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Ojo, detrás hay un espejo

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“Marta me contó que practican intercambio”.

- “Y qué resultado les da”.

- “Dice que ha renovado su relación matrimonial. Que disfrutan no sentirse obligados por normas morales o preceptos legales, pero que mantienen reserva por la hipocresía de la sociedad”.

- “O sea que, en parte, se asemejan a nosotros, que estamos juntos porque ambos lo queremos y no por imposición de una ley o una norma”.

- “Sí, pero además tienen momentos de placer con otras personas”.

- “No voy a ser terminante en esto porque carezco de experiencia, pero no logro entenderlo. Se me escapa el mecanismo por el cual, la unión con otro fortalece la unión entre ellos”.

- “No lo sé, sólo te cuento lo que ellos dicen”.

- “Sigo razonando en voz alta. Si en uno de esos cambios, alguno encuentra fuera, algo mejor de lo que tiene en casa, seguramente se inclinará por eso, con lo cual la unión matrimonial se debilitará. A menos que el cambio busque simplemente algo distinto, pero siempre estará latente el peligro de que algo superior desequilibre la unión que se quiso reforzar”.

Felicia, con la que llevo casado seis años, trabaja en una farmacia en el sector perfumería, y le va muy bien, pues una importante cantidad de clientes compra en función de sus acertadas sugerencias, y sus ingresos están acordes a su idoneidad profesional. Yo, en sociedad con mi hermano, tengo un negocio pequeño pero muy rentable, así que vivimos con holgura. Nuestra unión se concretó cuando ambos estábamos en los treinta y cinco, y los hijos no llegaron.

Un año atrás el matrimonio mayor, dueño de la farmacia, decidió vender y descansar después de una vida de trabajo. Quienes compraron son una pareja en la cuarentena, Marta y Ramón

Él, ciertamente llamativo, con vestimenta, adornos, pelo, piel y manos muy cuidados y a la moda. Ella, una mujer atractiva pero sin estridencias, contrastando de manera notable con su marido.

Cuando nos presentaron y después de un rato de reunión, le comenté a mi mujer que ese tipo me parecía pedante, superficial y de los típicos mujeriegos.

- “Miguel, no será que simplemente te cayó mal?”

- “La deducción es relativamente fácil. Si ves un animal de cuatro patas, que ladra como perro, come como perro, mueve la cola como perro y persigue a una perra en celo, es razonable decir que se trata de un perro. De la misma manera pasa con él. No ha pasado una sola mujer que no se la haya comido con la mirada. Es casi seguro que va a intentar algo con vos. Si no querés tener un dolor de cabeza, en la primera vez tenés que frenarlo y además decirle que la próxima me lo dirás. Y debés cumplirlo”.

- “Me parece que exagerás”.

- “Es posible y ojalá que me equivoque”.

- “De todos modos sabré frenarlo”.

- “Querida, estos tipos son maestros en el arte de seducir mujer ajena. Tienen dos líneas de ataque perfectamente definidas, la primera levantando al máximo la estimación de la dama y la segunda convenciéndola de que es víctima y no culpable. La etapa inicial no ofrece mayores dificultades, (la más bella, simpática, un cuerpo de adolescente, labios para dar y recibir placer, etc.)”.

- “Es lógico, cualquier mujer quiere sentirse valorada”.

- “La segunda etapa consiste en transferir la responsabilidad del engaño, y para eso los destinatarios ideales son marido, novio o pareja. Ella no tiene culpa alguna, sencillamente fue llevada a actuar así (no te atiende, le interesa más el trabajo, si fueras mía me dedicaría solo a vos, etc.)”.

- “Parece que lo hiciste ya que lo describís con tanto detalle”.

- “Nunca lo pude hacer porque me sale mal la mentira. La parte final es una profundización de la segunda. El engañado no solo es culpable sino además indigno de ella. La mujer tolera que el amante sea despectivo con su compañero o contribuye a denigrarlo (vos sos mejor que el cornudo, a tu lado soy feliz, ese basura no me merece, etc.)”.

- “Tranquilamente se los puede rechazar”.

- “No creas que es tan fácil, si hay algo en que quisiera tener como ellos es en su tesón. No importa la cantidad de rechazos recibidos, siguen insistiendo una y otra vez. Con una perseverancia admirable van minando la resistencia y tejiendo la red, hasta que la presa, ya rendida, cae”.

Un sábado nos invitaron a cenar en su casa junto a otros matrimonios. Acepté concurrir para no agregar algún resquemor en la relación laboral. Ahí confirmé mi primera impresión. Las frases con doble sentido eran moneda corriente en el pedante galán. Ya en la sobremesa Felicia me pidió si podía tomar unas fotografías de la reunión. Por supuesto que accedí y les pedí que se juntaran.

