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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (4)

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4. Tres encuentros y dos consejos.

Los tacones de mis sandalias van produciendo un sonido tan fuerte y profundo al pisar los adoquines de la plaza que conducen al puente de la Reina Emma, que en verdad ya me desagrada, pues es como si con cada losa de piedra pisada por el respectivo tacón, palmotearan entre ellos celebrando mi desgracia y con su sonido parco, quisieran opacar mis pensamientos y de paso, con el ruido seco de mi andar, despertar a toda Punda clamando por atenciones y no quiero eso, ya no puedo más. ¡Solo deseo pasar desapercibida y que el silencio de la madrugada sea quien envuelva mi tristeza o mi ilusión por el encuentro!

Es muy temprano aún y pocos son los turistas que se aventuran a pasear el alcohol de sus trasnochos a estas horas, así que por lo visto, soy la única humana allí, nostálgica y náufraga en medio de la plaza. Una espigada estructura sosteniendo las horas, dos viejos cañones medio oxidados a mi diestra, una palmera no muy alta a la izquierda y mi felicidad pasada, tamborileando en mi pecho los recuerdos, antes de cruzar hacia Otrobanda.

Pero debo detenerme un momento, –acaba de llegar a mi mente una bonita evocación– en frente de la escultura de un corazón enmallado al borde del muelle, y en él busco con detenimiento entre la multitud de candados aferrados, el nuestro. Uno pequeño con el arco de cierre cromado y el cuerpo pintado de rojo carmesí, que entre los dos colocamos con nuestras tibias manos, al poco tiempo de terminar con las obras de remodelación, a modo de celebración y en conmemoración de nuestra unión para siempre y que coronamos con un dulce beso.

Hummm… ¡Aunque se terminara tan pronto!

No puedo ubicarlo y eso me llena de mayor aflicción y desasosiego. Estiro mi mano derecha y toco uno muy parecido. No es este, así que dejo el bolso en el suelo y con la izquierda muevo otro y otro, y otro más, pero nada. Me agacho, la tela de mi vestido en gran parte le hace el ruedo al terracota suelo al doblar las piernas y con ambas manos, levanto unos cuantos más pero no lo veo y me impacienta no encontrarlo. No quiero pensar que sea un mal presagio, aunque no por ello puedo evitar que una lagrima recorra mi mejilla, así que mejor ceso los intentos por ahora para un… ¿Después? ¡Sí! si de pronto… Si pudiera ser… Si es posible que más tarde hoy… Entre los dos podamos pasar de nuevo, unidos o separados, pero mi marido y yo, hallarlo entre tantos.

Qué estupidez la mía. ¡Idiota, pendeja, estúpidaaa! Aun no hablamos… Nada. No le he contado la verdad sobre lo que finalmente descubrió y mucho menos de aquello otro. Lo que no sabe de mí y ni se imagina. Así que no tengo certeza de que logre conseguir su perdón, intentar de que me comprenda y conmoverlo si quiera un poco, o lo que es más lógico que llegue a suceder, que Camilo nada más al comenzar yo mi confesión, me saque de forma definitiva fuera de su corazón, directo a la mismísima mierda y yo aquí, –con tan solo una pareja de pelícanos marrones por compañía, que ni me miran– pensando en estas tonterías.

Oops, suena la alarma en mi smartwatch, –captando el interés de una de las aves– indicando que en media hora, mi esposo me espera según lo convenido. Aunque son las ocho de la mañana, se me puede hacer tarde. Debo cruzar al otro lado y apurar el paso. Empiezo a pisar la madera del puente, que como siempre se balancea. Lo recorro por el centro y acabo de caer en la cuenta de que ya no siento miedo, ni en mi vientre se encuentra ya, la sensación de vacío que anteriormente tanto me afectaba.

La solución la hallé casi a la fuerza, por aparentar y para… ¡Para dominar! «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Y a él, por supuesto le debo lograr acabar con gran parte de mis aprensiones.

Y es que mi «yo» del ayer, recordaba que al pasar con mi esposo por aquí, cuando íbamos de paseo, se aferraba con fuerza a su cintura y medio cerraba los ojos, mientras Camilo cargaba sobre sus hombros a nuestro sonriente Mateo, que se divertía mucho mirando los veleros y algún crucero, riendo a carcajadas los dos cuando para dar el paso a esos barcos, este puente se abría hacia un lado, moviéndose aún más y yo temblando, como loca repetía frenética y casi en voz alta… ¡No, No, Nooo! Con el enfermizo temor de caerme al mar con alguno de esos movimientos.

Ahora no, ya voy mirando con serenidad hacia el frente, al otro extremo del puente y veo solamente a una señora bastante rellenita de carnes; de largo vestido de tirantes y enteramente fucsia, con un turbante amarillo con estampado al estilo africano coronando su cabeza y que viene caminando apresurada hacia mí, sin reparar en mi presencia.

