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Memorias de África (III)

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Me despertó el ruido que hacía al abrirse aquella especie de puerta hecha de hojas y ramas. Entraron tres mujeres, pero sólo conocía a dos. El centro de aquel poblado se había llenado de gente, estaba oscureciendo. Las mujeres llevaban mi ropa, y otra especie de calabaza llena de agua con aquellas esponjas de musgo con las que me habían lavado antes. Empezaron a hablar conmigo como si yo las entendiera.

-¿Pero no os dais cuenta que no os entiendo? -les dije.

Me pusieron de pie con las piernas abiertas y me lavaron, pero con más parsimonia que la primera vez. Me pusieron el short y la camiseta, pero no me dieron ni el sujetador ni las bragas, supongo que lo estaban “analizando”. Como no sabían la función de cada prenda, ni la forma de ponerlas, tuve que enseñarlas. Cuando terminamos me trajeron agua para beber y unos trozos de carne cocidas al fuego que me los comí con desesperación sin preguntarme de dónde venían o de qué tipo de animal eran. Comí y bebí con ganas hasta que no pude más, y cuando las mujeres se dieron cuenta de que estaba saciada se levantaron e hicieron señas para que las siguiera.

En cuanto salí de la choza y caminé un par de pasos, todas las caras se volvieron hacia mí. Era de noche, pero el cielo estaba despejado, lleno de estrellas. Había una gran fogata en el centro de una especie de plaza. Un grupito de niños pequeños estaba separado del grupo principal jugando no sé muy bien con qué. Había bastantes cabañas parecidas a la mía, y dos mucho más grandes en uno de los lados. Me dejaron de pie junto al grupo, y las tres mujeres que me habían acompañado fueron a sentarse con el resto; me quedé quieta, observando las reacciones y siendo observada.

”Supongo que una vez que os hayáis cansado de mirarme, dejaréis que me vaya a mi celda”, pensé, pero no ocurrió nada de eso. Uno de los adultos se levantó.

Era un señor mayor, no muy alto, al que inmediatamente le adjudiqué el título de “jefe”, más que nada por las canas y el aspecto de sabio ese que dan los años, aunque confieso que podía estar equivocada. Si ya tenía a Aifon, al supuesto jefe lo bauticé como Nokia, por seguir con la dinámica de los móviles y por viejo. Dos mujeres se acercaron a mí y empezaron a desnudarme. Me quitaron la camiseta, pero me dejaron los shorts, y me dieron la vuelta para mostrarme al respetable. Un “¡oooh!” recorrió el grupo. Unos no me quitaban la vista de encima, otros hablaban entre ellos, y del grupo salió un chico que no creo que tuviera más de 20 o 21 años.

A pesar de aparentar tan joven, estaba desarrollado, unos pectorales casi definidos, espaldas anchas, y unas piernas que, a pesar de la luz tenue de la hoguera en la noche, pude ver que empezaban a coger forma de atleta. Se arrodilló delante de mí y hundió su cara en el short a la altura de mi sexo. Aquello me cogió por sorpresa, y no fui capaz de quitármelo de encima. Mordisqueó mis muslos mientras metía sus manos por debajo del short, y apretó mis nalgas con las manos. Se levantó, volvió a su sitio en el corro y el resto del grupo volvió a murmurar. El que yo suponía jefe de la tribu dio un par de palmadas y dos hombres trajeron una especie de potro de madera, sin corteza, completamente liso. Lo pusieron delante de mí y comprobé que no era muy alto, me llegaba poco más abajo del ombligo. Empecé a inquietarme, aquello no me daba buena espina. Las dos mujeres que me habían quitado la camiseta, me sujetaron por las muñecas y me tumbaron boca abajo sobre el potro de madera. No me ataron, pero no hubiera hecho falta tampoco, estaba tan atenazada por el miedo que era incapaz de moverme.

Volví a sentirme observada, abandonada y avergonzada. Una mujer cogió los shorts, me los bajó y me los quitó. Más murmullos. En aquella postura era difícil mantener las piernas cerradas, por lo que a pesar de mis esfuerzos tuve que abrirlas. Tampoco tenía una visión clara de mi alrededor, podía girar la cabeza, pero el campo de visión era limitado. Por eso cuando uno de los hombres se levantó, sólo pude seguirle con la mirada un instante nada más. Una vez que se puso detrás de mí, ya sólo me quedaba imaginar lo que podría hacer. El hombre me separó más las piernas y algunos se acercaron a mirar. Con los dos pulgares me abrió el sexo. Casi podía sentir los ojos de aquellas personas mirando fijamente mi culo y mi vagina abiertos de par en par. Sin mediar palabra, el hombre metió su dedo en mi coño, despacio al principio, pero a la tercera vez después de haberlo metido y sacado, lo hizo con más fuerza. Era incapaz de mojarme. En otro momento, hubiera gemido de placer y mi vagina se hubiera mojado, pero allí, observada, violentada, rabiosa... era incapaz.

