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La magia de la Navidad
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Tiempo de lectura: 6 minutos

"Esta mañana mi polla está hambrienta", le dije a mi esposa cuando desayunábamos en la cocina; "Le diste de comer anoche", replicó mi esposa. Yo, vestido con una bata, sin nada debajo, sentado en una silla de anea cómodamente, pinzando mi taza de café por el asa para sorber, la miré. Mi esposa, también sentada, ataviada con un camisón de tela muy transparente que dejaba entrever el color moreno de sus pezones, sonrió. "Hazme otra paja", pedí. Mi esposa se levantó de la silla y se colocó detrás de mí; metió el brazo derecho bajo el faldón de mi bata y agarró mi polla con la mano: comenzó a masturbarme. La calentura de su mano me excitaba más si cabe. Mientras yo jadeaba ansioso por correrme, mi esposa me susurraba al oído cosas cariñosas del tipo: "Oh, cariño, me gusta tanto tu polla", "Oh, amor, sí, vente, córrete". Derramé mi semen.

Esta noche es la cena de Nochebuena, y aquí tenemos a este matrimonio, Paula y José, entretenido en la cocina con sus cositas sexuales. Paula tendrá que ir al mercado para hacer las compras; a José le ha tocado la limpieza. Pronto ambos se visten, de calle una, de faena el otro, y comienzan sus obligaciones.

"Oy, mi marido, qué pesado es con las pajitas…, un día de estos lo voy a mandar a tomar por culo…, pajéate tú, hermoso…, que no eres manco", iba pensando Paula durante el trayecto al mercado. Como tenía poco dinero, Paula se había vestido para la ocasión. Ella, que era mujer entradita en carnes, treintañera y de buen ver, se había calzado unas botas de media caña sobre unas medias de malla; se había puesto una falda corta negra, por la mitad de los muslos y se había puesto una sudadera amarilla con cremallera por supuesto sin sujetador, para que le flotasen las tetas. Entró al mercado como mascarón de proa de un galeón que surca los océanos y le abrieron paso sin dificultades. Nada más verla el carnicero, gritó: "Paula". Paula se acercó. "Hola, Jorge", dijo con un toque seductor; "Ven, Paula, vente a la trastienda, que tengo algo bueno para ti", dijo el carnicero salivando; "Uy, tengo mucha prisa", objetó Paula; "Bah, tardaremos poco". Paula entró a la trastienda con el carnicero; este bajó inmediatamente la persiana. "Paula, Paulita, qué ganas tenía de verte, ven, chiquilla, ven, ponte cómoda, quítate la falda, ven, así, ponte en pompa ahí, apóyate en mi mesa de trabajo…, así, ough, oohh, oohh, oohh, cómo me pones niña, oohh, uf, uf, ough, ooohhh".

"Toma, el pavo que me pediste, muchas gracias, Paula".

La vio el frutero. "¡Paula!". Aquí no hubo trastienda. Paula, agachada bajo el mostrador se la mamaba mientras él despachaba. Cuando acabó, se levantó de sopetón, dándose de bruces con su vecina Carmencita que se llevaba un manojo de plátanos. La vecina la miró, arrancó un plátano y se lo metió y se lo sacó de la boca sin pelar a la vez que guiñaba un ojo. Paula se fue de allí con la cesta llena de piñas, mangos, aguacates…

El pescadero era un viejete que apenas tenía fuerzas como para atender su negocio, en el cual además se encontraba su mujer. Paula se sacó disimuladamente una teta de la sudadera y se la mostró subiéndosela con una mano: al menos un par de besugos cayeron en la bolsa subrepticiamente.

Y con la bolsa cargada de alimentos salió Paula del mercado.

Veamos que ha hecho José.

José, indolente y vago como era además de esmirriado, subió al piso de arriba a ver si alguna de las estudiantes que allí vivía le podían hacer el trabajo a cambio de unas cervezas u otra bebida alcohólica que se terciara. Pegó al timbre. A los cinco minutos abrieron. La que abrió se llamaba Constanza, una muchacha alta con las piernas bronceadas, una cintura fina y unas tetas picudas que desafiaban la gravedad. "Ah, hola, José, qué quieres", preguntó Constanza, que llevaba puesta una camisola larguísima e iba muy despeinada. "Necesito vuestra ayuda", dijo José; "José, estoy sola…, y, en estos momentos, muy ocupada…"; "¿Quién es?", preguntó una voz desde dentro; "Un vecino", gritó Constanza; "Dile que entre", pidió la voz; "Entra", dijo Constanza, girando sobre sus talones, "y cierra la puerta". José entró y caminó detrás de Constanza, que se iba sacando la camisola por la cabeza quedándose completamente desnuda delante de él. "Entra", repitió Constanza señalando la puerta de un dormitorio. José entró. Lo que vio lo dejó boquiabierto. Vio a dos muchachos desnudos sobre una cama de matrimonio que se masajeaban las pollas muy empalmadas; vio que Constanza se colocaba a gatas entre ambos: vio que uno de los muchachos se le ponía debajo y le metía la polla en el coño entretanto el otro se posicionaba de rodillas detrás de ella y también se la metía, pero por el culo. "Eh, tú, ven, hay sitio ahí delante". Se refería el muchacho a la cabeza de Constanza. José se quitó el pantalón y los zapatos y expuso su pubis a Constanza. Esta tomó su polla con cuidado y se la metió en la boca. De este modo estuvieron más de un cuarto de hora: el de debajo subiendo y bajando sus caderas con energía; el de atrás bombeando con fuerza y José con la polla tiesa dentro de la boca de Constanza que gemía y suspiraba en sordina. José vio entonces que el de atrás la sacaba, y, como si fuese una señal, una orden, el de abajo paraba: él, en consecuencia, la sacó. Inmediatamente, Constanza se tumbó de espaldas sobre el colchón y, uno por uno, todos se masturbaron sobre ella, sobre sus tetas y su cara, salpicándola de semen mientras rugían de placer.

