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Mi vecino el médico, me pone cachonda

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Ana llegó con paso vivo al portal de su casa, abrió la puerta, oyó voces y se apresuró.

—mierda. —dijo al llegar al ascensor y ver las puertas cerradas.

Tenía la vejiga llena y de tanto aguantarse le empezaba a doler la tripa.

Observó con resignación como el panel luminoso del ascensor incrementaba el contador lentamente hasta detenerse en el piso más alto.

Presionó el botón de llamada varias veces seguidas.

Los segundos parecían minutos fruto de la impaciencia.

Finalmente, el ascensor comenzó a bajar.

Ana se inclinó hacia adelante e hizo un esfuerzo para retener la orina.

—Creo que lo conseguiré. —susurró hablando para sí misma.

Al poco tiempo oyó una voz grave que le hizo sobresaltarse.

—Buenas tardes.

A un metro, se encontraba un hombre que tendría unos treinta años. Barba oscura, brazos fibrosos, alto y atractivo.

Durante unos instantes, la mujer no supo como reaccionar. Miró de arriba a abajo a aquel desconocido y algo atropelladamente preguntó.

—¿Quién eres?

—Me llamo Juan. —respondió el aludido sonriendo con una mueca.

En ese momento llegó el ascensor.

El recién llegado abrió la puerta invitando a entrar a Ana.

Esta, acuciada por la urgencia, no se hizo de rogar y entró colocándose contra la pared del habitáculo.

El tipo la miró con curiosidad mientras el neón del techo parpadeaba proyectando una luz escasa y entrecortada.

"A lo mejor abusa de mí. Joder, no debería haberme subido." Pensó la vecina imaginando como el tipo la ponía contra la pared y la metía el dedo en el coño mientras ella, llena de vergüenza, se meaba allí mismo.

No paso nada de eso.

—Perdona, ¿a qué piso vas? —preguntó el caballero.

—al octavo. —respondió Ana.

El hombre levantó una ceja y pulsó el botón.

Ana abrió los ojos mostrando sorpresa al ver que aquel tipo solo había seleccionado un piso. De nuevo la invadió la sensación de estar siendo desnudada con la mirada.

—Voy al octavo también, soy el nuevo inquilino.

—ah, el nuevo.

—sí, me llamo Juan. ¿Y tú?

—Ana... cualquier cosa, bueno de la casa, el piso.

—Gracias. Lo mismo digo.

—Perdón, decías. —intervino Ana que andaba a mil cosas.

—Soy médico, cualquier cosa a tu disposición.

El ascensor llegó al destino.

—Hasta luego. —dijo Juan.

Ana siguió la figura de aquel tipo con la mirada mientras abría la puerta.

"Tiene un buen culo" pensó.

Luego se descalzó, cerró la puerta y encendiendo la luz del baño comenzó a desabrocharse los pantalones mientras se le escapaba un chorrito de pis. Se quitó los pantalones y las bragas manchadas de orina, se sentó en la taza y respiró con alivio mientras el líquido amarillo golpeaba con fuerza las paredes del retrete.

*********

Una semana después del encuentro en el ascensor, Ana estaba en cama, con la nariz irritada de tanto sonarse los mocos. Tenía tos, le dolía la garganta y tenía fiebre. Hacía ya tres días que estaba así, las pastillas le habían dejado mal estómago, la tripa le molestaba y se pasaba el día sudando en la cama y tirándose pedos.

Un día después de la escena en el ascensor, el doctor había llamado al timbre con la excusa de informarse sobre la recogida de basuras. Terminada la clase, Ana había recibido una tarjeta con su número anotado en ella.

La enferma se incorporó tosiendo, se sonó y arrojó el clínex en un cubo de plástico que hacía las veces de papelera. Luego cogió el móvil, buscó en la agenda el nombre de su vecino y tras un momento de duda, pulsó el botón de llamar.

Cuando colgó, se levantó de la cama, abrió la ventana, se rascó el trasero y entró en el baño.

Abrió el grifo de la ducha, se desnudó, y echando gel en una esponja se enjabonó el cuerpo. Luego se lavó con agua caliente, se secó con una toalla de color naranja y se puso ropa interior y pijama limpios.

Cuando el doctor llegó había pasado una hora. La fiebre le había subido y tenía escalofríos y sudores.

Juan sacó un estetoscopio e invitó a la paciente a sentarse en la cama y descubrir su espalda. Ana sintió el frío metal en su piel y respiró hondo tomando y expulsando el aire. A continuación, abrió la boca y sacó la lengua mientras el hombre se ayudaba de un palo plano de madera y una pequeña linterna para ver la garganta.

—Bueno, parece un catarro fuerte con algo de infección. ¿Has tomado pastillas? ¿Qué tal te han sentado?

Ana le contó lo que había tomado y el poco efecto que le habían hecho.

—¿y la tripa que tal, alguna molestia?

—bueno, sí, un poco hinchada, las pastillas.

—Ya veo. Creo que lo mejor es ponerte una inyección para combatir la infección y unos supositorios para la fiebre.

—Supo... supositorios. —dijo Ana notando más calor si cabe en sus mejillas.

—Sí, pero no te preocupes, estate tranquila y relajada que yo lo preparo todo.

"Tranquila y relajada. Este tío está de broma" pensó.

Juan trabajó con velocidad y precisión y pronto estuvo lista la inyección.

—A ver, date la vuelta, boca abajo y bájate el pijama y las braguitas.

Ana obedeció dócilmente exponiendo su culete.

El olor a alcohol llegó a su nariz poco después de que el doctor frotase la nalga.

—Relájate.

Ana hizo un esfuerzo y aflojó el músculo con la mala fortuna de dejar escapar un pedete ruidoso.

—Lo siento yo. —balbuceó avergonzada.

—No pasa nada, es natural. —dijo Juan tranquilizándola.

—Uno, dos y...

Clavó la aguja en el glúteo. Poco a poco comenzó a inocular el líquido.

—Bien ya está... Ahora necesito que me ayudes... pon las manos aquí, eso es, ahora separa las nalgas.

El doctor sacó de un envoltorio plateado el supositorio y lo introdujo en el ano de la mujer. Luego, metió el dedo en el culo y lo mantuvo unos segundos para asegurarse que la medicina no salía y se deshacía en el recto.

Ana se mordió el labio y apretó el trasero, no quería más incidentes bochornosos.

Pasado un minuto, el propio Juan se encargó de subir bragas y pijama cubriendo la desnudez de su vecina que permaneció muy quieta.

—Bueno, que te mejores. —se despidió acariciándole el pelo.

Una media hora después, la paciente se levantó a mear. La nalga que había recibido el pinchazo palpitaba y la molestaba un poco.

Volvió a cama. La fiebre había bajado.

Pensó en el médico. En su cuerpo, imaginó que en lugar del dedo le metía el pene.

Deslizó una mano bajo las bragas, se frotó el coño y contrajo el culo.

El placer subía por su entrepierna.

Luego se metió un dedo en la vagina, jadeó, se mordió el labio y dejó escapar una ventosidad.

"Eres una guarra" pensó.

Se bajó los pantalones y las bragas y colocando la almohada en posición vertical comenzó a frotarse contra ella.

La fricción generó calor y placer, las imágenes de sexo con su vecino se proyectaban en su mente, el miembro embistiéndola, sus grandes manos manoseándola los pechos mientras en su oído susurraba una y otra vez. "Eres una guarra, una pedorra que tiene la raja del culo sudada. Te voy a enseñar modales, te la voy a meter hasta el fondo una y otra vez."

La imaginación y el roce continuo se combinaron para provocar un orgasmo intenso.

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