Siete personas en la foto, tres matrimonios y mi señora, pues yo estaba detrás de cámara. Tomé varias para después seleccionar las mejores y distribuirlas. Cuando terminé mi labor de fotógrafo reparé en Ramón que, mirando a mi mujer, se chupaba dos dedos de una mano y de decía algo, a lo que ella correspondió con una sonrisa.

A la mañana siguiente, revisando las fotos de la pasada cena, le encontré sentido a los gestos intercambiados entre el dueño de casa y mi esposa. En una de las tomas, el espejo de la vitrina que estaba atrás, permitía ver la espalda de ella con el ruedo del vestido en la cintura y la mano de él metida dentro de la bombacha. Creo que un proyectil de AK47 en mi estómago, disparado desde un metro y medio, me hubiera conmovido menos que esa imagen. No era para menos, seis años juntos se iban a la basura.

Cuando logré reponerme me comuniqué con una agencia de vigilancia para concertar una cita el lunes temprano. Mi idea era no quedarme con una sola prueba. Antes de decidir mi futuro debía confirmar el dato.

Esa tarde comenté que había entrado en actividad una úlcera estomacal que periódicamente me visitaba. Con ese argumento y para no alterar su sueño le dije a Felicia que dormiría en la otra habitación. Quedé en hacerme los estudios el próximo lunes. Por supuesto la intimidad con ella pasó a ser nula hasta que decidiera qué hacer.

Ya más calmado me puse a observar con detenimiento la fotografía del colapso. En principio era evidente que ese tipo de intimidad era usual. Él no se iba a arriesgar a tanto la primera vez. La cara de mi mujer era llamativa; nada en sus gestos indicaba incomodidad, molestia o sorpresa. Por otro lado el ademán de Ramón chupándose los dedos indicaba a las claras que había algo que saborear, y la sonrisa de la dama era de complacencia. Como la actitud de ambos evidenciaba gran tranquilidad, me quedaba la duda si los otros matrimonios lo sabían y eran cómplices.

Esa semana tuve que hacer un esfuerzo para aparentar normalidad. Dos cosas atentaban contra ello, mi ferviente deseo de retorcerle el pescuezo como a una gallina y la espera de los primeros resultados de la investigación. Ella se manejó sin cambios, así que el viernes salió a reunirse con sus amigas, como era costumbre.

El sábado a mediodía me llamaron de la agencia diciéndome que tenían los primeros resultados y, si quería verlos podía ir a la tarde. Fui en el momento acordado y me mostraron cinco filmaciones de corta duración. Dos del miércoles, una con la pareja saliendo del negocio y otra, minutos después entrando a un hotel. Las otras tres correspondían al viernes.

Estas eran las de mayor contenido y estaban tomadas en una discoteca. Si bien la luz era tenue, permitía identificar con claridad a las personas. La primera era de dos apasionados besos. Mi mujer con Ramón y Marta con otro hombre.

La segunda mostraba al amante sentado con la cabeza apoyada en el respaldo mirando a mi pareja con su pene en la boca, mientras le dice.

- “Qué espectáculo maravilloso ver a la mujer del que me desprecia chupando mi pija con devoción, con entusiasmo, con tantas ganas que asombra. Vamos putita seguí esmerándote que estoy al borde de llenarte la boca de leche. Y acordate de beber hasta la última gota”.

La tercera enfocaba el mismo lugar y al varón en la misma posición. La diferencia estaba en Felicia, que a caballo de los muslos del macho, galopaba con ahínco, escuchando a quien parecía creerse el mariscal del coito.

- “Si algo me gustaría en este momento sería la presencia de tu marido. Con qué ganas le mostraría que mi miembro, con cada empuje que doy, llega a la profundidad de tu cueva. Él, semejante cornudo, me dice superficial”.

Con lo visto era suficiente. Pagué los servicios y quedé en avisarles si necesitaba algo más. Ahora debía pensar mi proceder. El lunes le pedí me informaran, en tiempo real, cuando ellos dejaran el negocio para dirigirse al hotel, pues ya tenía decidido qué hacer.

El miércoles a media mañana me llegó el aviso y ahí mismo fui a la droguería, acercándome a una empleada que, sabía, se llevaba mal con mi mujer.

- “Está Felicia?”

- “No, salió hace un rato con el esposo de la Jefa”.

- “No me digas, tendré que vigilar mi frente por si aparecen algunas puntas?”

- “Yo que vos lo haría seguido”.

- “Pobre muchacho, lo que le va a pegar”.

- “¡Queee, contame!

- “Es una broma. Por favor, la llamás a Marta? Tengo que dejarle un mensaje para la que me los pone”.

