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Las costureras no dan puntada sin hilo

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Esther tenía 28 años, estaba casada y tenía tres hijos, dos niñas y un niño, era de estatura mediana y estaba rellenita. Tenía las tetas grandes, un buen pandero y no era ni fea ni guapa. Yo, para desgracia de mis lectoras, tengo 63 años, (soy del 1955,) mido un metro setenta, soy moreno, de ojos marrones y hace un año, cuando esto sucedió tenía algo de barriga (la bajé en la bicicleta estática) o sea, que no soy el tipo de hombre por el que suspiraría una mujer para echar un polvo.

Vamos al turrón.

Esther era ama de casa, pero por azares del destino ahora limpiaba huertas de maleza.

A las once de la mañana vino de mi huerta para tomar e bocadillo. Mi esposa antes de marchar a cuidar de los nietos le había hecho un bocadillo de jamón y le dejara una botella de vino tinto.

Se sentó en un sillón con el bocadillo en la mano y la botella de vino y un vaso delante de la mesa. Estaba sudando. Eran las once de la mañana pero aquel día de agosto calentaba bien. Me preguntó:

-¿Qué escribe, señor Enrique?

La miré y vi que tenía la falda subida. Se le veían parte de sus muslos. Ella vio que le miraba para ellos pero no bajó la falda, le respondí:

-Ya lo acabé, ahora lo voy a corregir.

Antes de meterle otro mordisco al bocadillo, volvió a preguntar:

-¿Que acabó?

-Un relato.

-¿Cómo se titula?

-La pulga.

Cogió la botella de vino, y a morro, le mandó un trago largo, se limpió la boca con el brazo izquierdo, y dijo:

-De esas, afortunadamente, ya quedan pocas.

-Pica, pero no existe.

-No entiendo. ¿Qué clase de relato es ese? ¿Es de magia?

-Es un secreto. Nadie sabe que escribo esta clase de relatos.

-Sé guardar secretos. ¿Me deja leerlo?

-No. Todas las mujeres sabéis guardar secretos hasta que empezáis a largar.

Esther tenía curiosidad, y eso a veces es muy peligroso.

-¿A qué va a ser un relato picante?

-Claro que lo es, es de una pulga.

-¿Cómo de picante?

-Mucho, es un relato erótico.

Su curiosidad iba en aumento.

-¡¿Es de meter y sacar?!

-Es de sexo, sí

-Deje que lo lea. Le prometo que sea lo picante que sea no se lo voy a decir a nadie.

Esther estaba muy buena y yo ya tenía telas de araña en la polla, así que, esperando que al leerlo se excitara, le dije:

-Tengo que pelar unas patatas para hacer una tortilla. Voy a dejar el ordenador tal y como está. No se te ocurra leer lo que no debes.

-Puedo. ¿A qué sí?

-No he oído nada.

Me fui a la cocina y me puse a pelar patatas. Al rato sentí un olor fuerte y cómo una mano me tocaba el hombro. Me giré y Esther, me dijo:

-Me pica abajo, papá. Creo que se me ha metido una pulga.

Se excitara al leer el relato, le seguí el juego.

-¿Y qué quieres que le haga yo, cariño?

Esther llevaba puesto un vestido azul de asas que le daba por encima de las rodillas. Al levantar los brazos para bajar la cremallera le vi los pelos de los sobacos. Bajó la cremallera que tenía detrás y el vestido cayó al piso de la cocina.

-Mira a ver si la ves, papá.

Se había quedado en bragas y sujetador. Me agaché y le quité las bragas mojadas. Un tremendo bosque de pelo negro rodeaba su coño, un coño sudado y mojado de jugos que olía a bacalao y a menta (debiera mear y limpiar el coño con hierbas de menta). Me levanté. La besé con lengua y le quité el sujetador. Sus tetas, algo decaídas, eran cómo esponjosos melones, sus areolas marrones eran inmensas y sus pezones eran gruesos. Le magreé las tetas mientras las lamía y las chupaba. No me cansaba de comérselas, de una iba a otra sin parar... Le lamí las axilas, que olían cómo a tocino rancio. Me volví a agachar y le comí el coño. Con las primeras lamidas de labios y de clítoris, exclamó:

-¡Hostias que placer se siente!

Supuse que su marido no bajaba a su cueva. Supuse bien, ya que después de solo un par de minutos de comida de coño, me dijo:

-¡Me corro, papá!

Se corrió en mi boca mientras su cuerpo y sus piernas temblaban.

Al acabar tenía en los labios una amplia sonrisa y estaba toda sudada de nuevo. La levanté por los sobacos y la senté encima de la mesa. Se echó hacia atrás. Le volví a lamer el coño para limpiarlo de jugos, y cuando iba a quitar la polla para follarla, me dijo:

-Sigue comiendo mi coño, papá, por favor, sigue comiendo.

Le levanté el culo y le lamí el periné y el ojete. Me dijo:

-¡Qué gustito!

Le agarre las tetas, luego, besé y lamí los labios abiertos de su coño, metí mi lengua en su vagina todo lo que podía entrar, una y otra y otra, y otra vez... Hasta que sus gemidos me dijeron que se volvía a venir, en ese momento hice círculos con la punta de mi lengua en su clítoris erecto, luego apreté mi lengua contra él, le metí dos dedos en el coño, le busqué el punto G, que ya estaba abultado, se lo froté con el "ven aquí" y sentí cómo su coño apretaba mis dedos y luego cómo desbordaba. Volvió a decir:

-¡Me corro, papá!

