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Las malas compañías

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Tuve un amigo, aseador de calzado, que tenía un local en una calle que es “eje vial”. Él trabajaba allí desde que en esa avenida aún había trolebuses. El local era amplio, en una de las paredes laterales estaba una tarima alta con dos plazas de asientos, en la parte baja estaban los metales donde se descansaban los pies, de tal manera que se podía trabajar dando lustre sin tener que encorvarse. A la entrada estaba un aparador vertical que contenía golosinas y otras vituallas que vendían allí, pero que servía para ocultar a los clientes y saber si alguien entraba.

Yo me bajaba cerca de su local cuando tenía tiempo, para darle brillo a mi calzado y ver las revistas de cómics, las cuales seguía viendo después de que él terminaba su trabajo. A veces, cuando no había clientes, dada la hora cercana a la comida, me pasaba revistas porno y me calentaba viéndolas.

–Ya no te voy a prestar mis revistas –me decía viendo el monte que formaba mi verga en el pantalón–, por lo visto no tienes cómo descargar tanta energía –decía moviéndome el paquetito vigorosamente, cosa que la primera vez me sacó de onda, pero me agradó la forma en que me tallaba.

–¡¿Qué te pasa?! –pregunté como reclamo, pero abrí las piernas para que moviera su mano con más facilidad, y sonreí poniendo una cara cachonda pidiendo más–. ¿Y tú sí tienes con quién descargarte? De seguro para eso usas las revistas… –dije, moviendo la que yo traía en la mano, al mismo ritmo con el que él me acariciaba.

–No, ya no tengo –contestó poniendo la cara triste, volviendo la vista a su tarea con mi calzado.

–¿No estás casado? –pregunté consternado por su gesto de tristeza.

–Sí, pero ya corrí de la casa a la puta de mi mujer –señaló haciendo una mueca de desagrado.

Ya no pregunté más, pero me mostró una foto de su esposa y él en un balneario. Aquí estuvimos en el “Casino de la Selva”, en Cuernavaca. Imagínatela sin el traje de baño, mi esposa está mejor que cualquiera de las viejas que tiene esa revista, dijo poniendo la fotografía en mis manos, refiriéndose a la revista que yo veía. Sí, la figura morena claro y de melena negra de su mujer, con tetas y nalgas queriendo derramarse del biquini, superaba a las chicas porno deslavadas y sin grasa que se empalaban felices en las fotos de la revista.

Empezó a relatarme lo que hacía poco le había sucedido: Llevaba un par de años de casado, cogiendo todos los días: al despertar, antes de venirme a trabajar; a mediodía antes de comer; y en la noche cuando volvía a llegar a casa. Un día ella me dijo que su hermano había llegado de su pueblo y que si le podíamos recibir en casa mientras él encontraba trabajo. Yo le dije que sí.

Poco a poco cogíamos menos para no hacer tanto ruido. Prácticamente, sólo podía echarme el palo del medio día sin la presencia de mi cuñado. Después, también me lo encontraba a esa hora. Un día el vecino del departamento contiguo me dijo que a él le parecía que el hermano era yo, pues escuchaba mucho ajetreo durante el día. Me encabroné y de inmediato me puse de acuerdo con el vecino para que, al día siguiente, al salir de la casa, en lugar de venirme al trabajo, me metería al departamento del vecino. No tardamos mucho en escuchar los rechinidos de la cama y los gemidos de placer. Salí hecho una furia de la casa del vecino, pero éste me detuvo y me dijo “tranquilo” y entramos despacio a mi casa donde nos los encontramos en pleno “clinch”. Ellos no nos vieron y nos ocultamos bajo la mesa.

El garañón estaba bien dotado, al menos el aparato era un poco más grande que el mío, huevos incluidos. Le amasaba las chiches a mi esposa, que lo cabalgaba y se veía cómo rodaban sus ovoides bajo las nalgas de mi vieja cada vez que ella llegaba a metérsela completa. Mi mujer gemía y pedía con voz cachonda que le mamara las tetas. Aunque ya se me había parado la verga por la escena, pudo más mi enojo y me le fui encima al “cuñado”, quien salió casi encuerado de la casa, con sus ropas en la mano y mi esposa me detuvo para no perseguirlo y mi vecino la ayudó. Le exigí que se largara de la casa antes de que le pusiera yo la mano encima. Se vistió con prisa y salió. Mi vecino, que también estaba con la verga parada y con el pantalón mojado, me sentó en la cama para que me calmara y se despidió.

