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Los deseos de Damaris

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Llego a casa de Mabel.  La música resuena en el interior y el olor a alcohol se filtra por las rendijas de la puerta mezclado con el tabaco y algún otro aroma dulzón que no sé discernir. Alguien desconocido me abre la puerta y se marcha. Permanezco algunos segundos bajo el quicio de la entrada observando el interior. Tardo unos segundos en adaptar la vista a la penumbra, no hay una sola lámpara encendida, sólo velas, montones de velas distribuidas estratégicamente por todo el pasillo, en la escalera, y por supuesto, en el gran salón, donde el volumen de la música y la semioscuridad envuelven los movimientos sugerentes de quienes se dejan llevar por ella sin control.

Cierro la puerta tras de mí y avanzo unos pasos dándome de bruces con Mabel, que me mira perpleja de arriba abajo, sin mediar palabra me coge por la muñeca y me arrastra literalmente hasta su dormitorio.

—Pero... ¿Qué carajos es eso? —pregunta, apenas entramos en su habitación.

—¿Qué? ¿No te gusta?

—¿Es en serio? ¿Vans? ¿Jeans? ¿Camisa tres cuartos? ¡Por Dios, Damaris!, —rezonga frente al espejo, mientras se ajusta sus firmes pechos en su vestido rojo—. Querida, esto es una fiesta, no es una iglesia. Así que hazme el favor y deshazte inmediatamente de esos trapos.

—¿Y qué se supone que me voy a poner?

—Eso te vas a poner —dice, ladeando su cabeza con una sonrisa y señalando las prendas de vestir sobre la cama—. Mujer prevenida vale por mil, querida. Sabía que vendrías vestida como una mojigata y, bueno, tomé mis precauciones.

Miro mi ropa y no percibo nada extraño en ella, a excepción de un clasicismo que parece estar fuera de lugar en esta fiesta. Pero no puedo resistirme. Una fuerza interior hace que me deshaga de ella y me coloque la que Mabel ha elegido para mí.

Después de escasos minutos, abro las puertas del armario para observarme en un espejo de cuerpo entero y me ruborizo mientras me pregunto si seré capaz de salir a la fiesta vestida así.

Nunca me he vestido tan apretada, tan insinuante, tan sugerente. La falda ceñida de punto gris remarca mis curvas hasta el último milímetro. No había sido consciente, sino hasta este instante de la atractiva redondez de mis caderas y de la prominencia de mis nalgas, elevadas y firmes, cuyo trazado curvo muere en el comienzo de mi espalda, parcialmente descubierta, imbuida en el top negro anudado al cuello que deja al aire parte de mi cintura, de mis hombros torneados y un amplio escote que desvela sutilmente la parte superior de mis senos. No cabe nada más en el interior del top que casi me corta la respiración.

—Mabel, yo...

—Tú, nada —interrumpe, detrás de mí con sus manos puesta en mis hombros—. Tú, nada, querida. Además, está aquí, abajo, y sé que le fascinará verte vestida así.

Su revelación me ha bloqueado, no sé si Mabel se está refiriendo a la misma persona en la que estoy pensando, pero desconocía que estaría aquí y, por un momento, me asalta la duda de salir huyendo de inmediato. No sé, pero sentir su presencia cerca de mí me intimida, me pone nerviosa, hasta el punto de no haber sido capaz de dirigirle la palabra en las tres o cuatro veces en que habíamos tenido la ocasión de coincidir, tal vez es porque me gusta demasiado de una manera que no comprendo, y de alguna forma, mi amiga lo intuye o ya lo sabe.

Mabel, coge un vaso largo que había dejado por un momento en la cómoda y se sienta sobre la cama cruzando sus piernas.

—Querida, estás de infarto y tienes unas piernas de escándalo —dice, dándole un trago a su bebida.