Más tarde, los cuatro socios a las órdenes de la socia, irrumpieron en la casa de Paula y José y la dejaron como los chorros del oro.

Al tiempo que José olfateaba el olor a asado y a guiso que salía de la cocina, donde Paula se esmeraba con los ingredientes, este, tumbado en la cama, pensaba en la venidera cena de Nochebuena. Habría invitados, eso por descontado. Si nadie faltaba, vendrían: el hermano de Paula, Gustavo, un funcionario insolente y adiposo, soltero sin solución; la hermana de José, Conchi, tan esmirriada como el propio José pero con un encanto natural y una inteligencia que le habían servido para enamorar a su marido, David, un próspero informático. También vendría Regina, esa amiga de la infancia de Paula: mujer regordeta con un culo impresionante y unas tetas enormes, frondosas y redondas que bien podrían entretener a cualquier macho alfa que se le acercase. Posiblemente también vendría Rafael, el comisionista al que Paula recurrió para que les concedieran la hipoteca del piso que ahora habitan. José había pensado desde el principio que Paula y Rafael se entendían hasta que, una noche, por casualidad, lo vio en un bar de ambiente, descubriendo que era gay.

José pensaba: "Otra vez tendré que oír al pesado de Gustavo elogiando a su hermanita, criticando que ella se haya casado conmigo…, qué se pensaba, que iba a estar toda la vida viviendo con él…, seguro que habría querido hasta follársela, menudo pervertido…, y mi hermana, esa mosquita muerta…, su marido sí me cae bien, y Regina, vaya mujer Regina…, es extraño que aún no haya encontrado marido…, en cuanto a Rafael…, no vendrá, él es de otro clima".

Llegaron los invitados. "Qué limpia tenéis la casa", era el comentario generalizado. "José, que es muy apañao", decía Paula y José ocultaba una sonrisa. A las diez de la noche solo faltaba Rafael. Una llamada telefónica nos confirmó que no vendría; así que comenzamos a zamparnos los suculentos manjares. Gustavo daba la brasa con la política mientras cenábamos: David tuvo que pararle los pies exhibiendo un montón de datos sobre economía que Gustavo desconocía. Regina reía las ocurrencias de mi esposa, qué estaba más graciosa conforme más vino trasegaba. Cada vez que Regina reía, sus floridas tetas hacían un estropicio en el mantel, derribando copas y desplazando platos. Y Paula se reía. Y Regina, progresivamente más achispada, también, mucho. Yo hablé de fútbol con mi hermana, ya que ambos éramos aficionados a mismo equipo, el Málaga C. F. Después de los postres, continuaron las copas con líquidos de muy alta graduación. Después todo era nubloso. Y después llegó Santa Claus, y la magia de la Navidad.

Por la mañana temprano me desperecé con mi polla aprisionada entre las tetas de Regina. Yo estaba tumbado en el sofá con el pantalón bajado y ella estaba sobre mí completamente desnuda. En escorzo vi su cabeza, su espalda, su hermoso culo, incluso los talones de sus pies, que apoyaba en el reposabrazos. "Mmm, humm, mmm", soltaba Regina, friccionando mi polla con su carne y chupándola alternativamente. "Regina", murmuré, "¿qué haces, mujer?"; "Tú qué crees", dijo ella parando unos segundos sus mimos; luego pidió: "Córrete", y continuó: "Mmm, humm, mmm". "Aahh, Regina, oohh, sí, me corro, ough, ooohhh". Ella se quedó dormida con mi semen en su boca, yo también me dormí.

Sería ya mediodía cuando desperté del todo. Regina seguía dormida. Ladeé mi cabeza hacia el lado contrario al del respaldo y contemplé el saloncito. Me extrañó verlo tan ordenado, puesto que todavía tenía en mi mente la comilona y posterior acumulación de libaciones. Noté que Regina despertó. La así por las axilas y, a la vez que yo me sentaba, la senté. "Buenos días, amorcito, Feliz Navidad", me dijo. Me quedé desorientado mirando su cara, y por supuesto, su cuerpazo. "¿Y Paula?", pregunté; "Se fue con su marido después de cenar, ¿no lo recuerdas?"; "Pe-pero… yo soy su marido"; "Ja ja ja", río Regina, "qué gracioso eres". Me levanté y fui al dormitorio de matrimonio; abrí el armario: la ropa de Paula no estaba, en cambio vi modelos que no me sonaban de nada. "¿Estás mirando qué ponerte para salir?", preguntó Regina detrás mía, "espera, yo te lo elijo…, una buena esposa tiene que saber vestir a su marido".

"Una buena esposa", había dicho Regina. José no supo cómo tomarse aquello. "Para", dijo. Regina se paró. Y sonaron unas etéreas campanitas.

Si el cambio había sido a mejor el tiempo lo dirá. Sí observamos que a Regina le gusta el sexo. "Vamos, fóllame, José". Y abierta de piernas Regina recibe a su semental con una sonrisa de oreja a oreja; resopla Regina, grita Regina, mientras la polla entra y sale de su coño completamente empapada de flujos. "Regina, querida", suelta José envuelto en el placer del acto conyugal, envuelto por la generosa carne de Regina que se le pega a la piel sudorosa como mantequilla. El coito perfecto. La eyaculación de él sincronizada al clímax de ella. El semen curativo. El semen productivo.

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