Y no es que no supiera nadar o defenderme en el agua, pero es que otra tara mía era no poder sumergirme completa por un inexplicable miedo a ahogarme. Sencillamente no soportaba sentir mi cabeza cubierta por agua. Otra fobia que junto a él tambien superé. ¡No fue en el mar o practicando natación en una piscina! Una felación, algo aparatosa en el jacuzzi de un motel, fue la solución. Mi cabeza bien sumergida, con su miembro dentro de mi boca. No sonrío al recordar aquello, de hecho ahora que lo pienso, lo olvidé muy pronto o sencillamente no le di la debida importancia en el momento. Es increíble hasta donde pude llegar para conseguir mis metas. Porque sí, él se convirtió en mi principal objetivo, para evitar un posible daño a un casi extraño.

Avanzo con muchas ganas de verle de nuevo obviamente, pero sí, no lo voy negar… Mis pasos son lentos como los de una mujer acusada de hacer brujería en Salem y que conoce o teme el inevitable destino, caminando lentamente hacia la hoguera. Temerosa e insegura, bastante nerviosa por este pactado reencuentro casi siete meses después. Mi marido sin ganas de tenerme cerca y yo por el contrario, necesitada de verlo y urgida por abrazarlo, pero sobre todo, de ser con calma… ¡Escuchada!

***

Una vez informada de su paradero por Rodrigo, la persona de quien menos lo esperaba, y con quien si apenas crucé tres o cuatro frases al momento de elegir el color de mi auto nuevo y estampar mí rubrica en los documentos respectivos, pues de lo demás se encargó mi esposo, inclusive de recogerlo y llevarlo a casa. Ese vendedor de automóviles y camiones que se convirtió con el tiempo para Camilo, –y algún que otro negocio tiempo después para la constructora– en algo más que su simple asesor comercial, casi un hermano.

Su íntimo amigo, prácticamente su confesor y guía espiritual, del cual yo tuve mis reservas desde aquel día que le conocí, cuando mi esposo insistió en adquirir un auto para facilitar mis desplazamientos y continuar con aquella pantomima en la que juntos convinimos actuar, tan solo para complacer, –una vez más– mis infantiles caprichos, otorgándome el gusto de sentirme útil y empoderada.

Y con ese Audi A1 Sportback rojo Misano, comenzamos curiosamente, Camilo y yo, a separar nuestros caminos.

— ¡Bon dia! —Me dice la mujer al cruzarnos a mitad del puente.

— ¡Buenos días señora! —Digo yo sonriente, respondiendo a su amable saludo.

Ahora mi cuerpo se inclina levemente hacia mi izquierda, debo abrir el compás de mis piernas sobre el diagonal tablado para afirmarme mejor y mantener mi balanceo. Y es que por estar sumida en mis pensamientos, he pasado por alto el sonido del silbato y el agitar de la bandera. ¡Ni escuché, ni ví!

La estructura del puente ahora va girando hacia la derecha, para dar paso hacia el exterior de la bahía a algún barco. Me acerco a las barandas aferrándome al larguero superior. La señora procede de igual forma pero ella en el costado derecho. Hay que darle paso a un remolcador y un poco más atrás, se acerca cauto un yate no muy grande que procede del interior de la bahía de Santa Ana. De seguro que es de aquellos que prestan el servicio a turistas interesados en bucear junto a las tortugas y pasar todo el día disfrutando del azul turquesa y la blanca arena, en los alrededores de la Klein Curaçao.

Miro la hora en la pantalla del móvil, pues debo permanecer aquí al menos veinte minutos. ¡Mierda! Se me va a hacer tarde ahora sí. Ni modos de avisarle pues no tengo ya su número. Lo cambió, cuando decidió unilateralmente darme un tiempo y el espacio que no le pedí.

El cruce del remolcador es bastante más rápido que el del otro barco, pues como lo pensé, el yate cumple con la función de permitir disfrutar el panorama y su capitán va indicando con su brazo estirado a los turistas que transporta, algo de interés al otro lado, en Punda. Hay sobre la cubierta de popa, un guapo rubio sin camisa; alto, de larga melena semi ondulada y musculados brazos tatuados, trapezoidal su depilado torso, dientes perlados y alineados. Luce un bronceado hermoso, seguramente tras varios días dorados. ¿Será australiano? Me saluda con el agitar de su mano, acompañando el gesto con un beso que lanza por los aires, hacia mí.

Yo le sonrió la gracia, y sí, por educación levanto mi brazo izquierdo y agito el aire con el rápido movimiento de los dedos de mi mano y en mi muñeca anudada permanecen las hebras de hilo rojo, desde que mi esposo me lo colocó aquella tarde de abril en Bogotá, recorriendo el mercado de las pulgas por los alrededores de Usaquén.