No me había fijado antes en mis piernas, ni siquiera antes de acostarme o cuando me depilo, siempre han estado escondidas bajo los monos deportivos y los jeans. Vuelvo a sentir vergüenza de mostrarlas hasta la mitad de mis muslos, sin unas medias que velen algo la visión de su contorno y de una piel que, a pesar de lo tersa y aterciopelada que, según Mabel parece ver, a mí me violenta profundamente enseñar en tal medida; el borde inferior de la falda, me queda a poco más de dos cuartas de la confluencia de mis piernas. Pero no hay discusión. Mabel me acerca unas botas negras, altas, de elevado tacón y me desabrocha los dos botones delanteros de la parte superior del top, dejando el encaje transparente de mi ropa interior y la turgencia que trata de contener, parcialmente a la vista. Me mira con autoridad cuando me llevo las manos al escote y me hace desistir de mi recato, me suelta el pelo largo y liso, ligeramente despuntado, y lo deja caer alborotándolo sobre mis hombros, y me perfila los ojos con lápiz negro y sombra gris. Lo que había pensado inicialmente que podría ser un atuendo de una ordinariez sublime, me queda atractivo, sugerente y nada vulgar. Por un momento, no reconozco la imagen que me devuelve el espejo. Pero me gusta. Y mucho.

Mabel, me tiende el vaso de tubo y me apremia a beber un trago largo sin remilgos. No sé con certeza lo que pretende con todo esto, pero tampoco se lo pregunto. No he estado antes en ninguna de sus fiestas, ni he intimado con su círculo de amistades más allá de lo que pudiera ser una conversación intrascendente. Pero yo necesito más. Siento que mi cuerpo necesita más.

Bajo las escaleras con las piernas temblorosas y Mabel me va presentando a varios chicos y chicas que están reunidos en pequeños grupos, a medida que nos acercamos a la pequeña barra que está en una esquina del gran salón.

—Pide lo que quieras y disfruta del ambiente, ya vuelvo, querida —dice Mabel, mientras yo me siento frente a la barra y ella se pierde por el pasillo.

La suave voz de Adele, interpretando «easy on me» comienza a resonar en los altavoces, y en el mismo momento en el que agarro el trago sobre la barra, siento una cálida mano sobre mi hombro, me volteo y ahí está. Es ella. El corazón me da un vuelco descomunal. Me quedo perpleja, su aroma a Jasmín y rosas invaden mis fosas nasales en cuestión de segundos y una bella sonrisa se le refleja en su fino, blanco y perfilado rostro. Lleva una falda de color negro con franjas blancas que le llega hasta las rodillas y una blusa blanca sin sostén que delinea su hermosa silueta y remarca sus pequeños y fascinantes senos. Su corto pelo negro, ha crecido un poco desde la última vez que la vi y luce cuidadosamente despeinada, con dos largos mechones cayéndole sobre el rostro. Sus rosados y carnosos labios añaden un atractivo al profundo color negro de sus ojos, que noto clavados en mí cuando le da un sorbo a su largo vaso con un líquido color rosado claro. No sé discernir si es atracción o sorpresa lo que le provoco, pero me sonrío tímidamente y eso es suficiente para que un escalofrío me recorra el cuerpo hasta sus rincones más recónditos. Bebo otro largo trago antes de que se acerque más a mí y me salude con un tierno beso en la mejilla, muy, pero muy cerca de la comisura de mis temblorosos labios. No sé si es el alcohol o su proximidad lo que me enciende, pero me pone la piel de gallina en un dos por tres.

—Estás hermosa —dice, despacio, mirándome de arriba abajo.

Intento responder «gracias», pero las palabras no salen de mi boca.

—¿Qué te parece si vamos a sentarnos en el sofá? —interroga, pero más que una pregunta, es una sugerencia.

Me dejo acompañar cuando me toma con sutileza por el brazo, para luego bordear mis hombros con un abrazo y comienza a hacer pequeños círculos con la yema de su dedo en mi brazo. Miro hacia una zona del salón donde más de una decena de invitados están contoneando el cuerpo al ritmo de la música, ocultos bajo la penumbra de las velas.