Días después, cuando tendí la cama, me acordé que debería darle vuelta al colchón y al levantarlo descubrí que había mucho papel higiénico usado por ella para limpiarse las venidas que le dejaba “mi cuñado”, el olor me puso el pene paradísimo, se me levantó como resorte al recordar las ricas cogidas que le dieron; me hinqué poniendo la cara encima de los papeles y me hice una riquísima chaqueta oliendo el amor que guardaban. Al terminar, los guardé y durante algunos meses los usé para jalarme la verga, oliéndolos y recordándola a ella.

Continuó su trabajo, limpiándose las lágrimas que se escapaban de su triste recuerdo.

–¿Ya no la volviste a ver? –pregunté extasiándome en la sonrisa de su esposa que exhibía en la fotografía.

–Sí, me la encontré hace un mes y me pidió que volviéramos, “Ya no tengo hermanos”, me dijo cínicamente –me explicó quitándome la foto de las manos –. ¡Listo, ya terminé!

Me bajé del asiento, le pagué y me despedí dándole unas palmadas en la espalda, mientras él veía la foto.

La siguiente vez que volví al local, me senté para que hiciera su trabajo.

–¿Quieres leer cómics o ver revistas calientes? –me preguntó.

–Revistas, pero también ver la foto de tu ex –contesté.

–¡Qué cabrón eres! –me dijo acariciándome el pene sobre el pantalón y yo abrí las piernas para que lo hiciera con libertad.

Sin dejar de mover la mano sobre mi ropa, sacó la foto de su exmujer de la bolsa de su camisa y me la dio. Me apachurraba con delicadeza mis huevos mientras yo me solazaba con esa sonrisa. Me bajó la cremallera y yo quise quitarle la mano.

–Tranquilo, te va a gustar –me dijo y puso dos fotos polaroid en mis manos. ¡Era su mujer completamente encuerada!

Él siguió en lo suyo y me comenzó a mamar la verga y yo imaginaba que era la puta de la foto. Me vine en su boca quedando flácido mi pene, el cual limpió muy bien y me la volvió a guardar para ponerse a trabajar.

Un día que llegué, él atendía a una mujer, la cual traía una falda corta, pero eventualmente abría las piernas dándole una buena vista al bolero. “Siéntate, ahorita te atiendo”, dijo dándome unas revistas de cómics. Yo tomé asiento justamente frente a ellos, distrayéndome frecuentemente de mi lectura. Cuando ella se fue, se despidió de él dándole un beso en la mejilla y a mí una sonrisa con un ademán de despedida. “¿Tu nueva conquista?”, pregunté cuando ella salió. Me dijo que era una de las putillas del barrio y su cliente desde hacía meses. Por eso le gustaba a ella “dar cinito” abriendo las piernas, para ver si conseguía clientes.

–Ya me cansé y tengo que ir a comer algo a casa, ¡quieres acompañarme? –me dijo y entreví su intención, la cual acepté pues la putilla me puso caliente.

Caminamos unas cuadras y entramos a una vecindad con viviendas de uno o dos cuartos, separados con paredes de mampostería y techos de lámina. Ahora entendía por qué el vecino estaba al tanto de lo que pasaba en la vivienda de al lado. Adentro, abrió el refrigerador y sacó unas cervezas, las tomamos con calma. Saco las fotos de su exesposa y me las dio. Ocurrió lo mismo: me acarició, pero esta vez me quitó el pantalón y la trusa para que gozara mejor de sus caricias. Al rato nos desnudamos y nos colocamos en un 69. Yo dejé las fotos a un lado y me dediqué a atender aquel gran trozo de carne y lamer los huevos, que sólo podía meter uno a la vez en la boca, en cambio él jugaba con los dos míos revolviéndolos con su lengua. Seguimos mamando hasta venirnos.

–¿Quieres sentirme adentro de ti? –preguntó blandiendo ostensiblemente su instrumento que volvió a crecer.

Yo me negué, pero se me antojó volvérselo a chupar y lo hice. Me sujetó de la cabeza sin importarle mis quejas y me folló hasta que derramó directamente en mi garganta su leche. “Eres un salvaje”, le dije cuando terminé de toser, mientras él se carcajeaba. Me vestí y me fui enojado. No lo volvía ver.

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