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El famoso y pecaminoso parque

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Todos recorríamos aquel parque al centro de nuestra ciudad cuando caía el sol. De día lo frecuentaba todo tipo de gente. De noche el público era especializado. En aquel tiempo aún era un lugar con los árboles tan frondosos que de día proporcionaban agradable sombra y de noche regalaban segura protección.

Después de las nueve de la noche nadie podía alegar inocencia: buscábamos cuerpos, sexo. Era ideal el lugar: parque enorme, deficientemente iluminado, algunas de sus avenidas eran caminos oscuros por la noche, excelentes para lo que uno quisiera. En ésta banca había un hombre de pie con la verga de fuera mientras otro se la mamaba con hambre atrasada. El mamador resultó ser uno que había sido maestro mío de matemáticas años atrás y quien se las daba de macho, supermacho, hipermacho, ultramacho y para probarlo se cogía a cuanta joven estuviera dispuesta y hete aquí que éste ubermacho homófobo de actitudes de mataputos le encantaba mamar verga en lo oscurito, típico de los hipócritas closeteros; lo maravilloso es que él se dió perfecta cuenta de que yo lo ví, son sensacionales las inesperadas venganzas que regala la vida.

En otra ocasión, en un sitio del parque bautizado por la gente como “el homociclo” dedicado a un célebre personaje de nuestra historia nacional conocido por una sola de sus frases, me tocó ver por allí a un compañero de trabajo con todo y vestidazo, pestañas postizas, peluca, medias, tacones y rellenos. Nos vimos, nos reconocimos y cuando después lo volví a encontrar en el trabajo me saludó efusivamente con ésos clásicos manotazos de machote en la espalda. El mensaje era claro: guarda mi secreto. Lo que yo no sabía era que el dichoso secreto lo conocían al menos otras veinte personas más. Pero ante el mundo es un casado hombre de familia… con gusto por los jovencitos. Cosas que uno ve en la vida.

Todos los que recorríamos ésas veredas pensábamos que éramos muy discretos y que nadie veía lo que hacíamos. Lo que hace la calentura. Una noche lluviosa recorría aquellas avenidas del parque mal iluminadas y solitarias por el clima. Todo estaba mojado, el olor a tierra y vegetación empapada era vigorizante. Traía la verga bien parada. No hacía frío, pero el agua y la vegetación refrescaban bastante. Creyendo que no encontraría nada, empecé a encaminarme a la estación de metro más cercana cuando a veinte metros vi parado junto a una banca a un joven moreno completamente empapado por la lluvia. La ropa mojada se le pegaba al maravilloso cuerpo.

Era un hombre muy joven, de cuerpo marcado, piernudo, nalgón, moreno, de labios sabrosos, ojos color ámbar, piel satinada sin un solo vello y voz suave. Y con una sonrisa que desarmaba a cualquiera. Eso fue lo primero que me ofreció cuando me acerqué a él, la sonrisa. Lo segundo que noté al acercarme era un generoso paquete: el chico se cargaba una muy sabrosa verga que se notaba luego que pedía guerra a gritos. No recuerdo exactamente cuál era la conversación ni cómo comenzó, pero sí recuerdo que al quinto o sexto enunciado ya nos estábamos besando apasionadamente. La sombrilla que traía la cerré para mojarme a gusto con aquel bello muchacho.

La tercera cosa que noté mientras nos besábamos con ardor era que el muchacho olía intensamente a semen, todo su cuerpo despedía un fuerte aroma a macho jarioso, era como si su piel estuviera impregnada del olor a semen de hombre joven y caliente, hasta sus labios sabían a semen. Sus jeans a duras penas podían contener su verga que estaba firme, palpitante, anhelante de boca que la ordeñara. Nos metimos un faje de campeonato pero no pasó nada más. Después me contó que llegando a su casa se masturbó rabiosamente pensando en mí. Desde luego, yo hice lo mismo y me vine abundantemente diciendo en voz alta su nombre como si me estuviera cogiendo.

Durante semanas nos encontrábamos casi a diario a la misma hora por los mismos senderos y se repetía la escena: sonreírnos bajo la lluvia, besarnos con ardor, acariciar nuestras lenguas mutuamente, meternos las manos por todas partes, antojarnos las vergas, apretarnos los huevos, meternos los dedos por el culo… hasta que no pudimos más y acabamos en un hotel, uno casi horroroso que yo ya conocía y era ideal para tales expediciones y daba la afortunada casualidad de que estaba cerca al famoso parque.

¿A quién le importa saber cómo nos quitamos la ropa? Ni yo lo recuerdo, ¡shazam!, desapareció y ya. Virgen santa, qué cuerpazo se cargaba aquel chico moreno. Ni un solo vello en todo el cuerpo. Las piernas más hermosas que he visto por encima de las de muchas mujeres: fuertes, potentes, marcadas sin ser exageradas, de muslos poderosos y pantorrillas hechas para ser mordidas y besadas, unas rodillas coquetas que me encantó morder y perderme en la parte posterior de ellas. Recorrí con los labios ésos muslos larguísimo rato. Unas nalgas redondas, paradas, abundantes, morenas, tersas y calientes al tacto que besé, lamí, acaricié, mordí, unté mi cara en ellas, las acaricié con mi pecho desnudo y virtualmente las cubrí de saliva. Tenía el abdomen ligeramente marcado, un bello lavadero para fregarlo con la lengua. Su pecho era sublime, sus pezones sensibles lo hacían reaccionar a cada caricia, cada lengüetazo. Sus brazos perfectos me rodeaban y me besaba con tal pasión que parecía un novio enamorado.

