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Masajes de aficionado a un campeón de natación (parte 1)

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A Lautaro lo conocí en la pileta cubierta del club, cuando yo estaba realizando rehabilitación con natación. Compartíamos el entrenador, ya que él se estaba preparando para calificar a unos juegos panamericanos de la juventud. Cuando lo vi por primera vez, me deslumbró, enfundado en un slip de competición rojo bien ceñido a su cuerpo de efebo, su rostro aniñado pero varonil, pelo bien corto negro, pestañas arqueadas, ojos oscuros y vivaces, nariz corta y fina, labios finos pero delineados, actitud desenfadada y algo exhibicionista. Llegó a última hora, cuando yo estaba por la mitad de mis actividades, descansando apoyado en la pared del borde de la pileta y desde ese momento no pude sacarle los ojos de encima. El entrenador le dio algunas indicaciones, se arrojó al agua e hizo varios largos para precalentar, antes de iniciar las verdaderas prácticas en estilo libre. Cada vez que pasaba ante mí por su andarivel, me daba un sofocón y ya me había provocado una erección. El entrenador me sacó de mi letargo de admiración pidiéndome que reiniciara mis ejercicios, así que no tuve más remedio que seguir en lo mío. Más de una hora después, él terminó su entrenamiento y salió de la pileta cerca del costado donde estaba yo, dejándome admirar bien su hermoso trasero al impulsarse por encima del borde. El entrenador comenzó a darle indicaciones mientras él se secaba con un toallón y yo no podía dejar de mirarlo al tiempo que me iba a los vestuarios a bañarme y vestirme. Alargué lo más que pude mi ducha para poder verlo desnudo a mi lado o frente a mí, pero la charla fue más larga de lo pensado, así que salí y me fui secando sobre un banco mirando hacia la puerta, hasta que él entró bastante enojado. Arrojó su toalla a la punta del banco más allá de donde yo estaba sentado y abrió su armario para buscar algo que no encontró.

-¡Todo mal!

Le pregunté si podía ayudarlo en algo y me dijo que había olvidado traer jabón y champú.

-Te puedo prestar gel de baño y un sachet de champú que me sobran.

-Sí, gracias, me dijo con una sonrisa de ensueño. Al fin se me da una.

-¿Qué te pasó? ¿Te retó el entrenador?

-Me dijo que tenía que entrenar más si quería llegar a los panamericanos, me contó mientras se sacaba el slip rojo y me permitía admirar su pelvis depilado, su pija morcillona, circuncisa y sus huevos lampiños o tal vez depilados también.

Balbuceando, le alcancé las cosas de aseo, tratando de mirarlo a los ojos y no desviar la vista hacia abajo. Me agradeció y fue a mirarse en el espejo, de frente, de perfil y de atrás, como si estuviese ante una vidriera, con absoluto desparpajo.

-No te preocupes, que estás bien, se me escapó decirle.

Me volvió a sonreír y fue a las duchas. Me contuve de ir a observarlo mientras se bañaba y me fui vistiendo lentamente. Al poco rato reapareció, chorreando agua y acercándose a mí para devolverme el gel y el champú, mostrando sus atributos a treinta centímetros de mi cara y sonriendo nuevamente agradecido.

Le dije que estaba a su disposición en lo que pudiese ayudarlo y que me parecía un gran nadador, como si supiese de qué se trataba. Sin dejar de sonreírme, fue de nuevo a mirarse en el espejo mientras se secaba por delante y por detrás, y yo absolutamente embobado lo seguía mirando. Así seguimos hasta que terminó de vestirse y pude volver en mí para retirarme de los vestidores y el club junto a él. Nos saludamos dándonos la mano y cada uno fue por su camino.

Fui acomodando mis horarios de rehabilitación y ejercicios a los de su entrenamiento, hasta que un día llegó más tarde de lo habitual y el entrenador le echó una flor de bronca. Yo lo miraba desde el borde de la piscina, sobre todo porque Lautaro calzaba un slip color turquesa, muy clarito, que resaltaba aún más las formas que apenas ocultaba. Se arrojó al agua y nadó por el andarivel más próximo a mí, haciendo varios largos furiosamente.

El entrenador se acercó a mí y me pidió si le podía dar una mano para cronometrar los tiempos de Lautaro porque él tenía un compromiso y debía retirarse, a lo que accedí con mucho gusto. Me dijo que no lo dejara abandonar la pileta hasta no superar una cierta marca y que me dejaba las llaves de los vestidores y la puerta del club, pues también el portero se había retirado ya.

Cuando quedamos solos, salí de la pileta para secarme y cubrirme con la toalla para tapar mi erección y Lautaro se acercó a preguntarme adónde había ido el entrenador. Le conté todo y le dije que, si no le parecía mal, yo lo podría cronometrar, pero que él debía superar determinada marca para terminar el entrenamiento. No le gustó nada la situación, pero empezó a practicar con más furia aún.

Yo le tomaba el tiempo yendo y viniendo por el costado de la pileta y le gritaba:

-¡Dale, Lauti! ¡Dale que podés! ¡Vamos campeón! ¡Dale con todo que llegás!

Y cosas por el estilo para alentarlo a superarse. Luego de varios intentos alcanzó la marca estipulada, pero no se lo dije y lo insté a que lo hiciera más rápido. En otros cuatro intentos, tres veces más la superó con mis gritos de aliento y su furia, y recién ahí le grité que lo había logrado.

-¡Grande, campeón! ¡Vamos Lauti carajo!