Mabel, pasa por mi lado y nos cambia el vaso vacío por otro lleno de diferente color, tanto a Elisa, como a mí, nos dedica un guiño cómplice y se marcha agitando el cuerpo y los brazos alocadamente. Elisa, en vez de llevarme al sofá, me agarra por la cintura y me adentra entre las personas, y yo, instintivamente, comienzo a contonearme con lentitud, dejándome llevar. Me siento flotar y me encuentro bien, la timidez parece evaporarse junto al humo de los cigarros. En la penumbra, observo las siluetas de las chicas que bailan a mi alrededor, unas con chicos; otras con chicas, y comienzo a imitar sus movimientos sensuales, insinuantes, marcando sutiles círculos con la cintura y bamboleando las caderas, elevando los brazos por encima de la cabeza. Me siento tan abducida por la música y por mi baile particular, que no me percato de la proximidad de Elisa, hasta notar su aliento en mi nuca. El estómago me da un vuelco, pero no le rehúyo. Esbozo una media sonrisa y caigo en la cuenta de que no le había dirigido la palabra en todo el tiempo, pero hablar con ella es lo que menos me importa en este momento. Por primera vez la tengo cerca y no me siento intimidada. Por primera vez no deseo salir corriendo.

El ritmo de la música ha cambiado. Ahora, comienza a sonar «primera vez» de Ricardo Arjona, tengo el cuerpo de Elisa pegado a la espalda y una mano en mi abdomen abrazando mi cintura. Comenzamos a movernos a la vez, al compás de la melodía y de los tragos del cóctel que mantenemos en la otra mano. Noto acelerarse mi respiración cuando me roza el cuello con sus labios. Me pongo ligeramente tensa y en un acto reflejo, echo la cabeza hacia un lado sutilmente para favorecer su acercamiento. Noto la sonrisa contenida de Elisa ante tal invitación y no tarda en pasear sus labios húmedos por mi cuello de arriba abajo, mientras suelta el vaso sobre una mesa para recobrar la libertad de ambas manos. No dejamos de movernos, ni de contonear las caderas con un ligero vaivén que le permite rozarme de manera insinuosa sus duros pezones. Elisa, me rodea el cuerpo con el otro brazo, posando la mano bajo mi pecho mientras mordisquea suavemente el lóbulo de mi oreja.

—¡Estás guapísima! —susurra—. Y me estás poniendo, ¿sabes? ¡Mucho!

Esas palabras me terminan de encender completamente, nunca me he sentido tan atractiva, jamás me había sentido capaz de despertar deseo sexual en ninguna mujer. Y yo, es la primera vez que me siento tan cerca, la primera vez que siento unas manos femeninas posadas sobre mi piel, acariciándome con los dedos la parte desnuda que mi top no es capaz de cubrir. Estoy acelerada, noto calor en las mejillas y un cosquilleo interno que no quiero que acabe. Me tiemblan ligeramente las piernas, y por un momento, temo caer de estas botas de tacones afilados en las que me he subido por primera vez.

Doy un último trago al líquido que contiene mi vaso, el sabor de lo prohibido, de lo novedoso, de lo que no había hecho nunca, me excita. Y, sin perder el contacto con ella, me aventuro a echar ambos brazos hacia atrás para aproximarla aún más a mí, al menos hasta que termine esta pieza musical y luego se rompa el hechizo. De pronto, noto como Elisa, me empuja y me apremia a caminar sin despegarse de mí. Sorteamos una mesa, un pequeño sillón, un par de sillas y nos adentramos en el oscuro pasillo, no sin antes de apropiarse de un grueso cirio encendido colocado sobre una cómoda a la salida del salón. Abre la primera puerta de la izquierda y me empuja dentro. Estamos en el baño. La cierra con el pie y la bloquea mientras deja la vela encendida sobre la amplia encimera de mármol donde está encastrado el lavabo. Miro fijamente el rostro de Elisa, insinuándose bajo la intermitencia de luz que provoca la llama encendida. Está guapísima. Su atractivo rostro y su atrayente cuerpo me hacen respirar nerviosa, no puedo creer lo que estoy haciendo y que la tengo tan cerca, no tanto como para besarme. Elisa sujeta mi cuello con sus manos y me besa, invadiéndome por entero, mordisqueándome los labios de forma desenfrenada. El contacto con su boca desata una inusitada corriente eléctrica en mi piel que no había sentido jamás. Siento que me abandono, dispuesta a dejar mi cuerpo a su merced.