Sonriendo fue a buscarla y vino con ella, pero quedándose a unos pasos, aparentemente ubicando unos productos en la estantería.

- “Hola amiga, necesito un favor tuyo. El celular de Felicia me da como apagado, podrás darle un mensaje?”

- “Sí, encantada”.

- “Ando justo de tiempo para llegar al médico infectólogo. Decile que en mi estudio de laboratorio aparece el virus del SIDA, aunque falta la confirmación”.

Sin darle tiempo a contestar me dirigí a la salida pero deteniéndome frente a una vitrina. La intención era observar disimuladamente, y sucedió lo esperable. La chismosa corriendo a contar la desgracia de su enemiga, y la esposa marcando el teléfono para relatarle a su marido el peligro implícito en la noticia recién recibida. Satisfecho con el curso de los acontecimientos, crucé la calle y entré a un bar, situado a unos metros, a tomar un café mientras esperaba. En apenas veinte minutos bajaron de un remís.

La sonrisa alegre, el gesto de complacencia, el brazo de él en la cintura de ella, que mostraba la filmación de cuando salían, habían desaparecido. Ahora exhibían facciones desencajadas, hombros caídos, cabeza baja y una prudente distancia entre ambos. Y por si fuera poco la pesadumbre que llevaban, el ingreso al negocio sirvió para aumentar el malestar. Algunas miradas parecían decir <lo que les pasa se lo merecen>. Repetí el café, esta vez acompañado de un cigarrillo. Mientras, entraron a mi teléfono tres llamadas suyas que no atendí. Cuando mandó un mensaje diciendo que quería hablar conmigo, le respondí que lo haríamos en casa más tarde, que ahora no podía.

El tiempo de espera no inquieta por su duración, sino porque se ignora cuándo finalizará y ese factor también se lo iba a hacer pesar. A rato salió nuevamente con cara de haber llorado, presumo que sus amigos de pasadas fiestas le echarían en cara lo que consideraban un descuido imperdonable.

Mientras Felicia se alejaba, crucé nuevamente hacia el negocio a preguntar por ella. Me atendió Marta indicándome que se dirigía a casa para hablar conmigo. Entonces le pedí que me dejara usar el baño porque me orinaba encima. Al entrar al depósito ubiqué el lugar donde guardaban los enseres de limpieza, volqué alcohol sobre ellos, dejando en el piso tres botellas plásticas con el mismo líquido que con calor se derretirían. Encendí un trapo de piso, cerré la puerta y salí, agradeciendo el favor.

Los bomberos son buenos para todo, menos para cuidar las cosas que hay en un local con fuego, sea éste grande o pequeño. Los veinte minutos que demoraron en llegar fueron suficientes para perder todo lo que tenían en stock, pues los empleados no piensan en combatir el fuego sino en escapar. Y si algo quedó rescatable, los bomberos lograron que se transformara en inútil.

Los profesores de táctica suelen insistir en que un ataque exitoso, a cargo de un buen conductor, se prolonga naturalmente en lo que se denomina explotación. Esta continuación finaliza cuando el enemigo está totalmente imposibilitado de recuperarse y sólo le queda, a los sobrevivientes, rendirse sin condiciones.

Con ese pensamiento llegué a casa. Mi mujer estaba en el comedor, con la mirada perdida, frente a una taza de café que apenas había probado.

- “¿Cómo es eso que tenés sida?”

- “¿Y quién te dijo que tengo sida?”

- “Marta”.

- “Evidentemente Marta sabe más que yo. Lo que dije es que podía ser, pero faltaba comprobar”.

- “Culpa de eso Marta y su marido estaban muy incómodos, y además mis compañeras empezaron a hacerme el vacío”.

- “Qué raro, a menos que a tu jefa se le haya ido la lengua. De todos modos no entiendo por qué puedan estar incómodos con vos si el probable infectado soy yo”.

El silencio era indicio más que suficiente de que una respuesta aceptable no estaba a su alcance. Por eso su contestación fue un balbuceante:

- “No sé”.

- “No hay problema, te voy a suplantar en lo que vos no querés decir, pero lo haré con imágenes”.

Abriendo mi portátil empecé a pasar el material disponible que mostraban patentemente la infidelidad.

- “Si no querés que esto vaya a tus compañeras de trabajo y al juez que entienda en el juicio de divorcio firmá esos tres papeles que tenés en frente”.

Forma parte de la naturaleza del rumor que su destrucción sea casi imposible. Se podrá disminuir su aire de marcha, se podrá menguar su volumen, pero anularlo no. Y así esta mujercita, de la noche a la mañana quedó sin trabajo, sin amigos, sin esposo y con fama de infectada. Yo estoy en proceso de hacer que estos malos recuerdos queden sepultados.

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