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Noche de pasión en Lisboa (X): Escarmentando a Ana Maria

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Lo prometido es deuda, y hay que pagarla. Le he prometido a Marta un risotto de setas para que las pruebe y me encuentro, con su permiso, en la cocina con las manos en los fogones.

Cuando he llegado a la quinta, el viernes a primera hora de la tarde, Amália no lo había hecho todavía. Yo sabía que hasta media tarde no lo haría, pero estaba mi cuñada, que se había quedado toda la semana, haciéndose cargo del negocio con las setas que habíamos comenzado el sábado anterior.

Después del preceptivo saludo, acompañado del habitual roce descarado de su pecho contra el mío, sabiendo que me ponía en el disparadero, me informó de cómo había ido la semana y de los progresos que habíamos conseguido. Habían salido dos camiones más, uno el martes y otro esa mañana, con dirección a Italia y ahora la recolección iba más lenta, ya que habíamos clareado bastante la población de setas y debíamos ir seleccionando los tamaños. Aun así teníamos muy buenas perspectivas.

Terminada la charla con Ana María, me dirigí a la cocina para saludar a Marta. Al llegar me informó de que esa semana habían dado una batida contra los jabalíes, y un cazador, trabajador de la quinta, nos había regalado una cinta de lomo. Le propuse a Marta prepararlo el sábado, junto con el risotto, para la hora de la comida. Así que lo primero que hicimos fue meterlo en una fuente, cubrirlo de vino tinto, añadirle una cebolla cortada bastamente, una rama de romero, seis dientes de ajo machacados sin pelar, y dos hojas de laurel. A continuación lo tapamos con film y lo pusimos en la nevera, a marinar.

Poco después llegó Amália. Venía directamente desde su trabajo, y traía puesto el traje de hombre que le conocí en nuestro primer encuentro. Verla así, vestida de hombre, y con el tratamiento previo que me había dado mi cuñada, me subió todos los niveles de hormonas sexuales por las nubes. Nos besamos con pasión y la acompañé al dormitorio, donde iba a cambiarse de ropa.

Mientras se mudaba, yo no paré de dificultarle la labor. La acaricié los pechos. Entre los muslos. La abracé por detrás, acariciándole el vientre. Hasta que me echó fuera del dormitorio, diciéndome que me esperase que no había tiempo para ponernos tiernos. Así que no me quedó más remedio que esperarme.

Durante la cena, mi mujer me recordó que al día siguiente estábamos invitados a una cena baile en el Jockey Club en Lisboa, organizado por la Cámara de Comercio. Y que el sastre había dejado en su apartamento el esmoquin que me estaba confeccionando desde hacía dos meses, cuándo nos remitieron la invitación. Tarjetón que, al desconocer mi nombre, rezaba “Dona Amália S. y acompañante”. Evento al que también estaba invitada mi cuñada, Ana María.

Al levantarme, he ido a la cocina a empezar a prepararlo todo y buscando entre el menaje, he conseguido una variopinta colección de cuchillos, el mejor de los cuales no sirve ni como espátula para dar yeso. Alguno todavía puede ser recuperable sacándole filo, pero otros lo mejor que puede hacerse con ellos es tirarlos para que no ocupen sitio. Rebuscando por toda la cocina he sido incapaz de encontrar una piedra de afilar. Por lo tanto, he decidido darle una sorpresa a Marta, y comprar un juego de cuchillos en condiciones. A tal efecto, ya que sé dónde hay un hipermercado, salgo para tomar mi coche, y al acercarme al salón, oigo una conversación entre Amália y su hermana. Al percibir que están hablando sobre mí, me quedo parado sin hacer ruido y oigo como Amália reprende a mi cuñada:

- Ya deberías saber que no está interesado en ti. Además él también lo pasa muy mal. Sabes que eres una mujer muy apetecible, y Alfredo hace lo imposible por no faltarme al respeto. Como sigas por ese camino, voy a acabar por darle permiso, y luego vamos a tener un problema. No le tortures de esa manera. Él te quiere, pero tú debes entender que no es de piedra, y no se merece lo que le haces.

