El sol aparecía y desaparecía creando sombras sobre la playa. Las conversaciones de la gente apenas se oían engullidas por el rugir del mar, por las olas rompiendo y pintando de blanco la orilla.
El tipo maduro se sentó sobre la toalla, bajo la sombrilla de flores. Llevaba gafas de sol y observaba.
A metro y medio un grupo de chicas tomaba el sol. Una de ellas, tumbada boca abajo llevaba bikini tanga. Sus nalgas morenas, de buen tamaño, se veían algo flácidas. A su lado, boca arriba, una rubia de piel blanca y con las tetitas al aire brillaba con la piel untada en crema solar. La tercera y última de pelo corto yacía boca abajo. Los codos apoyados en la toalla, cascos en las orejas y gafas. Su trasero pequeño y prieto, cubierto por un bikini blanco mojado, semi transparente, se movía al ritmo de la música.
Frente al tipo maduro, paso una pareja. El con tatuajes, bronceado. Ella con escote generoso. Los ojos del voyeur les siguieron con la mirada, deteniéndose en el paso trote de la chica. Sus muslos con algo de celulitis, la tela del pantalón de bikini medio engullida por la raja, las nalgas temblonas y con granitos.
El hombre volvió a deleitarse con los panderos y las tetas de sus vecinas, recordó el andar de la joven que acababa de pasar y distraídamente, se tocó el pene. Estaba haciéndose grande. Optó por levantarse de la silla, quitarse las gafas y meterse en el agua. Una ola le empapó el bañador. Siguió caminando un poco más. Se detuvo. Tenía ganas de orinar e hizo lo que muchos otros, en ese momento, estarían haciendo. Luego, deslizó la mano bajo el bañador y comenzó a masturbarse. Las olas, la espuma, dispersaron el semen.
Veinte minutos después se sentó en la terraza de un restaurante de playa. Camareros y camareras iban de aquí para allá. Todos vestían pantalones negros ajustados y camisas blancas.
Pidió el menú y volvió a fijarse.
Una de las camareras llamó su atención. Tenía cierto atractivo y algo de carácter. Su culete redondito apenas temblaba cuando iba de aquí para allá atendiendo comensales.
A él le tocó ser atendido por un chico con gomina en el pelo. El postre se lo sirvió una chica con coleta y voz dulce. Su trasero caído no carecía de cierto interés. Sin embargo, el tipo siguió a la del culete redondito. La vio discutir con un hombre, tal vez el dueño. Este trató de calmarla y luego ambos entraron en el local.
El hombre que miraba decidió ir a mear, esta vez en un cuarto de baño. Al pasar por las cocinas, se paró, escondiéndose entre las sombras.
– ¿Qué te pasa hoy?
– Nada, ¿y a ti?
– Ahí fuera hay clientes. Si tienes algo que decir me lo dices aquí. Fuera se guardan las formas. ¿Está claro?
– Y un huevo. – respondió la camarera.
– Mira, si pudiera te echaba ahora mismo.
– Sí, écheme. Écheme y le denuncio.
– ¿Denunciarme? Bien, si vas a hacerlo al menos que sea por algo.
– Déjame, dé…
Sonido de forcejeo y golpes secos.
– No… los pantalones no.
El mirón se asomó.
La camarera tenía el culo desnudo y el dueño la estaba dando azotes en las nalgas con una cuchara de madera que dejaba marca.
Oyó ruido y decidió seguir su camino al baño.
Al volver a la mesa vio a la camarera hablando con los clientes. Su tono formal, neutro. Tomo nota de algo y fue hacia el interior.
Segundos antes de desaparecer se frotó el culo.