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Más azúcar

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No es que yo sea un semental; de hecho, no lo soy: no tengo edad para eso. Ya en mi madurez, si de algo presumo, es de tener sólo una bala en mi revolver, eso sí, una certera bala: nunca falla. Pero aquel día, en fin..., tuve un buen día. Siempre me levanto más allá de las once de la mañana. Me ducho, desayuno, reviso las poesías que escribí de madrugada..., sí, soy poeta. A lo que iba; aquel día de otoño me sentía pletórico, dispuesto a darlo todo de mí. Quizá fue el exceso de azúcar que consumí: una tarta de manzana, un tocino de cielo, un tiramisú y las cinco cucharadas que añado al café. A eso de las doce, mediodía, me telefoneó Cristina, una mujer que había conocido durante una exposición de mi amigo Peláez, el pintor. Hablamos en esa ocasión de arte, y salieron a colación mis poesías. Se mostró muy interesada; también sé que le agradé, y ya sabía de antemano, por mi amigo Peláez, que era una alegre viuda. Así que, como, entre otras cosas, es decir, algunas frases que revelaban su carencia, y por tanto necesidad de polla, me dijo su dirección, bajé a la calle, tomé un autobús y me dirigí a su casa.

Toqué al timbre de Cristina. Habíamos quedado para hablar: ella quería saber más acerca de escribir poesías y, yo debía aconsejarla. No sé qué consejos podría darle: en definitiva, la lírica se caracteriza por la libertad que otorga al creador. En fin, supuse que era una excusa, como cualquier otra, para estar a solas conmigo. Por descontado, a mí Cristina me gustaba mucho, por eso no dudé en aceptar su invitación. Cristina era una mujer madura, ya en la cincuentena, sin embargo conservaba una bonita figura, y, desde luego, sus perfectas tetas, su apretado culo eran toda una tentación.

Cristina abrió la puerta: "Hola, Carlos", me saludó, "entra, entra". Entré. La casa de Cristina era grande y elegante, se notaba que gozaba de un buen nivel de vida; no como yo: poeta bohemio. "Hola, Cristina", dije, y le planté un beso en los labios. "Ay, qué haces, atrevido", Cristina rio. Fuimos a un saloncito, sencillo, donde había un sofá chaise longue, una tele, y una estantería con libros. "Espérame aquí, me pondré cómoda", me pidió Cristina. Me había recibido vestida con un pantalón vaquero y una blusa, seguramente lo que usaría en su oficina, aunque calzaba chanclas playeras. Me senté en el sofá. Encendí un cigarrillo: entendí que ahí se fumaba a ver en un anaquel un cenicero con colillas.

A los pocos minutos, Cristina volvió vestida con un estampado kimono playero semitransparente, que iba cerrado con un nudo a la altura de su ombligo. ¿Llevaba ropa interior? Las braguitas. Cristina se sentó a mi lado. Me preguntó por las décimas, mi especialidad. Yo hablé, hablé. Ella oyó, oyó. Hasta que, en fin, me harté de hablar y metí una mano por el escote de su kimono y le agarré una teta. "Carlos", dijo ella antes de sujetarme la cabeza por la nuca y abrazarse a mí. La besé. Mordí sus labios. Acaricié su lengua con mi lengua. Ella respiraba fuerte, excitada. Me empujó, me tumbó de espaldas en el sofá. Se sacó el kimono por los brazos. Me sacó la polla del pantalón por la portañuela. Apartó unos centímetros la telita de sus braguitas, y se metió mi polla en su coño. "Ah", suspiró. Cristina comenzó a botar sobre mí, montándome. Sus pezones tocaban mi cara en un continuo vaivén; a veces, conseguía atrapar uno entre mis labios y lo chupaba. "A-ah, Carlos, muerde, muérdeme las tetas", me ordenó Cristina. Yo la atraje hacia mi, abrazando su espalda, y metí mi cara en la canal, salivando, chupando. Me corrí dentro de su coño mientras ella gritaba de placer.

Fóllame alegre viuda;

háblame, sedúceme, rompe el hielo;

llámame que yo acuda

para ser tu consuelo.

Métete mi polla, móntame a pelo.

Cuando salí de casa de Cristina era casi la hora de almorzar. Paré frente un italiano y miré el atril donde se exponía su carta. Me llamó la atención una pizza que preparaban a base de tomate natural; además era económico, así que entré. Una camarera jovencísima, alta, morena, de piernas largas y fuertes como columnas, cintura fina, tetas grandes y firmes y mirada aterciopelada, me acomodó en una mesa para dos personas. Le dije que no se molestase en traerme la carta pues ya sabía lo que quería. "¿Y de beber?", me preguntó con su melodiosa voz, plena del espíritu de una tierra mitad selvática mitad montañosa. Pedí mi bebida: coca cola: más azúcar.