Pero… También lo saluda la señora que se ha ubicado unos tres metros más allá, pero del lado mío. ¡Ahora me siento ridícula! Porque no sé si el rubio galán, obsequiaba aquel volador beso a la mujer de color y su festivo turbante, o a esta nívea hembra, que viste de rombos verdes encendidos, amarillos de carnaval y rojos coral, sobre un fondo de hilos negros, con sombrero de paja que es asegurado a su cabeza por la mano que antes se agitaba saludándolo y lentes oscuros a la moda, aun cuando no es necesario ocultar de la nublada mañana, mis azules ojos.

En fin, que ahora lo importante para mí es lograr cumplir con la maratón y en zigzag, por las calles de Otrobanda, desde la plaza Brión hasta el hostal.

Y de nuevo percibo el movimiento para normalizar el puente. El apuesto turista melenudo se despide a lo lejos con una lata azul y aluminio, que lleva de forma distendida en su mano derecha. Esta vez compruebo que es de mí, pues la colorida compañera de detención en este puente, ya va caminando varios pasos por delante y de costado no se fija, no le importa, ni a mi debería de hacerlo y sin embargo me permite subir en algo, mi maltrecha autoestima. Sin quererlo sé que le estoy sonriendo al rubio. Sin pretenderlo y tan lejos, sigo gustando.

Por fin se endereza el puente, ojala que mi vida tambien llegue a hacerlo pues en caso contrario, deberé tomar una drástica decisión antes de perder la poca cordura que me queda. Ya veo a más personas al fondo de la plaza, me cruzo con algunas pero del afán, paso por grosera ya que a ninguno saludo, porque por momentos mi mente vuela a donde no estoy pero si a donde estuve, permanentemente a su lado. Atravieso en diagonal presurosa hasta llegar al pequeño parque, rodaderos y columpios silenciados a estas horas de la algarabía de los niños. Continuo recto hacia la esquinera casa de puertas y ventanas blancas, –con muros de un intenso bermellón– y por la angosta calle doblo hacia la izquierda, perdiendo de vista las alturas del puente Reina Juliana y avanzo solitaria bajo el amparo de los faroles negros que permanecen encendidos todavía, iluminando el costado del parking a mi diestra. La brisa aquí no sopla, protegida estoy por las casas que me rodean y mis pasos no retumban tanto disimulados por el zumbido, –en un mecánico orfeón– de los aires acondicionados.

Esta estrecha calle no es muy recomendable, pero para acortar la distancia preciso hacerlo. Llego a la esquina donde por lógico horario, está cerrado el restaurante chino y debo cruzar por debajo de las columnas de concreto que soportan el tráfico en la avenida con el nombre de la otra isla compañera y girar hacia mi derecha, luego de nuevo a la izquierda y al fondo ya, donde anhelo estar, –con todo mi corazón– y donde me aguarda… ¡Mi perdido amor!

Antes de llegar debo hacer una parada de reabastecimiento, solo espero que el mini mercado esté abierto. Unos pasos más y sí. ¡Qué alegría la mía, tan infinita! Voy a comprar cigarrillos suficientes y de paso miraré que puedo llevarle, para no aparecerme con las manos vacías.

El interior esta oscuro, retiro de mi cara los lentes y voy acostumbrándome al cambio de ambiente. No veo a nadie así que opto por saludar a lo colombiano…

— ¿Bueeenas? ¿Alguien vive? —Y casi de inmediato escucho una voz familiar… —Buen día señorita. ¿En qué le puedo servir?

La tienda es de don Santiago, un arriero paisa muy amable, quien realmente nació en Manizales y que hace muchos años vino a vivir por aquí, y de una mujer mulata se enamoró. Se acerca un paso más, sin embargo no me reconoce. Me despojo tambien del sombrero y lo coloco sobre el mostrador, sin musitar una palabra.

— ¡Ehhh ave maría, por Dios! Pero que es esta dicha que ven mis ojos. Si es la «cachaquita» más hermosa que conozco. Vea pues, de visita por acá ¿Melisita? —Yo sonrío ampliamente ante su halago y de paso me ruborizo un poco.

—Don Santi, usted como siempre tan galante. Vea, ya me puse roja como un tomate, jajaja. —Y de inmediato me obsequia un ligero beso en mi mejilla, causándome picores con su espeso y duro bigote.

Me abraza por unos segundos y se aparta, sin dejar de mostrarse sorprendido por mi llegada, y como todo hombre, sin poder evitarlo, –de eso sabemos las mujeres aunque miremos hacia otro lado– me da una repasada de abajo hacia arriba.