- Yo ya sé que no voy a llegar a nada con él. Pero es que me gusta sentirme admirada, y los esfuerzos que hace para contenerse aún me hacen ser más insinuante con él. Cada vez que le veo, recuerdo la noche de tu cumpleaños y se me suben los calores. Y bueno… a mi edad, excitar a un hombre así me hace subir la autoestima. Además, para que mentir, también me hace gracia el ponerlo en el disparadero, sabiendo que no va a ocurrir nada. Aunque no ocurre nada porque él no quiere.

- Pues procura terminar pronto con ese juego, porque si no me temo que vamos a tener un problema. Y yo no voy a culparle a él. Si ocurre algo, no pretendas que me ponga de tu parte.

- Qué poco conoces a tu marido. Nunca va a ocurrir nada. Se necesita más que una insinuación para que pase la cosa a mayores.

- Bueno, pues tú misma. Luego no vengas con llantos.

Ya he oído lo suficiente. Ahora sé que juego se trae mi cuñada conmigo. Como no tengo intención de llegar a nada con ella, echo en el olvido la conversación. Y volviendo sobre mis pasos, salgo por la puerta de la cocina para dirigirme hacia el coche.

En el hipermercado escojo un cepo de madera con un juego de cuchillos, curiosamente de una reputada marca española. Con el mango de hueso remachado y virola de bronce entre el recazo y el cabo. En la sección de ferretería me hago con una piedra de afilar de dos granos diferentes, suficiente para restaurar el filo de los cuchillos que aún se pueden aprovechar.

Al dirigirme a la salida, paso por delante de un local en el que además de pequeños arreglos en zapatos, y duplicar llaves, tienen una máquina para grabar plaquitas para los buzones de correo. Entonces se me ocurre darle un toque personal a los cuchillos y pido que me hagan una plaquita que lleve grabado “Marta”, para ponerla sobre el cepo. Mientras están grabando la plaquita, se me ocurre además, que ya que las virolas son de bronce, si pueden, me gustaría grabar con el mismo tipo de letra, en cada una de ellas, el mismo nombre, personalizando así el juego de cuchillos. Me dicen que no representa ningún problema, pero que tardarán como cuarenta y cinco minutos en tenerlos listo. Abono el precio de las grabaciones y me voy a la cafetería del centro comercial para pasar el rato leyendo el diario y tomando un café. Cuando ha pasado el tiempo y recojo mi encargo, el empleado, viendo que la plaquita era para el cepo de madera, además de pegarla con el adhesivo incorporado, la ha asegurado con dos pequeños tornillos de latón. Repaso todo el conjunto y me gusta cómo ha quedado, así que me dirijo a la finca para empezar el cocinado.

Cuando llego, está Marta comenzando a picar las hortalizas para preparar el guiso de jabalí. Marta cocina como un ama de casa normal y corriente, esto es, no utiliza tabla de corte, pica la verdura en la mano, directamente sobre la cazuela. Mientras está picando, me pregunta si he visto los cuchillos, porque no encuentra una serie de ellos y ayer cuando recogió la cocina está segura de que estaban en su sitio. Y hoy solamente ha encontrado los que yo creo que pueden ser recuperables. Le informo que los he tirado yo, dado que me parecían demasiado peligrosos para utilizarlos y que los que han quedado, los voy a afilar para que los utilice sin peligro. Entonces ella me dice que con los que quedan, malamente vamos a poder trocear el jabalí. En ese momento, haciendo un ademán de prestidigitador, saco de la bolsa en que lo traigo, el cepo con los cuchillos, y lo coloco en la encimera con la placa a la vista. Ella ve su nombre grabado en la placa, y casi con reverencia, gira el cepo dejando los mangos hacia nosotros, extrayendo una de las puntillas. Al tenerla en la mano, su pulgar roza la virola y nota que hay algo que interrumpe el pulido. Al ver su nombre en el cuchillo extrae uno por uno el resto, comprobando que todos están personalizados. Con gesto de sorpresa, me interpela:

- ¿A qué se debe esto Dom Alfredo?, todo el juego con mi nombre grabado.

