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El nuevo amor

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Remedios, en pijama, pantalón y camisa, avanzó descalza por el saloncito iluminado brevemente por una lamparita de noche con tulipa color rosa. Vio a Manuel tumbado bocarriba sobre la cama. Dormía, oyó su respiración serena; estaba desnudo, vio la polla en reposo sobre uno de sus muslos. Remedios salivó: tenía hambre. Se acercó a los pies de la cama, se subió en esta, entre las piernas de Manuel, de rodillas. Se quitó la camisa dejando sus tetas grávidas al descubierto. Inclinó el torso hasta tocar con su boca la polla de Manuel que, al instante, se enderezó. Oyó a Manuel: "Remedios, ¿eres tú?". Su voz era ronca. "Soy yo, cariño", dijo Remedios en un susurro. Remedios acarició el velludo torso del hombre que tenía debajo. "Manuel, nos conocimos hace dos meses y una semana", dijo Remedios; "Sí", carraspeó Manuel; "¿Ahora, qué soy yo para ti?"; "Te recogí de la calle, ¿no te acuerdas?", musitó Manuel; "Sí, me acuerdo, sí, pero ¿qué soy para ti, Manuel?"; "Te bañé, te alimenté, te hice un lado en mi cama..., Remedios, fóllame". Remedios se contorsionó para deshacerse del pantalón del pijama y las bragas; luego, a horcajadas sobre Manuel se metió la polla, dura, hinchada, en el chocho. "Oh, Remedios", suspiró Manuel. Remedios, rebotando sobre el pubis de Manuel no podía creer lo que le estaba sucediendo, porque, sobreviniéndola un orgasmo tras otro, en ese momento, "Ah, Manuel", se sentía la mujer más dichosa del universo.

Remedios y Manuel se conocieron hace dos meses y una semana; no, no le ha fallado la memoria a Remedios: se ve que está buena, la memoria. Manuel, paseante empedernido, atravesaba a menudo la popular Plaza de La Merced; fue allí, estando sentada en un banco, donde vio a Remedios. Se fijó en ella porque no cesaba de garrapatear libretas, de esas de tamaño A-4. Manuel no sabía si escribía, dibujaba o las dos cosas y se acercó. Remedios desprendía olor a sudor rancio; Manuel comprendió que vivía en la calle. No tendría más de treinta años Remedios; bajo la melena negra, larga y lisa, se asomaba una cara redonda, mofletuda y tostada por el sol; sus ojos eran pequeños. Tenía Remedios unos hombros robustos y redondos; las tetas se adivinaban anchas, grandes, bajo la sudadera; la cintura, recta, las caderas, anchas. Iba descalza: los pies eran de muñeca de juguete. "Hola, ¿cómo estás?", saludó Manuel.

Cómo iba a estar Remedios: pobre, desahuciada, desquiciada; medio loca.

"¿Qué quieres tú?", le soltó a Manuel de sopetón; "No, nada, siento curiosidad..., ¿qué tienes en la libreta?", se interesó Manuel; "Escribo un diario"; "¿Y esos dibujos?"; "También lo ilustro". No podía Manuel dejar de hacer esta pregunta: "¿Has comido algo hoy?"; "Un paquete de gusanitos"; "Ven, vente conmigo...".

Dijo que la invitaba a comer en su casa. Remedios, rehusando, dijo: "Tú quieres acostarte conmigo". Costó trabajo convencerla a Manuel de que no eran esas sus intenciones, aunque sí las fueran posteriormente. De camino a su casa conoció su nombre, Remedios, descubrió que era más joven de lo que había pensado, supo de la triste historia familiar que la había llevado a vivir en la intemperie. Ya en casa de Manuel, Remedios se duchó, se puso un pijama limpio de Manuel y se sentó a comer. Después, a la hora de la siesta, Manuel le hizo sitio en la única cama que había en su casa y se quedaron dormidos. Durmieron mucho, tanto que se hizo de noche. Manuel se despertó. Notó la presencia de Remedios. Apartó las sábanas para destaparla; fue como desenvolver un regalo: su sorpresa se volvió ilusión al contemplar aquel cuerpo joven y vigoroso junto a él. Las tetas de Remedios desbordaban la abotonadura del pijama, entreviéndose los oscuros pezones. Manuel bajó un poco los pantalones de Remedios para ver su chocho: era grande, negro, más negro en la semioscuridad del dormitorio, apenas iluminado por una lamparita de noche. Manuel se empalmó. "No, no", pensó, "no pienso violarla, mañana se verá"; y volvió a dormirse.

"Tengo hambre", se oyó la voz suave de Remedios. Manuel entornó los párpados: era de día. "Mucha hambre", pudo oír, esta vez con claridad, Manuel. Lo siguiente que oyó fueron los chasquidos del chupeteo, el de la saliva en la boca de Remedios, cada vez que metía la polla de Manuel en su boca y la sacaba; oyó los gemidos: "Hum, humm, hummm". "Remedios, Remedios", roncaba Manuel mientras la mamada avanzaba hacia su feliz final. El semen salió despedido dentro de la boca de Remedios, que, alzando la cabeza, luego mirando al techo, engulló relamiéndose.

Pero regresemos al presente, o, mejor, vayamos al futuro. Ahora, Remedios y Manuel están casados. Manuel no deja de admirar a Remedios, Manuel adora el cuerpo de Remedios también. Sin embargo, Remedios en la actualidad ocupa el puesto de redactora en un periódico local de prestigio, lo que la hace más inaccesible. Remedios se codea con gente de la cultura y el ocio, de la política y la economía, constantemente interesada en que le concedan entrevistas. Manuel vuelve a pasear, la mayor parte de las veces sin rumbo, por las calles de la ciudad. Manuel ha visto en un semáforo a una mujer que hace malabares. La mujer viste andrajos, pero en la cara se le adivina su desclasamiento. Tiene un cutis fino, una mirada desafiante. Manuel se acerca y habla con ella. Para este nuevo amor necesita otra casa.

Querida malabarista, no tengo otro sitio al que llevarte que no sea mi imaginación; así que aplícate. Quítate los andrajos. Descálzate las sandalias. Abrázate fuerte a mi y siente mi polla crecer. Los besos que te doy en los labios también te los doy en el coño, y meto dos dedos buscando tu clítoris. Y noto que te corres y escucho tu orgasmo. Entonces me chupas la polla para ponérmela dura, porque quieres que te folle bien, porque quieres darme placer al mismo tiempo que yo te lo doy. Y tus tetas tiemblan bajo mi torso, y tus gemidos alientan mi eyaculación.

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