—Tiempo sin tener el gusto de verla. —Me dice con su característico acento cantadito. —Vos tan rogada para volver, ni que por aquí se le hubiera menospreciado su candor. ¡Y su esposo guardando el secreto! Que berraco tan callado, púess. Después cuadraré cuentas con él.

Don Santiago se acomoda el delantal negro con el estampado del genuino licor de por aquí, el «Blue Curaçao», anudando las cintas de ancha tela por detrás de su espalda.

—Ya sabe usted don Santi, las ocupaciones que no dan respiro. Le respondo, tirando balcones fuera. —Así que solo vine de pasadita, no me puedo demorar. De hecho necesito un paquete de cigarrillos… Hummm, mejor que sean dos. Y déjeme ver que más llevo. Le comento. Aguzo la mirada, aprieto mis labios y los estiro un poco.

—Señora Melissa, pues su marido ya pensó en eso. ¡Observe púess! –Coloca sobre el mostrador una bolsa de lona gruesa y me indica su contenido. – Aquí van los dos paquetes de Marlboro Rojo, el six pack de cervezas y la media botella de Aguardiente Antioqueño. Tambien la docena de huevos, el pan tajado, el queso salado y el jamón. Su marido ya había pensado en todo. De hecho iba para alla en este instante a llevárselo, pero si usted va para su casa…

—Claro que sí don Santi, no hay problema. Yo lo llevo todo. Pero de todas maneras véndame dos paquetes de cigarrillos, de los que me gustan a mí, de los blancos aquellos. Le señalo. —Y una botella de «Curaçao Azul», por favor.

— ¡De más que sí, Melisita! ni que estuviéramos bravos. —Me responde en tono jocoso y se da la vuelta para ir a buscar en el estante la botella y así de espaldas hacia mí, es que aprovecho para preguntarle…

—Don Santi y es que… ¿Camilo está bebiendo mucho? —Se rasca la cabeza y se demora en contestar. Se da la vuelta y ahora me mira con seriedad. Está pensando que responder pero antes de hacerlo eleva el brazo derecho y de un gabinete superior, toma los dos paquetes de cigarrillos para mí. Se toma su tiempo y mira para ambos lados, pero en el local no hay nadie más que él y yo. Aun así, casi entre susurros me termina por confesar…

—Melisita, su marido desde que llegó hace cinco meses…

—Casi siete, don Santi, le interrumpo para aclarar sus cuentas.

— ¿Ahhh? ¿Tanto ya? Bueno, pues no es que me importe, pero cada cuatro días me hace el mismo pedido de cerveza y aguardiente. —Se rasca la aguileña nariz.

—Usted sabe bien que a él, el amarillito no le agrada. Pero él no anda por ahí en la calle, borracho ni dando espectáculo. Y nada de mujeres Melisita. ¡Eso sí para qué, pero su marido se sabe comportar! — ¡Lo sospechaba! Pienso que a Camilo como a mí, le sucede que quiere con el alcohol, aturdir las penas. Y le extiendo dos billetes de veinte dólares para cancelar las compras. No he tenido tiempo de cambiar algo de dinero por florines.

Posa su velluda mano sobre la mía y me la aprieta un poco, acompañando su gesto morbosamente, con la repasada de su húmeda lengua sobre sus labios entrecerrados y me rechaza el pago.

— ¡Ehhh, Ave María! Ni más faltaba. Dejemos así Melisita, esta vez la casa invita. Ahh, pero eso sí. El primero que sea por las benditas almas del purgatorio y el segundo a mi nombre, púess.

— ¡Muy amable, que detalle tan bonito! —Le respondo haciéndome con las dos bolsas y mis billetes.

—Así será entonces don Santi y de nuevo muchas gracias. Y ahora me voy que se me hace tarde para entregar su mandado. ¡Jejeje! —Le sonrío lo suficiente.

De nuevo el sombrero a mi cabeza y los lentes oscuros cubriendo mis ojos. Salgo del local con la sensación de… ¡Llevarme su mirada pegada a mis nalgas!

***

Tengo que caminar más rápido pero por alguna razón, camino normal y tranquila. Volver a recorrer esta calle tan cercana a casa me tranquiliza, aunque llegaré tarde a nuestra cita. ¡De nuevo yo con mis cagadas! Hasta me detengo a observar los grafitis que adornan las paredes de la casa de nuestros amigos franceses. No hay ninguno nuevo, pero si se conserva el dulzón aroma de la narcótica yerba que se debe estar fumando alguien, alla arriba en la terraza.

