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Memorias de África (IX)

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Los días en los que me apetecía estar sola o metida en mis pensamientos, me dedicaba a observar la manera en que se organizaba aquella tribu. La mayoría de los días los hombres se ausentaban y no sabía dónde se metían hasta la tarde. Tengo que aclarar que sin reloj y sin ninguno de los artefactos modernos que condicionan nuestra vida, perdí por completo la noción del tiempo que llevaba entre aquella gente. Aprendí a interpretar el paso del día fijándome en el sol. Comía cuando tenía hambre y dormía cuando tenía sueño. No caí en el detalle de que debíamos estar cerca del mar, a pesar de que en mi dieta había pescado y algo de marisco, hasta que un día estando sentada en la puerta de mi cabaña vi regresar a un grupo de hombres con un par de pescados de buen tamaño. Me acerqué al grupo y con una concha de lo que en Canarias conocemos como lapas y mediante gestos, les pregunté a los hombres y a Lila que estaba por allí, de dónde traían esas cosas de comer. Me señalaron con la mano como diciendo “por allí”, pero eso y nada fue lo mismo, yo sólo veía selva. Cogí de la mano a Lila y tirando de ella le hice ver que quería que me llevara. Señalando al sol y con gestos entendí que se acercaba la noche y no era posible, por lo que opté por dejarlo para el día siguiente. Estaba ilusionada, ya tenía actividad para el día siguiente. Aquella tribu desconocía los metales, sus herramientas eran piedras y maderas, por lo tanto, sus utensilios para comer eran bastante pobres. Eché de menos una plancha, un caldero o alguna herramienta donde poder hacer unas comidas más elaboradas, pero con el paso del tiempo me acostumbré no sólo al tipo de comida, sino a ser menos exigente con sabores y texturas.

Al día siguiente después de comer algo para desayunar, y preparar algunas provisiones para el camino, salí con algunos hombres, Aifon, Lila y algunas chicas más en busca de ese sitio privilegiado donde pescaban. Caminamos bastante rato por la espesura, haciendo un par de paradas para beber o descansar un poco. Hacía un calor bochornoso, y tenía el cuerpo empapado en sudor. Por un momento me arrepentí de haber preguntado nada y de meterme en aquella aventura. Cuando nos acercábamos al final de la caminata, pude oír el sonido de las olas y la selva se fue haciendo menos densa, hasta llegar a una playa de arena blanca y ante mí se abrió el mar. La playa no era muy grande, no creo que de punta a punta hubiera más de ciento cincuenta o doscientos metros, los árboles llegaban en alguna parte casi hasta la orilla, tenía forma de media luna y en uno de sus extremos un acantilado no muy grande. El agua era clara y las olas muy suaves. La arena blanca como ya dije, pero en uno de los extremos de la playa había bastante suciedad, botellas de plástico, trozos de lo que en su día pudo ser una red, maderas, hasta una camiseta negra descolorida con el logo de Carolina Herrera. La levanté en el aire y me la puse encima para probármela pensando si esa señora sabría que en este lugar apartado del mundo, había una prenda suya, o una imitación, vayan ustedes a saber. Aun así la cogí por si acaso y busqué cosas que pudiera aprovechar. Me acordé de Tom Hanks en la película “Náufrago”,

-Hay que joderse, - dije en voz alta, - está claro que las pelis son una mierda.