Se levantó como decepcionado y habló a la gente. Sonaron otras dos palmadas y unas palabras que me dieron la impresión de que eran más órdenes. Estaba temblando de miedo, me imaginaba otra paliza como la esta tarde. Se acercó alguien y al girar la cabeza y forzar la mirada, pude ver al muchacho de antes. Metió su cara entre mis piernas y con su boca empezó a comerme el sexo. Lo mordisqueó suavemente, pasó su lengua a lo largo de la raja mientras sujetaba mis nalgas. La lengua se paseó por todo mi coño hasta relajarlo y llegó hasta el agujero de mi culo. Podía sentir el roce de su pelo ensortijado en mis muslos, mientras metía con ganas su lengua dentro de mi sexo. Sentí placer y mi sexo se mojó. Mis líquidos se unieron a su saliva y con su lengua no dejó de estimular mi clítoris y mojar también la entrada de mi culo. Me sentía muy extraña, placer y rabia, excitación y miedo... no pude reprimir un par de gemidos mientras aquel muchacho me comía el coño y sujetaba con fuerza mis nalgas.

Sin que nadie le dijera nada se levantó y volvió a meterse en el grupo. Volvía escuchar la voz ronca y mandona del que yo creía que era el jefe de aquella gente, el señor Nokia; otra orden y dos palmadas. Apareció Aifon y me dio la sensación de que no me iba a librar de otra paliza. ”Mejor ella que cualquier otro”, pensé.

Pero no fue así. Me cogió por los hombros y me levantó poniéndome de frente a todo el grupo. Habló al grupo mientras ponía su mano en mi sexo. Mientras hablaba sonreía y me metió su dedo en el coño. Separado de la hoguera había un pequeño montículo del terreno con hierba en la parte más alta. Había colocadas hojas de helechos. Aifon me llevo cogida de la mano y se sentó. Cuando se acomodó me hizo una seña con la mano para que fuera con ella.

-Por favor, delante de ellos no, por favor, por favor -le grité casi desesperada.

No me quedó más remedio que hacer lo que me decía sin rebelarme. Si hubiera estado a solas en la cabaña con ella me hubiera revelado, pero ahora no podía.

-Zorra de mierda, Dios... como te pases conmigo te juro que me las pagarás -le grité con rabia.

De la oscuridad sacó una varilla de madera muy fina y empezó a azotarme, pero sin fuerza... me dio la sensación de que no quería hacerme daño. Al menos lo hizo en la nalga que no me azotó por la tarde, pero eso quitó ni un ápice la rabia y la vergüenza que sentía en aquél momento. Empecé a llorar como lo hice por la tarde, pero extrañamente sentía un leve dolor mezclado con placer. Me cambió de postura, dejando todo mi pecho apoyado en sus piernas y mis rodillas en el suelo. Los azotes no eran seguidos, entre golpe y golpe se tomaba unos segundos. Aifon dejó de azotarme, me levantó y me llevó de nuevo al tronco de madera que hacía de potro. Me sentía vencida y no tenía fuerzas ni para cerrar las piernas, puede que eso fuera lo que esa hija de su madre iba buscando.

Se acercó un hombre hacia mí y se puso detrás. Me abrió un poco más las piernas, separó las nalgas y pasó su lengua por el agujero de mi culo. Luego con una mano masajeó mi raja, mientras con la otra se cogía el pene. Se masturbó hasta que aquel pene cogió un buen tamaño. Al menos tuvo la delicadeza de masturbarme un poco. Llevó su polla hasta mi sexo y rozó con la punta del glande toda mi raja. Lo pude sentir suave y caliente. Hizo un par de amagos metiendo dentro de mi raja la cabeza de su polla. Luego con un solo golpe de pelvis, la hundió en mi coño. Estaba mojada y la penetración no me dolió mucho a pesar de la violencia. Sentía aquella polla desconocida entrar y salir de mi vagina de manera rápida, seca, pero llenándome entera. Cerré los ojos y no pude reprimir los gemidos. El hombre gruñía y me sujetaba con fuerza el culo. Pareció como si antes se hubiera decepcionado al meterme el dedo y ahora mi vagina estuviera tal y como él quería. Estaba muy mojada, cada vez me excitaba más, y aquella enorme polla me estaba dando un placer que no había sentido en todo el tiempo que llevaba con aquellos salvajes. Antes de que él se corriera, yo había tenido ya un orgasmo. Quise gritar de placer, pero no pude, estaba ahogada por la posición de mi cuerpo. Sentía el vaivén, el glande en la entrada de mi sexo totalmente distendido, sus testículos golpeando mi vagina a cada embestida... Más que un grito de placer al correrse, fue como un gemidito lo que hizo aquel hombre y lo noté como frustrado cuando sacó su polla de mi sexo y se volvió a la muchedumbre.

Después de eso ya me esperaba de todo, ya me veía follada, sodomizada por todos aquellos bestias, me imaginaba con el cuerpo inundado de semen proveniente de todos aquellos penes, pero no fue eso lo que pasó. Algunas muchachas se acercaron, me levantaron del potro y mientras me acariciaban, me lavaron los muslos, el sexo y el culo. Me dejaron en mi choza acostada, cerraron la puerta y se fueron.

Fuera pude oír murmullos de gente hablando y riendo, pensé que probablemente se estaban riendo a mi costa. Ya estaban tranquilos, me habían follado, me habían arrancado un orgasmo y ya estaban tranquilos... ¡cabrones!

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