguese la rodadita en ese vejestorio. Déjese dar el viento en esas piernas y de paso se la despeluca un poco, que este día ha estado muy caluroso y debe tener esa entrepierna tan recalentada como la mía. ¡Jajaja! Aproveche mijita que aquí no está su marido para detenerla. —Intervino Diana a favor del paseo, diciéndome que al ser de noche y yo vestida toda de negro, no se me vería absolutamente nada. Y tras escucharla, José Ignacio terminó por jalarme con mayor fuerza y mis pies a la brava, fueron siguiendo sus pasos.

—Recordé que había dejado mi bolso sobre la mesa con los teléfonos y mi billetera. Me solté con fuerza de su agarre para regresarme y recogerlos. Todos ellos sin embargo pensaron que me había arrepentido, pero obsequiándoles una amplia sonrisa, me di la vuelta y me dirigí hasta la salida para encontrarme con él. Tras de mi pude escuchar con claridad a Diana gritarme… — ¡Siií, maricaaa!… ¡Esa es la actitud!

— ¡Vaya, vaya! Pero que complicidad. Supongo que para eso son necesarias «las buenas amigas». —Le digo a Mariana, entrecomillando las últimas tres palabras, sin focalizar su rostro con mi mirada y lanzando hacia el otro extremo de la calle, la colilla de mi último cigarrillo.

Hago caso omiso de su último comentario y continúo con lo que le tengo que reconocer en mi siguiente cagada. Y no es por haberme montado con Chacho en su motocicleta, no. Eso es una nimiedad frente a… ¡Mierda! ¿Y a esta vieja que le pasa?

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