Dos silbidos, uno corto y el otro un poco más largo, tan inconfundibles para nosotras las mujeres, reclaman mi atención y elevo la mirada hasta la barda donde se encuentra Eric observándome, con su porro encendido sujeto entre el dedo índice y su pulgar. El cabello largo, entre rubio y ceniza ya en las patillas, engominado y echado por completo hacia atrás, sujeto por una elástica goma crema y los descuadrados dientes amarillos asomando en su burlesca sonrisa, como siempre.

— ¡Atrevido! le grito, –con una sonrisa de oreja a oreja– pero no se amedrenta.

—Tan viejo y… ¿Todavía molestando a las mujeres con las que se cruza? ¡Le voy a contar a mi marido! Lo sentencio y Eric se carcajea un poco.

— ¡Solo lo hago con las Mademoiselles elegantes y hermosas en estas mañanas frías! Las otras, gorditas y feas, esas se las cedo a mi amigo Pierre.

Deja Eric salir sus piropos en su español afrancesado, desde lo alto de la terraza hasta caer en mi rostro cubierto a medias por la sombra del sombrero, a un metro del muro lateral que entre Pierre y él, han pintado con mensajes de paz y amor, con el rostro en un opaco negro del Che Guevara fumando tabaco, superpuesto sobre una gran estrella roja y al lado, apenas el bosquejo inacabado de Bob Marley. Por lo visto, creo que este «man», es otro más que no me reconoce. ¿O sí?

—Me… ¿Meli? ¡Meliiii, mi vidaaa! Pero… ¿Qué haces tú por aquí? ¿Camilo sabe? ¡Mon Dieu! A mi amigo le va a dar un «patatús». ¡Pieeerre! Ven para acá, adivina quien ha regresado. —Eric grita y se cuestiona mentalmente algo, con la mano derecha puesta sobre las arrugas de su frente, aunque eso sí, sin soltar para nada su fumable tesoro. Pierre no aparece por la terraza y yo tengo prisa.

— ¡Bon día, Eric! le saludo cortes y de inmediato me despido. —Otro día hablamos con calmita. ¡Salúdame a Pierre! Concluyo.

—Meli, esta noche nos pasamos por tu casa para festejar como se debe tu retorno. —Y ahí si me preocupo un poco pues no quiero interferencias.

—No se va a poder Eric, tenemos muchas cosas pendientes y pocas horas para resolver y te agradecería que no aparecieran por allá. —Le respondo, quizá de forma más seca de lo que debería, y me doy media vuelta para continuar.

Un paso, otro más y al tercero a mi espalda escucho a Eric decir…

—Trátamelo bien Meli, mi amigo ha sufrido mucho. ¡Él te ama como nadie!

Se me escapa un suspiro, lento y pausado en extremo y a la vez largo, cargado de angustia. Sí, cuanta sincera amistad existe en su mundo alterado y tanta esperanza para mí en sus palabras, –y a mi mundo tan perturbado– que son por supuesto como otro peso muerto más en la cadena apostada en mis pies. ¿Qué le habrá contado mi esposo a estos dos?

***

Giro a mi derecha y allí está la casa. Por supuesto siento palpitar con fuerza el corazón. Los muros que la delimitan ya no están teñidos del verde bambú que la destacaban de entre las demás. Resplandece la cal sobre ellos. Y la casa ahora luce en sus paredes el ocre claro que Camilo quiso en un principio.

Los marcos de puertas y ventanas siguen inmaculadamente blancos, al igual que los postigos y las canaletas. No así las barandas de madera del porche, que ahora están muy pulidas y se muestran al natural, pero barnizadas. El techo a dos aguas sigue igual con el rojo terroso de sus alineadas tejas seccionando el horizonte.

Hummm, desde aquí fuera a tan pocos pasos, percibo en el ambiente un cambio. Es el viento que agita las palmas y una calurosa claridad. ¿En qué momento se ha despejado el cielo a mis espaldas? Mi esposo tambien se habrá renovado… ¿Sin mí?

Tengo nervios y la respiración agitada. Algunas gotitas de sudor resbalan por el puente de mi nariz hacia el ápex y lentas, se deslizan hasta reunirse en medio de las columnas del filtrum, para luego con su salina humedad, en una gota más gruesa, precipitarse sobre mi labio. La temperatura va en aumento, como así lo hacen los latidos de mi corazón.

Las dos amplias puertas de gruesos y verticales tablones de Caoba, están cerradas frente a mí. ¡Tengo el juego de llaves dentro de mi bolso! En un acto reflejo mi mano derecha se introduce en sus profundidades y a tientas mis dedos las buscan. Pero vuelvo a la realidad, a ser consciente de lo que significa mi ausencia y ahora mi presencia, por eso no creo que deba usarlas. No aún, sin su permiso, sin saber que puesto ocupo ahora en su corazón. Entiendo que ahora sólo soy una invitada. Por lo tanto retiro suavemente la mano y llevo mi dedo índice hasta el botón del intercomunicador, presionándolo y conteniendo la respiración.