Lautaro parecía agotado cuando le dio un fuerte calambre volviendo hacia el extremo de la pileta donde yo estaba. Lo vi contorsionarse por el dolor y no vacilé en arrojarme para ayudarlo. Lo tomé de un brazo y le dije que se apoyara en mí porque no sabía cómo actuar, así que le tomé el otro brazo, lo colgué sobre mi espalda, como si lo llevara a babucha y le dije que aguantara hasta que hiciéramos pie.

Sentir sus pectorales y su duro abdomen en mi espalda me provocaron un estremecimiento que casi nos hunde a los dos, pero me recompuse y me desplacé unos metros, más mal que bien, hasta que hice pie y me lo cargué a horcajadas detrás de mí. Fue peor, porque su bulto se pegó a mi culo ansioso y sentí como una descarga eléctrica.

Demoré más de lo necesario para llegar hasta la escalera y con la voz agitada, me dijo que él ya podría sostenerse en un pie, al menos dentro del agua. Lo fui soltando a desgano porque me pareció haber sentido que su pija se había endurecido un poco. Me agradeció con su sonrisa habitual, esta vez quebrada en un rictus de dolor. Me dio pena y lo tomé de la cara para decirle que había superado la marca tres veces.

-¡Sos el mejor! ¡Sos un campeón!

Casi le doy un beso en la boca, pero me contuve y le pregunté si estaba bien.

-Sí, pero me vas a tener que ayudar a subir, no me puedo impulsar, me duelen mucho los gemelos.

-Colgate de mí, como recién, que te subo por la escalera, le dije pensando en que lo iba a tener apoyado sobre mis nalgas.

-¿Vas a poder?

-Trataré, pero agarrate bien de mí con una mano.

Subimos los tres escalones con bastante esfuerzo hasta que lo pude acomodar sentado en un banco, notando cómo estaba su bulto algo empinado. Lo hice acostarse en el banco para empujarle el pie hacia abajo como hacen los futbolistas para calmar el dolor del calambre. Yo también estaba excitado y no pude evitar que mi paquete se rozara con su pantorrilla.

Para alentarlo, mientras le seguía manoseando la pierna, le conté que le había mandado una foto del cronómetro al entrenador. Lo ayudé a pararse y vi que aún le dolía la pierna.

-No tengo tanto dolor ahora, me dijo, tras algunos minutos, pero me vas a tener que sostener hasta los vestuarios.

-No hay drama, le dije, le puse su brazo sobre mi hombro y lo tomé de su estrecha cintura para ir hasta los vestidores, cubriéndolo con mi misma toalla, para tener su cuerpo más apretado al mío. Iba temblando de los nervios y me preguntó si tenía frío.

-Un poco, le mentí, pero en realidad me corrían escalofríos por la calentura que tenía. Volví a recostarlo en el banco de los vestuarios y le mandé un mensaje al entrenador para contarle la situación. Me respondió que había una crema o pomada natural para los dolores musculares en su botiquín personal y que yo se la podía aplicar masajeándole las piernas. La tomé presuroso y mientras iba hacia él lo veía como un efebo recostado en una ladera de mi Olimpo, mostrando su físico esculpido por los dioses.

-El entrenador me dijo que te pusiera esta crema para calmarte el dolor de los calambres. ¿Te podés poner boca abajo?

-Sí, dale, por favor.

Admirar su espalda perfecta y sus nalgas firmes y redondas apenas cubiertas por el slip turquesa, me pareció sublime. Le sequé bien el cuerpo, acariciándolo más de lo necesario y en algunas partes me esmeré todavía más, hasta que me arrodillé a un lado del banco y empecé a pasarle suavemente la crema por las piernas. Era una sola la que le dolía, pero no me importaba nada.

Subí y bajé mis manos con delicadeza y esmero, desde los tobillos hasta el borde de su slip y un poquito más. Dio un par de respingos y le pregunté si lo había molestado o le había hecho daño.

-No, para nada, me dijo. Seguí así, lo que pasa es que primero me da frío y después se siente tibio y cálido el contacto. ¿Sos masajista vos?

-No, le respondí.

-Porque parece que supieras muy bien hacerlo.

-Me sale natural.

-Sos naturalmente un experto.

-Gracias, pude balbucear, mientras lo seguía acariciando lentamente.

Tras unos cinco minutos le pedí que se volteara boca arriba para masajearle las piernas por adelante.

-Me parece que no puedo.

-¿Tanto te duele?

-No, casi no me duele más.

-¿Y entonces?

-Me da un poco de vergüenza, me dijo.

-¿Vos, vergüenza? Si te paseas en bolas adelante del espejo y de todos.

-De todos, no, me dijo.

Me llamó la atención su respuesta y le insistí para que se volviera. Lo hizo a desgano y descubrí el motivo. Tenía tremenda erección y con el slip turquesa, resaltaba como un mástil aprisionado.

-¡Cómo te pusiste! La debés tener durísima.

-¿Viste lo que me hiciste?

-Dejá que termine de masajearte porque si no, el entrenador se la va a agarrar conmigo.

Y me dediqué a pasarle la crema calmante de dolores musculares por las dos piernas, desde los tobillos hasta la ingle, afanándome especialmente en esa zona y siempre atreviéndome algún centímetro adentro del slip. Ya estaba muy empalmado, igual que yo y me animé a preguntarle si quería que siguiera masajeándole el pecho y los brazos.

-Se siente muy bien, me dijo casi ronroneando. Dale un poco más, por favor. Pero ahí no necesitás pasarme crema para el dolor. No hace falta, me bastan tus caricias, digo, tus manos, lo hacés muy bien.

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