- Son suyos, Marta. Así puede trabajar más cómoda. Son un regalo por cumplirme los caprichos cuando le pido algún plato especial.

- Pero no era necesario, yo me apaño bien con los que tengo.

- ¿No le gustan? Ahora no puedo devolverlos.

- Claro que me gustan, nunca había tenido un juego así.

- Entonces disfrútelos. Y no se preocupe, yo me encargo de tenerlos siempre con el filo a punto. Cuando llegue a la quinta, será lo primero que compruebe, antes de hacer cualquier cosa.

- Pues muchas gracias. Los cuidaré con mimo, para que no se estropeen.

En ese momento tomo conciencia de que si alguien tiene prisa por morir, no tiene más que coger uno de esos cuchillos sin permiso.

Una vez hecho esto, comenzamos a cocinar a dúo. Busco una tabla de corte, y lo único que encuentro es una cosa minúscula con mango. Como he dicho Marta no utiliza la tabla prácticamente para nada. Hay que ponerle remedio también a esto.

Busco a Amália y le pido que llame a Alipio, ya que yo no tengo el teléfono de nadie de la quinta (otra cosa a la que tendré que poner remedio). Esta también es zona de olivos, así que no será difícil hacerme con una tabla de esa madera en condiciones.

Cuando contesta le pido que busque un carpintero que me haga una tabla de aproximadamente sesenta por cuarenta centímetros y cuatro de espesor, diciéndole para qué la quiero. Y que antes de traerla a la casa, que pase por el hipermercado y que graben una plaquita con el mismo tipo de letra, con el nombre de Marta y la aseguren en uno de los cantos largos de dicha tabla.

Vuelvo a la cocina, y arreglándome con lo que hay, continúo con las labores. La cocina no es pequeña, pero al estar distribuida de forma que a Marta le resulte cómoda, dos personas cocinando se estorban entre ellas, así que durante un par de horas no paramos de rozarnos el uno contra el otro. Al estar concentrados en el trabajo, ninguno de nosotros se siente excitado de ninguna manera.

Marta llama a Paulinha y le dice que vaya poniendo la mesa. Entonces yo le digo que ponga cinco cubiertos. A lo que Marta me pregunta si esperamos invitados. Yo le contesto que sí, que hoy tenemos dos personas más a comer.

Cuando estamos sentados a la mesa, Marta y Paulinha traen la comida. Entonces yo le pido a Marta que se quite el delantal, y levantándome le aparto la silla para que se siente con nosotros. Paulinha, poco acostumbrada a que le retiren la silla, al ver que Marta se sienta, hace lo mismo en el sitio vacante, asumiendo que las dos personas a más, son ellas. Yo me siento a la cabecera de la mesa y dirigiéndome a Amália, digo:

- Cariño, ahora que soy el patón de la quinta, me gustaría hacer algún cambio en la casa, si vosotras estáis de acuerdo. En el caso de que no haya que servir una comida con invitados, me gustaría que se terminase lo de comer separados, nosotros en el comedor y Marta y Paula en la cocina. Aunque cada uno tenemos nuestras funciones, al final, yo os considero a las cuatro como mi familia, y personalmente me agradaría mucho el comer juntos.

- Yo no veo ningún inconveniente, al contrario – Dice Amália.

- Yo tampoco. La verdad es que a nadie se le había ocurrido hasta ahora. Siempre se había hecho así – contesta Ana María – por nosotras está bien.

- Perfecto entonces. A partir de hoy, las comidas se realizarán aquí, todos juntos. Marta, me he dado cuenta de que es usted los ojos y los oídos del personal de la quinta. Desde ahora, tendrá acceso de primera mano a lo que se decida en esta casa. Espero que me corresponda informándonos de cualquier queja que pueda existir, para solucionarlo lo más rápidamente.

- Muchas gracias por la confianza. Tenga por seguro que así lo haremos – Me contesta con un punto de emoción en la voz.

- Y a ti, ahora que tienes un “no muy novio”, quiero tenerte cerca y atarte corto – Digo dirigiéndome a Paulinha con una sonrisa.

- Tonto Vovô – Me contesta ella, sonrojándose y bajando los ojos.