Y, en efecto, olía potentemente a semen. Todo él. Nos trenzamos en un sesenta y nueve memorable. Me cogió por la boca con ritmo y ardor, yo era su puta y estaba feliz de serlo. Se comía mi verga como si no hubiera nada más importante en el mundo, estrujaba mis huevos y tenía dos dedos metidos en mi culo haciéndome suspirar mientras yo era feliz con la boca llena de su verga de macho joven jarioso, y mientras mamaba su verga amasaba sus huevos hermosos y me hundía cada vez más en su penetrante aroma a semen, agarraba sus nalgas, jugaba con su culo.

Empezó a respirar más rápido e intenso, aceleró su cadera, su verga entraba y salía de mi boca a mayor velocidad y con mi verga dentro de su boca gimió, su culo se contrajo, sus huevos se encogieron y con unas sensuales contracciones me llenó la boca de sabroso semen en cantidades que delataban que llevaba al menos un día sin masturbarse. Gimió, rugió, gruñó, se contrajo, me enterró la verga hasta el fondo y me sumergió en su semen que era tanto que escapaba de mi boca. Me dijo puta muchas veces y yo, con la boca llena de semen, le dije que era su puta. Saboreé su exquisito semen que sabía tan fuerte como él olía. Yo estaba extasiado de saborear su verga empapada de saliva y semen, brillosa, palpitante, olorosa, poderosa. Mi moreno de verga poderosa.

Apenas me terminé de tragar su semen, me montó. Me abrió las piernas y me cogió. Su verga era larga y gruesa. Estaba tan excitado que semejante animal me cogió sin problemas. Y me cogió rudo, duro, sin piedad, diciéndome que era su puta y que le repitiera que era su puta, me agarraba de las nalgas mientras su verga me taladraba y literalmente sentía sus huevos chocar con mis nalgas. Bufaba, respiraba como si corriera los diez mil metros en la recta final, sudaba a chorros y su olor a semen aumentó, su cabello estaba empapado de sudor, sus labios enrojecidos por la furia de su besos, me dió un par de nalgadas poderosas que nada más me enardecieron más y le grité que me cogiera como a una puta. Eyaculó entre gruñidos, poderosas contracciones y hasta creí que iba a desvanecerse porque se derrumbó sobre mí. Sentí cómo su verga se hinchaba al eyacular.

Empapados de sudor, saliva y semen nos seguimos besando y acariciando. Volví a disfrutar sus piernas y a comerme sus nalgas. Saboreé su culo. No le dí tiempo a reaccionar y lo puse en cuatro para cogerlo. Qué culo más divino. Chocaba con sus nalgas mientras veía su espalda brillante de sudor, con una mano alcancé su verga para masturbarlo y apretarle los huevos. Me vine mientras lo abrazaba fuertemente y lo besaba en los labios. Se soltó y nos enredamos en otro sesenta y nueve. No soltó mi verga hasta que le llenara la boca de semen. Yo no me dí por satisfecho y le mamé la verga hasta hacerlo venirse en mi boca dos veces más.

¿Fue un romance? No lo sé, escribí poemas eróticos describiendo minuciosamente cómo le mamaba la verga y lo mucho que disfrutaba que me llenara la boca de su semen, que me había vuelto adicto a su verga, su semen, sus huevos, su olor y la hermosa manera que tenía de alcanzar el orgasmo, un poema tras otro describiendo cómo me cogía, cómo le mamaba la verga, cómo yo lo cogía, narrando las veces que fuimos al cine a ver cualquier estúpida película americana llena de explosiones nomás para sacarle la verga y mamársela hasta que se viniera cuantas veces pudiera durante la película y yo disfrutar felizmente todo su semen sin desperdiciar una sola gota. Sus huevos parecían producir cantidades espectaculares de semen.

Una vez en el cine, una chica que iba con su novio no nos quitaba la vista y se le notaba la envidia de la verga que tenía en la boca y las ganas de coger con nosotros. En otra ocasión en efecto eso pasó, nos ligamos a una chica que inventó un pleito con su novio y acabamos los tres en la cama. Le metimos la verguiza de su vida, quizá valga la pena contar esa historia más tarde. Baste decir que la chica estaba como en trance viendo a dos hombres muy guapos cogiendo entre ellos con la potencia que ningún novio había usado para cogérsela.

Una noche lo ví en el famoso parque acompañando a tres señores cincuentones cuya fecha de caducidad ya había pasado. Entre las sombras le dieron sus vergas a mamar y le bajaron el pantalón. Hasta entonces comprendí: vendía caro su amor y a mí nunca me había cobrado un solo centavo. No dije nada ni me hice notar, pero tuve la sensación de que una etapa había terminado. Diez años más tarde lo vi por las calles del centro de la ciudad: iba de la mano con su marido o novio, no lo sé. Se veía muy enamorado y parecía feliz.

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