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Caprichos mañaneros de una gatita en celo

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Gatita en celo acabada de levantar

―¿Adónde vas?

―¿Cómo que adónde voy? ―le digo subiéndome los calzoncillos, girando la cabeza y mirándola de reojo―. Sabes que he quedado con Róber. Tengo partido.

Era domingo. Habíamos tenido relaciones sexuales esa misma mañana. Eran algo más de las diez, y yo comenzaba a vestirme, sentado a un lado de la cama. Ella seguía desnuda, recostada de lado, dándome la espalda. Trataba de taparse los pechos con un trozo de sábana, pero tenía las piernas separadas y se le podía ver el vello sobre la vulva y los labios internos sobresaliendo ligeramente. Seguía húmeda.

―No puedes irte ―me dice tajante. Yo recojo los vaqueros del suelo para ponérmelos.

―¿Qué? ―le pregunto sin girarme.

―Que no puedes irte, no puedes dejarme así.

Detrás de mí, oigo el siseo de las sábanas. Estoy tratando de meter un pie dentro la pernera del pantalón, pero al escuchar su comentario me detengo. Me vuelvo a girar hacia atrás y, ¿qué es lo que veo?

―Tengo mucha necesidad… ―me dice. Los ojos se me salen de las cuencas. Se ha puesto a cuatro patas, dándome la espalda, y ha abierto ligeramente las piernas. Balancea su cuerpo hacia delante y hacia atrás, poniendo el culo en pompa y moviéndolo hacia los lados―. Y no puedes irte ―sigue diciéndome.

No deja de retorcerse como una gata. Cuando se mueve hacia atrás, sus nalgas se abren y me muestra todo su coño abierto. El vello oscuro circunda la raja húmeda, rosada, y los labios internos de la vagina se abren como si fuera la boca de un molusco hambriento.

―Dame lo que necesito ―me dice.

Tengo la pernera del pantalón atravesada en el pie. Ahí se quedó, atascada, y yo me sujeto los vaqueros mirando aquel espectáculo con cara de alelado. La polla se me ha puesto tiesa como el mango de una azada y los calzoncillos parecen un obelisco. Me llevo la mano instintivamente al paquete y me lo agarro, con tela y todo. «Dios mío bendito», es lo que pienso.

La gata sigue contoneándose, mostrándome su pedazo de culo en pompa, moviéndolo a un lado y a otro y balanceándose sobre sus cuatro patas, hacia atrás y hacia delante, hambrienta. Las tetas le cuelgan provocativamente, y sus pezones morenos, tiesos, amenazan con soltar su leche ahora mismo y manchar la cama. Veo que se agarra una teta con la mano y empieza a sobársela.

―Ay ―me suelta con un largo jadeo―, no puedo más…

Y pensar que hasta hace unos meses era una chica tímida, que cerraba sus piernas cuando yo acercaba mi boca para comérselo. Y mírenla ahora, provocándome de esa manera, sin ninguna piedad. Me pone como loco.

La sangre se me ha ido toda a la cara, se me ha puesto ardiendo en dos segundos. Me quito los calzoncillos sin girar la cara, con torpeza, mis ojos fijos en aquella fuente de pecado. Estoy duro como un poste, y no pienso en otra cosa que en follármela. Me saco los calzoncillos, me subo a la cama, de rodillas, y me agarro el rabo con la mano derecha. Comienzo a hacerme una paja mientras observo a la gata en celo.

Le acaricio las nalgas con la mano izquierda, se las abro y las aprieto con fuerza, con rabia, con unas ganas irresistibles de metérsela toda. Ella se sigue contoneando y sobándose las tetas con la mano. Se lleva los dedos a la boca, los empapa de saliva y luego los lleva a la raja, que empieza a acariciar con largos movimientos. Yo veo aparecer y desaparecer sus dedos por detrás. Me está poniendo cardíaco.

―No puedes dejarme así ―sigue diciendo aquella Eva monstruosa.

Yo tampoco puedo más. Ya no sé ni dónde mirar. Sin soltarle la nalga, me inclino hacia abajo y acerco mi nariz a su coño. Inspiro con fuerza su fragancia. Me pongo aún más duro. Le doy un lametazo en toda la raja. Ella, al sentir mi lengua, la abre con los dedos.

―Ay, así ―dice―, cómetela.