Cuando terminé de devorar la pizza, pedí café, solo, con hielo.... y dos sobrecillos de azúcar. Más. Entre tanto venía el café, tomé una servilleta y comencé a escribir. Vino la camarera. Vio mi escritura cuando posaba el platillo en la mesa. "Escribes", dijo; "Sí", dije alzando el rostro; "Poesía", dijo; "Sí", repetí. Se fue. Pedí la cuenta. La camarera la trajo. Me miró. Miró a su jefe, que vigilaba. Se inclinó, y junto a mí oreja dijo: "Me pirran los poetas". "¡Rocío!", avisó en alta voz el jefe. Pero antes de irse me dijo: "Salgo en veinte minutos". La esperé. Fuimos a su habitación, en un piso que compartía con otros compatriotas suyos, pero que no estaban pues habían partido a la vendimia.

Rocío se quitó el uniforme. Después, el sujetador. Luego, las bragas. Nos acostamos, desnudos. Nos besamos, nos acariciamos. "Carlos, tengo ganas de tu polla", me dijo. Y se sumergió bajo la sábana. Yo sentí la humedad de su boca primero en mi prepucio, luego en el glande. Mi polla se hinchó. Rocío terminó por metérsela en la boca entera, su lengua acariciaba mi tronco. Mi placer iba creciendo a cada vaivén de su cabeza. Iba a explotar. "Rocío, me voy a correr", avisé. Ella alzó sus ojos, dejó libre su boca y dijo: "Córrete". Después siguió mamando. "Oh, oh, Rocío, oh". Me sentía bien, confiado en que mi corrida la satisfaría: sería de campeonato. Retardé mi clímax todo lo posible, mirando mi polla entrando y saliendo de los dulces labios de Rocío, cómo algo tan rudo conquistaba un espacio tan bello. "Ya viene, Rocío", ronqué. Ella gimió. Un borbotón de semen inundó su boca. Pero mi éxtasis no terminó hasta que Rocío no terminó de lamer todo lo sobrante que había quedado pegado al tronco, al vello púbico, a los huevos. "Ooh, Rocío, qué me haces, oohh", susurré de placer. Ella levantó su cabeza y me miró con ojos tiernos: mi semen le manchaba la comisura de los labios, la barbilla. "¡Te ha gustado, eh!, hazme una poesía", pidió mientras se relamía como una niña tras sorber un helado.

Hazme una gran mamada;

saborea, paladea el grueso cipote;

que suene tu chupada,

mi mano en tu cogote.

Así así, no te pares, date un lote.

Regresé a mi casa. Entré. Dije: "Hola".

María se puso a caminar delante de mí. Iba de un lado a otro del saloncito, con los brazos cruzados sobre sus tetas. Sus chanclas negras; el chancleteo, ese palmear de la planta de sus desnudos pies contra la goma, me excitaba. La falda de su vestido largo barría el suelo sin fregar. Yo la miraba, embobado, de pie, frente al televisor apagado: era de noche y había poco que ver. María. Tan juvenil, tan llena de vitalidad. Su cuerpo, voluptuosamente tierno, limpio, suave, como si nunca hubiese sufrido ese desgaste que a todos nos acontece con la edad; y eso que ella estaba en la treintena. Por eso la elegí a ella entre muchas, por eso.

Y yo, casi doblándole la edad... "Carlos", me dijo, "vengo de trabajar y no estás". Soltó un bufido: "Uff". "Carlos", continuó, "¿lo has hecho con otras, antes de ahora, hoy?, dime la verdad"; "Te juro que no", mentí. Yo la deseaba, quería follarla. Me acerqué y la sujeté por la cintura con ambas manos. La besé. Ella suspiró. Entonces fue ella la que me besó, metiéndome la lengua en la boca, salvaje. Pasé la palma de la mano sobre su falda, palpando la tela: le acaricié el coño. Ella volvió a suspirar. La levanté del suelo con mis brazos, pasé mi brazo por debajo de sus rodillas y, en volandas, acunada, apoyada su cabeza en mi pecho, la transporté al dormitorio, a nuestra cama. Le di un sonoro beso en la frente, alcé la falda de su vestido hasta el ombligo, le saqué las bragas por los pies y la penetré totalmente empalmado. Ah, María, mi esposa.

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