Cuando terminamos con el risotto, Marta va a la cocina a por el jabalí, yo la acompaño para traer una botella de tinto que tengo aireando. Cuando estamos solos, Me pone una mano en la mejilla y me besa en los labios, diciendo:

- No se equivoque, ya sabe.

- Si, Marta, ya sé. No se preocupe. Pero piense que tres besos en los labios equivalen a medio polvete. Y este es el cuarto. – Le digo en son de broma.

Entonces ella, poniendo su mano en mi mejilla, me da otros dos besos seguidos en los labios, al tiempo que me dice:

- No me gusta quedarme a medias. ¿Y a usted?

- A mí tampoco Marta, pero puedo hacerme ilusiones. Tenga cuidado.

- Dom Alfredo, no tengo miedo. Si usted quisiese, en esta casa tendría más de una mujer. Aunque no se haya dado cuenta. Son cosas que una mujer nota. Así que, o tiene usted mucho aguante, o es tonto. Y lo segundo me cuesta creerlo.

- Eso es algo que le agradecería infinitamente que no saliese de esta casa.

- No se preocupe. Hay cosas que no tienen por qué saberse en la quinta.

- Gracias, Marta.

- No tiene por qué darlas.

Al terminar de comer nos trasladamos a Lisboa directamente, he de dejar a Ana María en su casa y luego dirigirme al apartamento de Amália, en el que tenemos nuestra ropa, para prepararnos para el baile de esta noche.

Cuando estamos listos para el evento, salimos de casa para recoger a Ana María. Yo visto el esmoquin que me han confeccionado y Amália lleva un vestido de coctel color rojo, con la falda tubo y un corte central por detrás, cuatro dedos por encima de las rodillas. Por arriba rodea su cuello, dejando un discreto escote por delante y la espalda desnuda hasta casi la banda horizontal del sostén. Su melena suelta, según su costumbre. Y como joyas, su reloj con pulsera de oro, su anillo de brillante y los pendientes de perlas que ya luciera en otras ocasiones. Sobre el hombro izquierdo se ha puesto una gardenia. No lleva perfume, pero la fragancia del Jazmín del Cabo la envuelve en un aura invisible.

Al ir a recoger a Ana María todavía no estaba preparada, así que aparqué y subimos a su casa mientras terminaba de arreglarse. Salió a recibirnos a la puerta, vestida con una bata larga de seda y nos dijo que nos pusiésemos cómodos mientras terminaba de vestirse.

Poco tiempo después, viene y me pide ayuda para coger una caja en su armario, que necesita para vestirse y dice que no la alcanza. La acompaño a su dormitorio, y cuando veo lo que me está pidiendo se me encienden las alarmas. Solamente con ponerse de puntillas y estirarse un poco, alcanza perfectamente para coger lo que quiere. Sin ningún esfuerzo, tomo la caja y al girarme para dársela, me encuentro con ella frente a mí con la bata abierta, como por descuido. Está vestida solamente con una escueta braga transparente, a través de la cual veo perfectamente el vello púbico pulcramente recortado, además de su pecho desnudo y el resto de su cuerpo. Cuando le doy la caja me besa en la mejilla, agradeciéndome la ayuda, pero al mismo tiempo arrima descaradamente su cuerpo al mío.

Así que esas tenemos. Bueno, a este juego pueden jugar dos. Y con dos es más divertido.

Sin darle tiempo a que se retire, la enlazo por la cintura con mi brazo derecho mientras mi mano izquierda le agarra su pecho derecho, apretándolo suavemente y acariciándolo al tiempo que juego con el pezón. Mientras la beso en el hueco entre el cuello y el hombro, la empujo suavemente contra la pared, y una vez allí, tomo su otro pecho y me dedico a sobarle, besarle y chuparle ambos pechos. Ante esto, ella comienza a gemir, y apoyada como está contra la pared, abre las piernas. En ese momento, yo bajo una mano e introduciéndola por la parte superior de la braga, comienzo a masturbarla, apretándole el clítoris con dos dedos y pasando mi mano a lo largo de su sexo. Sus gemidos aumentan en intensidad y su respiración comienza a entrecortarse. Noto mi mano mojada por toda la humedad de su excitación y la llevo al punto en que con dos caricias más tendrá un orgasmo. En ese momento, retirándome, le digo:

- Es mejor que lo dejemos aquí. Tu hermana tiene que estar preguntándose qué estamos haciendo y puede sospechar.