Y yo me la como como un desesperado. La cara se me impregna del aroma y los fluidos de su coño. Le doy fuertes chupetazos y estiro los labios con los míos. Al soltarlos, se retraen y quedan vibrando. Lo hago varias veces, pero no puedo aguantar mucho más. Es demasiada la excitación. Luego, me incorporo, me acerco por detrás con la polla en la mano y se la ensarto de un tirón. Le entra toda, hasta el fondo, de tan húmeda que está.

―¡Ah! ―suelta la gata, alzando su cabeza hacia el cielo, cerrando los ojos.

Me quedo pegado a ella, sintiendo sus grandes nalgas contra mí, calientes y mullidas. Me inclino hacia delante y la agarro del pelo, con fuerza. Se le arquea el cuello hacia atrás. Yo me acerco a su oído.

―Cómo me pones, cabrona ―le digo jadeando―; por tu culpa voy a llegar tarde, ¿lo sabes, verdad?

―No me importa ―me dice la muy maldita. Tiene la cara contraída en una mueca de dolor y placer, los ojos cerrados―. Dame lo que quiero.

La cabeza me da vueltas, me recorren mil escalofríos cuando la oigo hablar así. Sin soltarle el pelo, le vuelvo a hablar al oído, con rabia, en rasposos jadeos.

―Así que no te importa, ¿eh? ―le digo arrastrando ligeramente mis dientes por su cuello.

Cuando termino de decirlo, hago un rápido movimiento con la pelvis, uno solo, hacia atrás y hacia delante, y se la clavo todo lo fuerte que puedo. El chasquido inunda la habitación.

―¡Ah! ―se queja ella―. No... no me importa ―me dice exagerando su desdén―, y no te puedes ir hasta que me des lo que necesito.

Yo vuelvo a hacer otro brusco movimiento, más fuerte si cabe, penetrándola todo lo que puedo, forzándole la cabeza hacia atrás y sujetándola con la otra mano por la cadera, apretando con fuerza su carne con el puño. Veo como le tiemblan las nalgas y cómo sus tetas se balancean con la embestida. Le sigo gruñendo al oído.

―Qué perra eres ―le digo―, cómo me pones. Te voy a dar lo que te mereces.

Empiezo a moverme despacio con movimientos profundos, metiéndosela toda. Mi pelvis estalla contra su culo provocando fuertes golpetazos. Miro hacia abajo y veo cómo mi polla entra y sale brillante de su raja. Le suelto la cadera y la agarro de las tetas. Se las sobo mientras la penetro. Voy aumentando el ritmo poco a poco. Mi cuerpo comienza a sudar. Sigo sin soltarle el pelo. Puedo ver la expresión de su cara. Abre la boca en una mueca de placer. El cuello arqueado empieza a humedecérsele por el sudor.

―Ah... así ―trata de articular la perrita en medio de los empujones―, dáselo todo a tu putita.

Ahora me muevo más rápido. Me siento durísimo dentro de ella. Quiero llegarle lo más adentro posible, follarla con rabia. Le suelto la melena y la agarro con fuerza de las caderas. De tanto en tanto, le azoto una nalga con fuerza. Los dedos dejan una marca rosada en la piel. Le vuelvo a agarrar la carne de las nalgas con los puños, apretando, mientras la sigo penetrando con desesperación. Veo que ella lleva una mano por debajo y vuelve a masajearse el coño. Empieza a emitir gemidos de placer. La vuelvo a sujetar del pelo y tiro hacia atrás.

―Ya me tienes donde querías, ¿eh? ―le digo con rabia, sin dejar de penetrarla.

―Ay, sí, dámelo ―me dice con voz entrecortada―, fóllate a tu perrita.

Me vuelve loco. Estoy a punto de correrme. Empiezan a caerme algunas gotas de sudor por las sientes y por el pecho. Entonces ella echa un brazo hacia atrás y me empuja el muslo, intenta detenerme.

―No, para ―me dice.

―¿Que pare? ―le digo sin soltarle del pelo―. Vaya, ¿ya estás satisfecha, eh?

―No. Ahora por el culito ―me suelta con voz melosa.

Un escalofrío me recorre el cuerpo. Sus palabras me arrebatan. Tengo que hacer un esfuerzo para seguir con el juego, para pensar lo que le voy a decir. Le suelto la melena y descanso mis manos sobre su grupa.