Mientras yo me afanaba en mi labor de chatarrera, los hombres se habían metido en el agua con sus palos afilados y unas cestas hechas a mano supongo que para mantener los peces vivos hasta llegar el momento de volver al poblado. Lila, Aifon y el resto de chicas me seguían sin perder detalle de lo que hacía y enseñándome cualquier basura como suponiendo que aquello pudiera tener algún valor para mí. Dejé de buscar cuando me convencí de que aparte de ser unos verdaderos cerdos por tirar todo tipo de basura al mar, allí no había nada que aprovechar. Caminamos hasta llegar casi al centro de esa cala solitaria y me senté en la arena con las piernas encogidas, la cabeza apoyada en las rodillas, y pensando de nuevo cómo demonios había podido yo llegar a esa situación. A medida que me acostumbraba a vivir con aquellos indígenas y me sentía más acogida y aceptada por ellos, mis amigos, mi familia, mi casa, mi ciudad, todo mi mundo, se hicieron cada vez más borrosos pero eso no quitaba que de vez en cuando pensara en ello. A ratos necesitaba imaginar todo eso para no perderlos de vista, y aquél fue uno de esos momentos. ”Esto es una mierda joder”, dije en voz alta mientras me levantaba y me fui hacia las rocas del acantilado. Me distraje cogiendo lo que yo suponía que eran las lapas que había en Canarias. Usé la camiseta como un saco y cogí una buena cantidad. Volví a sentarme donde estaba antes; las chicas no se habían movido de allí. Estaban hablando entre ellas, imaginé que sobre mí, que parecía triste sin saber los motivos.

-¿Ya me estáis criticando jodías por saco? -les dije sabiendo que me iban a entender.

Dejé la camiseta enrollada en la arena y me fui hacia el agua. Recordé los días de playa en Maspalomas y en Playa La Arena, las playas nudistas donde solía ir. Me quité el taparrabo y me metí en el agua. Los hombres seguían en lo suyo, tenían ya cogidos un par de peces medianos que me parecieron viejas, una especie de pescado que hay en Canarias y que es muy sabroso. Las chicas se quedaron en la playa y sólo Aifon se metió en el agua después detrás de mí. Aquellos indígenas no tenían gestos cariñosos, en su cultura no entendían lo que significaba un abrazo o una caricia. Por eso, cuando me acerqué a la espalda de Aifon y la abracé por detrás pegando mi pecho contra su espalda, giró su cabeza y con un gesto extraño me miró. Supongo que estaría pensando “¿pero qué haces tía?”, no obstante no hizo lo más mínimo por separarse de mí, lo que interpreté como que le gustaba descubrir que los seres humanos que veníamos de otras tierras lejanas, también sabíamos cómo agradar aunque fuera de otra manera. Apoyé mi barbilla en su hombro sintiendo el roce de la piel de su espalda en mis pechos. Le acaricié la piel del cuello con mis labios y eso la hizo estremecer. El que ladeara su cabeza para dejar más parte del su cuello expuesto me hizo reír, y al oído le dije:

-Cabrona, ¿te gusta esto eh?

Su respuesta no la entendí, pero di por supuesto un “si”, por lo que el siguiente paso fue mordisquearle la oreja.

-¿Y si además te hago esto? -le pregunté al mismo tiempo que con mi mano llegaba hasta su sexo.

Respuesta ininteligible de nuevo. Llegué hasta su clítoris y dio un leve sobresalto, y ya sin pedir permiso metí mi dedo corazón en su coño. El tiempo justo para excitarla, pero sin finalizar, tú me azotaste y yo te dejo a medias, ese es mi castigo. Y así estuvimos jugando al ratón y al gato, hasta que los hombres salieron del agua con las cestas llenas. Por la posición del sol debía ser poco más del mediodía pero no vi movimientos que me hicieran pensar que volvíamos al poblado. Hasta que se hizo la hora de volver, dedicamos el tiempo a quitar escamas de pescado con unas piedras afiladas, y quitar los intestinos de la misma manera que hacemos en la parte civilizada del mundo, todo eso combinado con momentos de charla, descanso, y algún baño en el mar. Regresamos al poblado todavía con la luz del sol y mientras los hombres dejaban el pescado y el resto de cosas cerca del fuego que habían hecho las mujeres, yo me fui a mi cabaña. Después de que “mis chicas” me lavaran y asearan, salimos al centro del poblado y las ayudé a preparar la suculenta cena.

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