- ¿Me vas a dejar así? Estoy a punto de correrme. Termíname lo que has empezado que estoy ardiendo.

- No me gusta calentar lo que no me voy a comer, pero tengo que ir con Amália, no quiero tener problemas con ella – Digo dirigiéndome hacia dónde está mi mujer.

- Cabrónnnnn.

Cuando Amália me ve llegar, observa que llevo una erección imposible de disimular y me interroga con la mirada. Yo le hago un gesto de “no tiene importancia” y mientras me siento en un sofá, enciendo un cigarrillo para calmarme. Mi esposa, como conoce a su hermana, supone que me ha hecho alguna jugarreta de las suyas para divertirse un rato y no le da más importancia al asunto. No obstante, veo en su cara un rictus de contrariedad, y sé que en cuanto tenga un momento, va a volver a llamarla al orden.

Momentos después Ana María se une a nosotros vestida para la ocasión. Es digna hermana de mi esposa. Viene vestida con un palabra de honor de color gris perla, cuya falda tiene el corte con un poco de vuelo. Trae el cuello ceñido con una gargantilla de cuatro hilos de perlas y perlas en los pendientes, así como en el único anillo que luce como joyas.

Y aquí tengo que hacer un inciso. Cualquier vestido sin hombros no es un palabra de honor. Un chafa-tetas o un estruja-sobacos no son un palabra de honor. Tampoco existe esa denominación para un escote delantero, aunque los presuntos gurús de la moda se empeñen en decirlo. El palabra de honor es el súmmun de la corsetería. Es una obra de ingeniería que mediante la armadura de un corsé especial, lleva todo el peso del montaje a la cadera. De hecho, un palabra de honor “de verdad” no tiene espalda. Desde prácticamente la primera vértebra lumbar hacia arriba, la espalda queda totalmente desnuda. Y se llama así, porque al igual que la Palabra de Honor, se mantiene por sí solo, sin garantías adicionales, independientemente del tamaño del busto de la señora que lo porte. Obviamente, una mujer no puede entrar en una tienda seria y pedir que le vendan un palabra de honor. Sencillamente le dirán que no tienen. Ha de ser cortado y montado con las medidas precisas de la usuaria final.

Cuando llegamos al local donde se celebrará la cena-baile, nos indican la mesa en la que nos vamos a sentar, y observo que han tenido en cuenta que Ana María no tiene acompañante masculino, y le han asignado uno de los que no tienen pareja femenina. Durante el trayecto hasta aquí, mi cuñada ha permanecido silenciosa en el coche, contestándole al intento de conversación de Amália prácticamente con monosílabos y poco más.

Hechas las presentaciones, y mientras charlamos durante la cena, me dedico a observar al resto de los asistentes. Aquí hay dinero de todos los pelajes. Desde el que todavía guarda rastros del aroma a cáñamo y brea de los cordajes de los veleros, hasta el que no huele absolutamente a nada porque nunca ha sido impreso en un billete, circulando por redes electrónicas de información durante toda su vida.

Del mismo modo, el dinero no da la elegancia. En ellos se nota en como visten el esmoquin. Desde el que parece que ha nacido y ha sido bautizado con él, hasta el que se nota que le queda grande, aunque lo lleve tan estrecho, porque lo marca la moda, que si suspira, mata a alguien de un botonazo. En ellas, igual. Desde la que va correctamente vestida, hasta la que no ha comprendido todavía que la diferencia entre la elegancia y la ordinariez, a veces se mide en dos centímetros de tela de más o de menos.

Cuando comienza el baile, Amália y yo nos dirigimos a la pista, mientras que el acompañante de Ana María hace lo propio con ella. Bailamos varias piezas y sabiendo que mi cuñada es una mujer libre, se ve solicitada por varios caballeros para bailar durante la noche. En un momento determinado, la hermana de mi esposa se nos acerca y dirigiéndose a mí me pregunta:

- Alfredo ¿no me vas a sacar a bailar ni siquiera una pieza?