Me persigno con rapidez y que sea… ¡Lo que Dios quiera!

***

Quiero pensar que la demora de Mariana se deba a algún imprevisto con su vuelo y no a un final arrepentimiento, por el peso de su engaño y el temor a enfrentarme. Puedo llamarla a su teléfono obviamente, pero eso para ella podría darle a entender que me preocupo todavía y que me importa su estado. ¡Jueputa vida! A pesar de ser una verdad tan grande como una catedral que no puedo ocultar, yo no… ¡No debo hacerlo!

Aunque la tentación sigue latente en las yemas de mis dedos, sobre todo de este inquieto índice, que se desliza indeciso entre la «A» de amor, hasta la «M» seguida de otra eme, –mayúscula igualmente– en mi lista de contactos, sobre la pantalla de mi móvil.

8:41 A.M. ¿Será que no viene? Es posible, aunque Rodrigo me confirmó el viernes pasado con contundencia que Mariana sí o sí, lo haría. Once minutos de retraso no es mucho en ella, pero se me han hecho muy largos. ¡Vendrá! De hecho ella fue quien lo buscó en el concesionario, supuestamente por un ruido inidentificable en su Audi y con esa peregrina excusa logró hablar con él, de mí.

Ella fue quien lo planteó, casi que le suplicó a mi amigo contactarme y servir de enlace entre los dos. Respetuosamente Rodrigo le indicó que recurrir a él como Celestina, ni estaba entre sus oficios y por supuesto no era de su predilección, pero que ya vería que podría conseguir de mí, si llegado el caso lograra ubicarme.

Una promesa que tras varias llamadas y más de uno de sus consejos, consiguió finalmente ablandar mí endurecido corazón y que aceptara hablar con ella, –lo reconozco, casi a regañadientes– para aclarar lo sucedido.

— ¡Escúchala! Dale la oportunidad de explicarse, si hay solución cogerla al vuelo, pero si no fuera posible romper el muro que los separa, que cada uno tome su rumbo en paz. —Me lo dijo al comienzo, cuando ni por asomo yo lo consentía.

Y me lo repitió en nuestra última conversación, cuando doblegado ante la evidencia… ¡Acepté reencontrarnos!

—Ya lo sabes todo Camilo, aunque tu mujer piense que no estas al tanto de lo que hizo. Y sin embargo, no lograras la paz que ansías si no hallas en sus palabras, –al dejarle hablar– la respuesta a ese gran interrogante que a los que alguna vez hemos sido traicionados, no nos deja conciliar el sueño… ¿Por qué a mí?¿Dónde te fallé? — ¡Otro herido en combate! recuerdo que pensé con amargura.

—Camilo, amigo mío, por experiencia te digo esto: «La verdad solo tiene una faz, aunque con mil mentiras se trate de restaurarla con varias caras». —Guardó silencio por breves segundos. Escuché como Rodrigo suspiró hondamente y prosiguió…

— ¡Sinceridad! Mi querido amigo, esa es la palabra clave que debes de ubicar entre sus razones, para que puedas decidir si perdonas el daño que te hizo. ¡Olvidar!... Es otra parte para resolver en esta ecuación, que más adelante tú y solo tú, deberás con calma despejar de tu cabeza. Y de ahí para adelante, lo que se venga será ya una decisión consensuada, entre el corazón y la razón; el de tu esposa primero que todo, de ti, principalmente y si aún se siguen amando… ¡De los dos!

Y acepté encontrarme con Mariana nuevamente, pero lejos de todos. De su familia y la mía, igual que de nuestros conocidos; por supuesto de Eduardo, mi ex amigo y obviamente de su presuntuoso amante. Una reunión incomoda, es cierto. Pero necesaria para los dos y especialmente aquí… ¡En mi terreno!

8:55 A.M. Esta espera y la incertidumbre que conlleva, es insoportable. Llevo bebidas dos tazas de café y cada una acompañada por su respectivo cigarrillo, así que mejor voy a cambiarme de ropa y continúo con lo que me falta por hacer en la piscina.

Dentro de un rato deben estar por bajar a tomar el sol, los dos únicos huéspedes que quedan, –por cierto, muy amigos de William– y es mejor que la encuentren limpia y aspirada. Han pagado muy bien y puntual su estadía, que ya va para dos meses.

La verdad estoy muy molesto y profundamente decepcionado, es que tanto afán para que se produjera este encuentro y nada. Ya quisieran algunos mofarse de mi infantil nerviosismo y apresurado salir anoche de compras, y hoy muy temprano verme reflejado ante el espejo del armario, estrenando camisa manga larga y pantalón 3/4 al estilo Capri, para que Mariana no me encontrara mal vestido y yo, demostrarle que estaba bien sin ella y mejorando día tras día; luciéndome finalmente al caminar en frente suyo con estas zapatillas de tela que por la marca, casi me dejo un riñón en una de las tiendas de Fuerte Rif, en lugar del cómodo caucho de mis chanclas.