Se estaba imaginando que era su padre el que se la comía. Después de correrse, me dijo:

-Ojalá yo fuera mamá. ¡Lo que daría por estar en su lugar! ¿Me la comes otra vez, papá?

Me daba igual que lo estuviese haciendo con su padre... Mi esposa ya me tenía muy visto y con Esther me estaba sintiendo hombre de nuevo. Se me hinchaba el pecho cómo a un mirlo delante de una cereza madura.

-Te voy a volver a hacer correr, preciosa, cómo tu quieras y cuando quieras. Vete diciendo cómo, donde, y cuando.

-Méteme otra vez la punta de la lengua el ojete, papá.

Le levanté el culo y le follé el ojete con mi lengua... Cuando volvió a hablar fue para sorprenderme.

-Méteme la polla en el culo cómo hacías cuando tenía quince años.

Hice cómo que no oyera lo que había dicho... Había cambiado de opinión, y me gustó que lo hiciera. Saqué mi polla, empalmada, que no es pequeña ni grande, pero es gordita. La tenía mojada. Se la deslicé por el coño empapado para engrasarla más. Hice círculos alrededor del ojete y le metí la cabeza. Entró muy apretada, pero ya no era la primera vez que la follaban por el culo. Al tenerla toda dentro, me dijo.

-Déjala ahí, papá. No te muevas. Solo amasa mis tetas y mírame a los ojos. Quiero que veas mi cara cuando te corras.

Me quedé quieto. Esther, con dos dedos, acarició el clítoris. Lo acariciaba de arriba abajo, de abajo arriba y hacia los lados.

-No mires para mis dedos. Mírame a los ojos, cariño.

Miré para sus ojos. La vi más bella que antes. Mi polla latía dentro de su culo. Vi cómo se le fue frunciendo el ceño y al final cómo se le cerraban los ojos, para después ver cómo la mitad de sus pupilas habían desaparecido bajo los párpados. Al correrse, de su coño, abriéndose y cerrándose, salían hilillos de babas, y su culo apretaba y soltaba mi polla con cada latido.

Al acabar, aun tirando del aliento, me dijo:

-Sácala del culo. Quiero chuparla.

La saqué del culo y se la puse en los labios. La cogió, la olió profundamente, suspiró, la metió en la boca y me la mamó. Al rato, viendo que me iba a correr, dejó de mamar, y me dijo;

-Métemela en el coño. Ahora ya puedes correrte dentro, papá. Tomo precauciones.

Se la saqué del culo y se la metí en el coño. Ya estaba muy maduro y al entrarle tan apretada me corrí cómo un adolescente con eyaculación precoz. Esther, mirando mis ojos vidriosos, y apretando mi culo contra ella, me dijo:

-Así, así, así, así, lléname, lléname, lléname, papa, lléname, papacito lindo.

Al acabar de correrme me pidió que le volviese a comer el coño. A algunas mujeres les da morbo ver cómo un hombre lame su coño y se traga su propio semen, pero a ella le daba más morbo que a ninguna, ya que quería que se lo comiera y que la besara en la boca, era como si quisiera asegurarse de que me los estaba tragando. Después de uno de los besos, me preguntó:

-¿Te gusta tu leche, papá?

-Sí, cariño, sí.

-A mí también.

La hostia fue que después de decirme eso me puse tonto. Dejé de lamer, le metí tres dedos en el coño y la masturbé con ellos. Mis dedos entraban y salían a toda mecha de su coño. Su cuerpo se retorcía y cuando pensé que me iba a de decir que se iba a correr, me dijo:

-Pégame. La nena está siendo muy mala.

-¡¿Qué?!

Me dio dos bofetadas en la cara.

-¡Qué me pegues, coño! ¿O solo le sabes pegar a mamá cuando la follas?

Masturbándola a toda pastilla, le di cachetes en las tetas y en la cara.

-¡Plasss, plasss...!

Sudaba de nuevo, sudaba mucho. Le pasé la lengua desde la pelvis al mentón. El sabor salado de su sudor me encantó. La besé con lengua y seguí masturbándola.

-Me voy a correr. Métemela.

Lo estaba deseando. Se la metí suavemente, y cuando iba por la mitad, me dijo:

-¡Me cooorrro!

Esta fue una corrida más larga que las otras. Tuvo espasmos aún después de correrse, supongo que eran los últimos coletazos del orgasmo los que arrancaban nuevos y sensuales gemidos. La levanté de la mesa, la cogí en alto en peso, y con sus jugos goteando en la cabeza de mi polla la clave sin piedad. Ella, rodeando su cuello con mis brazos y sus piernas a mis piernas, me comía a besos. Restregaba sus grandes tetas contra mi cuerpo, tratando de excitarme más, y de excitarse ella. De pronto, echó la cabeza hacia atrás, y dijo:

-¡Me voy, papá! ¡Me voooy!

Su coño apretó mi polla y nos corrimos juntos. Sintiendo yo sus gemidos y cómo temblaba y sintiendo ella mi leche calentita dentro de su coño.

Ese fue el último polvo de ese día. Al siguiente tenía que volver y yo tenía una caja de viagra pudriéndose en el cajón de la mesita de noche.

Quique.

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