- Pues claro que sí, cuñada. A ti no te importa ¿verdad cariño? – digo dirigiéndome a Amália.

- Por supuesto que no. No seáis bobos, bailad.

Entonces, el acompañante de Ana María, a su vez, saca a bailar a mi esposa y nos dirigimos hacia la pista. Cuando estamos abrazados bailando, mi cuñada arrimándose bien a mi pecho y frotándose contra mí, me interpela:

- ¿No vas a acabar lo que empezaste? Estoy totalmente mojada desde que me tuviste en mi dormitorio. Me subo por las paredes con la calentura que llevo.

- Yo no puedo hacer nada, Ana María. Estoy con tu hermana. Aprovecha que tienes un montón de hombres pendientes de ti esta noche. Estás arrebatadora y no vas a tener ningún problema para terminar bien la velada.

- No seas cabrón. Sabes que no puedo irme con el primero que se me presente. Aquí me conoce todo el mundo. Solo tú me ofreces la discreción que necesito. Solamente con bailar contigo estoy notando como me voy mojando más a cada momento.

- Cuñadita, sin permiso de tu hermana, yo no puedo ir a más. Habla con ella. Y si nos da permiso, no tengo problema.

- Sabes que Amália no nos va a dar permiso y en este momento, si me lo pides, nos vamos a un rincón apartado y haces de mí lo que quieras. Fíjate como me tienes.

- Lo siento, pero no me pertenezco. No puedo ir a más. Y tú lo sabes.

- ¿Sabes? Eres un cabronazo. Te odio.

- Yo también te quiero, Ana María.

La pieza terminó y volvimos a juntarnos las parejas. El rostro de mi cuñada era un poema, tenía subidos los colores y se mordía nerviosamente el labio inferior, al tiempo que las manos las llevaba a la nuca nerviosamente. En este momento, con un leve roce, tendría que sujetarla para que no se fuese al suelo con las convulsiones del orgasmo. En cierto modo hasta me daba algo de pena. Pero tenía que escarmentarla para que dejase de calentarme a mí.

Cuando volvimos a bailar, Amália, que de tonta tiene lo justito, aprovechó para interpelarme:

- Alfredo, dime que te ha pasado con mi hermana, y no me digas que no pasa nada, porque entonces la vamos a tener gorda.

- Realmente no ha pasado casi nada. Algo sí, que espero me perdones, pero de alguna forma tengo que escarmentarla para que deje de buscarme las vueltas – Y le conté lo que había pasado en el dormitorio.

- ¿Y la has dejado así sin terminar? ¿Y lleva caliente desde que salimos de casa?

- Sí, lo siento. Le he dicho que si quiere que la termine que te pida permiso a ti.

- Pues puede esperar sentada a que se lo dé. Le está bien empleado. Por falta de avisarla no ha sido. – Yo me cuidé muy mucho de decirle lo que había oído esta mañana en la quinta.

- Pues ya ves. Ahora ya sabes el por qué está como está. Y como vuelva a insinuarse, le voy a repetir el tratamiento, así que date por enterada.

- No me voy a enfadar por eso. Aunque luego voy a ser yo la que pague las consecuencias, como las hubiese pagado hoy si no tuviésemos que venir a la cena ¿verdad?.

- Bueno, entre lo que pasó con ella, y el tiempo que llevo bailando contigo, algo tendrás que hacer para bajarme a mí la calentura, jejejeje.

- Pues sigamos bailando, que yo también me noto dispuesta – Dijo besándome en los labios.

Terminado el baile, en compañía de mis dos mujeres, nos dirigimos hacia la casa de Ana María para dejarla y seguir camino hacia el apartamento de Amália. Mi cuñada aún hace un último intento, la pobre va más caliente que el pico de una plancha:

- La verdad es que después de cómo lo hemos pasado, no me apetece dormir sola en mi casa. Podríais quedaros en mi casa, a dormir, o podría ir yo la vuestra. ¿Qué os parece?