Pero como lo prometí, debo mantener la calma. Es solo que la impuntualidad me saca de casillas y ese mal hábito que detesto de las personas, por amor siempre se lo perdoné a Mariana.

***

¡Nadie contesta! ¿Será que se cansó y no me esperó? ¡Pero alguien debe estar hospedado!

Respiro profundamente y me froto las manos. Mientras divago en mis pensamientos, escucho el correr de la tranca metálica y el girar del cilindro en la cerradura. Se abre la puerta por completo, sin preguntas. ¡Me esperaba! Y recibo un cariñoso y fuerte abrazo. No es Camilo, que ilusa. Pero igual siento una inmensa alegría.

— ¡Mi niñaaa! Mi Dushi hermosa, que alegría de verla. —Y tras sus palabras de recibimiento, Kayra me estampa dos sonoros besos, uno por mejilla y sus ojazos negros brillantes por la húmeda dicha de verme de nuevo, revisan mi anatomía; me hace girar trescientos sesenta grados tomándome de la mano, para comprobar tal vez, que me encuentre sana y salva.

— ¡Ohh mi preciosa Kayra! Gracias, muchas gracias. A mi tambien me da gusto verte. ¿Sabes? Te veo muy bien. Eso debe ser que Kenley te mantiene muy bien atendida, jajaja.

Y aquella mujer que ha servido como cuidadora, cocinera, mucama, guía turística en nuestros primeros días y por poco casi mi madre aquí en la isla, agita frente a mí, las palmas blancas de sus dos manos, negando mi suposición.

— ¡Que va mi niña! Ese hombre no me sirve sino para darme dolores de cabeza y una que otra serenata cada vez que quiere pedirme perdón y que lo deje entrar en la casa para sobarme las tetas y apretarme el culo. ¡Claro! Después de perderse tres días los fines de semana con sus amigotes, esos con los que se la pasa dizque cantando en las calles del mercado flotante o en alguna de las playas, sobre todo esa de Mambo Beach. Coqueteándole a las turistas monas y cree que nadie me lo cuenta. Y cuando le estiro la mano, ni un florín pone para la comida. Un vago que me sirve de vez en cuando para el catre. —Me sigo riendo con mi mano cubriendo la boca y ahora soy yo quien le da un abrazo.

—Pero siga mi niña, siga y me acompaña a la cocina que estoy terminando de preparar la limonada para ofrecerle en el desayuno a los huéspedes. —Y Kayra tomándome del antebrazo se hace con mi frágil humanidad ante su corpulencia y me lleva con ella al interior de la casa.

En la entrada observo que no hay vehículos en el parqueadero. Solo la cuatrimoto de William y por supuesto la vieja Vespa amarilla de Kayra. Dentro en el recibidor recorro los espacios con la vista. El gran salón con sus muebles antiguos forrados en terciopelo antes granate, ahora son color arena. El viejo reloj de pesas sigue ocupando su lugar. Los porcelanatos del piso resplandecen con los rayos de sol, que burlones, se cuelan al vaivén de los visillos que son agitados por la brisa, al estar las ventanas completamente abiertas a mi izquierda.

Cortinas en verde aguamarina que cortan muy bien con las blancuras de los velos, tan nuevas y diferentes al color mandarina de las pasadas. Los mismos altos jarrones de porcelana, de a uno entre cada espacio de los tres ventanales. Verbenas y Geranios en dos de ellos. Petunias y Boca de Dragón en el otro.

Paso mis dedos sobre la superficie lustrada de las mesitas isabelinas, sin dejar huella. Todo limpio y ordenado, un ligero aroma a canela flota en el ambiente y me siento rara, como desactualizada o quizá desubicada de la que no hace tanto, tambien era mi casa.

—Señora Melissa. ¿Desea un juguito de mango o mejor una limonada?… Señoraaa… ¡Jajaja! —Un chasquido de dedos me sobresalta.

—Mi pequeña beba, aterriza ya. —Escucho la voz de Kayra, primero lejana y luego más nítida cuando me concentro en el lugar de donde provienen.

—Oops, lo siento mucho, es que me elevé mirando cómo está de cambiado todo. —Le contesto.

Entre tanto voy acercándome a la puerta que da acceso a la cocina. Este espacio tiene salida hacia el patio trasero donde situamos en su momento, la zona de relax. Y por la rectangular ventana, lo veo. ¡Por fin lo veo! La respiración se me acelera, sin que por ello sea suficiente el aire que sale y entra en mis pulmones.

