—¡Joder! —dijo Laura dando un puntapié a la papelera de plástico que tenía cerca de su escritorio.
Juan, su colega, levantó la mirada.
—¿Qué pasa? —dijo con un tono en el que no se apreciaba ni una pizca de interés.
La mujer pensó en decir algo, pero finalmente no lo hizo. Estaba demasiado ocupada releyendo el maldito email que acababa de recibir. A sus 32 años, casada con Andrés, tres menos que ella, y una niña de cuatro a su cargo, se encontraba en uno de esos momentos de horas bajas en los que tocaba apretar el culo, hacer horas extra y esperar a que su pareja, un escritor que acababa de empezar, terminase la obra que les sacaría de pobres.
Las palabras del cliente eran claras y duras. Sabía cual era el siguiente paso, levantarse de la silla acolchada e ir al despacho de su nuevo jefe. Las piernas comenzaron a temblarle y un nudo de nervios se formó en su estómago. Tragó saliva, apoyó las manos en el reposabrazos y se reincorporó no sin cierto esfuerzo. "Quizás debería beber un vaso de agua… no, mejor no, con este estado de nervios lo último que necesito es llenar la vejiga" pensó.
El despacho del nuevo encargado era luminoso y el mobiliario era de estilo moderno y minimalista. Un par de cuadros abstractos que parecían sacados de algún estudio de psicología, una mesa oscura de madera maciza y un par de sillas de metal.
Don Pedro rondaría los 50. Alto, serio, atractivo a su modo. El traje y la corbata le sentaban bien. Su voz era grave.
—Laura, siéntate por favor.
La mujer obedeció con cierto alivio. Al menos ahora no tenía que preocuparse por mantenerse de pie. Le costó un tiempo decidirse a hablar y cuando lo hizo las palabras salieron de su boca atropelladamente en una mezcla de reproches y disculpas difícil de digerir. Cuando terminó, tenía el rostro colorado y su corazón latía con fuerza.
Su jefe la miró de arriba a abajo en silencio durante unos segundos y luego habló con frialdad resumiendo la situación.
"Estás despedida".
Laura se rebeló ante esa conclusión.
"No, no es justo. Tiene que haber otra solución."
Pedro respondió y la empleada habló de nuevo; rogó e imploró, haría cualquier cosa por conservar su trabajo.
Para su sorpresa, el hombre que tenía enfrente sonrió.
—Cierra la puerta. —ordenó.
Laura obedeció tragando saliva tras echar el cerrojo.
—Este despacho está insonorizado. Te voy a contar una cosa Laura, me gustan las mujeres, me gustan mucho. Me vuelven locos sus senos y sus nalgas temblonas. Me gusta cuando me miran con deseo y cuando, cuando se encargan de, bueno, ya sabes. ¿Qué me dices? Te apetecería conservar tu trabajo… bueno, tendrías que convencerme.
Laura enrojeció violentamente. Lo que aquel hombre le pedía era demasiado. Quería a su marido, disfrutaba con él y le gustaba el sexo íntimo que practicaban los viernes, sexo lleno de confianza mutua. Lo que le pedía aquel tipo no era solo una humillación, si no una infidelidad en toda regla. El dilema era saber si estaba justificada dadas las circunstancias.
—Yo… lo que me pide… yo.
—Mira Laura, esto es una oportunidad que te doy, pero depende de ti. Si no te convence ahí tienes la puerta. Recibirás el finiquito y una carta de recomendación para encontrar otro trabajo… sé que es difícil, pero bueno, no sería el fin del mundo… es lo que hay.
La mujer pensó a toda prisa, no podía llegar a casa y decir que la habían echado, no podía complicarse la vida ahora, su hija, su marido… todos dependían de ella y…
—Esto, esto no saldría de aquí verdad…
El jefe se levantó y se acercó a la empleada. Cogió una de sus manos, levantó con la otra su mentón y mirándola a los ojos respondió.
—100% privado.
Y a continuación añadió apoyando la mano en la cabeza de Laura y empujándola hacia abajo.
—Agáchate, de cuclillas.
Luego se desabrochó los pantalones y se bajó los calzoncillos dejando su miembro a la vista de su empleada.
Laura reaccionó mecánicamente, agarró el falo entre sus manos y comenzó a masturbarlo.
—Mírame. Quiero ver tus ojos.
La mujer levantó la mirada mientras hurgaba con sus dedos el capullo. Luego abrió la boca besó el pene y metiéndolo en su boca, empezó a chuparlo. Algunas gotas de la abundante saliva, resbalaron por la comisura de sus labios y una sensación de cosquilleo recorrió su bajo vientre mientras escuchaba los entrecortados jadeos de aquel hombre.
Dos minutos bastaron para que Pedro eyaculase en el rostro de su empleada.
Luego sacó del bolsillo unos pañuelos de papel y limpió el rostro de la mujer. A continuación, eliminó como pudo el semen que había caído sobre sus huevos.
—Y ahora viene el castigo. Has sido una chica mala y mereces que el tío Pedro te de unos buenos azotes.
—Ven aquí… vamos, desnúdate, el culo al aire, eso es, sobre mis rodillas. Qué rajita más rica…
Fuera del despacho, Juan y el resto de empleados trabajaban ajenos a lo que ocurría entre su jefe y una de sus colegas, ajenos al sonido de los azotes que calentaban el trasero de Laura.