- Que va a ser mejor para todos que duermas solita en tu casa, hermanita.

- Pero que más os dará. Así me hacéis compañía

- Otro día, Ana. Tengamos la fiesta en paz – Dice Amália.

Miro por el espejo retrovisor y veo que Ana María está seria, haciendo pucheros en el asiento posterior de coche.

Cuando llegamos, bajo para acompañarla al portal, y al pedirle la llave para abrirlo, me dice que la acompañe hasta la puerta de su piso. Le aviso a Amália que voy a subir con su hermana y que bajo inmediatamente. Amália me pide que la deje y que baje.

Al llegar a su puerta, abre y hace un último intento:

- Alfredo, por favor te lo pido, termíname que ya no puedo con la calentura. No te pido que te acuestes conmigo, pero acábame de alguna manera, por favor. Te juro que no vuelvo a excitarte a propósito.

Me da pena que se quede así, y decido ayudarla. Espero que haya aprendido la lección y no vuelva a insinuárseme.

Entramos en su piso y arrimándola contra la pared, le bajo la braga hasta medio muslo. La abrazo por la cintura con un brazo, y al tiempo que le doy un beso en la boca, bajo mi mano derecha y la meto entre sus piernas. Está completamente mojada por el deseo. A la tercera caricia sobre su sexo comienza a encadenar una serie de orgasmos seguidos, que me obligan a sujetarla por la cintura porque se está desmadejando en mis brazos. Me ha durado menos de tres minutos. Cuando saco mi mano, la tengo completamente encharcada de su flujo. Con el pañuelo, me seco la mano y dejo el pañuelo encima del mueble donde acostumbramos a dejar las llaves, está completamente pringoso y huele a hembra desde Oporto. Dándole un beso en la mejilla, me despido de ella hasta el día siguiente. Cuando me voy, ella aún está recuperándose de la cadena de orgasmos que le he provocado.

Al entrar en el coche, Amália, me coge la mano derecha y la lleva a su cara, oliéndola y preguntándome a continuación:

- ¿Qué has hecho? Hueles a hembra en celo sin necesidad de acercarme a ti.

- Lo siento, cariño. Al final me ha dado pena y la he terminado con un par de caricias. La pobre iba tan caliente que ha encadenado una serie de orgasmos casi sin tocarla. Por poco tienes que subir tú a ayudarme a levantarla del suelo. Ha quedado como un muñeco de trapo. Ha jurado que no va a volver a excitarme. A ver si es verdad.

- ¿No hubo nada más que unas caricias?

- No, Amália, solo unas caricias. Si hubiese necesitado más sabes que se hubiese quedado con el calentón. Pero creí que como escarmiento ya era suficiente.

- Te creo porque sé lo que te ha hecho pasar. Esperemos que no se repita.

- Cielo, como me vuelva a jugar una pasada de las suyas, te aviso que le voy a repetir el tratamiento, y entonces se va a quedar con el calentón a cuestas.

Ya en el piso de Amália, en el salón, comenzamos a besarnos. Amália se apartó de mí y se sacó la braga sin quitarse el vestido. Al tenerla en la mano la engruñó diciéndome:

- Yo también estoy muy caliente. Esta braga está para retorcerla. Saber que has estado con mi hermana me ha puesto a mí en el disparadero. Ahora te toca satisfacerme y no se te ocurra dejarme a medias. – Esto último me lo dice sonriendo.

Entonces, tomándola de la cintura la subí en la mesa del comedor, y ahí mismo comencé a hacerle el amor. Supongo que no debió tener queja del tratamiento.

Por la mañana, desperté con su espalda contra mi pecho, una mano en uno de sus pechos y la otra aprisionada entre sus piernas, cubriendo su sexo. Variación que no habíamos hecho nunca. No sé en qué momento de la noche ni quién de nosotros bajó mi mano a su entrepierna, pero me gusta la variante.

Durante el acto sexual tuvimos un accidente, más por falta de previsión que por otra cosa, y el vestido que llevaba mi esposa tendrá que pasar por la lavandería.

CONTINUARA. Espero que les haya gustado y aguardo sus comentarios, a favor o en contra.

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