Esta de espaldas limpiando la piscina. Me tiemblan las piernas, me palpita el corazón en desbocada carrera; siento como aletean mil mariposas en mi estómago y mi sudor ahora es una mezcla, entre el calor que arrastra esta mañana y un medroso escalofrió, por los nervios. Por fin, Dios mío. ¡Finalmente lo tengo cerca!

—Hummm, mi pequeña… Esa mirada me dice que prefiere más un abrazo de su hombre para calmar la sed de su alma, que este vaso de limonada para su garganta. —Levanta el envase de vidrio en frente mío. Yo callada, pensativa, seria en exceso.

Sí, Kayra con la sabiduría que dan sus sesenta años, parece leer mi mente y mis gestos de melancolía. Necesito un momento para respirar y serenar mis nervios, conteniendo mis ganas de llorar. ¿De felicidad? O… ¿Remordimiento?

—El joven Camilo no habla mucho, –coloca con suavidad su ancha mano sobre mi hombro derecho– pero le he visto muchas veces con la misma mirada que tiene usted ahora al verlo. Se sienta allá, en los escalones de madera a la entrada de la cabaña y se eleva, estando aquí su cuerpo, los recuerdos lo regresan flotando a donde se había quedado usted. —No puedo dejar de verlo e imaginar el tormento por el que mi esposo ha pasado. Y me quiebro, finalmente lloro.

— ¡Se aman y se añoran! La diferencia Dushi querida, es que él aún no la tiene cerca y tan solo se ha mantenido con su imagen en el recuerdo, y le he notado las ganas de poder abrazarla, pero las caricias no se le sostienen en el aire. En cambio usted ahora lo tiene allí, al frente. Vaya y aproveche. ¡Abrace a su hombre, a la persona que ama!

— ¡Es verdad! Pero… ¿Querrá? —Con el dorso de mi mano izquierda y sin soltar la bolsa, limpio la humedad en mis mejillas y doy un paso hacia la salida.

—Mi niña, espere y le lleva una jarra de limonada que el joven debe tener sed y más que le va a dar, cuando la vea. —Levanto frente a Kayra los brazos y en cada mano una bolsa. Me entiende y se sonríe, arqueando las cejas y frunciendo el ceño.

—Está bien, yo se las acerco y luego los dejo. Deben tener mucho de qué hablar. Hummm ¿Me aceptaría un consejo? —Me dice mientras en una charola plástica coloca la mediana jarra y dos vasos de cristal, uno de ellos colmado. Me arrimo a ella sin abrazarla, pero tan cerca como para dejar reposar mi frente sobre su hombro, suspiro y en un hilo de voz le digo...

— ¡Por supuesto que sí!

—No sé qué ha sucedido, pero mi niña, recuerde que los hombres son así, como animalitos salvajes que con cualquier aroma de hembra en celo, la pichita se les pone inquieta. —Un corolario gracioso.

—Es normal que tropiecen y más cuando una mujer caprichosa decide enredarles la cabeza. Somos muy jodidas cuando queremos algo y ellos pensando que nos tienen encantadas con su parla y Dushi preciosa, ahí es cuando nosotras sabemos que la «juagadura» de calzones ya ha surtido efecto en ellos. ¡Jajaja! —Logra hacerme reír con ganas por el último comentario, pero es que ella no sabe que la cuestión ha sido al revés. Me separo un paso o dos y la miro con bastante vergüenza. Tal vez después pueda contarle a ella, que fui yo la que decidió con mis encantos, deslumbrar especialmente a uno y embrujar a varios más. ¡Jodiendo a mí esposo!

—Perdónele la falta mi niña, vea que hombres tan juiciosos y bien parecidos como el suyo, no se caen todos los días de los árboles. Eso usted le pringa esa «picha» con un poquito de jabón y alcohol desinfectante, se lo refriega muy bien con estropajo, ojalá y… Le queda como nuevo. ¡Listo para usarlo hasta sacarle ampollas! Jajaja. —Se carcajea, al igual que yo por sus ocurrencias y me empuja con el borde de la bandeja para echarme a andar hacia el exterior de la cocina, acercándome a él, mientras un raro temblorcito estremece mis piernas.

Camilo no me ha visto aun, sigue ocupado en el vaivén de su labor y no escucha que nos acercamos por detrás de él. ¡Dios mío, dame fuerzas! No sé ni cómo saludarlo ni por dónde empezar. Pero en esas, es que Kayra con su acostumbrada desfachatez, se me adelanta lanzándome al vacío sin previo aviso, junto a mi marido.

— ¡Señorito Camilo! Mire lo que le traje para calmar su sed. Y… ¡Lo que Nuestro Santísimo Señor, le envió!

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