Sujeto a Elisa por los brazos, apretando con nerviosismo sus antebrazos, mientras ella me desabrocha con dedos ágiles los botones delanteros de mi top, sin interrumpir su largo y profundo beso. Mi respiración se acelera aún más. Miro hacia la puerta, temiendo que pueda entrar alguien, me moriría de vergüenza si nos llegan a ver. Pude haberme zafado de ella, pero quiero y deseo que siga, que me toque, que me haga subir al cielo o al mismísimo infierno, aunque solo fuera por un momento. Elisa, desliza una mano por mi espalda y la pone sobre mis nalgas, apretándome contra ella, mientras libera mi pecho de la ropa interior que lo mantiene oculto parcialmente. Su respiración se hace mucho más profunda y sonora cuando pone su mano sobre uno de mis senos oprimiéndolo con deseo. La destreza con que Eliza desliza sus manos por mi cuerpo me hace gemir y cerrar los ojos. Acaricio su espalda, sus brazos, sus pechos, pero no me atrevo a bajar. No había tenido nunca entre mis manos a una mujer, sin contar con que nunca había sido tan atrevida como para consentir lo que está ocurriendo en este instante. Elisa, comienza a besar mi piel desnuda por todas partes, y yo, apenas puedo soportar esta sensibilidad tan placentera; siento erizado el vello, los pechos y el cuerpo entero. Veo mi torso completamente desnudo, cuando Elisa se retira de mí ligeramente para agarrar mi falda por ambos lados y subirla bruscamente hasta la altura de la cintura, pasando a acariciarme la cara interna de los muslos con la yema de los dedos, ascendiendo lentamente. Tiene la mirada clavada en mis ojos, lánguida, seria, la boca entreabierta y la respiración jadeante. Creo que busca mi aprobación para proseguir, y yo, no se la pienso negar, me tiene por completo, rendida a sus pies. Coge una de mis manos y la pone en su sexo sobre su vestido. Me estremezco. Sonrío ligeramente mientras mi pecho sube y baja con rapidez. Estoy excitada, tremendamente excitada. Deslizo mis manos por debajo de su falda buscando nerviosa su humedad. Pero Elisa, no me deja seguir. Me gira bruscamente en dirección al espejo y aprisiono mi cuerpo entre el suyo y la encimera de mármol obligándome a doblegarme ligeramente hacia adelante. Noto como una de sus manos me acaricia el muslo y clava sus uñas en mis nalgas sobre la ropa interior; mientras que la otra mano, comienza a masajear mis senos y me besa la espalda. Gimo una y otra vez, y la humedad entre mis muslos se hace mucho más intensa, cuando Elisa, rasga el encaje de mi ropa interior haciéndola caer al suelo, me libera por completo del top y de la minifalda, para luego deshacerse de su vestido y vuelvo a sentirla sobre mí. Puedo ver su rostro y sus pequeños, pero firmes senos a través del espejo, su rostro desencajado junto a mi nuca, su aliento confundiéndose con el mío, empañando la pared de espejo que nos observa a las dos, me sujeta con fuerza por la cintura, mientras comienza a dejar un camino de besos por toda mi espalda hasta llegar a mis nalgas; las muerde, las lame y vuelve a morderlas. Sus dedos comienzan a frotar con delicadeza mi clítoris, y yo, me aferro al espejo, mientras levanto una de mis piernas y la coloco encima de la encimera, ella sigue frotando con suavidad, y de pronto, siento su respiración muy cerca, muy cerquita de mi anillo que se dilata y se contrae con el contacto de su lengua haciendo pequeños círculos a su alrededor. Me muerdo los labios y aprieto mis senos cuando siento sus dedos adentrarse en mí, apretando y acariciando mi punto G simultáneamente. Ahogo un gemido intenso cuando noto la primera embestida con su otra mano en mi ano… su doble penetración me hace emprender por primera vez el camino al cielo o al infierno, ya no lo sé, no sé adónde me está llevando esta mujer. No creo que mi pie pueda seguir sosteniendo mi peso, Elisa se da cuenta y me da la vuelta dejándome abierta por completa sobre el mármol, sube una de sus piernas y choca su sexo con el mío, produciendo en mí una sensación incontrolable, comienza a moverse lentamente y a frotar su humedad contra la mía, mis caderas se unen al movimiento de la suya, mientras me aprieta los senos y pellizca los pezones. Siento mi piel arder, suaves espasmos amenazan mi entrepierna cuando Elisa acelera sus movimientos. Gimo, gimo y sigo gimiendo hasta no poder contenerme por más tiempo y exploto en una sensación imposible de descifrar, dejándome las piernas temblando e incapaz de mantenerme en pie.

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