―Vaya, ahora quieres por el culito, ¿eh, zorrita? ―le pregunto sin despegarme de ella.

―Sí... ahora quiero por el culito ―me dice llevándose un dedo a la boca, girando su cara hacia atrás, mirándome de reojo, como una niña traviesa chupando una piruleta―. Métesela a tu perrita por el culo ―y termina la frase con una sonrisilla.

Yo abro los ojos como platos. Tengo que controlar mi excitación. Mis pulsaciones están desbocadas. Me despego de ella, me inclino hacia abajo y dejo caer un hilo de saliva sobre su ano. Lo recojo con el dedo índice y se lo embadurno. Se lo meto un poco, recojo más saliva y lo vuelvo a meter, agrandándolo. Escupo de nuevo, sigo embadurnándolo, se lo meto un poco más. Ahora baño mi polla con más saliva y la apunto a la entrada. Empujo despacio. El glande se pierde dentro.

―¡Huy! ―dice la gata―, duele.

―¿Duele? ―pregunto imitando su tono mimoso.

―Sí, sí duele, pero me gusta ―continúa diciéndome―. Más.

―¿Más? ―le digo sin dejar de empujar. Cuando la tengo casi toda dentro, le suelto―: ¿Así?

―¡Ay!, sí ―dice quejándose, pero con tono de placer a la misma vez―, así, sigue.

Yo empiezo a moverme despacio. Su culo se traga mi polla. La siento muy apretada, me da mucho gusto. La agarro de nuevo de las caderas y la penetro. Tras unos pocos movimientos, la saco y vuelvo a escupir en el ano. Se la ensarto otra vez, ella suelta otro quejido. Ahora se desliza mejor. Comienzo a moverme más rápido. Me da muchísimo gusto, no voy a aguantar mucho.

―Oh... sí ―comienza a gemir ella―. Ay, cómo duele... Qué rico.

Sus tetas se mueven con los empujones. Ella lleva una mano por debajo y se toca el coño con desesperación. Sus dedos hacen ruido de chapoteos, está empapada. Yo empiezo a jadear, estoy que exploto. Levanto mi cara hacia el techo, los ojos apretados, muriéndome de gusto. Ella gime y empuja su culo contra mí, arrebatada. Su mano se agita sobre su coño. El olor de nuestros cuerpos lo inunda todo. Se corre como una loca, le tiemblan las piernas, agita su cabeza arriba y abajo, el pelo se le pega en la nuca, por el sudor. Yo me corro dentro de ella, mis manos se crispan sobre sus nalgas, apretándole la carne. Me descargo dentro de su culo, mi pelvis y mi estómago se contraen, jadeo escandalosamente.

Poco a poco los cuerpos se van ralentizando. Yo me dejo caer un poco sobre sus nalgas, respirando fatigado. Ella apoya las dos manos sobre el colchón y baja su cabeza, exhausta. Su vientre se hincha y deshincha agitado. Se deja caer despacio hacia delante. Mi polla sale de su culo, venosa, el glande muy rojo. Me echo hacia atrás, apoyando las manos sobre las sábanas. Mi vientre sube y baja, buscando oxígeno. Ella se echa de lado y se amodorra entre las sábanas. Cierra los ojos.

Yo la miro de arriba abajo, con deseo. Veo que sonríe, su cara apoyada sobre la almohada.

―¿Ya está satisfecha la señorita? ―le pregunto con retintín, tratando de hablar mientras recupero el aliento.

―Sí ―dice sin abrir los ojos y sin dejar de sonreír―. Ya puedes irte ―me suelta con desdén.

Vuelvo a sentir un chispazo dentro de mí. «Me la cargo», pienso. Aprieto los dientes con deseo y niego con la cabeza, sin dejar de mirarla. Me siento en el borde de la cama y recojo con pereza los calzoncillos. Me los pongo. Luego, cojo los vaqueros y comienzo a meter un pie.

―Saluda a Róber de mi parte ―dice finalmente, sin despegar la cabeza de la almohada.

Yo dejo el pie en suspenso y giro hacia atrás la cabeza. Noto que me enciendo por momentos. No puedo evitar que se me escape una sonrisa. Vuelvo a negar con la cabeza. Entonces sé que tengo que dejar de mirarla, porque si no tendré que cancelar el partido.

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